13

La ciudad que elegí fue San Francisco y la única razón que me movió a ello fue que su topografía era antitética a la de L. A. Las colinas urbanizadas en terrazas y las casas victorianas no vibrarían con mensajes ocultos de mi pasado, y la relativa falta de neones significaría una disminución de las alucinaciones del código penal. Los Ángeles me había formado, poseído y expulsado; San Francisco representaba la oportunidad de anular mi historia personal y de forjar nuevos impulsos en un entorno sin recuerdos.

Así, con el mero recorrido de setecientos kilómetros, pasé de unos indicadores de mi destino cada vez más lúcidos a una amnesia facilitada por la novedad que supuso San Francisco. Alquilé un apartamento en la calle Veintiséis con Geary, en el distrito de Richmond, y me pulí el grueso de los ahorros decorándolo con unos inocuos muebles que no eran de acero y unos cuadros de láminas bucólicas.

Las exigencias de comportarme como las así llamadas «personas normales» me resultaron tenuemente satisfactorias y empecé a pensar que podría desempeñar aquel papel durante mucho, mucho tiempo.

Antes de ponerme a trabajar, decidí darme una semana para explorar la ciudad. Era evidente que se trataba de un lugar extravagante, con solera y bonito; las personas que veía por la calle parecían dotadas de una gracia especial y, por lo general, eran mucho más atractivas que los habitantes de L. A.; había una mayor diversidad étnica y buena parte de las mujeres eran rubias que estaban para parar un tren.

Sin embargo, yo no me paré por ellas; un peso invisible me mantenía el pie pegado al acelerador cuando aparecían aquellos bonitos recuerdos de mi pasado y ello era una prueba contundente de que mi amnesia benigna se mantenía. Otras señales —sueños colmados de colores pastel, tranquilos paseos nocturnos, la pérdida de mi obsesión por las armas— equivalían a la mágica y sencilla palabra «felicidad».

Y la felicidad continua requería dinero. Mi semana de tranquilidad había consumido todos mis fondos, menos doscientos dólares, y necesitaba reponer rápidamente la paga semanal. Mi octava mañana en San Francisco, saqué las Páginas Amarillas y busqué agencias de empleo que ofrecieran trabajos temporales. Encontré media docena, todas en el mismo edificio de South Mission. Me dirigí hacia allí nervioso, impaciente por grabar otra muesca en mi serenidad.

Era un bloque de los barrios bajos, de esos que en Los Ángeles siempre me deprimían; aquí, sin embargo, su aire andrajoso casi me resultaba encantador y, mientras cerraba la furgoneta y consultaba mi lista de agencias, experimenté la sensación de pertenecer a ese lugar. Impulsado por este efecto, empujé una puerta con el rótulo Mighty-Man Job Shop y me acerqué al mostrador, que estaba cubierto de papeles.

Una mujer joven con el cabello negro y largo hasta los hombros alzó la vista de su escritorio y me sonrió:

—Usted es el hombre de Orinda que quiere tres esclavos…, tres forzudos, quiero decir, para que trabajen en el jardín, ¿verdad? —Consultó unos formularios que tenía delante y añadió—: Eddington, ¿verdad? Dijo que enviaría a su chófer a recoger a los borrachines…, a los trabajadores, quiero decir…

—¿Qué? —Su franqueza me pilló con la guardia baja.

—¿Quiere decir que no es Eddington, pero que necesita esclavos? —prosiguió, sonriendo ante mi desconcierto.

La miré a los ojos y me pareció que estaba colocada.

—No, yo…

—Entonces, ¿ha venido a invitarme a salir?

Advertí que estaba coqueteando conmigo. Experimenté un «nada» vacío y, por puro reflejo, busqué el consejo de la Sombra Sigilosa. Entonces advertí que estaba en San Francisco, no en L. A. y que la S. S. había quedado obsoleta.

—Soy nuevo en la ciudad —respondí—. Necesito trabajo y he encontrado esta agencia en las Páginas Amarillas.

—Oh, lo siento —replicó—. Es que va tan bien vestido y tan limpio que… Verá, todos los tipos que vienen aquí a buscar trabajo son borrachos o drogadictos. ¿Duerme aquí, en este bloque?

—He alquilado un apartamento —respondí.

—¿Dónde? —La mujer parecía sorprendida.

