Salve, solitaria vejez
El 8 de junio de 1880 centenares de personas se reunieron en Moscú, en el cruce del bulevar Strastnói con la avenida Tvérskaya, para asistir a la inauguración de un monumento a Pushkin. Con motivo de haberse cumplido los cien años del nacimiento del poeta, se le hizo un gran homenaje nacional y su estatua se alza todavía en aquel lugar. Se celebraron actos a los que fueron invitados muchos intelectuales, entre ellos Turguénev. Existen numerosos testimonios de lo ocurrido aquel día y entre ellos parece curioso el de la hija de Dostoyevski: «Todos los escritores, todas las personas de cultura de Rusia acudieron a esta apoteosis. Turguénev vino desde París y fue muy agasajado por sus admiradores. Logró un gran éxito en la velada literaria y eclipsó a Dostoyevski. Pero mi padre tuvo su desquite en la solemne sesión de la Sociedad de Literatura. Turguénev, que hasta entonces se limitaba a saludarle con frialdad, se conmovió profundamente y acercándose a él le estrechó con efusión la mano»[102]. Con este gesto de cordialidad ambos escritores se despedían, en realidad, para siempre; Dostoyevski falleció siete meses después.
Casi todos los años Turguénev iba a Spásskoye en primavera o a principios de verano; allí se reunía con amigos y organizaba cacerías, pero las dolencias físicas progresaban y periódicamente reducían a la inmovilidad a aquel constante viajero. Siempre se había lamentado de enfermedades aun sin haber llegado a la edad en que éstas son verdaderas, pero ahora los ataques de gota le torturaban y en algunas épocas le obligaban a estar en cama. Ya el 30 de agosto de 1877 le había escrito a Flaubert: «No soy sino un vasallo de la gota. Esto quiere decir que me ha vuelto con violencia desde el mes de junio, cuando comimos juntos, y desde aquel momento quedé inutilizado».
Ese mismo año transcribe ese estado de ánimo en su diario y utiliza la misma descripción en una carta a Polonski; desgraciadamente, este Diario desapareció después de su muerte: «Estoy de nuevo sentado a mi mesa y abajo mi amiga canta algo con voz cascada y en mi alma hay más sombras que en una noche oscura. Se diría que la tumba tiene prisa por tragarme. Cómo, en rápido instante, pasa el día, vacío, sin propósitos, sin color. Y he aquí que hay que volver a acostarse. No tengo ningún derecho, ningún deseo de vivir. Nada que hacer, nada que esperar e incluso nada que desear»[103].
También por estas fechas, escribía a su hermano: «asisto a mi propio entierro»; sin embargo, quien murió meses después fue Nikolái. Los dos hermanos estaban distanciados, pero ello no impidió que Turguénev se entristeciera por su muerte, y de nuevo escribe a Flaubert:
«He recibido ayer la noticia de la muerte de mi hermano; me ha dado mucho pesar, retrospectivo y personal. Nos veíamos raramente, y no había nada en común entre nosotros… pero un hermano… es a veces menos pero distinto que un amigo. Menos fuerte y más íntimo»[104].
En estos meses experimenta una profunda decepción ante la fría acogida de la novela Tierras vírgenes. Escribe menos; de esta época son los cuentos El hombre de las lentes ahumadas, Retratos antiguos, los Recuerdos de Belinski y la extraña novela corta Canto de amor triunfante, en que aflora la idea de la seducción, por medios mágicos, de una mujer casada, en el ambiente de la Italia renacentista, lo que aún hace más inusitada esta postrera manifestación de sus obsesiones amorosas.
