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Fin de la cuenta atrás.
00.16 de la madrugada, 5 de junio de 1982.
Introduje la ganzúa en el cerrojo del apartamento de los Kurzinski. Noté que cedía levemente y empujé la puerta justo hasta donde sabía que la cadena la frenaría. Oí un chasquido y el tintineo de la cadena al tensarse, tiré de la puerta hacia mí para dejar la cadena floja y la hice saltar con el mango del cincel. El extremo suelto golpeó el marco y oí un inconfundible sonido procedente de la habitación de George Kurzinski: estaba amartillando su revólver del 32.
Cerré la puerta con cuidado y anduve a tientas por la sala a oscuras. Luego me arrimé a la pared opuesta, junto al pasillo, al lado del interruptor de la luz. Solté el hacha que llevaba colgada de mi cinturón para herramientas, la empuñé y esperé a oír pasos que se acercaban. Cuando capté el primero de ellos, me estremecí. Desde el dormitorio de George Kurzinski hasta donde yo estaba había exactamente nueve pasos, exactamente el número de segundos que le quedaba a su vida.
Los crujidos se oyeron más cerca y, al noveno paso, encendí la luz y descargué a ciegas un hachazo hacia el pasillo. El impacto y la rociada de sangre me indicaron, incluso antes de ver al muerto, que había alcanzado el objetivo. Avancé un paso, oí gorgoteos líquidos y noté que una mano fuerte tiraba de la hoja. Miré hacia el vestíbulo y allí estaba George Kurzinski, apoyado en una pared, intentando hacer con una mano un torniquete para detener la hemorragia del tajo que le abría el cuello de lado a lado. Trataba de gritar al mismo tiempo, pero la laringe seccionada no se lo permitía.
La sangre me salpicó el mono de trabajo de plástico negro; un chorro me alcanzó la cara y chupé el reguero que me bajó a los labios. George cayó al suelo, alzó la pistola y me disparó seis veces. Con el chasquido del último tiro fallado oí un débil «¿Georgie?, ¿Georgie?», procedente del dormitorio de Paula y, después, el ruido del cajón de la cómoda que la hermana abría en busca de su Beretta. Dejé a George agonizando en el vestíbulo y me aproximé al fascinante ruido metálico de una bala de fogueo al introducirse en la recámara para no conectar jamás con la aguja del percutor.
Paula me saludó desde la cama. Con orgullo y fuego en los ojos me soltó una advertencia estilo serie de televisión:
—No te muevas, mamón.
Desobedecí y me fui acercando a ella despacio, enseñando los colmillos como cuando la Sombra Sigilosa y Lucretia salían a por combustible. Paula apretó el gatillo y no ocurrió nada. Movió la guía y disparó de nuevo. Sonó otro clic. Miré los músculos de su cuello en busca del grito que estaba a punto de llegar y, saltando encima de ella, dije:
—Soy invulnerable.
Paula se resistió como una gata panza arriba, toda rodillas y codos, pero la agarré por el cuello en el preciso instante en que de sus labios surgía finalmente la primera sílaba de «madre». Apreté con todas mis fuerzas y vi colores. La mordí en el cuello con todas mis fuerzas y me corrí. Cuando se quedó flácida, la agarré por un tobillo y la hice girar por la habitación en círculos perfectos sin permitir que sus extremidades tocasen las paredes. Cuando dejé su forma laxa en la cama, sentí que mis indignidades pasaban a su cuerpo, un-dos-tres, con la misma naturalidad que un apretón de manos.
Puse mi reloj mental a las tres de la madrugada, saqué del bolsillo interior del mono los carteles de compañías aéreas y de conciertos de rock, y a continuación me miré en el espejo de la pared. Me devolvieron la mirada los rasgos severos y aguileños de la Sombra Sigilosa. Mi arte de maquillador era extraordinario, aún sin viñetas de El Hombre Puma como ayuda visual. Autotransformado, validado por la sangre, por fin el único álter ego que contaba, encontré unas chinchetas en la cocina y fijé los carteles a las paredes de la sala. Luego, hundí mis manos cubiertas con los guantes quirúrgicos en la sangre de George Kurzinski y escribí en la pared, encima de su cuerpo: «La Sombra Sigilosa Vencerá.» Diez minutos antes, al entrar en el apartamento, era un muchacho-hombre de treinta y cuatro años que esperaba resolver una crisis de identidad; al marcharme, me había convertido en un terrorista.