—En la Veintiséis con Geary.

—Dios, mi novio vive ahí. —Ahora sí que se había quedado atónita—. Mire, parece usted de clase media, así que le ayudaré a encontrar algo. A nuestros tipos les pagamos el salario mínimo por tareas humildes como repartir propaganda, descargar camiones que no son de los sindicatos, ese tipo de cosas. Nuestro truco básico es que pagamos al final de la jornada. De ese modo, los esclavos se funden el dinero en vino y droga cada noche y a la mañana siguiente vuelven. Si usted puede permitirse vivir en Richmond, no puede permitirse trabajar para esta agencia.

Después de eso, el pasmado fui yo. Esa mujer empezaba a gustarme.

—He gastado los ahorros en el traslado. Ahora necesito encontrar trabajo para poder mantener el apartamento.

—¡Huau! Un auténtico trabajador en apuros. —La mujer sacó un cigarrillo del paquete de su escritorio, lo encendió y fumó en silencio durante unos largos minutos. Luego chasqueó los dedos y se acercó al mostrador. Una vez allí, se inclinó hacia mí con aire conspirador de modo que sus cabellos me rozaron la cara.

—Vaya a la oficina de empleo del campus de la Universidad Estatal de San Francisco y mire el tablón de anuncios que hay en la entrada. Allí encontrará empleos con pagas decentes. Arranque las tarjetas de los anuncios que le interesen, llame por teléfono y dígales que es un graduado que asiste a clases nocturnas, por lo que puede trabajar a dedicación completa. Usted es fuerte y parece listo. Seguro que lo contratan, ¿comprende?

—Comprendo —asentí y me aparté de la cascada de cabello.

La mujer se incorporó y sonrió, y supe que ella había disfrutado con nuestro contacto. Me tendió la mano y dijo:

—Por cierto, me llamo Jill.

Yo quería estrecharle la mano con indiferencia, pero se la tomé con suavidad.

—Soy Martin.

—Buena suerte, Martin.

—Gracias por tu ayuda.

Pasé por alto deliberadamente las exquisiteces del encuentro, seguí el consejo de la mujer y fui al campus de la Estatal. El tablón de anuncios que había mencionado estaba cubierto de ofertas de empleo y sólo me desvié del plan que ella me había trazado en que memoricé los teléfonos y el tipo de trabajo, en vez de robar la información. Llamé a los anunciantes desde un teléfono público. Para tres empleos de oficina no respondió nadie y, cuando llamé a un anuncio para un trabajo manual, contestó una desabrida voz masculina.

—¿Dígame?

—Llamo por el anuncio que ha puesto en la universidad —dije.

—¿Estudia a tiempo completo? —preguntó la voz.

—Soy graduado y estoy matriculado en los cursos nocturnos.

—¿Es usted fuerte? Perdone la brusquedad, pero éste no es un trabajo para enclenques.

—Mido metro noventa, peso noventa y cinco kilos y soy musculoso. ¿Qué tendré que hacer, exactamente?

—¿Tiene vehículo?

—Sí. ¿Qué…?

—Soy promotor inmobiliario en Sausalito. Necesito un tipo fuerte para desbrozar el terreno que voy a urbanizar. Es un trabajo duro, pero pago cinco dólares la hora, en negro, sin deducciones. ¿Cómo se llama?

—Martin Plunkett.

—Bien, Marty. Yo soy Sol Slotnick. ¿Quieres el trabajo?

—Sí.

—¿Puedes ir mañana a Sausalito a ver a mi capataz?

—Sí.

—Bien, entonces toma nota. Cruza el Golden Gate, sigue por la autopista hasta la salida cuatro, gira a la derecha y después, en Wolverton Road, coge a la izquierda. Verás un gran terreno con carteles, Sherlock Homes, y el logotipo de la promotora con el detective. Mañana a las ocho, ¿de acuerdo?

—Sí.

—Muy bien. Necesitarás herramientas, un hacha y una guadaña. Yo te las…

—Tengo herramientas propias, señor Slotnik —dije interrumpiendo a mi nuevo jefe.

—Como quieras. Bien, chico, buena suerte.