La muerte de su amigo Gustave Flaubert le afectó extraordinariamente, precipitando su decadencia. Conmovido, escribía a la sobrina de Flaubert, madame Commanville: «He recibido el golpe de la manera más dura, aquí, hace unos días, abriendo un periódico… La muerte de su tío ha sido una de las penas que he experimentado en mi vida y no puedo acostumbrarme a pensar que no le volveré a ver». En un viaje que hizo a Rusia se encargó de recaudar dinero para erigir en Ruán un monumento al autor de Madame Bovary, pero esta iniciativa motivó una serie de ataques por parte de los grupos nacionalistas, que también le criticaban por sus contactos con jóvenes revolucionarios cuando iba a San Petersburgo.
No obstante estos percances físicos y morales, sigue viajando con extraña frecuencia. Incluso en la primavera del año 81 va a Rusia, sin vacilar ante un desplazamiento tan largo e incómodo; ésta sería la última visita a su país. Desde 1879 le había aparecido en un omóplato una inflamación que le intentaban reducir con cataplasmas y fricciones y que fue el primer síntoma del proceso canceroso que le ocasionó la muerte. A fines del 82 describe así su estado de salud: «Me ha sobrevenido desde hace casi seis meses una angina de pecho gotosa que me causa vivos dolores y me impide andar y tenerme en pie más de cinco minutos seguidos»[105].
Escribió por entonces sus famosos Poemas en prosa. Muchos fragmentos de sus relatos podrían también ser considerados prosa lírica, al poseer una autonomía poética dentro del contexto de la obra; pero estos Poemas en prosa tienen la brevedad, la explosión emocional de la auténtica poesía, tal como habían sido sus primeros poemas y como ahora eran los últimos, al acabar su vida. Fueron escritos entre 1877 y 1882 y apareció una serie de cincuenta en El Mensajero de Europa, de San Petersburgo, publicados a finales de este último año. Pero el eslavista francés André Mazon, estudiando los documentos del escritor en posesión de los nietos de Paulina Viardot, encontró en 1929 treinta y un poemas inéditos. En el prólogo que Mazon escribió para esta edición, los consideraba «las piezas que Turguénev apreciaba más, las más íntimas, que había guardado para sí»[106]. Y lo eran, en efecto. En una carta a la actriz María Sávina habla del carácter personal de algunos de ellos y se percibe su deseo de mantenerlos inéditos:
«En el número de diciembre de El Mensajero de Europa podrá usted leer cerca de cincuenta de esos poemas de los que le leí dos o tres en Spásskoye. Pero los otros que leí a usted no serán publicados. Los he excluido porque son demasiado personales. Todos los fragmentos personales están omitidos. Por ahora, todo esto es un secreto, así que no diga nada»[107].
Al publicarlos, el autor quiso darles el título general de Senilia, determinando su contenido como fruto de senectud; no obstante, la perfección del lenguaje y la belleza de las imágenes hablan del gran escritor, aun en los meses de tenaz lucha contra la enfermedad. Acaso por su misma sensibilidad exacerbada, poseen una emotividad dolorosa, sordos reproches por la inevitable vejez, breves recuerdos del pasado, de su juventud, destellos de emociones fugaces, que siempre le acompañaron, ante el paso incontenible del tiempo que le conduce hacia el fin. En una carta a Botkin, en abril del 59, le contaba que, estando una vez en el Corso de Roma, durante los Carnavales, había oído una voz femenina que decía «Addio, vita!», nunca había olvidado aquel grito y años después revive esta impresión en el poema en prosa «Me levanté»: una noche, estando dormido, le despertó la sensación de que alguien le llamaba por su nombre, pero al otro lado de la ventana sólo había silencio y oscuridad. De pronto, a lo lejos, oyó una voz que se acercaba y se alejaba rápidamente, repitiendo: «Adiós, adiós»: «Era mi pasado, toda mi felicidad, todo cuanto yo había deseado y querido, que se despedía de mí para siempre y de modo irrevocable».
