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La caricia me costó casi un año de mi vida.
Me detuvieron y me acusaron de un delito de robo con escalo y la ganzúa del bolsillo me valió un segundo cargo, el de posesión de herramientas para cometer robo con escalo. También querían acusarme de voyeurismo, pero el abogado de oficio me dijo que el tío Walt Borchard había convencido al fiscal del distrito de que no presentara ese cargo, pues no quería que me etiquetaran de delincuente sexual. Siguiendo el consejo del fiscal, me declaré culpable en el acto de lectura de la acusación. La condena: un año en la prisión del condado de Los Ángeles y tres años de libertad vigilada. Cuando el juez me leyó la sentencia y me preguntó si tenía algo que decir, rompí la pauta de silencio/respuestas monosilábicas que había mantenido desde el momento de mi detención.
—No tengo nada que decir… todavía —respondí.
Mi «silencio práctico» entró en acción automáticamente en el momento que el sheriff me cerró las esposas en las muñecas y me enteré de que mi asaltante no era el fantasmal Charlie, sino un hombre llamado Roger Dexter. Los polis, los presos y los funcionarios con los que traté entre la detención y la sentencia esperaban laconismo y miradas perdidas, y mi conducta en la subcomisaría de Hollywood Oeste no resultó tan incongruente. Además, medía metro noventa, pesaba ochenta y cinco kilos, era huesudo y extraño, y mis compañeros del calabozo tenían peces mucho más pequeños con los que entretenerse. Nadie sabía que estaba muerto de miedo y que mi protector en la prisión era el villano de un cómic.
Los consejos de la Sombra Sigilosa aplacaron mis pesadillas, suavizaron mis recuerdos del momento en que había tocado carne y me permitieron concentrarme en sobrevivir a la condena. Nuestro diálogo era tan constante que, incluso manteniendo un silencio físico permanente, por dentro me sentía hiperverbal, y en mi campo visual aparecían avisos impresos cada vez que estaba especialmente asustado.
«Contando con la “buena conducta” y la “reducción por trabajo” de la que gozarás por ser un preso de confianza, tendrás que soportar nueve meses y medio de cárcel. Tendrás por compañeros a hombres estúpidos y violentos propensos a torturar a los más débiles que ellos.
»Por lo tanto, deberás sacar partido de tu aspecto físico sin adoptar una conducta de macho, que sólo atraería más violencia.
»Por lo tanto, deberás utilizar el silencio práctico y la invisibilidad física y “una invisibilidad protectora nueva y bien elaborada”, adoptando la personalidad de los que están contigo, mezclándote con ellos hasta que seas indistinguible de tus compañeros reclusos.»
Así, mentalmente pertrechado, llegué a la «nueva» prisión del condado de L. A. a cumplir mi condena. El edificio, terminado hacía poco, era una enorme construcción angulosa de acero y cemento brillante, toda pintada de gris azulado y naranja, con largos corredores intercalados entre los calabozos y los módulos de los internos, y unas celdas de cuatro literas con estrechos pasillos en la parte delantera. Unas escaleras mecánicas conectaban los seis pisos, cada uno de los cuales equivalía en altura a un edificio de tres plantas, y los pasillos tenían la longitud de tres campos de fútbol. Los comedores eran como salas de cine y la zona de oficinas constaba de doscientos metros de puertas reforzadas. Después de diez horas de espera en el calabozo, de registros corporales, de rociadas contra los piojos y de más espera, me consignaron junto con otros cinco en una celda para cuatro donde esperaría a que me otorgasen el estatus de preso de confianza y me asignaran empleo. Después de recorrer kilómetros de cemento gris azulado/naranja mientras una acumulación de conversaciones obscenas me zumbaba en los oídos, me tumbé en el camastro que le arrebaté a un mexicano joven y rechoncho, para que las impresiones generales se asentaran. Contención era la palabra más precisa y global, y supe que la obtendría del acero y del metal que me retenía y de las mentes empobrecidas de mis carceleros y de los otros reclusos, así como del nivel de ruido en el aire que respiraba. Y también supe que, con la Sombra Sigilosa a mi lado, mi autocontención dentro de la contención sería impenetrable.
Esperé cuatro días a que me declarasen preso de confianza y entretanto aprendí la nomenclatura carcelaria y perfeccioné mis habilidades de simulación. Pasé todo el tiempo en la celda, durmiendo y escuchando los relatos hiperbolizados de proezas criminales y sexuales, conversaciones en las que sólo participaba cuando me preguntaban directamente. Empecé a notar que el aburrimiento superaba a la violencia como factor destacado en la vida carcelaria y que mi mayor peligro personal consistiría en la eventualidad de reírme en voz alta de las historias ridículas que los demás contaban sin inmutarse.
Así, cuando González, el mexicano gordo al que le había quitado la litera, empezó una conversación con su habitual «Hablamos de chocho de primera, tío», me mordí las mejillas hasta que las risas callaron; cuando Willie Grover, alias Willie Muhammed 3X, soltó su habitual «¡Mierda! Si hablas de chochos es que hablas mi idioma. He metido mi polla de veinticinco centímetros en más felpudos de los que tú hayas visto en tu vida», aplasté los dedos contra la pared de la celda para acallar las carcajadas. Los otros reclusos, dos blancos llamados Ruley y Stinson y un mexicano, Martínez, largaban tanto como González y Grover, por lo que pronto supe qué temas sexuales y criminales los inducirían a hablar.