Aquella noche me fundí el resto del dinero. En una tienda de excedentes del ejército compré unos pantalones y una camisa de trabajo de color caqui, un par de botas impermeables, una canana y mis primeras herramientas de acero mate desde las que tuve en mis tiempos de ratero: un hacha de mango corto, otra de mango largo y una hoz de jardinero. Las hojas de las hachas estaban cubiertas de teflón transparente, y tenían el filo garantizado: cuando más las utilizabas, más afiladas estaban. Sonaba demasiado bonito para ser verdad, por lo que también compré una piedra de amolar, por si acaso.

Al día siguiente, crucé el Golden Gate hasta el terreno de la Sherlock Homes. Era una parcela inmensa de monte bajo, tachonada de tocones de árboles y rodeada por un denso bosque de pinos; allí había meses de trabajo para un solo hombre. El capataz me dijo que el señor Slotnick quería que el trabajo estuviese terminado el diez de septiembre, la fecha prevista en que los albañiles comenzarían a poner los cimientos; entonces, si tenía suerte y los ecologistas no empezaban a joder la marrana, quizá tendría más trabajo cortando pinos al otro lado de la autopista, en el nuevo proyecto de Slotnick de casas adosadas llamado Singles Paradise. Después de explicarme que lo único que debía hacer era arrancar los tocones de los árboles de la finca y cortar toda la maleza y dejarla allí para que se la llevaran las excavadoras, el hombre señaló las herramientas que yo llevaba en el cinturón.

—Pareces un profesional —dijo—, así que no vendré por aquí a controlarte. Cobrarás los viernes a las cinco. Aquí mismo. —El tipo me estrechó la mano y me dejó a solas con la naturaleza.

Y la naturaleza, aunque yo estuviera conspirando contra ella, me ofreció cuatro meses y medio ininterrumpidos de belleza vivificante y de un trabajo para el que, benditamente, no se necesitaba pensar.

Le di a las hachas y a la hoz de abril a agosto, ocho horas al día, siete días a la semana, ajeno a las olas de calor y a las lluvias torrenciales. Mientras trabajaba, me recorrían el cuerpo ondas de choque y noté que cada vez era más fuerte, pero en ningún momento me preocupé de desarrollar unos músculos que llamaran la atención, como en la cárcel, pues el aroma del heno y de la madera cortada me protegían, los pinos me envolvían y, mientras tajaba con los ojos cerrados, veía bonitos colores suaves, sombras que se oscurecían cuanto más duro trabajaba pero que, aun así, en mi mente seguían siendo tiernas y amables. Al final de la jornada, absolutamente exhausto, los colores permanecían conmigo en la periferia de la visión mientras conducía de regreso a casa, cenaba y me sumía enseguida en un sueño profundo.

Una noche, a principios de septiembre, mientras aparcaba la furgoneta delante del apartamento, oí que alguien me llamaba.

—¡Martin! ¡Hola!

Al principio no entendí de qué se trataba. Nadie me había llamado por mi nombre desde hacía meses; además, estaba fatigado tras una jornada de trabajo especialmente larga y venía muerto de hambre y de sueño.

—¡Hola, Martin! —repitió la voz.

Yo miré al otro lado de la calle y vi a una bonita mujer con una larga melena negra. El cabello, iluminado por una farola de la calle, me atrajo como un imán y me acerqué a ella.

Estaba en la acera con un hombre y se tambaleaban un poco, como si estuvieran achispados. Tardé unos segundos pero, al final, la imagen de unos cabellos rozándome la cara me guió al nombre de la mujer. Y la Sombra Sigilosa, que se materializó de la nada, me susurró: «SÉ AMABLE

—Hola, Jill —saludé—. Me alegro de verte.

Jill soltó una risita y se agarró del brazo de su compañero.

—Estamos muy colocados. ¿Has encontrado trabajo? Supongo que sí, porque veo que aún tienes el apartamento…

La Sombra Sigilosa movía una batuta de director de orquesta y me susurraba algo que yo no oía.

—Sí, seguí tu consejo. Me salió bien y, desde entonces, tengo trabajo.

—Estupendo —dijo Jill—. Steve, éste es Martin. Martin, te presento a Steve.

Me fijé en el novio, un tipo huraño con unas patillas ridículas en forma de chuleta de cordero. La Sombra Sigilosa decía SÉ AMABLE SÉ AMABLE SÉ AMABLE.

