14

Mientras se producían los acontecimientos recogidos en los artículos de prensa precedentes, yo permanecía invisible en el ojo del huracán, lúcido y elegantemente cuidadoso, como deben ser los aprendices cuando alcanzan, por fin, la categoría de profesionales.

«Eres un asesino, Martin.»

Al despertar de mi sueño en color postasesinatos, a las 7.30, me afeité y me duché automáticamente y me preparé para ir a trabajar. Sabía perfectamente lo que había hecho y lo que tenía que hacer, y me dediqué a ello libre de colores y de películas mentales. Primero, me puse la otra muda de ropa de trabajo; después, sabiendo que era improbable que hubiesen descubierto ya los cadáveres, puse el mono de Steve con mis pantalones ensangrentados, el cinturón y el hacha, cerré bien la bolsa de plástico y la llevé a la furgoneta. Conduje hasta la parcela como si comenzara una jornada de trabajo más y enterré el equipo de matar en una zona cenagosa en las afueras de Sausalito. Completado el primer paso del plan de escape, me senté en una roca y tomé nota de los siguientes, escribiéndolos con caracteres mentales. Mi tema de escape básico era: «Como todos los días.»

«Los vecinos pueden haberte visto con el hacha, así que necesitas hacerte ilegalmente con un hacha idéntica y, luego, desgastar la hoja de modo que se vea bastante usada, por si la someten a una inspección forense.

»Tu coartada es que estabas durmiendo en tu casa en el momento de las muertes. Los demás inquilinos corroborarán que te levantas temprano, te retiras temprano y eres un vecino tranquilo. Por otra parte, nadie te ha visto hablando con Steve y Jill en la calle. Cuando conociste a Jill en las oficinas de la agencia, no hubo testigos del encuentro. Si ella le contó a alguien que te había recibido y la policía te pregunta al respecto, debes negarlo, pues estas pesquisas se harán, lógicamente, después del primer interrogatorio rutinario de todos los residentes de la zona y, si cambias tu historia después de haber declarado al principio que no la conocías, te convertirás en uno de los principales sospechosos.

»La policía anotará la matrícula de todos los vehículos de la zona y cruzará datos con los registros del Gabinete de Antecedentes Delictivos de California. Saldrá a la luz tu condición de ex preso y el hecho de que terminaste hace poco el periodo de libertad condicional y te trasladaste aquí, y serás sometido a intensos interrogatorios y, posiblemente, a maltratos físicos. Nunca vaciles en tus negativas de culpabilidad, ni siquiera bajo la máxima coacción, y niégate a pasar la prueba del polígrafo.»

«Eres un asesino, Martin.»

Al final, mis previsiones se tradujeron a la realidad con una fidelidad casi perfecta. Robé un hacha idéntica a la otra en una ferretería de Sausalito y desgasté el filo en los escasos troncos que quedaban en la parcela. Continué mi trabajo de tala para el señor Slotnick y vino el capataz a decirme que el 10 de septiembre me quedaba sin empleo porque se iba a aplanar el terreno y porque los «ecogilipollas» habían conseguido frenar el proyecto Singles Paradise de Big Sol. Mantuve mi plan de llevar la vida de todos los días y el retraso en el descubrimiento de los cuerpos hizo que mi confianza creciera a saltos cuánticos.

Entonces, cincuenta horas y diez minutos después del momento, oí las sirenas y me asomé a la ventana y vi luces rojas que giraban proclamando mi nombre. Contemplé cómo iba intensificándose el rojo conforme llegaban más y más coches policiales; me fui a la cama y dormí, y las luces de mis sueños formaban las palabras: «Eres un asesino, Martin.»

Al amanecer, me despertaron unos fuertes golpes a la puerta. Me puse una bata, me acerqué y bostecé a la mirilla.

—¿Sí? ¿Qué quieren?

—Policía, abra —respondió una voz rutinaria.

Al instante comprendí que ya habían hecho el cruce de datos de los vehículos y que conocían mis antecedentes. Me restregué los párpados para quitarme el sueño de los ojos, abrí la puerta y volví a mi antigua personalidad carcelaria.

—¿Sí, qué pasa?

Tenía ante mí a tres tíos duros. Todos eran corpulentos como yo y todos llevaban el pelo al uno, traje de verano barato y expresión ceñuda. El del medio, sólo distinguible por la corbata manchada de grasa, dijo:

—¿No sabe qué pasa?

