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Las siguientes máximas conforman un sumario de los meses posteriores y describen epigramáticamente ciertos peligros inherentes a rondar por Estados Unidos matando gente:
«Busca y encontrarás.»
«Es el viaje, no el destino.»
«Cuidado con lo que deseas.» «Puedes huir, pero no esconderte.»
El hombre perfecto apareció tambaleándose delante de mi parabrisas en un tramo desierto de la U.S. 6, al este de Columbus, Ohio, una tarde de abril de 1981. Al cabo de diez kilómetros, ya había oído toda la historia de su vida: las desavenencias familiares, los hurtos en tiendas, los robos, los reformatorios, la cárcel, la libertad condicional y la búsqueda del «gran golpe». Al anochecer, nos desviamos de la carretera para compartir una botella que yo aseguré tener y, momentos después, le pegué dos tiros en la cabeza. En los bolsillos encontré documentos de identidad pertenecientes a William Robert Rohrsfield, nacido un mes después que yo y que pesaba tres kilos más: lo único que nos diferenciaba. Enterré a Martin Plunkett bajo el duro suelo cerca de la Interestatal y me convertí en Billy Rohrsfield. La ironía de transformarme en un colega ladrón, combinada con el crédito infalible del abuelo Rheinhardt, me hicieron sentir relajado, engreído y elegante. De allí pasé a una euforia muda e insomne que era como un billete de ida permanente a Panacealandia, a la Ciudad de la Abundancia, a la Gran Satisfacción. De haber sido capaz de articular palabra en mi trance, me habría dicho a mí mismo que, a los treinta y tres años, todas mis necesidades estaban cubiertas, había alcanzado todos mis destinos, había saciado todas mis curiosidades y deseos. Y en lugar de aplicar los ingeniosos epigramas espirituales con los que arranca este capítulo, habría exhibido el ethos de un jugador de Las Vegas en racha: «Lo he conseguido.»
Pero sucedió algo.
Acababa de cruzar la frontera entre Ohio y Pennsylvania cuando me vi arrancado de la cabina del Muertemóvil. Transportado por los aires, tuve una visión del cielo azul, de la U.S. 6 y de la furgoneta continuando sin mí. Después, volví a estar en la cabina, zigzagueando a un lado y otro de la línea discontinua amarilla; después, rocé una valla metálica en la cuneta derecha; después, frené y me di con la cabeza en el parabrisas.
Cuando pasó el susto, rompí a llorar. «Demasiados días de dormir poco», me dije entre lágrimas. «Sé bueno contigo mismo», añadió otra voz. Dije que sí con el acento alemán que ponía cuando usaba las tarjetas de crédito de Rheinhardt Wildebrand, seguí conduciendo muy despacio hasta un motel y dormí.
La mañana siguiente, lo primero que encontré al despertar fue una perfecta imagen mental de mi «hermana», Molly Luxxlor, perdida desde diciembre de 1979. Lloré de gratitud y entonces recordé que era Billy Rohrsfield, no Russ Luxxlor, y que la hermana de Billy, Janet, era una arpía que maltrataba a los hijos. Molly se esfumó y ocupó su lugar un facsímil de Janet, con rulos en el pelo y un rodillo de amasar en la mano. Me reí de mis lágrimas, me afeité, me duché y me dirigí a la recepción del motel para devolver la llave. El encargado me despidió con un «Auf Wiedersen, Herr Wildebrand», y escapé del saludo a la carrera para montar en el Muertemóvil II, directo a otro vuelo por los aires.
Aerotransportado, vi carteles de viales y anuncios de los Jook Savages y de Marmalade; aterrizado en el asiento del conductor, vi a los sheriffs del condado de L. A. cacheando a un joven asustado. Al principio, éste se asemejaba a Billy Rohrsfield; luego, se pareció a Russ Luxxlor. Después me instalé automáticamente en mi juego 80/20 por ciento fantasía-distanciamiento y vi lo que sucedía.
Puedes huir, pero no esconderte.
Mi primer impulso lúcido fue destruir las tarjetas de crédito de Wildebrand y los documentos de identidad de Rohrsfield. Un segundo pensamiento, más lúcido, me detuvo: deshacerme de tan valiosas herramientas sería un reconocimiento implícito de que no era capaz de controlar mi propia personalidad. Una tercera idea, más persuasiva, se impuso a partir de ahí: eres Martin Plunkett. Seguí camino y, detrás de la letanía que me permitía sujetar el volante con firmeza y mantener el Muertemóvil II a unos constantes 80 por hora, se acumularon colores. Las palabras eran «Soy Martin Plunkett» y los colores me decían exactamente lo mismo que en San Francisco en 1974.