Varios de estos poemas son evidentemente sueños con todas las características del material onírico, con su carga de misteriosa información. Su estudio es imprescindible para adentrarse en la complejidad de su mundo subconsciente: sueños de angustia, de persecución, de peligro inminente. Un grupo de personas está reunido en una habitación y por la ventana contemplan cómo el suelo en el exterior va desapareciendo y en su lugar avanza un mar amenazador que pronto les sepultará («El fin del mundo»). Otro grupo, en habitación parecida, ve entrar por la ventana una enorme libélula que vuela con ruido sordo y que espanta a todos. A un joven, que no parece presentir el peligro, el insecto le clava el aguijón entre los ojos y le mata («El insecto»).
Otros poemas son verdaderos documentos biográficos, plenos de esa conciencia fatalista que tantas veces se descubre en su obra; consideraba al ser humano un fenómeno más de la infinita naturaleza, quizá surgido de una casualidad; su porvenir en el mundo, como especie, es efímero: un instante de luz, de vida, de calor, sólo a eso puede aspirar, y luego… el silencio. La naturaleza se muestra indiferente ante el frágil ser que se juzga rey de la creación y cuya importancia no es mayor que la de un insecto. En el poema titulado «Naturaleza» cuenta cómo entró en una inmensa bóveda subterránea y encontró allí a una diosa que se ocupaba de aumentar la fuerza de las patas de una pulga sin conceder mayor importancia al hombre que ante ella se creía objeto de sus cuidados.
Sólo así, abdicando él de toda pretensión de grandeza, llega a identificarse con los animales, hermanos naturales del hombre. En «El perro» y en «La travesía» encontramos esta identidad, con la certidumbre de que el hombre apenas se diferencia de las otras especies zoológicas. En el primero de estos poemas, él ve en los ojos de un perro la misma inquietud que en los suyos:
«Estamos dos en la habitación, mi perro y yo. Fuera ruge una terrible y furiosa tormenta. El perro está sentado delante de mí y me mira fijo a los ojos. Y yo también le miro a los ojos.
»Se diría que quiere decirme algo. Es mudo, sin palabras, él no se comprende pero yo le comprendo.
»Yo comprendo que, en este momento, en él y en mí hay un único sentimiento, que entre nosotros no existe ninguna diferencia. Somos iguales; en cada uno de nosotros arde y brilla la misma temblorosa llamita.
»La muerte vendrá, nos llevará con sus frías y enormes alas…
»Y será el final.
»¿Quién distinguirá en cuál de nosotros exactamente ardió la llamita?
»No, no son un animal y un hombre que se miran…
»Son dos pares idénticos de ojos fijos uno en otro.
»Y en cada uno de esos pares, en el animal y en el hombre, una única vida que se aferra temerosa a la otra»[108].
En «La travesía» cruza en barco el Canal de la Mancha y los chillidos de un mono atado en cubierta atraen su atención. Coge la mano que el animal, asustado, le tiende; rodeados de niebla, sobre un mar peligroso, los dos se hacen compañía, se prestan la protección de su contacto como dos huérfanos abandonados; ambos son hijos de una naturaleza impasible.
En general, los Poemas en prosa revelan los años finales, su lenta decadencia y cómo la enfermedad aumentaba las habituales ideas melancólicas aunque no se mermasen sus posibilidades expresivas. Es fácil entrever en alguno de ellos el reflejo de los últimos episodios de su vida, como los que hacen referencia a ciertos amores seniles («La piedra», «La rosa», «¿De quién es la culpa?»).
El estreno en 1879 de la comedia Un mes en el campo actualizó sus personajes, que cobran un interés especial si se tiende un paralelismo entre su proceder y ciertas vivencias del autor, y renovó la expectación por esta obra que había encontrado en la censura tan tenaz oposición.