—Hola, Steve, ¿qué hay? —Le tendí la mano a lo hippie y él me apretó los huesos estilo contracultura. Respingué de dolor fingido y Jill se rio.

—Steve trabaja de mecánico de aviones y es muy fuerte. ¿Quieres entrar a tomar una copa o algo?

Al oír el «o algo», la S. S. arqueó las cejas.

—Encantado —respondí y Jill se puso entre su novio y yo, tomándonos a cada uno por el brazo.

—Estoy tan colocada… —dijo.

Notaba la mano en mi codo, fría y caliente, blanda y dura, alternativamente, pero el tacto no me producía ningún miedo. Caminamos los tres juntos media manzana y subimos la escalera de una casa victoriana de cuatro plantas. Steve sacó la llave, abrió y encendió una luz. Jill me soltó el brazo y dijo:

—Steve lleva tiempo pidiéndome que haga una cosa, y hoy estoy tan colocada que creo que ha llegado el día.

Dio unos saltitos por la sala y mis ojos recorrieron automáticamente las cuatro paredes. Pegados en ellas con cinta adhesiva, había carteles de diversas líneas aéreas y de los países que representaban. Japón y Tahití me llamaron la atención, como si ya los hubiera visitado.

—He estado en todos esos sitios un par de veces como mínimo —explicó Steve al tiempo que cerraba la puerta—. Si trabajas para la Pan-Am, te dan dos viajes al año y puedes llevarte a tu chica, si quieres. —Señaló el hacha que llevaba al cinto y me preguntó—: ¿Eres carpintero?

—Soy cirujano de árboles —respondí y estudié de nuevo la habitación, preguntándome por qué me resultaban tan familiares unos sitios en los que no había estado nunca. Steve me miraba con aire de extrañeza y, para tranquilizarlo, añadí—: Jill me ayudó a conseguir empleo. Cuando llegué a la ciudad estaba sin blanca y fui a la agencia a buscar trabajo. Jill me envió a la oficina de colocación de la universidad.

—Jill, siempre tan amable —comentó Steve, y la S. S. me envió una serie de instantáneas: Jill coqueteando con otros hombres pero volviendo siempre con Steve, quien, agradecido de que hubiera vuelto, se la llevaba en largos viajes de reconciliación a países exóticos por cortesía de la empresa donde trabajaba; Steve, molesto porque Jill lo trataba como si fuera un trapo sucio, emborrachándose con sus colegas mecánicos y despotricando de ella, pero llamándola siempre desde el bar para decirle que llegaría tarde.

—¿Qué te apetece beber, tío?

La voz de Steve me sacó de la película que él mismo interpretaba.

—¿Tienes una cerveza? —pregunté.

—¿Cómo no? Ven, asaltemos el frigorífico.

Seguí a Steve hasta una pequeña cocina. Allí había más carteles de aerolíneas, pero las fotos cubiertas de grasa de París y los Alpes Bávaros no me despertaron recuerdos. Steve se fijó en que yo las miraba y dijo:

—Miras los carteles como quien necesita unas vacaciones. —Abrió el frigorífico y sacó dos latas de cerveza. Me tendió una y añadió—: Sí, tal vez Tahití o Japón. —Abrió la lata y prosiguió—: Esos sitios son una mierda. La comida es una mierda y los japos se parecen a los amarillos de Vietnam. —Bebió a grandes tragos, eructó y se rio—. Cerveza Coors, el desayuno de los campeones. El año pasado, en el trabajo, hicimos unos Juegos Olímpicos Coors. El tipo que ganó se bebió cuatro paquetes de seis latas, lo aguantó dos horas y luego empezó a mear hasta llenar un cubo de cuatro litros. Eso fue el triatlón, ¿comprendes? Tres competiciones en una, como en las Olimpiadas de verdad. ¿Has estado en Vietnam?

Me apoyé en la pared salpicada de grasa y fingí beber la cerveza. La Sombra Sigilosa me envió un teletipo que decía SÉ LISTO SÉ LISTO SE LISTO sobre la cara de Steve.

—No me aceptaron —respondí—, por una antigua lesión que me hice jugando a fútbol.

—No te has perdido gran cosa. —Steve eructó—. ¿Jugabas en la línea?

—¿Qué?