Aterricé en Sharon, Pennsylvania, logré articular palabra más allá de la letanía y tomé el control de mi destino. Los días de colores me habían infundido lucidez y me habían dado el coraje para aceptar ciertas cosas y para llegar a conclusiones sobre cómo restaurar el orden en mi vida. Antes de hacer una declaración formal al respecto al aire estival, quise dejar resueltos los asuntos prosaicos de volver a situarme y compré tres habitaciones llenas de mobiliario de precio medio con la tarjeta Visa de Rheinhardt Wildebrand y alquilé un piso de tres habitaciones en el lado oeste de la ciudad, utilizando el nombre de William Rohrsfield. Los juegos malabares con las dos identidades falsas no me produjeron momentos de esquizofrenia ni de euforia perturbadora y, cuando estuve a solas en mi nueva casa, hice la declaración:
«Desde Wisconsin, no has hecho más que huir de tu singular vena de sexualidad, de naturaleza guerrera; has estado huyendo de antiguos miedos y de viejas indignidades, con lo cual has experimentado alucinaciones casi psicóticas; has perdido la voluntad de matar fríamente, brutalmente y con tus propias manos; matar simple y anónimamente te ha convertido en una no entidad, te ha privado de tu orgullo y ha relajado tus costumbres. Te has convertido en un ser acomodaticio de la ralea más despreciable y el único modo de invertir esta tendencia es planificar y llevar a cabo una serie perfecta, metódica y simbólicamente exacta de asesinatos sexuales.
»Puedes huir, pero no esconderte.»
Cuando terminé la confrontación conmigo mismo, me caían por las mejillas unas lágrimas de alegría y lloré sobre el objeto que tenía más a mano: una caja de cartón llena de platos y utensilios de cocina.
Durante los cuatro meses siguientes, me hice con los elementos simbólicos que necesitaba: carteles de líneas aéreas y anuncios de rock idénticos a los que adornaban las paredes del picadero de Charles Manson en 1969, un juego de herramientas de ladrón y un equipo de maquillaje de teatro. La tecnología de las cerraduras había mejorado desde mis tiempos de ratero, así que compré e instalé una serie de cerrojos que abarcaban el nuevo abanico tecnológico, y ensayé la forma de neutralizarlos. Horas de práctica delante del espejo del baño me hicieron experto en maquillaje y en narices postizas, que me proporcionaban unos rasgos no-Martin Plunkett, y conforme avanzó el verano en mi ciudad de acero, lo único que quedó por hacer fue encontrar a las víctimas perfectas.
Fue más fácil decirlo que hacerlo.
Sharon era una población industrial tosca, de composición étnica básicamente rusa y polaca, y de estilo de vida tosco. Por la calle se veían muchos rubios que proyectaban auras de «mátame», pero después de andar todo un verano deambulando en busca de una pareja rubio-rubia, no conseguí nada más que dolor de ojos. Para combatir la frustración y mantenerme en contacto con la realidad mientras me dedicaba a ello, di otro paseo por la cultura popular, por cortesía de People y Cosmopolitan.
La familia todavía constituía un gran tema, como la religión, las drogas o la política de derechas, pero lo que parecía estar haciendo furor entre los norteamericanos era la forma física. Los gimnasios eran lo último en «nuevos lugares de encuentro» para solteros; el cuidado del cuerpo había generado el «nuevo narcisismo», y el equipo y las técnicas de musculación habían progresado hasta el punto de que un gurú del «nuevo fitness» declaraba que las sesiones de levantamiento de pesas eran «el nuevo servicio religioso», mientras que las máquinas de tonificación muscular se habían convertido en «los nuevos tótem, objetos de culto, porque liberan en todos nosotros la perfección física divina». Toda aquella locura apestaba a la excusa de los que quieren resultar atractivos para follar con los de clase superior, pero si era allí donde se reunían los guapos…
En Sharon había tres gimnasios: el Now & Wow Fitness, el Co-Ed Connection y el Jack La Lanne European Health Spa. Una serie de llamadas por teléfono me puso al corriente de sus respectivas virtudes: el centro de Jack La Lanne era para levantadores de pesas que iban en serio; los otros dos eran tugurios de ligoteo donde hombres y mujeres hacían ejercicio con equipamiento Nautilus y tomaban saunas juntos. Mis tres interlocutores telefónicos me invitaron con voces estimulantes a acercarme por su local para una «sesión introductoria gratuita» y acepté la oferta de los dos últimos.