Así, los primeros días de mi condena se convirtieron en un cursillo acelerado sobre cómo relacionarme en cautividad. Cuando me preguntaron qué «marrón» me había comido, respondí: «Robo con escalo. Desvalijaba pisos en Hollywood Oeste.» Cuando me preguntaron por la mano, que aún tenía hinchada de haber intentado salir de mis pesadillas excavando la pared con ella, respondí: «Machaqué a un tipo que me pescó en su cueva.» Todos asintieron y aquello me animó. Las miradas evaluadoras que recorrían mi cuerpo recién musculado me dijeron que ninguno de mis compinches de celda se arriesgaría a mostrar incredulidad. Mi verosimilitud criminal se sostenía.
Y mientras estaba tumbado en el camastro, fingiendo leer números atrasados de Ebony y de Jet, escuchaba y aprendía coloquialismos e información sobre la etiqueta del talego, para que mi pose de presidiario adquiriera aún mayor autenticidad.
Mi año de condena se llamaba «una bala»; el argot del comedor para la hamburguesa, los perritos calientes y la gelatina del desayuno era, respectivamente, «trenaburger», «polla de perro» y «muerte roja». Los reclusos que esperaban condena y clasificación éramos los «azules», en referencia al color del uniforme que llevábamos; un informante era un «chotas»; un homosexual era un «bujarrón» y los ayudantes del sheriff que hacían de carceleros eran los «boqueras».
Si un preso te ofrecía dulces o cigarrillos, tenías que rechazarlos inmediatamente porque lo que quería era «romperte el culo».
Si un maricón te hacía una insinuación sexual, tenías que «abuchearlo a gritos» aun cuando los «boqueras» estuvieran allí, porque «si no lo ponías marcando», te colgarían la etiqueta de «sarasa» y «te atacarían» todos los «bujarrones pasados de vueltas» ansiosos de «porculizarte».
Llama a los «boqueras» señor tal o funcionario cual, pero nunca inicies conversaciones con ellos sobre asuntos que no tengan que ver con tu «estatus de preso de confianza» y con el «curro honrado».
No te hagas amigo de los negros o te considerarán un «amparanegros» y serás objeto de ataque por parte de los «natas» (blancos), «los frijoleros» (mexicanos) y el «consejo de guerra» (blancos y mexicanos que se unían en caso de emergencia para formar un frente común contra los negros).
Y siempre, siempre, «sé un témpano» y «no aflojes».
Durante mi tercer día en la celda, recibí una carta del tío Walt Borchard. Las manos me temblaban al leerla.
16/10/69
Querido Marty:
Supongo que tu detención significa el final. No fui a verte a la subcomisaría de Los Ángeles Oeste porque el agente que llamó para decirme dónde estabas también me comunicó que te habían encontrado una herramienta de ratero, y yo no me chupo el dedo, sé sumar dos y dos. Fui yo quien intervino para que no te acusaran de abusos sexuales porque ningún chico de veintiún años tiene por qué ir por la vida como delincuente sexual a menos que haya hecho daño a alguien, lo cual, al parecer, tú no hiciste, salvo a mí.
Podrías haber hablado conmigo, ¿sabes? Muchos chicos roban unas cuantas cosas, es como una fase. Pero tú me sonsacaste información sobre los asaltos a casas y me robaste a mí. Y eso pone fin a todo.
He limpiado tu habitación y he almacenado tus cosas. He encontrado tus papeles del banco, los resguardos de los ingresos que has hecho y las llaves de la caja de seguridad. Lo guardaré hasta que salgas. No sé de dónde has sacado el dinero y no me importa lo que haya en la caja. El sheriff de Los Ángeles Oeste te ha requisado el coche; no merece la pena que intentes recuperarlo. Será mejor que lo subasten. Cuando vengas a recoger tus trastos, ve directamente a casa de la señora Lewis, apartamento número 6. No quiero volver a verte y ella tiene todo lo tuyo en un armario.
WALT BORCHARD
Al terminar, sentí que se cerraba una puerta de acero cepillado sobre una gran parte de mi vida. Otra puerta se abría, ésta adornada con los signos del dólar que yo ya había dado por perdidos.
—Se te ve feliz, colega. ¿Tu zorra ha conseguido hacerte llegar algo sexual sin que el censor lo haya visto?
—Mi tío ha espichado —respondí.
—¿Y eso te alegra?
—Me ha dejado seis de los grandes y otras cosillas.
—Muy bien, pero ¿era pariente tuyo y te alegras?
Eché la carta a la letrina y tiré de la cadena. Luego, torcí el gesto en mi nuevo ademán de chusma blanca recién patentado.
—Era un bujarrón y se ha llevado su merecido.
En mi cuarto día en los «bloques», después de la comida de la mañana, me llegó la voz del vigilante del módulo por el sistema de megafonía.
—López, Johnson, Plunkett, Willkie y Flores, suban para la clasificación.
Se abrió la puerta de la celda, que se deslizaba con un mecanismo eléctrico, y me reuní con los otros en el pasillo. Al cabo de un momento, apareció un funcionario y nos condujo por una serie de corredores hasta un cuarto pequeño de paredes de cemento gris azulado. El único adorno de la pared era una foto del sheriff Peter J. Pitchess, con el marco de plástico, y no había ningún mueble.
Cuando el funcionario nos dejó allí encerrados y se marchó, mis compinches se lanzaron sobre la foto con unos lápices y pronto el sheriff del condado de Los Ángeles tuvo esvásticas en los extremos del cuello de la camisa, tornillos a lo Frankenstein en el gaznate y un falo gigantesco en la boca. Los cuatro gritaron de contento al ver la obra de arte, y luego una voz amplificada eléctricamente anunció: «Buenos días, caballeros. Vamos a proceder a la clasificación. Tienen sesenta segundos para limpiar al sheriff Pitchess y luego queremos que Plunkett, Flores, Johnson, Willkie y López, en este orden, se sitúen ante la puerta interior.»
El ultimátum fue recibido con abucheos.
