22

El 5 de junio de 1983, un año después de mi momento culminante como asesino, salí de Sharon y conduje sin parar hasta el condado de Westchester, Nueva York. Al cruzar el puente de Tappan Zee, arrojé al río Hudson mis muy utilizadas y ya peligrosas tarjetas de crédito de Rheinhardt Wildebrand. Me dirigí al sur por la Ruta 22 en busca de clubes de campo y náuticos que ofrecieran empleos de verano, y me sentí como un adolescente que abandona una fiesta temprano para hacerse el interesante, sin darse cuenta de que no tiene adónde ir.

La «fiesta» era mi condición de ser lo más fuerte que había sucedido nunca en Sharon, Pennsylvania, y el motivo de que tuviera que abandonar la población era un lento y constante tictac que sonaba en mi cabeza. En la carretera o en el refugio seguro del área metropolitana de Nueva York donde pensaba establecerme, el sonido sólo sería el de mi reloj cerebral de siempre; allá, en Sharon, era el de una espoleta. Tarde o temprano, habría tenido que retomar mi transformación en la Sombra Sigilosa no por sed de sangre, sino para sentir una vez más el tronido del atemorizado asombro de la ciudad. Y, dada la vigilancia que había suscitado, el intento habría podido resultar suicida.

Como ocurrió en San Francisco después de Eversall/Sifakis, había oído lo que se decía sobre mí. Pero en Sharon, diez veces menor en tamaño y cincuenta en sofisticación, los ecos habían resonado diez mil veces más potentes. Los Kurzinski eran ampliamente conocidos, apreciados, envidiados y admirados; al matarlos, había destruido con ellos una parte de la ciudad. Mi presencia era, en sí misma, la ciudad, en un proceso muy similar a como la figura de un amado poderoso llena cada rincón del espacio que rodea al amante. Lo único que veía Sharon, Pennsylvania, era a mí; durante el año post-muertes que pasé allí, me erigí en el que regulaba sus latidos.

De día era Billy Rohrsfield, empleado de la biblioteca y levantador de pesas de gimnasio, mientras que de noche me convertía en la Sombra Sigilosa. Durante trescientos sesenta y cinco anocheceres consecutivos, efectué el cambio de identidad ritual: pantalones, camisa y chaqueta al cesto, sustituidos por un mono negro y una nariz aguileña formada y aplicada con un complejo maquillaje. Pómulos y cejas difuminados, de modo que todo mi rostro se viera anguloso. La radio, sintonizada en la frecuencia de la policía, hablaba de . Me preguntaba cuándo se dejarían de rodeos sobre una «pista misteriosa» y proclamarían al mundo mi nombre nocturno. Se me ponía dura cuando las viejas chismosas me adoraban con voces temerosas y me corría cuando los hombres hablaban de mí con rabia. Era el paraíso, hasta que algo comenzó a hacerme sss/tic, sss/tic, sss/tic en los oídos, y empecé a pensar en desconcertar a las patrullas de seguridad que yo mismo había provocado, infiltrándome en sus redes vecinales para acabar con una familia entera. Por debajo del sss/tic, sss/tic, sss/tic, comprendí que eso sería una estupidez, por lo que abandoné discretamente la ciudad, lamentando y al mismo tiempo agradeciendo el retorno del humilde tictac de siempre. Al sur de White Plains recogí a un joven que hacía autoestop; él me comentó que podía trabajar de caddie durante la temporada en cualquiera de la media docena de clubes de campo de Westchester. El único requisito era ofrecer un aspecto presentable y cordial. También mencionó una agencia de alquileres de Yonkers que buscaba alojamiento a temporeros en los apartamentos de los estudiantes del Sarah Lawrence College durante las vacaciones. Seguí el consejo en ambos asuntos y, al terminar el día, Billy Rohrsfield había encontrado acomodo en un pisito de soltero en el límite del Bronx con Yonkers y había cubierto nueve hoyos como caddie en el Club de Campo Siwanoy.

Esa misma noche, Billy se convirtió en la Sombra Sigilosa por primera vez en Nueva York.

Privado de fama local y de escucha de radio, no me quedaba nada que hacer excepto escuchar el tic tic tic tic tic, cada vez más potente, y preguntarme quién, cuándo y dónde. Así lo hice: Billy en el campo de golf de día; mi yo transformado de rasgos angulosos por la noche. El tictac continuó y una calurosa jornada a mediados de julio detuve el reloj en el mismísimo corazón de Manhattan: estrangulé a un borracho que se había quedado dormido en un banco de la catedral de San Patricio.