—Dígamelo usted —respondí—. Son las seis de la mañana, joder, y me muero por oír lo que tenga que contarme.

—Payaso —murmuró el poli de la izquierda y me indicó que me apartara.

Accedí, fingiendo cierta renuencia, y los tres entraron en fila en la sala de estar. El de la corbata señaló de inmediato el hacha y la hoz, que estaban apoyadas en la pared cerca de la puerta.

—¿Qué es eso? —preguntó.

—Un hacha y una hoz. —Lo miré a los ojos.

—Eso ya lo veo, Plunkett. ¿Para qué las usas?

Fingí sorpresa ante la mención de mi nombre y vacilé tres segundos, mientras observaba cómo los otros dos se dispersaban para registrar el apartamento.

—¿Para qué va a ser? Para hacerme la manicura —contesté.

—No me toques los huevos —replicó él y cerró la puerta.

—Entonces, dígame a qué viene todo esto.

—Cada cosa a su tiempo. ¿Cuándo llegaste a San Francisco?

—En abril.

—¿Por qué tienes esas herramientas?

—He estado trabajando en Marin, en un solar donde van a construir, y las uso para desarraigar tocones de árbol y desbrozar.

—Ya. ¿Dónde conseguiste el empleo?

—Lo vi en el tablón de anuncios de la universidad.

—¿Eres estudiante?

—No.

—Entonces, ¿qué te llevó a buscar ahí?

—Estaba sin un céntimo. Eso me llevó. ¿Qué…?

—Silencio. ¿Seguro que no encontraste el trabajo en la agencia Mighty-Man?

—Seguro.

—¿Cuántos robos has hecho en San Francisco?

—Tres trillones, la última vez que conté. Yo…

—¡He dicho que no me toques los huevos!

Retrocedí y me mostré amedrentado.

—Cometí un robo con escalo en Los Ángeles hace cinco años y cumplí un año —dije, cambiando de registro—. Luego, me mantuve limpio y cumplí el periodo de condicional y me trasladé aquí. Cuando robé era un crío, joder, y no lo he repetido. Ahora, ¿qué quieren?

El de la corbata se colgó las manos del cinto por los pulgares. La postura me permitió distinguir la cartuchera con la 38 y una mirada a sus ojos me proporcionó una idea del cerebro de bajo voltaje que funcionaba detrás de ellos.

—¿Sabes que este asunto es serio…? —dijo.

Me ceñí el cinturón de la bata.

—Sé que es algo más que una investigación de un robo con escalo.

—Eres un tío listo. ¿Viste los coches de la policía en esta manzana, anoche?

—Sí.

—¿Te preguntaste qué sucedía?

—Sí.

—¿Hiciste algún intento de averiguarlo?

—No.

—¿Por qué no?

—He tenido suficiente de policía para lo que me queda de vida. ¿Qué…?

—Te lo diré a su debido tiempo. ¿Te gustan los chochos?

—Sí, ¿y a usted?

—¿Has probado alguno hace poco?

—En sueños, anoche.

—Muy agudo. ¿Te gustan rubias o morenas?

—Las dos.

—¿Alguna vez le has pedido a una mujer que se tiña el pelo?

Me reí para disimular el desconcierto ante aquella pregunta imprevista:

—¿El del chocho, dice usted?

El poli de la corbata soltó una risita y dirigió la mirada a algo que quedaba a mi espalda. Me volví y vi que sus colegas inspeccionaban los cajones de la cocina. Cuando uno de ellos movió la cabeza en gesto de negativa, el Corbata murmuró:

—Pasemos a otro tema.

—¿De qué hablamos ahora, pues? ¿De béisbol?

—¿Qué me dices de los chicos? ¿Eres bisexual?

—No.

—¿No haces tríos?

—No.

—¿Dejas que te follen por el culo?

—No.

—Ya, entonces es que eres un comepollas.

Empecé a enfadarme de verdad y cerré los puños, con los brazos a los costados. El Corbata captó mi cambio de expresión.

—¿Qué? ¿Te he tocado la fibra sensible, tío? ¿Quizá te pasaste de bando mientras cumplías tu bala en L.A.? Sí, tal vez ahora te ponen los chicos y te odias por ello. ¿Fue eso lo que pasó el lunes por la noche, sobre las nueve, cuando Steve y Jill te sugirieron hacer una fiesta? A lo mejor malinterpretaste el asunto y, cuando Jill se desentendió, la emprendiste contra Steve con un mazo de carnicero y le cortaste la cabeza a ella porque no te gustaba cómo te miraba. ¿A cuántos has matado, Plunkett?