TITULARES:
Del Philadelphia Inquirer, 7 de junio de 1982:
HERMANOS BRUTALMENTE ASESINADOS EN UN APARTAMENTO DE SHARON
Del Sharon News-Register, 7 de junio de 1982:
BRUTAL DOBLE HOMICIDIO CONMOCIONA A LA CIUDAD; LOS AMIGOS Y LA FAMILIA, DESOLADOS
Del Philadelphia Post, 10 de junio de 1982:
SIN PISTAS EN LOS BRUTALES ASESINATOS DE SHARON: LA POLICÍA CREE QUE UN «MENSAJE DE SANGRE» ES «LA CLAVE DEL MISTERIO»
Del Sharon News-Register, 13 de junio de 1982:
EL FUNERAL DE LOS KURZINSKI CONGREGA A UNA MULTITUD; LOS GIMNASIOS LOCALES CIERRAN EN SEÑAL DE LUTO
Del Philadelphia Inquirer, 17 de junio de 1982:
AÚN SIN PISTAS DE LOS ASESINATOS DE SHARON; LA CIUDAD DEL ACERO VIVE INDIGNADA Y ATERRORIZADA
Del Philadelphia Post, 19 de junio de 1982:
EL MÓVIL DEL ASESINATO DE LOS KURZINSKI SIGUE DESCONCERTANDO A LA POLICÍA: ABUNDAN LAS FALSAS CONFESIONES
Del Sharon News-Register, 14 de Julio de 1982:
SE FORMAN PATRULLAS CIUDADANAS PARA DAR CAZA AL ASESINO DE LOS KURZINSKI
Del Sharon News-Register, 1 de agosto de 1982:
EL ASESINATO DE LOS KURZINSKI DESENCADENA UNA OLEADA DE PÁNICO: UNA MUJER DISPARA A SU MARIDO POR ERROR
Del Sharon News-Register, 8 de diciembre de 1982:
TODAVÍA NO HAY PISTAS DEL ASESINO DE LOS KURZINSKI
Del Sharon News-Register, 6 de enero de 1983:
EL CASO KURZINSKI CONTINÚA DESCONCERTANDO A LA POLICÍA LOCAL
Del Sharon News-Register, 11 de marzo de 1983:
UN AÑO DESPUÉS, EL CASO KURZINSKI SIGUE ABIERTO; SHARON AÚN LLORA A LOS HERMANOS
Del Sharon News-Register, 14 de mayo de 1983:
EL RASTRO DEL ASESINO DE LOS KURZINSKI SE HA PERDIDO, RECONOCE EL COMISARIO DE POLICÍA
Del Sharon News-Register, 20 de mayo de 1983:
LA POLICÍA NO REVELARÁ LA «PISTA DE LA SANGRE» EN EL CASO KURZINSKI. «HAY QUE CONSERVAR LA ESPERANZA», DICE EL COMISARIO
Del diario del inspector Thomas Dusenberry, del Grupo Especial del FBI contra Asesinos en Serie:
22/5/83
Genio y figura, empiezo a escribir este diario un año más tarde de lo que me había propuesto. Si Carol no estuviese fuera, estudiando a esos floridos tipos del Renacimiento con universitarios a quienes dobla la edad, la tendría detrás de mí, observando lo que escribo. Y al ver la frase con la que empieza el diario, comentaría: «Como en todo lo demás de tu vida personal, querido.» Genio y figura, y yo no sabría si se trataba de una pulla o de una expresión de amor, porque Carol es un poco más lista que yo y mucho más competente en todo, salvo en dar caza a delincuentes y en ganar dinero. Y si alguna vez decidiera mover el culo (que, a los 44 años, conserva túrgido y curvilíneo) y se dedicara al negocio inmobiliario, también me superaría en lo segundo. Y si Mark y Susan decidieran dejar los estudios y convertirse en delincuentes, mejor ni pensemos en lo que pasaría.