—¿Cómo que qué? Eres alto. Jugarías en la línea de ataque, supongo…

—Era tercer quarterback —respondí con modestia.

Steve sonrió ante mi calculada conmiseración.

—Jugador de reserva, la historia de mi vida. ¿Qué estará haciendo Jill? Por lo general, le gusta vacilar con los visitantes.

—¿Alguien ha mencionado mi nombre?

Volví la cabeza hacia donde había sonado la voz. Jill se encontraba en el umbral de la puerta de la cocina, cubierta con una bata y con una toalla enrollada en la cabeza a modo de turbante.

—¿Te acuerdas de esos viejos anuncios de Clairol? ¿Si sólo tengo una vida, dejadme que la viva de rubia? Pues bien, mirad.

Con un movimiento elegante se quitó la toalla y sacudió la cabeza. Su hermoso cabello negro se había transformado en rubio oxigenado y la Sombra Sigilosa me destelló NO SE LO PERMITAS NO SE LO PERMITAS NO SE LO PERMITAS

Saqué mi hacha de acero mate forrado de teflón con el filo garantizado y le lancé un golpe al cuello con ella. La cabeza quedó limpiamente separada del tronco y de la cavidad brotó sangre; los brazos y las piernas se movieron espasmódicamente y, acto seguido, todo su cuerpo se desplomó al suelo. La fuerza del golpe me hizo girar en redondo y, durante un segundo, mi visión abarcó la escena completa: las paredes salpicadas de sangre, el cadáver expulsando un géiser arterial por el cuello, mientras el corazón seguía latiendo por reflejo, y Steve absolutamente paralizado, poniéndose azul catatónico.

Invertí el gesto, giré el mango de forma que la hoja quedara plana, y asesté un golpe de revés con la zurda. El metal alcanzó a Steve en la sien y se oyó un sonido como de huevos al romperse, pero amplificado diez millones de veces. La hoja se clavó y, durante unos segundos, sostuvo de pie al hombre ya muerto. Luego, tiré de la herramienta y el cadáver se precipitó hacia delante mientras el hacha volaba en dirección opuesta. Los sesos y la sangre lubricaron su vuelo.

Entonces Steve se desplomó emitiendo gorgoteos. Entonces sus extremidades bailaron la danza de la muerte. Entonces un chorro de sangre brotó de su cráneo y me alcanzó en los ojos.

Entonces me corrí y todos los colores que había visto en el trabajo se combinaron y me arrojaron al suelo para formar un trío.

Desperté horas más tarde. Sonaba un teléfono y noté el sabor del linóleo y de la sangre. Al abrir los ojos, vi una parte del suelo y dos latas de cerveza caídas de costado. Empecé a comprender lo que había sucedido y contuve unos sollozos. Luego, envié mensajes cerebrales a las piernas y los brazos para ver si me los habían amputado como castigo por mis crímenes. Mis dedos palparon una superficie fría y mis piernas se sacudieron, y di gracias. El teléfono dejó de sonar y me pregunté a quién tenía que agradecérselo. Luego, el trozo de suelo y las latas de cerveza desaparecieron para ser sustituidas por tinta roja sobre papel blanco: YO YO YO YO YO YO YO.

En la película mental en blanco escribí SÍ SÍ SÍ SÍ SÍ. DIME QUÉ TENGO QUE HACER.

La Sombra Sigilosa dijo: «Abre los ojos.» Obedecí y Lucretia y él estaban allí, desnudos. Yo estaba memorizando sus cuerpos cuando la S. S. me increpó con el tono de voz más duro que había utilizado nunca conmigo. «Somos unos padres de fantasía a los que has utilizado desde la infancia. Te damos lo que necesitas para que hagas lo que tengas que hacer. Has experimentado lo que algunos llaman brote psicótico. En realidad, tarde o temprano habrías hecho premeditadamente lo que acabas de hacer.»

La Sombra Sigilosa calló unos instantes para que yo respondiera y escribí: «¿Por qué?»

«Eres un asesino, Martin», dijo.

Era la primera vez que me llamaba por mi nombre.

Le rogué que lo repitiera, para saber bien lo que tenía que hacer. Él accedió.

«Eres un asesino, Martin.»

«Eres un asesino, Martin.»

«Eres un asesino, Martin.»