En el transcurso de un milisegundo sucedió algo asombroso. Mientras notaba que el color desaparecía de mi rostro, me convertí en mi actuación: mi cólera real se convirtió en perfecta sorpresa real y fui el inocente falsamente acusado. Balbucí: «O sea…, o sea que ha habido… ha habido muertes…», y supe que el poli de la corbata se lo tragaba. Cuando contestó «Exacto», capté su decepción porque no tenía a un culpable; cuando añadió «¿Dónde estabas tú el lunes por la noche?», comprendí que el resto del interrogatorio era pura formalidad. La revelación quedó atrás y, mientras asumía un sentido de culpabilidad normal, cuerdo, me costó hasta el último gramo de fuerza de voluntad no regocijarme maliciosamente.

—Estaba…, estaba aquí —farfullé.

—¿Solo?

—Sí.

—¿Qué hacías?

—Llegué…, llegué del trabajo hacia las… ocho y media. Cené y leí una hora o así antes de acostarme.

—Una velada animada. ¿Es lo que sueles hacer?

—Sí.

—¿No sales con los amigos?

—En realidad, no he hecho amigos aquí, de momento.

—¿No te sientes solo?

—Claro. ¿Quién se cree que…?

—Las preguntas las hago yo. ¿Conoces a una mujer llamada Jill Eversall, o a un hombre llamado Steven Sifakis?

—¿Son los que…?

—Exacto.

—¿Qué… cómo eran?

—Ella era una morena atractiva, un metro sesenta y cinco, buenas tetas. ¿Te gustan las tetas?

—Vamos, agente…

—De acuerdo. ¿Qué me dices de Steve Sifakis? Un metro setenta y siete, ochenta kilos, cabello castaño rojizo y patillas frondosas. Se supone que tenía una polla de mulo. ¿Te van las pollas grandes?

—Sólo la mía. —Oí que los dos polis de la cocina se reían y me volví a mirarlos. Uno de ellos sacudía la cabeza y movía el pulgar de un lado al otro del cuello en un gesto que, evidentemente, iba dedicado al Corbata. Me volví hacia éste y añadí—: ¿Nos queda mucho? Tengo que ir a trabajar.

—Acabaremos cuando yo diga, Plunkett —dijo el Corbata muy despacio.

Fui a por todas, sabiendo que podía ganar a cualquier máquina.

—Esto ya empieza a apestar, así que ¿por qué no lo acabo yo? Como no he matado a nadie, ¿por qué no vamos todos a comisaría, me hacen la prueba del detector de mentiras, la paso y me sueltan? ¿Qué me dice?

El Corbata dirigió la mirada al poli jefe. Resistí el impulso de observar sus señales y me concentré en las manchas que daban al agente su improvisado nombre. Acababa de decidir que eran de salsa de enchilada cuando el Corbata dijo:

—¿Viste a alguien por la calle cuando volvías, el lunes por la noche?

Reflexioné un momento antes de responder a aquella pregunta, que representaba mi victoria.

—No —respondí por fin.

—¿Oíste algo raro?

—No.

—¿Viste algún vehículo que no te sonara?

—No.

—¿Te tiraste alguna vez a Jill Eversall o le compraste hierba a Steve Sifakis?

Le dirigí una mirada de desprecio que habría amilanado al propio Papa.

—¡Oh, vamos, hombre!

—No. Vamos, tú. Responde.

—Está bien. No, nunca he follado con esa Jill Eversall ni le he comprado hierba a Steve Sifakis.

Uno de los agentes que tenía detrás carraspeó; el Corbata se encogió de hombros y dijo «Quizá volvamos». El poli jefe murmuró «Sigue limpio» al pasar delante de mí camino de la puerta. El otro se limitó a guiñarme el ojo.

No volvieron, por supuesto, y durante las semanas siguientes disfruté de mi fama anónima como «el Descuartizador de Richmond», apelativo que me puso un reportero del Examiner. Mi consigna era: «Como todos los días», y me imaginaba sometido a una vigilancia permanente, como si cada uno de mis movimientos estuviese siendo observado por unas fuerzas igualmente anónimas, impacientes por cazarme. El cultivo consciente de la paranoia me hizo recluirme en casa por las noches, cuando me habría gustado andar por la calle y oír a la gente hablar de mí; me hizo seguir acercándome a los tablones de ofertas de empleo de la universidad para buscar trabajo, cuando habría querido gastarme en armas el dinero que tenía guardado. No me permitía coleccionar recortes de prensa sobre mi crimen, ni hacer lo que más deseaba: trasladarme a otras ciudades y ver cómo me afectaba. Aquel régimen de vida redujo a ascetismo lo que debería haber sido gozo y celebración, y lo único que tenía de satisfactorio en el plano emocional era la certidumbre de que aquello no hacía más que fortalecerme.