Nuevamente, en el escenario aparecen —como quedó explicado en el capítulo 4— los nobles ociosos que veranean en el campo, que juegan a las cartas o charlan y pasean por el jardín. Entre ellos, Natalia, la señora casada, joven y coqueta, y Rakitin, el amigo leal que vive con el matrimonio, enamorado de ella sin grandes esperanzas, con una pasión equilibrada pero de total entrega. Es un amor resignado y platónico; en una conversación íntima con ella le dice unas palabras que parecen ya leídas en las cartas de Turguénev: «Yo estoy en sus manos…, haga de mí lo que quiera», aunque percatándose, como se dice a sí mismo, de que su posición resulta bastante «grotesca y hasta despreciable». Natalia cree sentir por Rakitin una amistad «pura y sincera», pero es más bien una costumbre o una distracción; reconoce que es muy bueno, valoración susceptible de escaso efecto pues, según le manifiesta, su inclinación hacia él no la emociona ni la estremece, «usted no me ha hecho llorar nunca». En cambio, a ella le gusta zaherirle (Rakitin dice: «Usted juega conmigo como un gato con el ratón») y le hace objeto de sus rabietas («a veces gusta mortificar a quien amamos»).
Rakitin comprueba que ella está constantemente irritada y lo atribuye a que se ha cansado de él y le considera aburrido. Natalia se enamora de un joven preceptor de su hijo, y se lo disputa a Vérochka, muchacha huérfana que vive en la casa. Rakitin comprende los sentimientos de su amiga y está dispuesto a marcharse, pero el marido sorprende una escena entre ambos y también él se percata de cuál es la relación que les une. El marido y Rakitin, que son viejos amigos, mantienen una conversación en que no aparecen en absoluto celos y rivalidades sino una cordial comprensión («creo que desde que el mundo es mundo no ha habido un diálogo como éste entre dos amigos», dice el marido), mediante la cual pretenden salvar la felicidad de todos. Pero la actitud obstinada y egoísta de Natalia ha dañado los lazos que retenían juntos a estos personajes y tanto Rakitin como el profesor deciden marcharse, y la huérfana, para alejarse de la tutora, que los ha decepcionado a todos, se casará con un pretendiente al que no quiere.
En este juego de sentimientos, el valor documental radica en Natalia y Rakitin, tanto en los diálogos que sostienen como en las líneas de los caracteres. María Sávina, al recordar el gran éxito de su consagración como actriz en el estreno de la comedia, cuenta: «Comprendí que Turguénev tenía poco interés por Vérohka y consideraba a Natalia Petrovna como el personaje más importante de la obra. Porque Natalia existía entonces en la vida real. He olvidado su apellido, pero cuando estuve en Spásskoye, incluso
Turguénev me mostró su retrato. Y añadió: “Rakitin soy yo. Siempre he sido el amante desafortunado de mis novelas”»[109].
Iván Turguénev conoció muchas mujeres, pero ¿de cuál de ellas podía tener su retrato en Spásskoye si no era de la protagonista de su prolongada historia amorosa? Es de presumir que María sabía muy bien a quién representaba Natalia, pero con tan discreto olvido demostró esta actriz inteligente y sensible su gran respeto por los asuntos privados del escritor.
De la estancia en Spásskoye conservó otras palabras de Turguénev que confirman cómo entre ellos había el sobreentendido de una tercera persona. Él leyó a la actriz varios poemas en prosa, uno de éstos era «esa historia del gran y exclusivo amor por una mujer a la cual le entregó toda la vida y que no habría de llevar una flor o verter una lágrima en la tumba del escritor. Cuando yo le pregunté por qué no podía ser publicado, me respondió: “La puede lastimar”»[110]. María no añade más sobre estas palabras, pero queda implícito que ambos sabían a quién se estaban refiriendo. El poema que se menciona es sin duda el titulado «Cuando yo no exista», pero como en la versión que conocemos —la encontrada por A. Mazon— se expresa claramente que es él quien pide a su amiga que no vaya a su tumba y que no le llore, parece haber una contradicción con lo que creyó entender Sávina, o bien, el texto leído en Spásskoye fue modificado. El que conocemos comienza así:
«Cuando yo no exista, cuando todo lo mío se haya convertido en polvo, oh, tú, mi única amiga, oh, tú, a la que amé tan profunda y tiernamente, tú, que de seguro me sobrevivirás, no vayas a mi tumba, allí no tienes nada que hacer…».