Me gané el título. El destino me tintineaba en el oído y mi padre de fantasía, como él mismo se había descrito, me conducía paso a paso. Primero limpié todas las superficies que pudiese haber tocado; luego destruí las pruebas forenses de mis hachazos profanando los dos cuerpos en los lugares donde los había cortado, utilizando un cuchillo de cocina y un mazo de la carne para confundir las marcas de los hachazos y los puntos de impacto. Fue un trabajo chapucero y sucio, pero obligué a mi cerebro a considerarlo tedioso. Cuando terminé, me lavé las manos, me quité los pantalones empapados de sangre, me puse un mono que encontré en el armario de Steve y envolví mi ropa y mi calzado en siete capas de plástico de bolsa de basura. Con los pies descalzos y libres de material ajeno, recogí el hacha y la canana y consulté el reloj. Eran las tres y dieciséis minutos. Apagué las luces y salí del apartamento. La calle estaba desierta. Fui a casa y me dormí viendo colores.

De la portada del San Francisco Examiner, 4 de septiembre de 1974:

PAREJA ASESINADA EN UN APARTAMENTO DEL DISTRITO DE RICHMOND

Los cuerpos horriblemente mutilados de dos jóvenes, un hombre y una mujer, fueron descubiertos anoche en el apartamento del hombre. La policía acudió tras la llamada de los vecinos que se quejaban de «olores extraños» procedentes del apartamento de la planta baja del número 911 de la calle Veintiséis.

«Sabía que allí dentro había algo muerto», dijo Thomas Frischer, del 914 de la calle Veintiséis a los sanitarios que acudieron a retirar los cadáveres. Tras echar la puerta abajo, los agentes encontraron los cuerpos del inquilino del apartamento, Steven Sifakis, de 31 años, mecánico de la terminal de la Pan-American en el aeropuerto internacional de San Francisco, y de su novia, Jill Eversall, de 29, empleada en la agencia de colocación Mighty-Man. En unas declaraciones en exclusiva a los periodistas del Examiner, el sargento W. D. Sternthall, del DPSF y jefe de la unidad que respondió a la llamada de «problemas desconocidos», dijo: «Supe que allí dentro habría personas muertas, por lo que me puse un pañuelo en la nariz antes de entrar. Cuando vi los cuerpos, lo primero en lo que pensé fue en los asesinatos de Sharon Tate y sus amigos, ocurridos hace cuatro o cinco años. La escena era increíble. La cocina estaba cubierta de sangre seca y en el suelo había un hombre muerto con el cráneo aplastado, pero eso no era lo peor. En el umbral de la puerta de la cocina había una mujer muerta. La habían decapitado y la cabeza estaba en la alfombra de la sala. Vi el arma homicida, un cuchillo de cocina, en el suelo de la cocina, cerca del cadáver del hombre, y mandé a mi compañero a la patrulla para que avisara por radio a los detectives y al forense.»

Pronto el tranquilo barrio de Richmond se vio inundado por las luces giratorias de los coches policiales. Ocho equipos de patrulleros empezaron a peinar la zona casa por casa y Willard Willarsohn, forense adjunto, examinó los cuerpos y atribuyó la causa a «un trauma masivo causado por repetidos cuchillazos y la posterior hemorragia». Willarsohn añadió que la pareja llevaba muerta cuarenta y ocho horas como mínimo, tal vez incluso cincuenta y dos.

Mientras se realizaba un amplio interrogatorio de los vecinos, se contactó con los amigos, familiares y jefes de los fallecidos. Cuando las expresiones de conmoción, dolor y rabia remitieron, los agentes encargados de la investigación se enteraron de lo siguiente:

Uno: Sifakis y la señorita Eversall eran amantes desde hacía mucho tiempo y fueron vistos con vida por última vez en el Molinari Delicatessen, en North Beach, el lunes 2 de septiembre a las 19.30, cincuenta y una horas antes de que se descubrieran sus cadáveres. Dos: ambas víctimas eran conocidas por sus inexplicadas ausencias laborales. Por eso, ninguna de las personas que trabajaba con ellas pensó en denunciar su desaparición. Un amigo de la pareja que quiere mantener el anonimato dijo a nuestros reporteros: «Stevie y Jill eran unos fiesteros. Les gustaba colocarse y pasarlo bien, y eran muy descuidados a la hora de escoger compañía. Recogían autoestopistas y, bueno, a Jill le gustaba cambiar de pareja. Stevie solía beber con los moteros de Oakland y creo que va a ser un caso difícil de resolver, porque los dos conocían a mucha gente de paso.»