Diez días después de las muertes, encontré otro empleo: limpiar de malas hierbas toda la ladera de una colina situada en el extremo del campus de la Universidad de California en Berkeley. El trabajo era tedioso —sensación exacerbada por el hecho de no necesitar el dinero— y las conversaciones de los estudiantes que escuchaba sin proponérmelo me irritaban: los temas favoritos eran el Watergate y la reciente dimisión de Nixon y, cuando se dignaban a hablar de mí, terminaban pronto, tachándome de «psicópata» o «pirado». Decidí que el 2 de octubre, cuando se cumpliera un mes de las muertes, lo celebraría.

El tiempo transcurrió despacio.

Trabajé en la ladera, oí cháchara de estudiantes y leí periódicos a la hora del almuerzo. La lectura de la prensa era como estar suspendido de una cuerda de ego. Los artículos que me comparaban con la familia Manson, «pero más listo», eran como impulsos que me llevaban a las nubes; los párrafos que atribuían mis muertes al Asesino del Zodíaco —un psicópata místico que mandaba comunicados extravagantes a la policía— me hacían sentir como si me echaran al fango. Ocho días seguidos sin aparecer en la prensa era el abandono absoluto de una madre que arrojaba a su hijo no deseado a un vertedero de basura.

Lo peor era la lentitud con que transcurrían las noches.

A veces, camino de casa, veía polis que buscaban las cosquillas a jóvenes de pelo largo y sabía, no sé cómo, que yo había sido el catalizador de aquel caos menor. Limpiar de maleza cunetas de calles entre la gente era satisfactorio porque allí sabía que los transeúntes conocían mis acciones, pero en casa, en el capullo de cautela que me había creado, sólo estaba yo. Y aunque el «Eres un asesino, Martin» era ahora mi identidad, aún no había decidido proseguir los crímenes para mantenerme en las nubes.

Para el 2 de octubre, el caso del Descuartizador de Richmond era noticia rancia para los medios y el instinto me decía que la policía había pasado a ocuparse de asuntos de prioridad más urgente. La lógica se unió a la emoción para decirme que lo celebrara, y así lo hice.

Tardé un día y una noche enteros en encontrar lo que buscaba, y los cuatrocientos dólares que pagué fueron un precio infinitesimal en comparación con el esfuerzo que significó hablar discretamente con una larga sucesión de maleantes del sur de San Francisco, intercambiar pedigríes y amenidades criminales, y pasar luego por media docena de movidas inútiles, hasta dar con el dueño jubilado de una casa de empeño que quería liquidar «material caliente». La transacción final fue rápida y fácil y, al terminar, era el propietario ilegal de un revólver Colt 357 Magnum, modelo Python, nuevo a estrenar y nunca registrado.

De este modo pasé a tener dos talismanes: uno hecho a mano, el otro ganado con ahínco. En casa, procedí a unir cilindro y boca del arma. Encajaban perfectamente y añadían un peso táctil a mi nueva identidad. La mañana siguiente, camino del trabajo, compré una caja de munición de punta hueca y, con el cañón de mano cargado y provisto del silenciador bajo la camisa, arranqué malas hierbas de la tierra blanda hasta que oscureció. Entonces, rodeado de luces de dormitorio y bajo el cielo estrellado, me dediqué a hacer prácticas de tiro.

Destello de la boca del cañón, retroceso, el ruido sordo del silenciador y el sonido apagado de las balas al penetrar en el suelo removido con la azada. Olor a cordita y a tierra; luces de faros de los coches que, desde la calzada que pasaba por encima de mi cabeza, iluminaban fugazmente el cráter que formaba cada proyectil. Dolor en la muñeca derecha a causa de la combustión interna del Magnum; acopio en los bolsillos, después de cada seis tiros, de los casquillos disparados; recarga a oscuras y disparar, disparar, disparar hasta que vaciaba la caja de puntas huecas y la ladera olía como un campo de batalla sin sangre. Y por fin, el regreso a casa en la furgoneta, temblando por dentro e impaciente por llegar a la autopista abierta y, simplemente, marcharme.