Now & Wow Fitness, en palabras del aburrido hombre de color que me entregó una toalla y un «equipo cortesía del gimnasio» a la entrada, era «un eliminagrasas. Todas las chicas polacas quieren estar delgadas para deslumbrar a algún obrero de una fábrica de acero y, en cuanto se casan, vuelven a engordar a base de comer». Las dos salas llenas de mujeres rechonchas en mallas de colores pastel confirmaban la opinión del hombre y me largué de inmediato. «Ya se lo dije», comentó cuando le devolví la toalla y el equipo de gimnasio, sin estrenar.
El Co-Ed Connection, a una manzana del anterior, desde el primer instante me produjo la sensación de ser un filón. Todos los coches del aparcamiento eran últimos modelos ostentosos, a juego con los instructores de ambos sexos que esperaban en el vestíbulo para recibir a los posibles futuros miembros. Armado de nuevo de toalla y el consabido «equipo de ejercicio», me condujeron a una sala del tamaño de un campo de fútbol llena de relucientes aparatos metálicos. Sólo unos cuantos hombres y mujeres se esforzaban bajo poleas y barras, y la instructora, al reparar en mi mirada, comentó: «La hora punta a la salida del trabajo empieza dentro de un rato. Es la locura.»
Asentí; la esbelta joven sonrió y me dejó a la entrada del vestuario de hombres. El esbelto joven asistente que encontré dentro me asignó una taquilla y me cambié de ropa. Me puse los pantalones cortos de gimnasia y una camiseta que llevaba grabado el logo del Co-Ed Connection: una esbelta silueta masculina y una esbelta silueta femenina asidas de las manos. Estudié mi aspecto en uno de los numerosos espejos de cuerpo entero del vestuario y vi que yo era más robusto que esbelto, más tosco que estilizado. Satisfecho, crucé la puerta y me puse a levantar pesas.
Me sentí a gusto y me complació comprobar que todavía era capaz de levantar ciento diez kilos veinte veces. Me moví de máquina en máquina experimentando agradables dolores, entrando en sincronía con el rechinar del metal, el siseo de las poleas y el olor de mi propio sudor. La sala empezaba a llenarse y pronto habría colas delante de los diversos aparatos. Machos de poderosa presencia daban estímulo a mujeres de similar poderío que levantaban pesas, hacían flexiones y trabajaban en las máquinas a mi alrededor, y me sentí un visitante de otro planeta que asistía a los pintorescos rituales de apareamiento de los terrícolas. Entonces los vi a ELLOS, dejé de hacer cargas de hombros y me dije: «Muertos.»
Eran hermanos, no cabía duda. Los dos enfundados en uniformes púrpura satinados de monitor, los dos rubios y con unas figuras soberbias que seguían los cánones clásicos masculino/femenino, los dos algo más que fatuamente guapos, transpiraban una larga historia de intimidad familiar. Viéndoles instruir a un esmirriado adolescente acerca de una de las máquinas, observé que los gestos de uno se acomodaban a los del otro. Cuando él bajó una mano como si diera un tajo para subrayar lo que decía, ella repitió el movimiento, aunque con más suavidad. Cuando él levantó las palmas rectas para mostrar cómo funcionaban las poleas, ella lo imitó, un poco más despacio. Estudiándolos, enseguida comprendí que mantenían relaciones incestuosas y que esto era lo único de lo que nunca hablaban.