Volviendo a Un mes en el campo, comprobamos que se incluye en el argumento un episodio tangencial —tentación a la que varias veces se dejó arrastrar Turguénev—, ajeno a la acción y que no está dado por ninguna razón teatral ni guarda coherencia con su planteamiento psicológico. En el acto primero asistimos a una conversación entre el preceptor y Natalia; ésta le habla de su niñez, lo cual era inconcebible entre una señora noble de la mitad del siglo XIX y un joven pobre, preceptor a sueldo en su casa. Aun aceptando como atenuante de esta actitud poco acorde con la realidad su interés por el profesor, la escena es falsa por su desconexión con la obra. Ella le cuenta que su padre fue un hombre irritable y severo y que todos en la casa le temían; al igual que su hermano, ella se santiguaba cuando él les llamaba a su cuarto. Al hacerse mayor, su hermano rompió con el padre: «jamás olvidaré aquel día terrible», exclama Natalia, «pese a sus tiernas caricias no pudo borrarme las primeras impresiones de mi niñez… Yo le tenía miedo —era viejo y ciego— y nunca en su presencia me sentí libre. Después, esta timidez, esta larga sujeción, acaso no me ha desaparecido totalmente hasta ahora… Yo sé que a primera vista parezco, ¿cómo decirlo?, fría […] Y sólo quería decirle a usted que sé por propia experiencia qué bueno es para un niño criarse libre».
Esta alusión a problemas infantiles resulta tanto más forzada cuanto que en el proceso argumentai no se vuelve a mencionar la educación del hijo de Natalia. Igualmente, la niñez de ésta tampoco juega papel alguno en una trama de amores frustrados que recuerdan el teatro de Chéjov con sus incomprensiones y soledades… Ese padre terrible evoca a Manuel García con su violento temperamento, acaso recordado así en alguna confidencia de Paulina a Turguénev, o bien es Varvara Lutovinova enmascarada tras la transmutación que hace su hijo. Y ese hermano de Natalia podría ser otro hermano que un día asistió a la violenta escena de ruptura con la madre antes de abandonar ambos la casa de Spásskoye…
Pero es comprensible que Turguénev considerase a Natalia como el personaje más atrayente de la comedia; en él había fundido, con toda seguridad, observaciones obtenidas a cambio de sufrimiento y decepción.
Una comparación entre las varias versiones que tuvo esta obra teatral sería aconsejable para descubrir si progresivamente en ellas los personajes Natalia y Rakitin habían ido acentuando rasgos de su actuación, una, como mujer frívola y distante, y otro, como sometido y consciente de ello. Pero este estudio no se ha hecho: quizá los biógrafos de Turguénev han preferido no penetrar en los meandros de tales secretos. Pero hay un parlamento desolador en el acto V que parece imposible que fuese escrito por un joven de treinta años, como tenía Turguénev al hacer la primera versión, ya que parece fruto de una experiencia no muy optimista: Habla Rakitin:
«¡Quiera Dios que conserve usted durante mucho tiempo tan agradables convicciones! A mi parecer, Alekséi Nikoláyech, cualquier amor, tanto dichoso como desdichado, se convierte en una verdadera calamidad cuando te entregas a él enteramente… Espere, es posible que todavía llegue a enterarse usted de cómo saben torturar esas delicadas manecitas, con qué cariñoso cuidado desgarran a uno en pequeños pedazos… Espere. Ya se enterará usted de cuánto odio ardiente se oculta bajo el más fogoso de los amores. Usted se acordará de mí cuando, como anhela el enfermo la salud, anhele la paz, la paz más absurda, la más baja y vil, cuando envidie a toda persona despreocupada y libre… Espere, sabrá usted lo que significa pertenecer a unas faldas, lo que significa estar esclavizado, contagiado… y lo vergonzoso y torturante de esa esclavitud».