—¡Me estoy tirando a tu puta madre, so maricón!
—¡El sheriff Pete está muy ocupado jugando con mi nabo!
—¡Las pollas al poder!
Me reí de aquel ritual bilateral y luego me acerqué a la puerta interior y me planté ante ella. Dos reclusos frotaban la foto con pañuelos humedecidos con saliva. En el preciso instante en que el sheriff recuperaba la castidad, la puerta se abrió de nuevo y un funcionario uniformado señaló una hilera de cubículos.
—El último —me indicó.
Avancé hacia allí por un pasillo de color pardusco con barras de musculación de brazos empernadas a la pared.
En el último cubículo me esperaba un funcionario sentado tras un escritorio. Señaló la silla que tenía delante y, cuando me hube sentado, preguntó:
—¿Su nombre completo es Martin Michael Plunkett?
Me pregunté qué voz debía adoptar. Transcurrieron unos segundos y decidí sonar educado, con la esperanza de conseguir trabajo en la oficina.
—Sí, señor —respondí en mi tono de voz normal.
—Primer error, Plunkett. No llame «señor» a los funcionarios cuyo nombre desconoce. Otros reclusos piensan que eso es lamer el culo.
—De acuerdo.
—Así está mejor. Déjeme comprobar sus datos. Mide metro noventa, pesa ochenta y cinco kilos y nació el cuatro de noviembre de 1948. Una condena por robo con escalo y otra por posesión de herramientas para el robo; una «bala» y tres años de libertad vigilada. Quedará libre el catorce de julio de 1970. ¿Todo correcto?
—Sí.
—Bien, pasemos ahora a las cuestiones personales. ¿Cuál es su ocupación?
—Bibliotecario.
—¿Qué estudios tiene?
Miré los papeles que el funcionario tenía ante él y la intuición me dijo que su información era escasa.
—He hecho un postgrado de archivero.
—¡Joder! ¿Con veintiún años ya tiene un postgrado? —El funcionario hizo tamborilear los dedos en el escritorio.
—Lo obtuve en una universidad pequeña de Oklahoma —murmuré con modestia—. Tienen unos programas de post-grado intensivos.
—Dios, un ladrón bibliotecario. Estas cosas sólo pasan en Los Ángeles. Bien, Plunkett, ¿es usted homosexual?
—No.
—¿Diabético?
—No.
—¿Epiléptico?
—No.
—¿Adicto a alguna sustancia que altere la conciencia?
—No.
—¿Toma medicación recetada por un médico?
—No.
—¿Es alcohólico?
—No.
—Bien. Yo sí lo soy, y no es nada divertido, se lo advierto. —El funcionario se echó a reír y añadió—: Y ahora pasemos a asuntos de la zona oscura. ¿Cree que hay una conspiración contra usted?
—No.
—¿Cree que la gente se ríe de usted a sus espaldas?
—No.
—¿Oye voces cuando está solo?
—No.
—¿Ve alguna vez cosas que en realidad no están?
—No. —Tuve que hacer un gran esfuerzo para no echarme a reír.
—Es un compendio de cordura, joder —declaró, desperezándose—. Ahora veamos cómo tiene el cerebro. ¿Cuánto son noventa y siete más cuarenta y uno?
—Ciento treinta y ocho —respondí sin dudar.
—Muy bien, rata de biblioteca. ¿Ciento dieciocho más setenta y cuatro?
—Ciento noventa y dos.
—¿Doscientos ochenta y cuatro más ciento sesenta y seis?
—Cuatrocientos cincuenta, exactamente.
—Debe de haber estado robando calculadoras… ¿Cuán…?
En algún lugar de la hilera de cubículos sonaron unas risas de falsete.
—Yo también puedo jugar a las adivinanzas igual de bien en el calabozo de sarasas de la vieja cárcel del condado —gorjeó una voz aguda—. Me mandaron allí…
—Preste atención, cerebrito —dijo el funcionario, dando un golpe a la mesa—. Ése es López, que intenta que lo metan en la galería de la reina. Cree que allí estará más seguro. Muy bien, aquí va mi pelota envenenada: ¿cuánto son cuatro más cuatro?
—No lo sé —respondí con una sonrisa.
El funcionario me la devolvió, miró sus papeles y añadió:
—Una pregunta psicológica que se me ha olvidado: ¿es propenso a los sudores nocturnos o a las pesadillas?
Durante lo que pareció una eternidad de segundos fraccionados me quedé sin piernas, cautivo del recuerdo de mis sueños, que creía que la cárcel había contenido. Por fin, la Sombra Sigilosa estaba allí, susurrando: «Despacio y tranquilo.»
—No —respondí.
—Pues ahora está sudando —replicó el funcionario—, pero lo atribuiré a los nervios del novato. Última prueba: agárrese a esa barra y levántese a pulso todas las veces que pueda.
Lo obedecí, agarré la barra y me impulsé arriba y abajo, arriba y abajo, hasta que estuve empapado en unos sudores diurnos que sólo podían terminar en una fatiga benévola y libre de pesadillas. Cuando mis músculos cedieron finalmente y caí al suelo, el funcionario dijo:
—Treinta y seis. Por encima de veinte se va a Descarga y Limpieza automáticamente, por lo que debo decir que se ha superado a sí mismo. Vuelva a la sala y espere; lo acompañarán al muelle de D y L.
De nuevo me encontré con los otros reclusos, que estaban embelleciendo al sheriff Pitchess con unas gafas y un bigote de Hitler:
—Oh, qué sudado estás, tío bueno. Qué guapo eres —trinó la voz aguda que había oído en los cubículos.
Noté una mano en el hombro. Me volví y vi que López me lanzaba una mirada de vampiresa, mientras los demás estudiaban mi reacción.
