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Durante los cuatro años siguientes, me metamorfoseé en objeto,

Me convertí en archivo de imágenes, en banco de memoria. Básicamente, 1970-1974 se tornó mi período de interpretación del escenario humano que me rodeaba, pero sin fantasear con él ni convertirlo en variaciones sexualmente gratificantes. Hoy sé que aquella contención infernalmente astringente fue lo que al final me condujo a estallar.

Me soltaron de la cárcel el 14 de julio de 1970 y de inmediato me dirigí a casa del tío Walt Borchard a recoger el talonario y las llaves de la caja de seguridad. La mujer a la que Borchard había dejado mis pertenencias intentó darme también un gran fardo con mi vieja ropa, pero ésta llevaba impregnado el olor de la derrota y la rechacé.

Con los intereses, mi cuenta de ahorro arrojaba un saldo de 6.318,59 dólares y el botín de las cajas de seguridad seguía intacto. Retiré tres mil dólares en metálico y el contenido de las tres cajas. Estaba a un tiro de piedra del Boulevard, muy cerca del apartamento de Cosmo Veitch, a quien vendí todo mi botín de relojes, joyas y tarjetas de crédito por mil quinientos pavos. Al salir, un paseo aún más breve me llevó a un concesionario Ford de Cahuenga, donde anunciaban una «Venta por Liquidación de Existencias» de furgonetas usadas. Me quedé una Econoline del 68, de color gris acero; pagué 3.200 en metálico y conduje hacia L. A. Oeste para buscar un lugar seguro e inocuo donde vivir.

Encontré un apartamento en una calle tranquila al sur de Westwood Village y pagué seis meses de alquiler por adelantado. La mayoría de los vecinos era gente mayor y mi piso de tres habitaciones estaba bien, pintado de un sosegado gris muy similar al de la furgoneta. Lo único que quedaba por hacer en mi regreso a la sociedad era presentarme a un agente de la condicional y buscar trabajo.

Mi A. C. era una mujer llamada Elizabeth Trent. Era elegantemente liberal y derrochó empatía instantánea mientras exponía los términos de la libertad vigilada: no robar, no mezclarse con delincuentes, no tomar drogas, conservar trabajo estable y presentarse ante ella una vez al mes. Aparte de eso, me habló de «divertirme», de «acumular buen karma» y de que la llamara «si necesitas algo». Cuando salía de su despacho tras nuestra primera entrevista, clasifiqué a la mujer como una posthippie con problemas sentimentales, alguien que se entrometía en los asuntos de otros con buena intención para aligerar su propio torbellino personal. La libertad vigilada resultaría sencilla.

Lo del empleo fue aún más fácil que mi hora mensual de portarme bien con Liz Trent. Desde el año 1970 hasta 1974 desempeñé una serie de trabajos humildes escogidos según un criterio: su capacidad para mantenerme mentalmente ocupado y alerta, sin adornos fantasiosos. Fui, sucesivamente:

Repartidor de Pizza Supreme, en un territorio que cubría una zona de Hollywood Oeste habitada mayormente por artistas sin trabajo, escritores y actores, que se hacían llevar pizza y cerveza las veinticuatro horas del día. Encargado de noche de una librería pornográfica situada ante el notorio Hollywood Ranch Market, que abría hasta el amanecer. Friegaplatos en un bar/restaurante para solteros, en Manhattan Beach. Empaquetador en una casa de venta por catálogo especializada en artículos para bondage.

Todos estos empleos me permitían observar vidas a las que pillaba desprevenidas en pequeños momentos de flujo. Cuando trabajaba de repartidor, más de un cliente —de ambos sexos— me abría la puerta en pelotas; en ocasiones, alguno sin dinero se ofrecía a sí mismo a cambio de la pizza. El tiempo que estuve en Villa Porno fue un curso de doctorado sobre los mecanismos del sentimiento de culpa sexual y del desprecio hacia uno mismo: los hombres que compraban libros de felpudos y de folla-y-chupa eran lamentables ejemplos negativos de la fuerza que se obtiene mediante la abstinencia total.