Mientras, sin ninguna pista clara, la policía está ampliando sus esfuerzos y un portavoz del DPSF ha anunciado: «Éste es un crimen importante y se le prestará mucha atención. Llamamos a los ciudadanos de San Francisco para que aporten información que pueda resultar de ayuda en nuestras investigaciones y no cejaremos hasta que el asesino o asesinos estén entre rejas.»

De la portada del San Francisco Chronicle, 6 de septiembre de 1974:

SIN PISTAS EN LOS ASESINATOS DE RICHMOND. SE INTERROGA A LOS AMIGOS DE LAS VÍCTIMAS

A pesar de haber realizado una amplia investigación, la policía apenas ha hecho progresos en la resolución de los brutales asesinatos de Jill Eversall y Stephen Sifakis, que el miércoles por la noche fueron hallados muertos a cuchilladas en el apartamento de Sifakis, sito en la calle Veintiséis. Según el jefe de detectives Douglas Lindsay, del DPSF, las cincuenta horas transcurridas entre el crimen y el hallazgo de los cadáveres juega a favor del asesino o asesinos, y el estilo de vida de las víctimas plantea importantes problemas en la investigación. En unas declaraciones oficiales hechas esta mañana a los medios en el ayuntamiento, Lindsay ha dicho:

«Con los elementos básicos corroborados, puedo decirles lo siguiente: el señor Sifakis y la señorita Eversall fueron vistos solos por última vez el lunes por la noche en North Beach y se encontraron con el asesino o asesinos en algún lugar entre el restaurante y el apartamento del señor Sifakis. Pese a los amplios llamamientos públicos y al interrogatorio de prácticamente todos los habitantes en un radio de ocho manzanas alrededor del apartamento, no hemos encontrado testigos. Nadie vio a las víctimas en compañía de otra persona o personas. Las únicas huellas que se han hallado en el apartamento pertenecen a las propias víctimas o a conocidos suyos que ya han sido descartados como sospechosos. Hemos encontrado el arma asesina —un cuchillo de cocina con filo de sierra— en el escenario del crimen y creemos que fue lo que utilizó el asesino para decapitar a la señorita Eversall. Al señor Sifakis, que murió de varios golpes en la cabeza, le mutilaron el cráneo con el cuchillo una vez muerto, pero creemos que, en su caso, el arma asesina fue un mazo de acero para la carne, también de la cocina de la casa. Los técnicos forenses han examinado concienzudamente el apartamento sin obtener información de importancia y hemos descartado el móvil del robo ya que, tras hacer un inventario de los objetos de la casa con amigos del señor Sifakis, se ha llegado a la conclusión de que no falta nada. Ningún vecino oyó los hechos, que debieron de ocurrir de manera repentina para que nadie oyera la carnicería.

»Existen pruebas circunstanciales que nos llevan a creer que el asesino o asesinos se marcharon de la casa durante la madrugada, vestidos con ropa del señor Sifakis y llevándose sus propias prendas manchadas de sangre en bolsas de basura que cogieron de debajo del fregadero. Nadie presenció la salida del apartamento del asesino o asesinos y ahora estamos cotejando datos sobre los vehículos sospechosos vistos aquella noche en la zona.

»Nuestras investigaciones se centran ahora en el estilo de vida de las víctimas. Jill Eversall trabajaba en una agencia de colocación de los barrios bajos que contrataba a individuos de paso con antecedentes delictivos y, a lo largo de los años en que trabajó allí, trabó amistad con hombres de dudoso historial. Tal vez debido a ello, recibía llamadas obscenas y contó a sus amigos que algunos de los hombres que había conocido en el trabajo la aterrorizaban. Se están comprobando los antecedentes de los trabajadores que han tenido contacto con la agencia Myghty-Man, así como los de otros habituales de los barrios bajos.