Volviendo la vista atrás, hace unos diez años, inmediatamente después de la muerte de Hoover, todos los agentes en cautividad empezaron a escribir sus memorias. Alguna incluso llegó a publicarse. Todas estaban llenas de fantasías, de autobombo y de anécdotas sobre el Gran Hombre, al que el autor conocía de oídas. Yo envidiaba a los que habían conseguido publicar, pero me enfurecía que se calificaran de liberales sensatos, cuando la mayoría estaba más a la derecha que el típico dictador de república bananera que grita consignas anticomunistas y trafica con cocaína. Los miraba a ellos (diez mil, veinte mil dólares en concepto de anticipo, derechos de autor, versiones para películas y la gloria por algo que yo siempre he creído que podía hacer bien) y luego me veía a mí, viviendo por encima de mis posibilidades para compensar de alguna manera a mi familia por hacerla ir de acá para allá con mis cambios de destino y diciéndole a Carol: «No busques trabajo, cariño. Daré más clases en otra escuela nocturna», y pensaba: «Mierda, llevo años deteniendo a atracadores de bancos; escribiré un libro y ni siquiera mencionaré a J. Edgar.»
Pero la verdad es que los atracos a bancos son un aburrimiento, a menos que sientas una satisfacción personal al meter entre rejas a los atracadores. Yo la siento y éste es el quid de la cuestión. A los cabrones los detienen los departamentos de policía municipales y nosotros entramos en acción cuando ya se han inculpado. O bien, como criaturas previsibles que son, con unas pautas de conducta bien establecidas, van a donde sabemos que irán y entonces los pillamos. Aunque resultase satisfactorio en el plano personal e incluso a veces excitante, la mayor parte de mi trabajo consistía en leer informes en la oficina y en pensar adónde irían aquellos cabrones si de repente se hicieran ricos. «Escribe, pues, un best-seller sobre un brillante investigador de atracos de los federales. O escribe el libro sobre un tipo corriente de la brigada de Fraudes, donde uno trata con delincuentes de guante blanco.»
Creí que al trabajar en el Grupo Especial me resultaría más fácil llevar este diario (¿que se convertirá en libro algún día, quizá?). Mis esperanzas no se han hecho realidad y el Grupo ha cumplido ya un año. Pensé que Carol me apoyaría y que me ayudaría a corregir lo que escribo, pero está absorta en sus estudios y cada vez que menciono posibles cadenas de desapariciones infantiles, se congela por completo y nos pasamos una semana sin hacer el amor. Cuando intento ponerme intelectual y relacionar algunos de los monstruos que salen de Sally Serie con Van Gogh (pobre desgraciado) o con el Bosco, Carol me deja helado con almibarados paisajes de sus textos. La oculta verdad es que mi mujer lamenta no haber tenido una profesión y envidia mi dedicación a la mía. También ha empujado a Susan y a Mark hacia las artes, con lo cual nunca saldré de pobre y daré clases hasta que cumplan los treinta y se gradúen. Y por mí ya está bien así, aunque sospecho que Mark sería más feliz haciendo de carpintero o contratista de obras, y que Susan lo sería también como esposa y artista diletante.
Pero estoy yéndome por las ramas y lo que quería decir es que el Grupo Especial representa el trabajo más importante de mi vida, el más satisfactorio y problemático, y que me sigue resultando difícil escribir sobre el tema. Para ser sincero, es la frialdad de Carol lo que me ha permitido llegar hasta aquí. Regreso tarde a casa, todavía tenso, todavía con ganas de trabajar, y la nívea artista (soy injusto, querida, pero permíteme esta pequeña licencia) apila unos cuantos copos de nieve más. El Grupo Especial me lleva a pensar en la familia, por lo que utilizaré a Susan para pasar de un tema a otro.
Anoche, Susie nos llamó (a cobro revertido) para pedirnos dinero. Después de hablar un rato de tonterías le pregunté si tenía novio y cuál era su filosofía general acerca del matrimonio: «Bueno, papá —me dijo—, creo en la monogamia en serie y pienso seguir practicándola.»