Pero marcharme era, en aquel punto, contrario al «como todos los días», que implicaba quedarse. Así pues, me quedé y se me terminó el trabajo de desbroce, pero continué en la universidad como bedel suplente, dedicado a barrer y pasar la fregona cuando los empleados habituales faltaban al trabajo. Establecí el día de Acción de Gracias, 24 de noviembre, como fecha para marcharme y continué viviendo con lo mínimo. Sólo me permitía un lujo: la munición.

Para no levantar sospechas con compras repetidas de una sola caja, fui a San José e hice una compra grande, un total de 7.200 balas. Lo guardé en una zona boscosa, cerca del lado de Berkeley del puente de la Bahía, y todas las noches disparaba a blancos imaginarios en el agua. Cada fogonazo/retroceso/ruido del silenciador/chapoteo me acercaba más a la marcha, pero todavía no sabía qué significaba eso.

Lo descubrí el día antes de mi partida.

Mi silenciador casero quedó prácticamente destrozado por el exceso de uso, por lo que fui al sur de San Francisco a buscar al hombre de la casa de empeños que me había vendido la Python, para ver si conocía a alguien que pudiera venderme un repuesto profesional. El hombre sonrió a mi petición, apartó de la pared un cuadro de barcos de vela e hizo girar el disco de la caja fuerte que había detrás. Al cabo de un momento, enrosqué un silenciador Black Beauty de la CIA al cañón de mi Magnum e hice entrega de quinientos dólares en retribución. Más que satisfecho, guardé el arma al cinto, la cubrí con el faldón de la camisa y me dirigí a la furgoneta. Vi una máquina automática de venta de periódicos y me acerqué a comprar un Chronicle con la esperanza de ver alguna nota del estilo «Sin pistas en el caso del Descuartizador de Richmond». Me disponía a echar los quince centavos en la máquina cuando vi un cartel fijado a un poste de teléfonos, al lado de ésta.

En el cartel se leía una exclamación: «¡¡¡El precio del pecado!!!», y debajo de estas palabras había una reproducción fotográfica perfectamente clara, con la inscripción «DPSF 4/9/74» al pie. El texto que se leía debajo tenía que ver con la salvación a través de Jesucristo, pero la foto del centro me causó tal temblor que no fui capaz de leer el mensaje con exactitud.

La cabeza cortada de Jill Eversall yacía en primer plano en intenso blanco y negro. El resto del cuerpo estaba caído a la puerta de la cocina. Más allá, se distinguía a Steve Sifakis despatarrado en el suelo y las paredes manchadas de sangre. La Sombra Sigilosa mecanografió «amenaza amenaza amenaza amenaza» delante de mis ojos; luego, borró la línea y la reemplazó por «chifladura sin sentido no amenaza chifladura de aficionado no amenaza no malo aficionado no amenaza no malo».

Arranqué el cartel del poste, hice una bola con él, lo arrojé a la cuneta y lo pisoteé con rabia hasta que se me empaparon las botas, sin dejar de ver los carteles de línea aérea con paisajes de Tahití y de Japón que colgaban de las paredes de la casa de Steve Sifakis y el recuerdo original que me había eludido hasta entonces: el del amante de Season zarandeándome, la oscuridad en la luz, los carteles parecidos en la pared, y el tipo sacudiéndome de forma humillante. La Sombra Sigilosa adoptó la voz de Country Joe McDonald y cantó: «Cenizas a las cenizas y polvo al polvo, el tiempo de tormenta te oxida el corazón.» La voz titubeó a media estrofa, pero entendí que estaba diciéndome que saliera a comprar una hermosa cámara Polaroid para que hiciera compañía a mi Magnum. Siguieron a ésta otras instrucciones, no verbales ni mecanografiadas, sino telepáticas. Sólo durante las catorce horas siguientes, mientras desarrollaba metódicamente cada tarea, cobraron vida impresa:

«Compra la cámara y película.

»Ve a casa y carga todas tus pertenencias en la furgoneta, incluido el mobiliario que habías planeado dejar.

»Confíale las llaves de la casa a la vieja que vive abajo.

»Compra una funda para el arma, corta un agujero en la punta para que quepa el silenciador y sujeta el Magnum a los muelles que hay debajo del asiento del conductor en la furgoneta.

»Duerme bien y mañana por la mañana, bien temprano, toma la Ruta 66 Este hacia la frontera de Nevada.