El Big Daddy’s Disco era como Objetivo indiscreto, pero en versión X y tragicómica. El jefe de cocina había abierto en la pared un agujero que daba al baño de señoras y, cuando uno levantaba el calendario de Playboy que lo tapaba, tenía una visión bizca del espejo de maquillarse y de un retrete. Todo el personal de cocina se turnaba entre malévolas risillas para espiar, aunque yo siempre esperaba a que todos se fueran a casa, a la una, y me quedaba solo para terminar la limpieza. Entonces observaba y escuchaba; veía a una sucesión de mujeres jóvenes que se estremecían de placer ante la perspectiva de la cita que las aguardaba, o que lloraban ante el espejo tras una larga noche de rechazos junto a la barra. Las mujeres hablaban de hombres en términos explícitos y recogí su léxico estilizado; esnifaban cocaína para infundirse valor y luego suavizaban con maquillaje la excesiva dureza facial que ésta producía. Con un ojo aplicado al agujero, me convertí en cronista mental de la desesperación a pequeña escala y fue como apisonar mi autocontrol con un martillo de terciopelo.

Yo era un objeto que asimilaba e interpretaba, y codicié el tacto de otros objetos bruñidos. Atendiendo de nuevo a la Sombra Sigilosa y a mi juventud, llené el apartamento de acero mate: sacapuntas y perfiles metálicos y cuchillería de cocina y navajas del ejército suizo de hojas brillantes que yo mismo froté con lana de acero industrial. Con el paso de los años, mi colección de navajas creció hasta que tuve el catálogo completo del ejército suizo montado en la pared del salón, en ángulos que yo cambiaba a voluntad. Después, empecé a interesarme por las armas de fuego.

Pero lo que deseaba eran armas cortas y, como delincuente condenado que era, la ley me prohibía poseerlas. Además, eran caras —sobre todo si se adquirían ilegalmente—, y la idea de violar mi preciada invisibilidad para procurármelas me resultaba aterradora: una posible apostasía que me devolvería, lo sabía, a todos mis viejos impulsos peligrosos.

Cuando me dio el enamoramiento con las armas, acababa de entrar a trabajar en Leather & Lace, la casa de venta por catálogo de artículos de sadomaso. Mi trabajo consistía en abrir los sobres que llegaban con cheques y pedidos de látigos, cadenas, collares de perro, consoladores, equipo de mazmorra y demás, preparar los pedidos mientras se comprobaba el cheque, y embalarlos cuando los de contabilidad daban el visto bueno. La sala de envíos estaba hasta los topes de productos perversos fabricados en Tijuana, la mayoría de ellos elaborados con cuero negro barato y aleaciones metálicas de baja calidad. Los feos objetos me miraban con ira todo el día y, para mantener a raya las fantasías, puse a trabajar mi mente en la tarea de convertirlas en algo útil. No se me ocurrían ideas y consumía mi tiempo libre leyendo catálogos de armas. La avidez que sentía cuando hojeaba fotografías en papel cuché de los Colt y Smith & Wesson y Rugers era terrible, agravada por el hecho de que aquellos chiflados sexuales enviaran constantemente en los sobres —lo delataba el peso de las monedas— dinero en metálico. Podía quedarme con aquel dinero y el robo se atribuiría a Correos; podía obtener una identidad falsa de fuentes criminales y usar el dinero sustraído para comprar un buen Magnum o una automática del 45. O también podía robar más dinero y comprar un arma en la calle. Cuanto más pensaba en ello, más alicientes le encontraba… y más miedo me inspiraba.

Así que no hice nada, y la nada me correspondió. Se vengó de mí.

Allá donde iba, me observaban objetos feos. Cuando salía de noche a dar largos paseos, los cubos de basura metálicos gritaban: «¡Cobarde!», y los rótulos de neón destellaban con los números de los artículos del código penal de delitos tentadores. Era como si de pronto la zona de mi cerebro más reprimida hubiera desarrollado la capacidad de pasar películas sin mi consentimiento.

Así que seguí sin hacer nada, y la nada siguió correspondiéndome. Vengándose de mí.

Conservé el empleo en Leather & Lace y resistí el deseo de fantasear y de robar el dinero que llegaba. En marzo de 1974 terminé la libertad condicional y Liz Trent me soltó con un consejo: «Encuentra algo que te guste y dedícate a hacerlo lo mejor posible.» Aquellas palabras me proporcionaron un «algo» temporal que enseguida fracasó.