Me puse hecho una furia y empecé a gritarle, algo que siempre procuro evitar. Fue por la expresión «en serie» y las connotaciones que implica, por supuesto. No fui muy coherente en la discusión y nos despedimos a los pocos minutos, pero esta mañana lo he encajado todo. Lo que me disgustó fue su falta de ilusión romántica. Susie tiene veintidós años y se acuesta con sus ligues, pero no es eso lo que me preocupa. Lo malo es que siempre parte de la base de que tarde o temprano la relación terminará; carece de ese sentimiento juvenil de «para toda la vida» que, de todas formas, uno pierde enseguida. Me gustaría que, en lugar de regirse por esa horrible expresión, siguiera el ejemplo de Gretchen, la secretaria ejecutiva del Grupo. Gretchen tiene treinta y un años, dos hijos de un matrimonio fracasado que ella había creído que sería para siempre, y mantiene aventuras con hombres inadecuados que al final se largan porque les dan pánico los críos. Es lista, es divertida, es una gran madre, tiene amigos gays que son más divertidos que Bob Hope, Jackie Gleason y Richard Prior juntos, y no ha perdido la esperanza. Nos abrazamos de vez en cuando y, si yo no fuera un perro tan fiel, llegaría a donde Gretchen parece desear que lleven los abrazos.
La expresión «en serie» significa que uno siempre pasa al siguiente. Ya se trate de amante o de víctima de asesinato, uno pasa al siguiente y punto. Esta mañana, mientras hacía acopio de valor para empezar este diario, he querido ver mi nombre en letra impresa y he hojeado un número del Law Enforcement Journal del año pasado. Allí estaba el inspector Thomas Dusenberry, utilizando el estilo verbal aprendido en el FBI, lleno de términos como «perpetrar» «incautar» y «circunstancial». También utilizaba mucho la palabra «pasmoso», lo cual me permite pasar al verdadero objetivo de este diario.
Es más que pasmoso. Soy un veterano investigador criminal y, por el bien de la realidad, me gustaría que hubiese adjetivos que superasen «pasmoso», «desconcertante», «increíble», etcétera. Hace dieciséis meses os habría dicho que lo único que merecía el mencionado calificativo era la altivez de mi esposa en el cóctel del Buró. Hoy pediría perdón a Carol y le diría: «Lo siento, pequeña, pero ahí fuera hay seres humanos con formación universitaria y trabajo de ejecutivo que matan a gente a palos, les roban los gemelos de la camisa como recuerdo y luego se van a casa, recogen a los niños y los llevan al entrenamiento de béisbol y, antes de volver al hogar, a la esposa y al tierno sexo conyugal, invitan a todo el equipo a tomar helado.» Si Carol protestase, le recordaría los tres asesinos en serie a los que ha detenido nuestra brigada en su año de existencia. Expediente federal 086-83: Whalen, William Edmund, alias el Homicida del Hudson.
Entre los años 1976 y 1982, Willy, ejecutivo de alto nivel en una agencia de publicidad de Nueva York, mató a un total de catorce personas en las afueras de Nueva York y en Nueva Jersey. Frecuentaba las zonas de parque a orillas del Hudson y buscaba a aficionados a la naturaleza solitarios (viejos, jóvenes, hombres, mujeres, blancos, negros: como asesino, Willy creía en la igualdad de oportunidades), los mataba golpeándolos con una piedra, les robaba algo como recuerdo y los tiraba al río. Lo pesqué por pura chiripa. Descubrí que todas las calles laterales en dirección al parque que él recorría tenían aparcamiento sólo en un lado de la calzada, así que comprobé los tíquets expedidos en los días que el forense determinaba que habían muerto las víctimas y ¡bingo! De las catorce veces, Willy se despistó en tres.
Poseía una hermosa casa colonial en Chappaqua y su salario bruto el año anterior había sido de 275.000 dólares, más opciones sobre las acciones de la empresa. Cuando llamé a su puerta, no estaba seguro al cien por cien de que fuera culpable, así que le pregunté directamente: «Señor Whalen, ¿es usted el Homicida del Hudson?»