Me contuve. Sentí algo malsanamente dulce y repugnante justo antes de experimentar una sacudida de terror que fue como si alguien me hubiera metido un cable cargado en el cerebro. Me volví hacia los tres reclusos que me evaluaban y me acusaban con la mirada y, ante mis ojos, se convirtieron en Charlie cara de espejo.
—Me pone el sudor —susurró López.
Le pegué con la mano mala, luego con la buena, y luego seguí, mala-buena, mala-buena, mala-buena, hasta que cayó al suelo escupiendo dientes.
Iba a lanzarme a su cuello cuando los otros tres reclusos me sujetaron y el funcionario que clasificaba salió del cubículo y dijo:
—López, estúpido de mierda, mira lo que has hecho. Usted, Willie, acompañe a Plunkett al muelle de carga; Johnson, usted lleve a López a la enfermería. Plunkett, se libra del castigo porque es nuevo, pero que no se repita.
Los presos me soltaron y Willkie me dio un leve empujón hacia el pasillo. Mi visión estaba bordeada de rojo y negro, y las palpitaciones que sentía en la mano eran el único freno que me impedía estallar como una granada de metralla.
—Eres bueno —me dijo Willkie con una sonrisa.
Descarga y Limpieza.
Escuchar.
Invisibilidad protectora.
Las seis semanas siguientes de mi condena las pasé haciendo malabares con esas ocupaciones. Asignado como preso de confianza a las instalaciones de D y L, hice el trabajo más duro de todos los que hay en el sistema penitenciario de la cárcel del condado de L. A. y recibí las recompensas que conllevaba: una celda privada, tres comidas diarias del comedor de funcionarios y los fines de semana libres, con permiso para moverme a voluntad por el módulo de los presos de confianza, con pasillos lo bastante anchos para jugar a los dados, televisión, sala de juegos y una biblioteca llena de novelas del Oeste e historias gráficas sobre la Alemania nazi. Las recompensas eran dudosas pero, por extraño que parezca, el trabajo llegó a gustarme.
Cada día, a las dos de la madrugada, el boqueras del módulo nos iba despertando uno por uno. Primero abría la celda y después dirigía una linterna a nuestros ojos. Siempre me despertaba de golpe con una sensación de alivio. Desde que había pegado a López, dormía sin sueños, pero el temor a las pesadillas se hallaba siempre a medio paso de distancia, y un cuarto de paso detrás estaba permanentemente la certeza de que la combinación de cárcel y pesadillas sería horrible.
Después del recuento en el pasillo inferior, desayunábamos en el comedor de los funcionarios. Un dietista empleado por el condado tenía la teoría de que los tipos corpulentos que hacían turnos de doce horas de trabajo duro necesitaban una ingesta de combustible en consonancia con ello, así que nos suministraban grandes bandejas de huevos, beicon, carne empanada y patatas bañadas en una salsa nauseabunda hecha de harina, agua y cerdo salado. Mis compañeros disfrutaban con aquel menú especial y devoraban la comida con aquel «qué carajo» de despreocupación de los que han decidido morir jóvenes; yo, que no quería parecer diferente, engullía con la misma voracidad. Y cuando a las once hacíamos un alto para el almuerzo, ya volvía a tener hambre, pues el trabajo consistía en levantar, arrastrar, agacharse y empujar sin parar.
La cárcel era el punto de distribución para todos los centros penitenciarios del condado, y hasta la última pieza de ropa que entraba en la institución llegaba al muelle de D y L, desde donde se enviaba a su destino final. Nosotros hacíamos tanto la carga como la descarga, y cada saco de lavandería pesaba al menos cincuenta kilos. Aquella parte del trabajo era relativamente fácil y limpia. Luego, después del almuerzo, con los músculos ardiendo y doloridos y aletargados por las miles de calorías añadidas, llegaban los camiones del matadero.
Aquí trabajaba y escuchaba y sacaba el máximo provecho de mi invisibilidad protectora.
A los otros reclusos, manipular la carne les repugnaba, y procuraban mitigar el asco hablando sin parar entre ellos. De todos era sabido que se guardaban las mejores historias y planes criminales para las dos horas que pasábamos trajinando piezas de ternera y cerdo. Las sacábamos de los camiones y las metíamos en las cámaras frigoríficas que se encontraban a unos ciento cincuenta metros del muelle de descarga. Con el uniforme manchado de sangre, con la grasa y el cartílago resbalándome en las manos, absorbí relatos de buen sexo e hilarantes desventuras sexuales; aprendí a hacerle el puente a un coche y a procurarme una variedad de identificaciones falsas. Mientras contaban las historias, yo asentía y me reía y, como siempre me esforzaba cargando las piezas más pesadas, nadie notó que no tenía historias que contar.
Mujeres, camas y coches rápidos.
Técnicas para mangar en las tiendas.
Los precios del momento de cada droga.
Detalles pornográficos de mujeres antaño amadas y luego despreciadas.
Suspiros de añoranza por mujeres aún amadas.
Cómo aprovecharse con éxito de los homosexuales a cambio de favores.
Todo esto me llegó mientras forzaba el cuerpo hasta el límite y la sangre de los animales muertos me chorreaba por los pantalones. Sabía que las historias que oía se incorporaban a las mías hasta formar parte de mi memoria, y que debido al ritual de esfuerzo/dolor/carga/sangre/aprendizaje que me las proporcionaba, todos estos relatos me pertenecían más a mí que a los hombres que las habían vivido. Y cuando ya habíamos descargado el último camión del matadero, me quedaba un rato en el muelle, dejando que el cálido otoño de Santa Ana caldeara la pátina escarlata de mi cuerpo.