Desmonté de la máquina de cargas de hombro y me dirigí al vestuario. Sudando —en esta ocasión, de regocijo— me quité el atuendo de gimnasia y me vestí de calle; entonces, volví a la zona de ejercicio. Los hermanos explicaban el desarrollo muscular a un grupo cerca de la cinta de andar, señalándose mutuamente laterales y pectorales, al tiempo que sus dedos tocaban los puntos que indicaban. Al tocar los mismos puntos de mi propio cuerpo, sentí que mis músculos doloridos vibraban y que, luego, latían con la palabra «Muertos». A la entrada de la sala había un tablón con las fotografías y nombres de los instructores del club. George Kurzinski y Paula Kurzinski sonreían, uno al lado del otro, desde la fila superior. Programé su muerte para nueve meses después: el 5 de junio de 1982, fecha en que se cumplirían catorce años del día que vi a mi primera pareja haciendo el amor. Al salir del Co-Ed Connection, puse en marcha mi cronómetro mental. Complacido con el sonido de sus resortes en movimiento, dejé que corriese mientras activaba mi plan paso a paso.
Tic tic tic tic tic tic tic tic tic.
Septiembre de 1981:
Averiguo que los Kurzinski viven juntos, duermen en habitaciones separadas y visitan a su madre viuda en el sanatorio todos los domingos. Tic tic tic tic.
Noviembre de 1981:
La vigilancia desplegada revela que Paula Kurzinski duerme en casa de su amigo los miércoles y viernes; esas noches, la novia de George Kurzinski duerme con él en el piso de los hermanos. Tic tic tic tic tic.
Enero de 1982:
Consigo el plano del piso de los Kurzinski en la Oficina de Planificación Urbanística de Sharon. Tic tic tic tic tic tic.
Febrero de 1982:
Me hago experto en abrir cerraduras idénticas a la deslustrada Security King de la puerta del piso de los Kurzinski. Tic tic tic tic.
Abril de 1982:
Me procuro disfraz, drogas y armas; trazo una ruta de huida y cuatro alternativas. Tic tic tic tic tic tic tic tic.
15 de mayo de 1982:
Realizo con éxito una inspección del piso de los Kurzinski. Guardo armas blancas auxiliares bajo las alfombras del dormitorio y del salón. Encuentro una Beretta de calibre 25, cargada, en el cajón superior de la cómoda de Paula. Localizo un revólver Smith & Wesson del 32, cargado, bajo el colchón de George. Tic tic tic tic tic.
28 de mayo de 1982:
Segunda inspección del piso de los Kurzinski. Cargo cartuchos de fogueo en las dos armas; como seguridad añadida, fuerzo los percutores dos milímetros a un lado para asegurarme de que las armas no disparen como es debido.
Tic
Tic
Tic
Tic
Tic
Tic
Tic
Tic
Tic…
Del Law Enforcement Journal del 30 de mayo de 1982:
UN GRUPO ESPECIAL DEL FBI «ATACARÁ» A LOS ASESINOS EN SERIE MEDIANTE UN PLANTEAMIENTO ESTRATÉGICO DIVERSIFICADO
Quantico, Virginia, 15 de mayo:
Los fenómenos delictivos, por antiguos que sean, no quedan realmente certificados hasta que reciben un nombre. Los términos «asesino en masa» y «asesino aleatorio» forman parte de la jerga policial y del lenguaje corriente y se emplean para designar, respectivamente, a gente que mata a más de una persona en un único acceso de violencia y a los que (casi siempre hombres) matan sin razón aparente. A partir de revelaciones recientes, y principalmente del caso Ted Bundy (ver L. E. J. 9/10/81), se ha acuñado un nuevo término, una expresión de moda, que parece haber cautivado la imaginación humana. El FBI, conocedor del problema desde hace algún tiempo, será probablemente el medio que populizará dicho término, pues se dispone a ser la primera agencia de seguridad nacional que «ataque» concertadamente al tipo de criminales al que hace referencia: los Asesinos en Serie.
Según el inspector del FBI Thomas Dusenberry, el asesino en serie se define como: «Un homicida que mata repetidamente, eligiendo una víctima o grupo de víctimas cada vez. El prototipo de asesino en serie es un varón, blanco, de inteligencia superior a la media y de entre veinticinco y cuarenta y cinco años. Lo anterior es una constante, mientras que todo lo demás relacionado con este tipo de homicida difiere, por lo que resulta muy difícil detenerlos.
»Para empezar, los asesinos en serie suelen cambiar su modus operandi para adecuarse a la víctima en cada ocasión. Pueden matar a una persona por gratificación sexual y a otra por dinero. Pueden estrangular a una y matar a tiros a otra. Se sabe de asesinos en serie que han violado a media docena de sus víctimas femeninas y, a continuación, han ignorado sexualmente a otra media docena.