»Steven Sifakis tenía dos condenas por venta de marihuana y contactos con bandas de moteros de Oakland. De momento, existe la hipótesis de que los crímenes pueden estar relacionados con la droga. Por ello, en la investigación participan agentes de la brigada de Narcóticos, mientras que los agentes de la brigada de Delitos Sexuales están comprobando el paradero de delincuentes sexuales fichados, conocidos por su uso de la violencia. Aunque las víctimas no sufrieron abusos sexuales, los psiquiatras forenses que trabajan en la investigación han llegado a la conclusión de que el asesino o asesinos actuaron por rabia sexualmente motivada. Tanto la señorita Eversall como el señor Sifakis habían tenido otras parejas en tiempos recientes y se cree que el desencadenante más probable ha sido los celos. Esas ex parejas están siendo interrogadas por nuestros agentes.

»En resumen: hacemos cuanto está en nuestras manos para encontrar al asesino o asesinos y estamos convencidos de que la respuesta se halla en el estilo de vida despreocupado de las víctimas. Las pruebas con las que contamos y los perfiles psicológicos indican que el asesino o asesinos sólo han cometido este crimen y que no es obra de un psicópata que haya actuado otras veces.»

Del Berkeley Barb, 11 de septiembre de 1974:

PRESIÓN POLICIAL EXTREMA TRAS CRÍMENES EXAGERADOS POR LA PRENSA SENSACIONALISTA

El mes pasado dimitió el presidente, Dicky el Tramposo, lo que nos llevó a pensar que las cosas mejorarían. Teníamos razón, pero ahora viene la de arena. El 2 de septiembre, alguien se cargó a Jill Eversall y a su pareja habitual, Steve Sifakis, en el piso que éste poseía en el distrito de Richmond. Lamentablemente, el asesino aún no ha sido detenido, aunque la policía sigue con la investigación. En algunos aspectos, siguen investigando con demasiada dureza.

El tema es que Steve y Jill tenían una relación abierta y les molaba ponerse ciegos de hierba y no eran unos estrechos a la hora de elegir con quién se juntaban. Jill curraba en una agencia del mercado de esclavos de South Mission y —¿estáis bien sentados?— le gustaba ayudar a los tirados y colgados de los barrios bajos a encontrar trabajo. Conque…

Así, la pasma de San Francisco ha llegado a la conclusión de que «el estilo de vida despreocupado» de Steve y de Jill ha sido la causa de su muerte y, aunque deploran tal estilo de vida, se han lanzado a la búsqueda del artista/artistas de los descuartizamientos pertinaces como perros de presa. (Al fin y al cabo, Steve y Jill vivían en el bonito y seguro barrio de Richmond… ¡Caramba, podría haberle sucedido a cualquier vecino decente!) En el transcurso de la investigación, se están pisoteando los derechos civiles de cientos de personas pacíficas con «estilos de vida despreocupados».

Ejemplo: En una batida a primera hora de la mañana, la pasma registró a un grupo de melenudos que dormía en el parque del Golden Gate y, cuando encontraron la navaja de bolsillo que tenía uno de los chicos, se pusieron a gritar: «¡Dime por qué rebanaste a esa pareja de Richmond!»

Ejemplo: La policía detuvo a unos trabajadores que bebían vino a la puerta de la agencia de esclavos Myghty-Man. Los metieron en una furgoneta, los llevaron a la prisión municipal y, allí, los detectives de homicidios los cachearon y los insultaron. Un poli de paisano exigió a un viejo que admitiera que Jill Eversall lo ponía cachondo. El viejo se negó y el detective le partió una botella de vino en la cabeza.

Ejemplo: Los agentes han incordiado a unos cuantos inocentes con antecedentes por delitos sexuales y los han amenazado con hacer público su historial entre sus jefes y amigos.

Ejemplo: La pasma interrumpió una ceremonia de cánticos en el templo Hare Krishna de Delores Street y cachearon a todos los asistentes en busca de drogas y armas. Cuando el dojo del templo pidió explicaciones, un agente exclamó: «Los asesinatos de Richmond han de estar relacionados con las sectas. ¡Mi madre vive en la calle Veintiséis! ¡No me venga con burradas! ¡Yo estoy aquí para hacer cumplir la ley!»

Desde el Barb de Berkeley queremos protestar ante las ilegalidades mencionadas y señalar otra ley que pronto puede adquirir prioridad: la de la reacción igual y opuesta. Transgredir la ley para hacer que se cumpla nunca está justificado, aun en el caso de que el delito haya sido un asesinato.