En cierto modo, Descarga y Limpieza me otorgó el cuerpo que tengo.
Mis ejercicios en el gimnasio habían sido el inicio, y así había pasado de flaco a esbelto, pero las primeras seis semanas en D y L añadieron envergadura y definición muscular, proporcionándome la simetría de un hombre corpulento. Gracias al esfuerzo de cargar constantemente bolsas de la lavandería de quince kilos, los músculos de las muñecas abultaban el doble que antes, y, cuando me agachaba para levantar pesos de setenta kilos, se me formaba una cuña de duras ondulaciones en la parte baja de la espalda. Cargar medias terneras me engrosó el pecho y me acordonó los hombros; los brazos, de tanto arrastrar, tirar y levantar, se me endurecieron hasta el punto de que una aguja no podía penetrar fácilmente en el músculo. Al cargar con los sacos de la colada, estudiaba con disimulo los otros cuerpos que trabajaban a mi lado. Todos eran fuertes, pero predominaban las tripas cerveceras y unos feos tórax en forma de barril. El mío era casi el más perfecto y, para cuando me soltaran, aún estaría mucho más cerca de la perfección.
Después del trabajo y de una larga ducha en soledad, escuchaba a los hombres que jugaban a las cartas en el pasillo y luego me retiraba a mi celda a leer los textos del libro de imágenes de los nazis. El tema no me interesaba, pero la yuxtaposición del horror gráfico y los gritos desde el pasillo me resultaban, en cierto modo, tranquilizadores. Más tarde, después de la cena y de que nos encerraran en la celda, pasaba de la observación y la invisibilidad a los rituales de afirmación.
Cuando las puertas de la celda se cerraban, me desnudaba e imaginaba un espejo de cuerpo entero enfrente de los barrotes. Me palpaba el cuerpo en busca de musculatura nueva y cotejaba mentalmente la información práctica criminal con las anécdotas sexuales que había oído. Al cabo de unos minutos, se dejaban oír otros rituales: el crujido de los muelles de las literas a cada lado de las paredes de la celda me indicaba que habían empezado las fantasías y las caricias. De allí, yo pasaba directo a las historias que se contaban cuando cargábamos carne, adoptando el papel de hombre y de mujer, alternativamente. Cuando hacía de hombre, utilizaba el nombre de Charlie. El proceso era como usurpar los recuerdos de los demás y cargarme con unas experiencias que no había tenido nunca, a fin de volverme más impenetrable por no haberlas tenido. A medida que los ruidos de los camastros se intensificaban, también lo hacían mis pasatiempos. Cuando interpretaba el papel de Charlie, siempre me corría sin tocarme, contemplando mi propia imagen especular en la negrura.
El 2 de diciembre, descubrí quién era Charlie y mi autocontención saltó por los aires, hecha pedazos.
Los titulares del Times y del Examiner pregonaban la noticia: Charles Manson y cuatro miembros de su «familia» habían sido arrestados y acusados de los asesinatos de Tate-LaBianca. Manson, conocido por sus seguidores como «Charlie», dirigía una «comuna hippie» en el rancho Spahn, un plató de cine casi abandonado del Valle, y presidía orgías nocturnas de droga y sexo. Las declaraciones que habían hecho las tres integrantes femeninas del «escuadrón de la muerte» de Manson indicaban que habían perpetrado los asesinatos porque deseaban crear alarma social, una revuelta que finalmente llevaría al Juicio Final, lo que Charlie denominaba el «Helter Skelter».
Estaba tomándome un respiro en el muelle de la lavandería cuando leí esos primeros artículos y, al ver los recuerdos de mi pasado reciente en los titulares de la prensa, temblé de pies a cabeza. Vi a los dos payasos del restaurante y oí que uno de ellos decía: «Ésas hacen proselitismo para ese gurú, Charlie, y dicen que lo que ganan follando es para “La Familia”. Y deberías ver el rancho donde viven; es una pasada»; Flower gritaba: «¡El Helter Skelter se acerca!»; y Season describía como «un sabio, un chamán, un sanador y un metafísico» al hombre que el Examiner calificaba de «manipulador ex presidiario de oscuros ojos hipnóticos».
—¡Vuelve al trabajo, Plunkett! —gritó el boqueras de D y L.
Después de leer el último párrafo, que prometía fotos del «salvador de culto satánico» en la siguiente edición, obedecí. Esa tarde, mientras descargaba la carne del matadero, era incapaz de asimilar las anécdotas que contaban los compañeros y mi cuerpo se revolvía con un único pensamiento: Charlie Manson tenía los ojos oscuros, como yo. Dada aquella coincidencia, ¿el parecido aumentaría o se desmoronaría?
La edición nocturna del Times de Los Ángeles me daba la respuesta. Charles Manson era un tipo pusilánime de treinta y cuatro años y poco más de metro y medio; de cuerpo fláccido y pecho hundido; con una barba enmarañada y el cabello largo de aspecto grasiento. Al estudiar sus fotos, me sentí aliviado y decepcionado, y no comprendí el motivo de aquella ambivalencia. El artículo sobre el historial de Manson sólo aclaraba ligeramente mis sentimientos: era un ex presidiario que había cumplido varias condenas por proxenetismo, falsificación, posesión de drogas y robo de vehículos. Se había pasado media vida en distintas prisiones. Aquello no me inspiró más que desprecio: un recorrido por las cárceles, aprovechado para aprender las habilidades de la vida al margen de la sociedad, podía considerarse aceptable; varios, indicaba una institucionalización autodestructiva. Empecé a preguntarme adónde me llevaría aquel hombre.
Durante una semana, me llevó a una montaña rusa de frustración y análisis de mí mismo.