Con motivo de aquel estreno nació la amistad con la actriz Maria Gabrílovna Sávina, que había representado magistralmente el papel de Vérohka. Turguénev quedó sorprendido de la riqueza de matices que Maria había sabido dar a este personaje secundario; se interesó por la actriz y a las pocas semanas se encontró enamorado de ella, «con ese amor sin esperanzas, amargo, con que se puede amar aún bajo la nieve y el frío de los años, cuando el corazón se vuelve no joven pero si inútil e infructuosamente joven»[111]. La amistad con María fue para el escritor un estímulo vital que se manifiesta en cartas a la actriz en las que le propone viajes, estancias en el extranjero, y la invita insistentemente a ir a Spásskoye. Le hacía comprender sus sentimientos con la discreción lógica de un hombre de sesenta y un años que se dirige a una joven de veinticinco. Abrigó esperanzas de que aquel conocimiento pudiera pasar a algo más, a un cierto grado de intimidad, según se constata en una carta que le dirige en mayo del año 80:
«Me engaño creyendo que pienso en la celebración del aniversario de Pushkin y de pronto me doy cuenta de que mis labios están murmurando “Qué noche podía haber sido… Pero lo que ocurriera después sólo Dios lo sabe”. Y al mismo tiempo viene la certidumbre de que esto jamás se hará verdad y de que un día me iré al país desconocido sin llevar conmigo el recuerdo de algo nunca antes experimentado por mí. Por alguna razón me parece que nunca nos encontraremos más. Antes no tenía seguridad de que usted saliera al extranjero, y aún no la tengo, y yo no iré a San Petersburgo en el invierno. Usted no necesita hacerse reproches, llamándome “su culpa”. ¡Ay!, yo nunca seré su culpa. Y cuando nos encontremos dentro de dos o tres años yo seré un pacífico viejo y usted, al fin, se habrá situado y nada quedará de lo pasado. Esto no la afectará a usted mucho porque usted tiene toda su vida por delante y la mía queda atrás, y aquella hora en el tren, cuando me sentí casi como un joven de veinte años, fue el último parpadeo de la lámpara sagrada. Es difícil incluso explicar qué clase de sentimiento ha despertado usted en mí. ¿Estoy enamorado de usted? No lo sé, en el pasado estas cosas eran diferentes. Este irresistible deseo de fusionarse, de poseer —y de entregarse—, cuando incluso el estímulo de la carne se pierde en una especie de llama radiante; probablemente estoy divagando, pero hubiera sido inmensamente feliz si sólo, si sólo…
»Y ahora, sabiendo que esto no es posible, no podría decir que me siento desgraciado o incluso especialmente triste, pero lamento profundamente que esa noche encantadora se haya perdido para siempre, sin rozarme con sus alas. Estoy triste por mí y me atrevo a añadir que por usted también, pues estoy seguro de que usted no habría olvidado la felicidad que pudo darme».
Pero Sávina obró con gran discreción, resistiendo las veladas proposiciones, siempre consagrada a su vocación teatral, en la que más tarde destacaría por su gran talento.
A los miembros de la familia Viardot trascendió este enamoramiento y Claudie hacía bromas a Turguénev a propósito de la actriz. Él se justifica y en carta desde Rusia le anuncia que todo aquello ha pasado y se refiere a María como si al amor hubiera sucedido un rencor, ya que en aquellas semanas estaba enfadado con ella por no contestar a sus cartas: «Su boca de pez, su nariz vulgar y su voz canalla me hacen olvidar sus ojos, que son bellos y vivos, pero no buenos», y añade en alemán: «Está olvidada y pronto desaparecerá para siempre»[112]. Sin embargo, las fotografías que existen de María Sávina desmienten esta descripción; era muy bella, con una fisonomía simpática y seria y ojos efectivamente muy expresivos. Bien apreciaba todo esto Turguénev, porque dos meses después de dedicarle esos calificativos la invitó a Spásskoye con otros amigos y allí pasó unos días que fueron para él una época de exuberancia afectiva propia del que había dicho a sus amigos franceses: «Mi vida está saturada de feminidad. No hay libro ni nada en el mundo que pueda ocupar el lugar de la mujer». Pero al fin comprendió que era una ilusión irrealizable y que toda aquella exaltación carecía de futuro. En 1882 María estuvo en París para un tratamiento médico y Turguénev la acompañó por la ciudad; ella quedó desagradablemente impresionada de la situación del escritor en casa de los Viardot. Poco después se casaba en segundas nupcias y Turguénev lo aceptó resignadamente y siguió escribiéndose con ella hasta que la enfermedad se lo impidió.