Su respuesta: «Sí, soy yo. Iré con usted sin oponer resistencia, pero ¿le importaría tomar primero un martini conmigo? Mi esposa y mis hijos tienen pensado ir al teatro dentro de un rato y no me gustaría aguarles la fiesta. Les diré que es usted de la agencia donde trabajo.»
Ahora Willy está en Lewisburg y viste el uniforme de la cárcel federal en vez de sus trajes de Paul Stuart. Le gente se reía con admiración cuando conté que me había bebido unos cuantos Beefeaters con él y que, en cierto modo, aquel hijoputa me había caído bien. Luego, enojado conmigo mismo por ello, revisé las fotos que el forense había sacado a las víctimas. Willy ya no me cae bien.
Tampoco lo comprendo.
Los otros dos arrestos fueron obra de mi colega Jim Schwartzwalder, que antes fue agente especial en Houston. Es un mago de la ciencia forense y pidió trabajar en Niños Desaparecidos (un destino que nadie más quería). Jim obtuvo datos de menores desaparecidos en el norte de Louisiana y de dos niños muertos (violados y cubiertos de marcas de mordiscos) cerca de Baton Rouge. Partiendo de la hipótesis de que el asesino era alguien de paso y, probablemente, un ladrón de coches, Jim estudió las denuncias de robo de automóviles de la zona de Shreveport, encontró uno que le pareció «perpetrado por pánico» y luego se hizo enviar el informe forense con las marcas de los dientes en los niños muertos, junto con expedientes de delincuentes reincidentes detenidos por robo de vehículo. Las marcas dentales coincidían exactamente con la dentadura postiza que le habían hecho en el talego al ex recluso Leonard Carl Strohner mientras cumplía condena por robo de automóvil a finales de los setenta. Tras emitir una orden de busca y captura, Strohner fue detenido al cabo de unos meses en Nuevo México. Confesó haber mordido, violado y asesinado a veintidós niños en los estados del Sur y del Suroeste, con la ayuda de Charles Sydney Hoyt, que había sido compinche suyo un tiempo. Hoyt cayó al cabo de una semana en una redada rutinaria de indigentes en Tucson, Arizona. Mientras confesaba sus crímenes, se reía, y cuando uno de los agentes que lo detuvo le preguntó por qué mordía a los niños, Hoyt dijo: «Cuanto más cerca del hueso, más tierna es la carne.»
Me he ido por las ramas otra vez. Bueno, de perdidos al río: seguiré divagando un poco antes de volver al tema que nos ocupa. Divagación número uno: para ser policía, soy bastante liberal. La pobreza es la causa número uno de la criminalidad, y punto. Todo ese rollo sobre la corrupción moral y el fracaso de la familia es pura tontería. Aparte de la pobreza y de su correlación directa con el consumo de drogas duras, tenemos la motivación psicológica individual, que es prácticamente indescifrable, aunque los psicólogos forenses que trabajan con el Grupo Especial son muy competentes a la hora de extrapolar a partir de las pruebas materiales y de los exámenes diagnósticos. Como policía, la motivación psicológica siempre ha sido mi principal interés profesional. Willie Roosevelt Washington, un negro adicto a la heroína de la zona sur de Filadelfia, se hizo atracador de bancos. Los padres de Willie eran buena gente y no le pegaban nunca. El vecino de Willie, Robert Dewey Drown, recibía palizas regulares de sus padres, unos sádicos alcohólicos, y ahora es un brillante químico forense del Buró. ¿Qué sucedió?
Los polis metropolitanos suelen tener una respuesta estereotipada. Trabajando en colaboración con ellos durante muchos años, la he oído a menudo: «Es el Mal.» La relación de causa y efecto y los episodios traumáticos no significan nada; lo que es, es. Busca la causa y el efecto y lo que obtendrás es que lo que es, es; eso y el bien y el mal atenuados por distintos tonos de gris. Soy un hombre lógico y metódico que sólo cree en Dios nominalmente, y esa respuesta siempre me ha ofendido.