Manson se convirtió en el tema de conversación principal de la cárcel y los presos de confianza de D y L tenían opiniones diversas. Unos lo consideraban «un psicópata total», mientras que otros admiraban su dominio sobre las mujeres y su estilo de vida de drogas y violencia. Yo permanecía al margen de las discusiones y los escuchaba, sobre todo, por lo que decían de los adeptos, pero intentaba limitar mi consumo de Manson a los hechos que podía entresacar de la prensa. Dejando aparte las expresiones de indignación que plagaban cualquier artículo sobre Charlie y su Familia, compuse un tratado que parecía sensato en cuanto a los hechos se refería.
Charlie era un manipulador curtido en la calle que atraía a jóvenes extraviados, un gorrero de droga versado en el rock and roll, la ciencia ficción, el pensamiento religioso y la plétora de movimientos sociales a los que eran susceptibles los jóvenes manipulables y, obviamente, había desarrollado su propio ethos a partir de ellos, un ethos que seducía a los desarraigados. Todo esto era impresionante.
Sin embargo, como criminal era un auténtico desastre y había confiado en gente que al final lo había delatado.
Y sin embargo también, cuando lo entrevistaban, parecía un propagandista descuidado y psicótico.
Pese a ello, había creado un feudo que giraba en torno a sus fantasías sexuales más extremas; pese a ello, otros habían asesinado siguiendo sus órdenes; y pese a ello tenía el poder de usurpar mis rituales nocturnos ante el espejo, transformándolos en torturantes sesiones de preguntas y respuestas.
«¿Había alguna oscura razón cósmica para que tu camino se cruzara con el de este hombre?
»Su potencia sexual tuvo como resultado tu cópula abortada y que tengas que pasar un año en la cárcel. ¿Significa esto algo terrible?
»Física e intelectualmente, serías capaz de partirlo como si fuera una ramita, pero él está en la portada de la revista Life, mientras que tú cargas sacos de ropa sucia y eres un don nadie en el mundo del delito. ¿Es un presagio de tu futuro?»
Sabía que esas preguntas no tenían respuestas y ello se debía a mi sentimiento básico de impotencia. Machaqué aquel argumento lo mejor que pude, excluyendo todos los pensamientos en los que apareciéramos Charlie y yo como gemelos simbióticos en celebridad y fracaso: para ello cargaba bultos cada vez más pesados en el muelle y después hacía horas de gimnasia en la celda, creando mi propio mundo de primacía física y agotamiento. Pero la estratagema siempre se veía frustrada por los titulares sobre Manson, los reportajes sobre Manson, las habladurías y las especulaciones sobre Manson. Los presos de confianza hablaban de Charlie en el muelle y yo casi perdía los estribos. En un documental televisivo sobre la Familia habían incluido entrevistas con Season y Flower, y me entraron ganas de arrancar el aparato del pasillo. Después, cuando se completaron los procedimientos del gran jurado y le hubieron leído el acta de acusación, lo trasladaron al módulo de Alta Tensión de la nueva cárcel del condado y estuvimos bajo el mismo techo.
Yo sabía que convergíamos: el destino estaba urdiendo una cita y sólo tenía que seguir el rumbo que nos marcaba para que el mismísimo hombre del espejo respondiera a mis preguntas. Así, levanté cargas enormes en el muelle, sabiendo que el miedo y la duda me impulsaban y, después del trabajo, me tumbaba en el camastro, temeroso de que el cuerpo que estaba consiguiendo arruinara mi invisibilidad psíquica, de que el resto de la vida me considerasen un cagadero donde otros hombres se ponían a prueba. Empecé a percibir mi situación como un dilema entre visibilidad o invisibilidad, entre una presencia llamativa o el poder sutil del anonimato. Las ventajas y los inconvenientes eran parejos en ambos lados y se volvían aún más convincentes ante la certeza de que mi destino era único, distinto y audaz. Aunque nunca había creído en Dios, empecé a rezarle cada noche; le rogaba que me llevara a Charlie, para ver sus ojos oscuros y saber qué presagiaban para los míos.
El camino hacia Manson empezó un lluvioso miércoles por la mañana, cuando hacía una semana que lo habían trasladado a Alta Tensión. Yo cargaba cartones de comida enlatada desde el muelle a un tinglado cubierto cuando oí: «¡Agárrala, sobrao!», y una caja de lechugas me dio en plena espalda. El golpe me aturdió y caí de rodillas. Oí gritos de: «¡Hijo de puta!» y «¡Vamos, musculitos!». Mientras intentaba incorporarme, me llegó un eco distante del picadero de Flower y Season: «Carga, apunta y dispárale entre los ojos.»
De estar de rodillas, pasé a adoptar la posición de salida de un velocista, me impulsé hacia delante y corrí directo contra mis acusadores. Sorprendidos, los hombres no hicieron amago de apartarse. Caí sobre ellos como un mazo y, cuando vi un bíceps flácido directamente delante de mis ojos, lo mordí y me tragué el pequeño fragmento de carne que logré arrancarle.
El grupo se dispersó y mi propio impulso me llevó de nuevo al suelo. Me levanté y me volví en redondo. Los hombretones me miraban con expresión de asombro, paralizados por la sorpresa. Mantuve la actitud y escuché lo que decían entre susurros: «Joder, me ha mordido», «… maldito Drácula», «¡A mí no, tío!». Entonces, se acercó el boqueras de D y L. Después de haber dejado clara mi postura, dejé que me esposara y que me llevara a la celda.