Los titulares del Post y del Daily News convirtieron el tictac en un lloriqueo y seguí siendo Billy/Sombra, Billy/Sombra, Billy/Sombra hasta agosto, cuando decidí emprender otra excursión por la Gran Manzana. En esta ocasión la alarma se disparó, BLAAAAAR, cuando andaba paseando por Central Park y un mendigo me pidió limosna. Rodeado de otros paseantes, lo llevé detrás de unos matorrales y le rajé la garganta. El retrato robot que adornó la segunda página del Post del día siguiente me hacía poca justicia y esa noche, como Sombra Sigilosa, me dispuse a instaurar un prolongado reinado de terror.

Del diario de Thomas Dusenberry:

17/8/83

Aquí estoy otra vez; he salido a respirar después de dedicarme durante tres meses a hurgar en papeles, ayudar a Jim Schwartzwalder a realizar entrevistas de campo en Minneapolis, reunirme con los psiquiatras y lo que equivale a reunirme con Carol (así de formal y severa se ha vuelto). Llego a casa tarde, agotado y nervioso de tanto café, y la encuentro estudiando. Cuando pongo reposiciones de la serie The Honeymooners o de Sergeant Bilko —agradables antídotos frívolos para los informes forenses llenos de destripamientos y de penes amputados—, ella me dice que la naturaleza frenética de las comedias de los cincuenta creó toda una generación de chicos propensos a la risa tonta, a la gratificación rápida y a la violencia. Como sus diatribas suenan programadas, supongo que las ha sacado de alguno de sus profesores. Es innegable que todo eso le está sentando mal; tendremos que hablar en serio, y pronto. Espero que toda esa cólera de Carol contra mí tenga una causa clínica: la menopausia sería una respuesta lógica y metódica que lo englobaría todo. Echo de menos su antigua manera de ser.

Hablando de englobar, el cotejo de vehículos llevó a Jim Schwartzwalder al nombre de un sospechoso al que atribuye trece secuestros/asesinatos de niños en el Medio Oeste. Anthony Joseph Anzerhaus, de Minneapolis, un viajante de comercio de una compañía de artículos de escritorio. Acompañé a Jim a Minneapolis y el jefe de Anzerhaus nos comunicó que éste estaba de viaje y que esa noche probablemente se encontraría en Sioux Falls, Dakota del Sur. Llamamos al agente especial de Sioux Falls, le di el nombre del motel donde solía alojarse Anzerhaus y le pedí que lo esperase allí. Después, registramos el apartamento del sospechoso. Encontramos el cuero cabelludo de seis niños en una cubitera de hielo. Jim perdió el control por completo e hizo trizas el lugar, tirando muebles y rompiendo botellas. Al final conseguí calmarlo, pero justo entonces llamó el agente especial de Sioux Falls para informar de que Anzerhaus no había aparecido. Imaginé que su jefe lo había puesto sobre aviso, así que dejé a Jim en un bar para que se calmara y fui a ver al tipo, que admitió haberlo hecho. Entonces fui yo quien perdió el control y denuncié a aquel gilipollas por obstaculizar una investigación federal y por auxilio en la huida a un fugitivo de la justicia. Habría añadido una acusación de complicidad de haber creído que podría mantenerla.

Cuando volví al bar, Jim estaba borracho. Me dijo que si Anzerhaus mataba a otro crío antes de que lo pilláramos, él mismo se ocuparía de matar al jefe. Estoy seguro al 40 por ciento de que hablaba en serio. Jim se queda en Minneapolis a supervisar la investigación y tú, Anthony Joseph Anzerhaus, mi consejo profesional es que te suicides, porque te cogeremos y, entre Jim Schwartzwalder y esos muchachos del crimen organizado tan moralistas que mandan en los penales federales, te vas a ver metido en problemas muy, pero que muy serios.

Basta de hablar de eso: Anzerhaus no es un fugitivo profesional y no durará una semana más. La gran noticia, el gran salto, es que mis indagaciones sobre el Sigiloso y la Sombra Sigilosa están al rojo vivo. El 5 de junio pasado, dos hermanos, chico y chica, fueron asesinados en su apartamento de Sharon, Pennsylvania. Él murió de una herida en el cuello causada por un hachazo; ella fue estrangulada. El asesino escribió «La Sombra Sigilosa vencerá» en la pared con la sangre del hermano, y la policía de Sharon había ocultado el detalle para descartar falsas inculpaciones. Ninguno de los que se confesaron autores de los hechos (hasta 611 se presentaron) hizo referencia a las palabras escritas, y los agentes supieron mantener el secreto. Ahora dispongo del expediente entero del Departamento de Policía de Sharon sobre el caso: 1.100 páginas, 784 fichas de identificación, ni más ni menos, y voy a repasarlo con los loqueros y con Jack Mulhearn. Ninguno de los nombres de las fichas se corresponde con los de los expedientes de anteriores desapariciones/asesinatos que atribuimos al Sigiloso, y he llamado a los agentes de Aspen para obtener información sobre el tipo que hizo el primer comentario acerca de la Sombra Sigilosa. Allí nadie recuerda al individuo; no aparece en ningún expediente y han tenido un gran ajetreo de personal desde 1976. Especulando mucho sobre el tema, el doctor Seidman sugiere que el hombre que ofreció la información podía ser el propio Sigiloso, que tiene una inteligencia de genio y un ego enorme, y que probablemente sea bisexual con una ligera preferencia por los hombres. El doctor se agenció varios ejemplares de El Hombre Puma, el cómic que protagonizaba la Sombra Sigilosa. Dice que es pura basura de tono sadomasoquista y necrófilo. Más allá de lo anterior, cree que el Sigiloso tiene entre 32 y 37 años y que procede de un «entorno de cultura automovilista»: el Suroeste o California. El doctor se inclina por el sur de California porque El Hombre Puma se distribuía principalmente allí y porque deduce que el Sigiloso viene de un ambiente en el que prima el atractivo y la buena forma física. Quien despedazó a la víctima masculina en Sharon era tremendamente fuerte, pues la víctima y su hermana eran culturistas, por lo que la teoría encaja con los indicios existentes.