Una observación parecida a la que hizo Sávina, sobre cierto abandono en que estaba Turguénev, fue la de un escritor ruso, Anatoli Koni, que se extrañó de la suciedad que imperaba en las habitaciones que ocupaba el escritor en la casa de la rue Douai. Incluso le faltaban botones en el abrigo, pero de tales deficiencias Turguénev no parecía darse cuenta, como tampoco percibía, en aquella época, o aparentaba no percibir, la decadencia de la voz de Paulina. En las veladas musicales, los invitados, al terminar ella de cantar, aplaudían por cortesía, pero el ruso se mostraba ingenuamente entusiasmado.
Así llegaba el fin de una vida altamente rica y variada que aún hace valorar más sus infinitas facetas humanas y, sin contradecir la impresión inicial de esta breve biografía de una personalidad introvertida y compleja, se impone la aceptación de que su trayectoria fue la propia de un gran escritor, consagrado al constante trabajo creador, a la lectura, a los cambios literarios, al acontecer político, a los contactos con personas de las más distintas clases, de las que a veces era amigo y otras enemigo. Cercado por el gran problema íntimo que marca su existencia, le vemos durante años dedicarse a una intensa vida de relación, con asistencia a actos benéficos, conciertos, reuniones de alta sociedad, citas con amigos de juventud. En 1879 fue nombrado Doctor honoris causa por la Universidad de Oxford. En 1875 creó una biblioteca con libros de su propiedad, que durante muchos años fue en París un centro de estudios rusos. Cuando los nazis ocuparon Francia, en 1940, se llevaron sus fondos a Alemania y allí desaparecieron, y sólo en 1959 volvió a abrirse, con nuevas adquisiciones, conservando el nombre de su fundador.
Desde muy joven sostenía contacto epistolar con numerosos amigos y literatos, tanto rusos como de otras nacionalidades, sin contar el largo epistolario con Paulina Viardot; cartas intrínsecamente literarias, muchas de ellas extensas, llenas de datos y noticias valiosas sobre la vida privada y actividades profesionales. De su número dará idea el que, en la edición de Moscú de 1961-1968 de sus obras completas, éstas comprenden quince tomos, y sólo el epistolario ocupa otros trece. Se calcula que las cartas recuperadas hasta estos años últimos serán aproximadamente unas siete mil, aunque pueden aparecer más.
Turguénev permaneció en Bougival hasta mediados de octubre del año 82 y luego se trasladó a París. Durante este período sólo escribe un relato, Un desesperado, y los últimos poemas en prosa de la segunda serie. Los dos que tienen fecha posterior, noviembre de este año, son los titulados «Ua… ua» y «Mis árboles»: en el primero cuenta cómo en su juventud tuvo la intención de suicidarse pero desistió de hacerlo al oír el llanto de un niño que le reconcilió con la imagen humana, esta vez representada en una pareja de pastores con la criatura en brazos; y en el segundo, Turguénev visita a un amigo enfermo y ambos pasean por una alameda de grandes árboles centenarios a los que aquel anciano llama «mis árboles», como si su breve vida y débil figura le permitieran tener algún poder sobre ellos y equipararse a las descomunales fuerzas de la naturaleza.