Me castigaron a cinco días de aislamiento en el módulo de Corrección, que se componía de una hilera de celdas individuales sin litera. Sólo había un cubo para orinar y defecar. No se permitía tener lectura y la alimentación consistía en seis rebanadas de pan y tres vasos de agua al día. Si los carceleros consideraban que aquellas espartanas instalaciones me resultarían penosas, se equivocaban; la disminución de calorías ingeridas purgó mi cuerpo y el oscuro chabolo de tres por dos metros fue el hábitat perfecto para el perfecto vacío mental que adopté durante mi estancia allí. Cuando abrieron la puerta de la celda y me llevaron a mi nueva «casa» —el módulo de custodia de los presos de confianza— me sentí tranquilo y relajado. Me asignaron una celda en la que había otros tres presos y me dijeron cuál sería mi trabajo: barrer los corredores de la cárcel una y otra vez diez horas al día, seis días a la semana. Yo sólo tenía una pregunta.
—¿Alguna vez tendré que pasar la escoba al módulo de Alta Tensión?
—Tarde o temprano —me respondió el carcelero.
Fue en algún momento entre el tarde y el temprano: cientos de horas indeterminadas y miles de corredores y pasillos en lo que me parecieron millones de kilómetros tirando de la escoba, siempre con la mente en blanco, conteniendo las preguntas del hombre espejo, que siempre parecían dispuestas a precipitarse en pocos segundos. Ni siquiera recuerdo qué día fue pero, cuando el carcelero de los presos de confianza custodiados dijo «Plunkett, a Alta Tensión», cogí la escoba y el cubo de la basura y fui hacia allí con el piloto automático, deteniéndome sólo a leer el registro de los reclusos en la parte frontal del módulo.
Y allí estaba, en blanco y negro: Manson, Charles, celda A-11, y el número del artículo del Código Penal de California correspondiente a homicidio en primer grado: CP 187, junto a su nombre, en rojo.
El boqueras abrió la puerta, me adentré en la pasarela de las celdas A y la estudié. Eran celdas de seguridad individuales, angostas y con barrotes. No se oía ruido en ninguna de ellas. Conté once y marqué mentalmente el lugar. Luego, como si dispusiera de todo el tiempo del mundo, barrí el pasillo, me volví hacia los barrotes de la A-11 y dije:
—Hola, Charlie.
La oscuridad parecía pulsar en el interior de la celda y, por unos instantes, pensé que el hombre espejo se había ido. Me disponía a agarrarme a los barrotes y forzar los ojos para ver el interior, cuando una suave voz de tenor cantó:
—«Me dices que es la institución, bueno, ¿sabes?, es mejor que antes liberes tu mente.»[3] —Se produjo una pausa y luego la voz añadió—: Yo te veo, pero tú no me ves. ¿Crees en el mensaje de esa canción, enchufado?
Apoyé la escoba contra los barrotes y entorné los párpados para ver dentro de la celda, pero lo único que intuí fue un bulto en el camastro.
—Sí, y lo supe mucho antes que los Beatles.
—Eso es lo que tú crees —se burló Charles Manson—. Los santos John y Paul lo sacaron de mí y tú lo sacaste de ellos. Causa y efecto. El karma que nos pasa factura. Ahora estamos los dos aquí. ¿Te mola la energía?
—Es una interpretación conveniente —me burlé a mi vez—. Háblame del Helter Skelter.
—Escucha el Álbum Blanco de los Beatles y lee la Biblia. Ahí está todo.
El bulto del catre cobró forma. Charlie me pareció viejo y frágil.
—Háblame del Helter Skelter —insistí.
Manson se echó a reír. Fue un sonido líquido, como si el Satán hippie estuviera babeando.
—Tú, yo, los parias de Dios en Harleys y en buguis del desierto. Los negros que se rebelan. La Tierra que vuelve a mí.
—¿En tu celda acolchada?
—Hombre de poca fe —replicó, esta vez con un seco cloqueo—. Si conocieras el mensaje de los Beatles, no estarías aquí.
—Pues tú también estás.
—Es mi karma, enchufado. Es mi energía que me dirige hacia la gente que más necesita escuchar mi mensaje.
En la parte más profunda de mi bóveda de preguntas y respuestas se formó un interrogante y, antes de que pudiera volver al toma y daca verbal, formulé la pregunta:
—¿Cómo es matar a alguien?
Manson se puso en pie y se acercó a los barrotes. Vi que no me llegaba a los hombros y que sus «hipnóticos» ojos oscuros tenían el brillo de un psicópata pasado de vueltas. Me habría gustado arrancárselos y pisarlos en el pasillo hasta hacerlos puré.
—Yo no he matado a nadie —dijo Charlie—. Soy el chivo expiatorio del poder.
—¿De la «institución»?
—Exacto.
—Entonces, utiliza la mente para escapar de aquí.
—La cárcel es mi karma —replicó Manson con una carcajada—. Enseñar a esos presidiarios paletos y cínicos es mi energía. Dime, descreído, ¿qué sabes?
Me agaché para que mis ojos y los de aquel diminuto Satán estuvieran al mismo nivel. La Sombra Sigilosa saltó a mi mente haciendo movimientos pantomímicos que significaban APROVECHA ESTA OPORTUNIDAD. Con la voz más depuradamente fría que jamás hubiera adoptado, respondí:
—Sé que hay gente que mata y se lleva lo que quiere y nunca la detienen; y si la detienen, no justifica su fracaso con palabrería mística para seguir siendo grande y no echa la culpa a la sociedad porque reconoce el libre albedrío. Y sé que hay gente que mata con sus propias manos, que no manda a hippies colocadas a hacer lo que ellos no se atreven. Sé que la verdadera libertad es cuando lo haces todo tú mismo y está tan bien que no necesitas contárselo a nadie.
—Cerdo —bufó Charlie y me escupió en la cara. Dejé que el escupitajo se asentara, pasmado ante mi elocuencia, que parecía brotar por propia voluntad desde la nada profunda, como si aquella declaración, no las respuestas de Manson a mis preguntas, fuera lo que yo estaba esperando con la mente en blanco durante las últimas semanas.