Divagación número dos: aparte de casarme con Carol contra el deseo de mis padres, el principal acto de rebeldía de mi vida ha sido repudiar la fe en la que me crié. Tenía diecisiete años cuando dejé de creer en los principios de la Iglesia holandesa reformada. La santidad de Jesucristo, el bien y el mal sin matices, y Dios en el cielo moviendo los hilos y haciendo su numerito de predestinación en el instante del nacimiento de los miembros de su grey, eran algo demasiado feo, demasiado malvado y estúpido para un muchacho metódico y lógico que quería ser abogado o policía. Así pues, me matriculé en una universidad de los jesuitas, fui a la Facultad de Derecho de Notre Dame y me hice abogado y policía; sigo siendo lógico y metódico y, a punto de cumplir los cincuenta, aún me obsesiona saber. Y tal vez —y ésta es la frase que remacha el clavo—, lo que es, es, y el bien y el mal son lo auténtico y los datos de los asesinos en serie con los que he trabajado constituyen la prueba irrefutable de ello.
He aquí algunos fragmentos de información que apoyan esta tesis:
En los asesinatos en serie en los que el robo fue, como dicen los psicólogos forenses, el móvil del momento, la cantidad total robada en 1981 no llegó a los veinte dólares por víctima.
Un hombre acusado de nueve asesinatos, perpetrados en tres estados durante un periodo de cinco años, fue objetor de conciencia durante la guerra de Vietnam y estuvo en la cárcel por organizar seminarios sobre la resistencia al reclutamiento, lo cual violaba la ley federal. En vista de ello, se le preguntó cómo pudo matar a sangre fría a nueve personas. «Adapté mi filosofía para que cupiera en ella mi deseo de matar», respondió.
Un hombre, detenido en el momento en que violaba a una mujer mayor a la que había matado momentos antes, resultó haber sido sospechoso de otros asesinatos y haber quedado libre después de pasar la prueba del polígrafo. Cuando le preguntaron cómo lo había logrado, dijo: «Es evidente; me gusta matar. No me siento culpable por ello, conque ¿cómo va a delatarme un aparato que sirve para detectar la culpa?»
Ninguno de los seis asesinos en serie de niños juzgados en Estados Unidos durante el año 1981 había sufrido abusos durante su infancia.
Es frecuente que los asesinos en serie tengan relaciones sexuales monógamas normales.
Un último detalle chocante que aporta el doctor Seidman, jefe de psiquiatría del Grupo Especial: los sociópatas con un historial de violencia que se detiene antes del asesinato superan a los asesinos en serie condenados en las pruebas psicológicas destinadas a determinar la falta de control moral y la falta de conciencia criminal. El doctor Seidman dice que, mientras que el sociópata típico te robará hasta los ojos y abusará de ti de todas las maneras posibles, desde la más mezquina hasta la más brutal, porque experimenta un impuso patológico a actuar con absoluto egoísmo, los asesinos en serie no lo harán. Dice que a veces son capaces de sentir pasión y amor verdaderos. Ese «dato» me animó y se me antojó una buena herramienta de caza y un amortiguador contra la depresión. El hecho de leer informes de sodomía, descuartizamiento y asesinatos, asesinatos y más asesinatos puede hacer mella en ti. A veces, la pasión es lógica. Casi puedo explicar lógicamente por qué quiero tanto a Carol, pese a que muchas personas la consideren un mal bicho. Entonces, buscando más fundamentos lógicos, lo solté: «¿Cómo son capaces, doctor?»
«Tienen un sentido del estilo muy exaltado», respondió.
Así que aquí estoy, a vueltas con el bien y el mal, la emoción de la captura contra la depresión que conlleva el oficio, la causa y el efecto, y la pasión y el estilo del doctor. Se está haciendo tarde; Carol debe de estar a punto de llegar y quiero ser capaz de hablar con ella de sus cosas, por lo que anotaré las correlaciones que he establecido hasta aquí, junto con algunas observaciones puramente policiales:
1. Dos series diferentes de violación con descuartizamiento. La primera serie (tres adolescentes, todas morenas) ocurrió en el sur de Wisconsin a finales del 78 y principios del 79, y podría ser atribuida a un tipo de Chicago, Saul Malvin, que se suicidó inmediatamente después del tercer asesinato y muy cerca del escenario de éste. Malvin tenía grupo sanguíneo 0+, como el asesino (según las muestras de semen de éste recogidas en sus víctimas), pero no hay ninguna otra prueba material que lo relacione con los asesinatos. Circunstancialmente, encaja: estaba cerca del escenario del tercer crimen y se hallaba en su casa, solo, mientras ocurrieron los otros dos. Malvin no tenía antecedentes delictivos ni historial psiquiátrico, lo cual, en los asesinos en serie, no constituye un dato determinante. Los loqueros de la brigada dicen que el suicidio después de un asesinato especialmente brutal no es infrecuente y que es el resultado de un momento de claridad. (Está bien que lo tengan, lástima que sea demasiado tarde y que a la última víctima no le sirva ya de nada.)