Al día siguiente, estaba preparando pedidos cuando me fijé en el tubo del objeto número 114 del catálogo de la tienda, el «Asiento del Amor Anal de Anita». Vi que el diámetro era ligeramente mayor que el de la boca de un S&W Magnum que me gustaba especialmente y recordé una leyenda carcelaria sobre la confección de silenciadores caseros. Consciente de que aquél era un antídoto casi legal a la nada, compré las herramientas necesarias y lo hice «lo mejor posible».

Una sierra para cortar metales, un ovillo de fibra metálica empleada en aislamiento de acondicionadores de aire, un roscador de tubo metálico y un pedazo de tubo de hierro de menor calibre se sumaron a veinte centímetros de «Anal de Anita» en mi sala de estar y puse manos a la obra con mis navajas del ejército suizo. Primero serré, corté y monté las piezas; después, con la guía de un Magnum de juguete «réplica exacta», marqué los filetes para enroscar el artefacto a la boca del cañón. Cuando vi que quedaba bien encajado, llené el tubo con hebras de la fibra metálica y, finalmente, introduje el trozo de tubo estrecho justo en el centro. El ánima, calculé, dejaría pasar una 357 de punta hueca y sobraría medio milímetro, por lo que el proyectil viajaría hacia su objetivo dando tumbos. Completado el trabajo básico, puse el silenciador en el suelo y golpeé con un martillo el extremo del tubo, aplastándolo en torno al ánima hasta que sólo sobresalió un pequeño agujero.

Se convirtió en el objeto más hermoso que había visto en toda mi vida.

Pero con aquel «algo» detrás de mí, la «nada» me golpeó más y más fuerte, recordándome que el silenciador, sin el Magnum, no era más que un pisapapeles. Lo llevaba conmigo como talismán en mis paseos de madrugada y ahora, si los cubos de basura me miraban mal, les daba una patada, y si los coches aparcados me ofendían con sus colores chillones, usaba el silenciador para grabarles S. S. en la chapa. Era rebeldía inexperta y rabia hueca, pero sostener aquel pedazo de metal barato trabajado a mano era lo único que impedía que el alucinógeno 187 del Código Penal me devorara.

Llegué a creer que un cambio de escenario mejoraría las cosas. La propia familiaridad con L. A. era peligrosa y, si podía escapar de su telaraña de nostalgia y tentación autodestructiva, estaría a salvo. Vivir en otra ciudad me infundiría cautela y acallaría las fantasías delictivas que intentaban destruirme. Tomé la decisión de marcharme y establecí una estricta fecha límite para hacerlo, al cabo de tres semanas: sería el 12 de abril, el día siguiente de mi vigésimo sexto cumpleaños.

El tiempo transcurrió deprisa. Dejé el empleo, liquidé la cuenta del banco y cargué en la furgoneta mi ropa, los artículos de aseo y el talismán/silenciador. Dejé atrás mis demás objetos de acero para simbolizar la ruptura de los viejos lazos. La pérdida de las navajas me apenó y me animó al mismo tiempo: sabía que era un sacrificio consciente, dirigido a evitar una catástrofe.

La noche de mi cumpleaños, di un paseo de despedida por el barrio. No encontré objetos que me miraran mal, ni centellearon ante mis ojos números extraños; sólo me asaltaron los truenos y la lluvia, que me caló hasta los huesos. Busqué un sitio para refugiarme y distinguí el rótulo de neón de la fachada del cine Nuart: «Salvemos las focas.»

Corrí hasta allí. El vestíbulo estaba desierto y me encaminé a los aseos de caballeros en busca de unas toallas de papel. Ya tenía la mano en la puerta cuando capté un sonido agudo y apremiante procedente del propio local. Me olvidé de secarme y me encaminé directamente hacia el lugar de donde procedía.

En la pantalla estaban apaleando a unas focas hasta darles muerte. Lo que había oído momentos antes eran sus gritos, acompañados por los sollozos de los espectadores. El sonido era conmovedor, pero las imágenes resultaban repulsivas y patéticas, por lo que cerré los ojos. La ausencia de luz me trajo el sabor de la sangre, la sangre de todos los que alguna vez había deseado. Pronto, yo también estuve sollozando, y el sabor se intensificó hasta que una música reemplazó los gimoteos. Abrí los ojos cuando la gente desalojaba ya el cine y, al pasar delante de mí, me dedicaba miradas de comprensión y conmiseración. Me daban palmaditas en los hombros y me tocaban las manos… como si yo fuese uno de ellos. Nadie se daba cuenta de que el origen de mis lágrimas era la alegría.