»Cuando hayas dejado atrás la zona de San Francisco, deshazte de todos los muebles, excepto del colchón.

»Ten a mano la Polaroid.»

Completadas todas estas tareas, realizadas y mecanografiadas y compulsadas profesionalmente, seguí conduciendo hacia el este a través de frondosos bosques de pinos de Nevada, en solitario, sin la Sombra Sigilosa. No había tráfico, llevaba el depósito lleno y guardaba 3.600 dólares en la guantera. Tenía la cámara al alcance de la mano en el asiento del acompañante. Más allá de los árboles imponentes se alzaban las montañas. Me sentí muy lleno de paz.

Entonces vi a los autoestopistas.

Eran un chico y una chica adolescentes; los dos tenían el pelo largo y llevaban cazadoras Levi’s, vaqueros y mochilas. Frené y me arrimé a la cuneta. Al cabo de unos segundos, el chico llegó hasta la puerta del acompañante, seguido de la chica. Levanté el seguro con una mano mientras, con la otra, buscaba la funda del Magnum debajo de mi asiento.

—¡Gracias, señor!

Disparé tres veces, a la altura del pecho y, por el modo en que los chicos saltaron hacia atrás, supe que los había alcanzado a ambos. Puse el freno de mano, encendí los intermitentes, me deslicé al asiento del acompañante y me apeé de la furgoneta. Los adolescentes yacían sobre la grava de la cuneta, muertos. Miré más allá de los cuerpos y observé que la cuneta terminaba en un pequeño talud. Empujándolos con el pie, hice rodar los cadáveres hasta el fondo; después, extendí grava suelta sobre la sangre que había manado de los orificios de salida. Apareció en mi cerebro un cronómetro que marcaba diez minutos, saqué la Polaroid de la furgoneta y bajé el talud con ella.

Los autoestopistas yacían en la tierra blanda del fondo, unidos en una postura propia de un rompecabezas: la cabeza de ella sobre la corva de la pierna derecha del chico y las puntas de los dedos de las manos de ambos cruzadas en ángulos divergentes. Los cuerpos me recordaron banderas de señales que enviaban la palabra «chifladura» y estuve a punto de olvidar la cautela en mi deseo de hacerlos perfectos.

Pero no. En primer lugar, inspeccioné el pecho y la espalda del chico; después, hice lo propio con la chica y, cuando vi un orificio de salida en la espalda y desgarros en la mochila que tenía al lado, supe que las balas estarían dentro de ésta. El cronómetro indicaba que había transcurrido 1.37 cuando abrí la cremallera y hurgué entre braguitas y blusas hasta que mis dedos tocaron metal caliente. Guardé los proyectiles en el bolsillo de la camisa y dejé que ardieran; después, excavé furiosamente una tumba poco profunda en la tierra que nos rodeaba a los tres.

6.04 transcurridos.

Con la manga de la camisa, limpié de huellas la mochila de la chica. Después, desnudé los cuerpos y arrojé sus ropas y mochilas a la tumba.

7.46 transcurridos.

Una vez desnudos, coloqué a la chica boca arriba y le abrí las piernas; al chico, lo puse encima de ella. Cuando la simulación del coito me pareció perfecta, saqué la primera foto. Me quedé observando la cámara mientras ésta expulsaba la instantánea, aún en blanco, y esperé.

9.14 transcurridos.

La perfección fotográfica fue cobrando vida y, de forma misteriosa, sobrenatural, supe que aquella imagen constituía una clave de mi fijación por las rubias, por Lauri la puta, y de cosas muchísimo más antiguas.

10.00 transcurridos. Sonaron las alarmas. Me di cuenta de que la Sombra Sigilosa y yo nos habíamos fundido, finalmente, en uno solo. Cubrí los cuerpos con tierra suelta y coloqué varias ramas gruesas encima para disimularlos.

Tic tic tic tic tic tic tic tic.

Me concedí unos segundos conmemorativos más, guardé la foto en el bolsillo, vi que la sangre del cuello de mi camisa no era más de la que me habría causado un corte al afeitarme; también me di cuenta de que la siguiente vez tendría que robar dinero y, posiblemente, tarjetas de crédito. Cuando fue hora de marcharme, borré las huellas de mis pisadas caminando de lado sobre ellas en mi regreso talud arriba. En la carretera, el paisaje estaba absolutamente tranquilo. Al sol del otoño, la furgoneta parecía nueva y, siguiendo un impulso, la bauticé como Muertemóvil. A continuación, me alejé de allí.