2. Cuatro chicas de veintipocos años, violadas y descuartizadas de forma similar. Fecha de las muertes: 18/4/79, Louisville, Kentucky; 1/10/79, Des Moines, Iowa; 27/5/80, Charleston, Carolina del Sur; 19/5/81, Baltimore, Maryland. Las cuatro eran rubias, busconas con varias condenas por prostitución. El asesino/violador también era 0+ (un grupo sanguíneo muy común) y las pruebas materiales (marcas de cuchillo y dimensiones de la hoja de la sierra) eran idénticas en los cuatro casos. Las anotaciones interdepartamentales incluidas en los expedientes de los cuatro casos y el expediente general que crearon los cuatro departamentos de policía cuando formaron su propio «grupo especial» (de corta existencia) apuntan a que el asesino fue un policía auténtico o alguien que se hacía pasar por policía. De momento, sólo es una teoría, basada en las observaciones de un viejo borracho que declaró haber visto a un tipo «con pinta de poli» entrar en el vestíbulo del edificio de apartamentos de la víctima de Charleston la noche de su muerte, unas observaciones que no sé hasta qué punto son de fiar. Ahora quiero ver si podemos acusar a Malvin de ser el asesino de Wisconsin o si por el contrario podemos descartarlo y, en el caso de descartarlo, quiero comparar las pruebas materiales de los crímenes de Wisconsin con los otros cuatro. Pedí los expedientes a la policía estatal de Wisconsin hace cuatro semanas, pero todavía no han contestado. El contraste rubia-morena es interesante. Los asesinos en serie suelen resultar engañosos y si un mismo autor es responsable de las siete muertes, tal vez sintió la necesidad de cambiar de «estilo».
3. Jim Schwartzwalder tiene cinco eslabones sobre niños desaparecidos, todos en los estados del oeste, sur y sudoeste. Algunos de los nexos se cruzan y plantean problemas a la hora de determinar a cuántos perpetradores se enfrenta. Sin embargo… cuenta con la descripción del vehículo de uno de los eslabones y ahora se enfrenta a la verdadera mierda de trabajo que resuelve los casos: comparar los datos de los registros de automóviles con los movimientos del dueño del coche y con sus historiales delictivos y psiquiátricos. «Gracias por hacerte cargo de los chicos desaparecidos. Estoy en deuda contigo.»
4. Tengo eslabones de varios asesinatos cometidos por alguien de paso que se remontan a nueve años. Los modus operandi son distintos, pero se mueven de oeste a este cronológicamente y he relacionado dos de ellos. Retrocediendo: trece desapariciones/asesinatos en la carretera en Nevada y en Utah, desde finales de 1974 a finales de 1975. Algunas víctimas murieron por disparos de arma de fuego, otras fueron apaleadas y a casi todas les robaron los objetos de valor. Los dos primeros eslabones de la cadena, un chico y una chica descubiertos por unos campistas en una zona rural de Nevada en diciembre de 1974, murieron por disparos de un 357 Magnum y fueron dispuestos, desnudos, en una postura sexual. A continuación, cuatro jóvenes de familia rica que hacían autoestop aparecieron muertos por arma de fuego (no se encontraron los casquillos), apaleados y estrangulados en Nevada y en Utah en enero de 1975. A todos les habían robado y las tarjetas de crédito de una de las víctimas se recuperaron en Salt Lake City. El hombre que las tenía, que fue descartado como sospechoso, declaró que se las había vendido un tipo alto y de aspecto corriente, de veintitantos años, conocido como el Sigiloso.