¿Dónde estás, Sigiloso?

He ordenado a un equipo de Denver que vaya a Aspen y que no deje piedra sobre piedra hasta dar con la persona que aportó la información sobre el Sigiloso; otro grupo de la oficina de Filadelfia se desplazará a Sharon mañana para hacer entrevistas de apoyo. Por consejo del doctor, he solicitado información sobre homicidios sin resolver en California inmediatamente previos al primer crimen probable del Sigiloso, en 12/74. Si Aspen no aporta un nombre en el plazo de una semana, iré allí en persona. ¿Quieres que te halaguen ese enorme ego tuyo, Sigiloso? Entrégate y te convertirás en toda una estrella.

El doctor se encarga de la mayor parte del trabajo de teorizar sobre el Sigiloso, pero yo no me he mantenido ocioso respecto al vínculo/vínculos que ahora llamo «rubias/morenas». Es una hipótesis repleta de supuestos, de teorías y de hechos circunstanciales, pero doy por buena la impresión general que transpira.

En primer lugar, ahora me inclino por la existencia de un solo asesino policía para las siete víctimas. Revisando los expedientes, he visto que las cuatro rubias habían sido arrestadas poco antes por prostitución, lo que las convertía en blancos extremadamente susceptibles a la intimidación policial o pseudopolicial, lo cual explicaría por qué unas damas tan conocedoras de la calle dejaron entrar en sus domicilios a unos desconocidos. En segundo, no creo que Saul Malvin matase a las morenas. Acepto que lo suyo fuese un suicidio (el informe escrito por el agente que encontró el coche, primero, y después el cuerpo, era un modelo de claridad y de sagacidad policial, aunque un tanto excesivo en la exposición de sus propias teorías), pero el grupo sanguíneo 0+ es muy corriente e hice unas llamadas discretas al agente especial de Chicago, quien se enteró de que Malvin tenía un lío con una amiga de su mujer y que la amiga le exigía que se comprometiera con ella. Una situación suicida para cierta clase de hombres.

Tercero, un gran salto —grande e inconcebible— que resulta de lo más estimulante: la policía estatal de Wisconsin y los dos departamentos de policía locales que colaboran con ella en la investigaciones de los asesinatos de las morenas no encuentran los expedientes de estos tres homicidios, lo cual es una de las cosas más increíbles que he oído en mis veintidós años de investigador.

Creo que estamos ante un asesino-policía con base en Wisconsin, autor de los siete homicidios de rubias/morenas.

Y creo que ese hombre ha destruido los tres expedientes de las morenas para evitar que se establezca una relación, basada muy probablemente en la existencia de idénticas pruebas materiales. Y, destruidos los vínculos de las pruebas materiales desde un punto de vista legal (es probable que algún forense o patólogo de Wisconsin recuerde todavía las características del arma, etc., pero eso no se sostendría ante un tribunal), lo único que me queda es si tuvo la oportunidad de perpetrar los crímenes.

Así pues, cualquier policía del sur de Wisconsin que hubiese faltado al trabajo exclusivamente en las fechas de los cuatro asesinatos de rubias podía ser mi asesino. Ya he presentado solicitudes de investigación al Departamento de Asuntos Internos de la Policía del Estado de Wisconsin y el agente especial de Milwaukee está haciendo lo mismo con los directores de personal de las policías locales de Janesville y Beloit. Sólo me queda esperar. Jack Mulhearn opina que mi teoría no se sostiene; cree que algún policía vendió los documentos a los medios o a un autor de novela negra. Hemos apostado cien dólares al resultado de mis indagaciones. No puedo permitirme perder, pues se acerca el pago trimestral de los estudios de Mark y Susan, pero me siento totalmente seguro de la apuesta. Son las 11.23. ¿Dónde estás, Carol?