Un Don Juan ruso
Todo cuanto escribió Aleksandr Pushkin a lo largo de su vida ha sido estudiado y analizado por muchos especialistas de este poeta excepcional; toda su obra escrita es conocida y divulgada como un tesoro cultural. Solamente ciertos aspectos de su pensamiento, por sus antecedentes liberales, se eludieron en la investigación oficial académica. Un ejemplo pudiera ser la creación de un nuevo tipo de Don Juan, libre de las convenciones que caracterizaron a esta figura tradicional en el teatro europeo. El convidado de piedra, escrita por el poeta en la misma época que sus otras «tragedias breves», de 1830 a 1836, pertenece a unos años de plena madurez intelectual y ésta es evidente en su audacia al modernizar al «burlador clásico». El comportamiento amoroso de éste en las obras consagradas de Molière, Tirso de Molina, Lord Byron, es jactancioso, cínico sin ningún respeto para la mujer. En la escena final del último acto recibe su castigo debido no sólo a sus abusos sexuales sino al asesinato de un noble —el comendador— y a la burla sacrílega de invitarle a comer después de muerto. Al contrario, el Don Juan que concibió Pushkin es el héroe romántico en el que predominan los sentimientos, busca amores compartidos y como no teme un castigo de ultratumba, sólo es vencido por la dura mano de un fantasma.
Seguramente Pushkin asistió a la ópera Don Giovanni de Mozart, presentada en un teatro de San Petersburgo y se reiría al escuchar el aria de Leporello contando las conquistas de su amo. Para consolar a una joven seducida, el criado enumera pacientemente las mujeres que en otros países también han quedado olvidadas: noventa y una en Turquía, seiscientas cuarenta en Italia, ciento tres en España… A Pushkin le gustó esta humorada y pensó hacer una lista de nombres femeninos en uno de sus apuntes privados, recordando a sus amadas, aunque el número no podría compararse con la fantástica lista de Leporello. Como en la ópera de Mozart, Pushkin sitúa en ambiente español a su personaje, bien es verdad que en aquella época, mediados del siglo XIX, existía un gran interés de los románticos rusos por España. En la primera escena, Don Juan y su criado Leporello, llegan a las proximidades de Madrid; vienen del exilio y aunque no se indica dónde fue éste, Don Juan se lamenta de que allí las mujeres eran tímidas, blancas y con ojos azules, como muñecas de cera, y a él le aburrían. «La última campesina de Andalucía no la cambiaba yo por la mejor belleza de allí» pero nunca sabremos a qué país Pushkin se refiere. Hay esta valoración de lo español expresada igualmente en los poemas amorosos que Pushkin escribió —dos de ellos como canciones los incluyó en la escena segunda—, ambientados en España donde, según la fantasía romántica las mujeres eran caprichosas y ardientes.
Este Don Juan ruso parece muy distinto del Don Juan de Mozart, entre ellos hay una diferencia radical: Don Giovanni es un mujeriego sin escrúpulos, tipo vital, simpático, incontenible en su pasión, intenta violar a Anna, a una campesina infeliz y también a una sirvienta. Al final es arrastrado al infierno porque simboliza el gran pecador. Tal era el título que le dio Lorenzo da Ponte al libreto que escribió para la ópera: El disoluto, castigado.
El Don Juan ruso anuncia la progresiva libertad erótica que se instauraba en las costumbres del siglo romántico y por tanto muestra una nueva actitud hacia la mujer. Es un amante que busca el goce compartido no violentado y exalta los sentimientos y la ternura. Siente nostalgia de Inés, amante fallecida, que no era bella pero sus ojos eran como él nunca había visto otros. Así el poeta, a través del sentir de Don Juan propone que las aventuras por fugaces que sean, pueden crear afectos que se mantienen en el placentero recuerdo. Ellas no son forzadas, acaso tan sólo convencidas por las promesas de amor. Es lógico que si no hubo violencia no se le castigase al fuego eterno y Pushkin prefiere que la muerte la provoque la opresora mano de piedra de una estatua que puede ser la opresión de un tirano o de una sociedad malévola o un entorno familiar mezquino, opresiones que sufrió el escritor. Y es curioso observar qué absorbente es la intensidad del amor, que cuando aparece la estatua fantasmal del comendador, Don Juan apenas le mira porque está atendiendo a Doña Ana que al ver a su marido, que la ha sorprendido besando al que le mató, se ha desmayado. Las últimas palabras de Don Juan cuando va a morir, son las propias de un verdadero enamorado: «¡Doña Ana mía!».
Las dos protagonistas de esta tragedia de Pushkin son mujeres libres, que están dispuestas a los goces del amor y les complace la proximidad del hombre. Ana corresponde a los requerimientos de Don Juan y accede a una cita que será en su casa, y aun sabiendo que es quien la dejó viuda, no se niega a un beso prometedor.
La otra amante, Laura, es actriz y canta para sus amigos y sabe apreciar un agradable momento cuando se asoma al balcón atraída por la noche veraniega, por el aroma de limones y laurel bajo la luna, y piensa que en París hará frío y lloverá, y con esa comparación valora más esta felicidad fugaz, en la que está el recuerdo de Don Juan. Cuando éste llega, le abraza jubilosa.
Este Don Juan ruso no comparte la obsesiva utilización de las mujeres a que se entregan sus homónimos de otras obras teatrales. El impulso incontenible de éstos para poseerlas y a continuación buscar otras para repetir la seducción, obliga a pensar que no es el atractivo del contacto femenino lo que les mueve sino alguna secreta querencia. Acaso el poder jactarse de que ninguna se resiste a su capricho, o bien, conseguido el acceso íntimo, alardear de su singular respuesta como varón, o bien, el ocultar con el frenético abordaje a mujeres, la inclinación por un amor de otro signo.
Pero el burlador pushkiniano manifiesta otra sensibilidad y una constancia afectiva que su creador quiso atribuirle para probar que, también en el escenario, la seducción amorosa podía ser un mutuo acuerdo de los amantes en las infinitas posibilidades de la pasión.