Al ver que yo me quedaba inmóvil y que la saliva me bajaba por la barbilla en un reguero, Charlie se puso a cantar:
—«Hey Jude, no lo estropees, deja que el Helter Skelter lo mejore. Recuerda, haz salir de tu mente a la pasma…»[4]
La Sombra Sigilosa interrumpió la música superponiendo CÁSTRALO sobre la frente de Charlie. Recurrí a una profunda corriente de frialdad y dije:
—Me tiré a Flower y Season en tu casa del Strip. Eran unas putas de pacotilla y hacer proselitismo se les daba aún peor. Además, se reían de tu polla de grillo diciendo que no medía ni dos centímetros.
Manson se lanzó contra los barrotes y empezó a vociferar. Yo cogí la escoba y seguí barriendo el pasillo. Oí palmadas en la galería superior y alcé los ojos. Un grupo de boqueras aplaudía mi actuación.
Durante las semanas siguientes me embargó un agradable peso. Supe que procedía de mis confrontaciones con los presos del muelle de carga y con aquel Satán de tres al cuarto, y noté que recuperaba la vieja invisibilidad. Mi obsesión por el culto al cuerpo empezó a parecerme vacua; pasar películas mentales se volvía aburrido ante el simple análisis de lo que estaba ocurriendo a mi alrededor. Seguí durmiendo sin sufrir pesadillas y, a medida que se acercaba el día de mi liberación, empecé a tener ganas de tratar con agentes de la libertad vigilada, empleadores y conocidos de la jornada laboral. En el fogón trasero de mi mente empezó a bullir una idea potente: podía vivir de manera anónima y barata, sin pesadillas ni impulsos peligrosos, y poseer mi propio poder hipnótico.
El poder de Charles Manson sobre mí disminuyó y se apagó hasta que su fama en la cárcel no fue más que una pequeña molestia, como el revolotear de un mosquito que escapa hábilmente al manotazo. La elocuencia de mi ataque contra él también se desvaneció hasta que, tres semanas antes de que me dieran la bola, afloró mi postgrado ficticio y me destinaron a la biblioteca con una tarea específica: ordenar cronológicamente cuarenta cajas grandes de revistas donadas recientemente al sistema penitenciario del condado de L. A.
Las cajas contenían ejemplares de Time, Life y Newsweek que se remontaban a los años cuarenta. Me dejaron solo con ellas en una bodega de almacenamiento durante ocho horas al día, con una bolsa de emparedados, un termo de café y una navaja del ejército suizo para cortar el cartón y el cordel. El trabajo me resultó sencillo y metódico hasta que encontré una serie de números recientes con artículos sobre Charlie el satánico y leí prosa no hiperbólica que lo calificaba de asombroso.
Dejé aquellos números de lado, indignado por el hecho de que unos periodistas bien pagados se dejaran engañar por un charlatán pseudomístico. Con la prosa sobre Manson amontonada en un rincón mohoso de la bodega, abandoné mi trabajo de clasificación durante cinco días seguidos, dedicando las horas laborables a leer en las revistas antiguas las crónicas de unos asesinos estúpidos que habían sido detenidos, condenados y aplastados como insectos. Leí sólo los reportajes sobre los homicidios de la zona de L. A. y, cuando reconocía los nombres de las calles y las ubicaciones, sentía que la patología autodestructiva de los asesinos entraba en mí y se convertía en absoluto desdén por el éxito y la fama. Luego, cuando mi historia de violencia fatua retrocedió hasta 1941, saqué la navaja.
Juanita Spinelli, alias «la Duquesa», cabecilla de una banda armada, colgada en San Quintín el 21/11/41. Navajazo. Navajazo. Otto Stephen Wilson, que degolló a tres mujeres, ejecutado en la cámara de gas de San Quintín el 18/10/46; navajazo, navajazo, navajazo. Uno por cada víctima. Jack Santo, Emmett Perkins y Barbara Graham, inmortalizada en la película Quiero vivir, pero frita en la silla eléctrica por sus robos con asesinatos el 3/6/55; navajazos múltiples. Donald Keith Bashor, ratero y asesino que actuaba con un bastón como arma al este de mi antiguo barrio, ejecutado el 14/10/57; navajazo, corte profundo, desgarro, por haber sido tan tonto tan cerca de mí. Harvey Murray Glatman, el técnico de televisores sádico que se cargó a tres mujeres después de fotografiarlas atadas y amordazadas, liquidado por el estado el 18/8/59; navajazos de desdén por sus gimoteos camino de la cámara de gas. Stephen Nash, el desdentado vagabundo que se autoproclamaba el rey de los asesinos, eliminado una semana después de Glatman, el 25/8/59; apenas un navajazo suave por haber escupido al capellán y haber inhalado el gas cianhídrico con una sonrisa. Elizabeth Duncan, que contrató a los indigentes alcohólicos Augustine Maldonado y Luis Moya para que mataran a la esposa de su hijo, lo cual les valió a los tres el viaje a la cámara de gas de San Quintín el 11/5/62, muchas páginas acuchilladas por la ebriedad y la falta de profesionalidad del trabajo.
Y así sucesivamente, hasta llegar a Charlie Manson, cuyo destino aún no estaba decidido pero quedaba reducido a dos opciones, la cámara de gas o la celda acolchada de Atascadero: navajazo, corte profundo, desgarro y meada en su cara sonriente de la portada del Newsweek.
Cuando el montón de papel quedó reducido a confeti, lo escondí tras unas cajas de leche abandonadas y pensé en lo dulce y tranquila que sería mi vida anónima.