Salto a: cinco personas, hombres y mujeres, de edades comprendidas entre los 14 y los 71 años, desaparecieron de las carreteras de Utah y de Nevada en primavera de 1975. Sin pistas. Esfumados.
Salto a: Ogden, Utah, 30/10/75. Dos ciudadanos honrados, automovilistas, son vistos por última vez hablando con un joven alto, de raza blanca, en las afueras de Ogden. Luego, puf, desaparecen.
Con esto hemos sumado trece muertos y presuntamente muertos. Ahora, demos un gran salto, geográfico y de estilo de vida: ocho jóvenes desaparecen de Aspen, Colorado, entre enero y junio de 1976. Entre ellos hay dos parejas, gente rica.
Las desapariciones nunca llegan a vincularse, aun cuando tres de ellos son encontrados en la nieve, conservados, durante el deshielo de la primavera del 76. Están mutilados; dos de ellos, marido y mujer, son hallados desnudos y dispuestos en la postura del coito, mientras que al otro hombre desaparecido (¡visto por última vez ocho días después de la pareja!) lo descubren a pocos pasos de ellos, también desnudo.
Sumamos ocho y trece y tenemos veintiuno. Ahora, otro gran salto. Las letras S. S. marcadas en las piernas de las víctimas. Al principio, la policía local pensó que se trataba de un nazi; luego, un aficionado a los cómics dice que puede ser una referencia a la Sombra Sigilosa, un villano de cómic famoso en los años cincuenta. Relación: el que vendió las tarjetas de crédito se llamaba el Sigiloso. ¿Es posible que la Sombra Sigilosa lo inspirase a marcar esas iniciales en sus víctimas? He buscado ambos motes en los ficheros de todo el país y ahora estoy esperando las fichas de apodos de la policía local. La relación es muy tenue, pero merece la pena seguir investigándola.
Salto a: nueve estudiantes de raza blanca que desaparecen de distintas zonas de Kansas y Misuri entre abril de 1977 y octubre de 1978. Uno de los jóvenes es visto por última vez «hablando con un tipo robusto, de raza blanca, posiblemente propietario de una furgoneta» y sus tarjetas de crédito se recuperan en Saint Louis. El defraudador que intentaba utilizarlas es sometido a la prueba del polígrafo y declara: «El tipo al que se las compré dijo que se las había comprado a un tío con un nombre extraño, el Sigiloso.»
Con esto llegamos a las treinta víctimas y la relación ya es un poco menos tenue. Algunos asesinatos con trasfondo sexual y la recurrencia del hombre «alto», «robusto» y «de raza blanca», junto con el vendedor de las tarjetas llamado el Sigiloso, apuntan a un solo perpetrador. La línea de la Sombra Sigilosa es dudosa, pero voy a preguntar a la policía de Aspen por el aficionado a los cómics que los llamó para darles esa información. Quizás el tipo tenga algo más importante que contar. Todos estos datos los introducimos en Sally Serie y, por otra parte, los psiquiatras están leyendo mis informes sobre la cadena de asesinatos. Ellos llevarán a cabo sus propios estudios y comprobarán los expedientes de cárceles y hospitales psiquiátricos previos a la fecha de los primeros asesinatos, pues es posible que al Sigiloso lo hubieran puesto en libertad condicional o le hubiesen dado el alta de un hospital. La putada es que todo esto va a llevar tiempo. Afortunadamente, sin embargo, el Sigiloso se ha portado bien desde finales de 1978. Jack Mulhearn tiene una serie de cuatro asesinatos que en su opinión fueron perpetrados por alguien que se movía de un lado a otro, pero tanto cronológica como geográficamente quedan fuera del radio de acción del Sigiloso (Illinois, 8/5/79; Nebraska 15/12/79; Michigan 9/80; Ohio 5/81). Los cuatro hombres recibieron disparos en la boca con la misma pistola barata y el doctor Siedman dice que podría tratarse de un asesino homosexual, por lo que creo que no es el que yo busco. ¿Dónde estás, Sigiloso?
¡Aquí está Carol! Voy a decirle que hoy he escrito doce páginas y que la he mencionado, como mínimo, otras tantas veces.