»Además, estos hombres tienden a viajar y a deshacerse de sus víctimas de modo que no se encuentren los cuerpos. Aparte de la compleja psique del asesino en serie y de los cambios en el modus operandi, su estilo de vida errabundo contribuye a que resulten tan escurridizos, pues aprovechan las deficiencias en la comunicación entre los cuerpos de seguridad.
»En este país hay cincuenta estados, a los que sirven incontables cuerpos policiales. La comunicación entre cuerpos dentro de cada estado hace ya bastante tiempo que es la adecuada, en cuanto a identificaciones. En cambio, la comunicación de información entre diversos estados se halla en una situación lamentable y constituye la principal dificultad en la investigación de posibles correspondencias entre diversos homicidios y desapariciones.»
Así pues, ¿cómo se propone afrontar el problema este nuevo Grupo Especial del FBI contra los asesinos en serie?
Según el inspector Dusenberry, «cuando un asesino cruza una frontera estatal después de cometer un homicidio, se convierte en delincuente federal. Así pues, lo que haremos será comparar en el ordenador los datos estadísticos de homicidios y desapariciones sin resolver de los cincuenta estados durante los últimos diez años. Si se establecen vínculos entre crímenes cometidos en diferentes estados, solicitaremos a los cuerpos policiales correspondientes los expedientes completos de los casos y mantendremos comunicación telefónica con los agentes que realizaron tales investigaciones. Tendremos registros comparativos de modus operandi, de pruebas materiales, de probabilidades circunstanciales y de media docena de características más, recogidas de los informes realizados por los psicólogos forenses adjuntos al Grupo Especial. Es probable que de toda esta información surjan pautas y sobre ellas plantearemos hipótesis que nos lleven a iniciar investigaciones concretas, de las que se encargarán experimentados agentes de la División Criminal».
Este Grupo Especial ocupa hoy un ala entera de un edificio del complejo de la Academia del FBI en Quantico. Los despachos están abarrotados de resmas de papel en blanco, de escritorios y terminales de ordenador conectadas a un superordenador central que recoge datos de las policías de los cincuenta estados. Conocido por los agentes como «Sally Serie», este cerebro artificial será el punto de partida de todas las posibles investigaciones. Programada ya con datos de veintisiete casos resueltos de asesinos en serie, «Sally Serie» contará con la ayuda de media docena de destacados psicólogos forenses con amplia experiencia de campo, tres patólogos forenses especialistas en indicios criminales y cuatro agentes de la división criminal, hombres con quince años de experiencia y bien relacionados con el Buró, que serán los encargados de rastrear vínculos, conexiones y pistas.
«Estoy impaciente por empezar —declaró a L. E. J. el inspector Dusenberry, de 47 años, agente al cargo del Grupo Especial—. Ya he leído un informe preliminar sobre el tema. Resulta un asunto deprimente y las cifras son pasmosas. Un hombre de Alabama mató a veintinueve mujeres en dos años; Gacy, en Chicago, mató a treinta y tres. Está nuestro amigo Ted Bundy, por supuesto, y luego tenemos las estadísticas de niños desaparecidos y presumiblemente asesinados. Éstas son más que pasmosas. La policía de Anchorage, Alaska, tiene un sospechoso al que acusa de sesenta y una muertes, perpetradas en un plazo de dieciocho meses. El dolor que todo esto implica es pasmoso y creo que el problema de los asesinos en serie es la prioridad principal de las fuerzas de seguridad en Estados Unidos.»
El inspector Dusenberry, que ingresó en el FBI en 1961, es licenciado en Derecho por la Universidad de Notre Dame y cuenta con dieciséis años de experiencia en la División Criminal, dedicados principalmente a investigaciones de robos a bancos. Casado y padre de un chico y una chica, los dos universitarios, se alegra de que la asignación al Grupo Especial haya llegado en un momento de su vida en que sus hijos ya son mayores y su mujer ha vuelto a la facultad para sacar un título avanzado en Historia del Arte. «Tendré que dedicar muchas horas a ello —declaró a L. E. J.—. Mis hijos y mi mujer van a clase, y la naturaleza burocrática del trabajo me facilitará mucho la labor. Si pasara tanto tiempo en la calle, haciendo investigaciones de robos, me preocuparía que ellos se preocuparan por mí.»