Eterna cuna de Nikolái Rubtsov

Marchan los huérfanos a la par de la Historia.

En tardes de hospital, en desfiles de guerras victoriosas, entre incendios o fusilamientos, tras furtivos abandonos, ellos pasan discretos, compungidos, con flores en las manos, con la mirada clavada en el lugar vacío que unas figuras idas jamás han de llenar. Forman legión tras las guerras e inviernos inclementes. Dolor que no podrá evitarse nunca y que empuja la espalda de hombros encogidos a la busca constante del afecto perdido.

También hay huérfanos en los libros rusos y muchos escritores conocidos carecieron de padres y en aquellas páginas en que dejaron constancia de esta ausencia, el lector percibe que es hermano suyo.

Lérmontov con diecisiete años escribió un poema en el que declara su soledad, se siente ajeno a todo: «tras ellos, yo quedé solo, huésped inoportuno en el banquete de la vida»; Ostrovski, el dramaturgo, perdió la madre muy niño y el recuerdo le hizo dar una especial ternura a los papeles femeninos en sus obras; Gorki, fue criado por su abuela, que le enseñó a conocer el nombre de las plantas y le dio la noción de cariño… La lista es larga hasta hoy mismo, cuando el poeta soviético Oleg Chujotsev cuenta cómo se encontró de pronto sentado a la mesa con sus padres que ya no eran de este mundo. Y él les dijo: «¡pero estáis muertos!» y le contestaron «no hables de lo que no sabes». Y después de beber como en un día de fiesta, se levantaron y desaparecieron.

De esta forma los huérfanos lo cuentan, insisten en su único tema; sus palabras, a veces, son monótonas:

Mamá murió. Papá se había ido al frente.

Una vecina mala no me dejaba salir.

Recuerdo vagamente la mañana del entierro,

el pobre paisaje visto por la ventana.

El que esto escribe es Nikolái Rubtsov, un poeta de nuestros días que a los ocho años quedó sin padres. Vivía en un pueblo cerca de la ciudad de Arjánguelsk y allí sintió por primera vez el extraño vacío:

Pero ¿de dónde aparecieron en la habitación

—como del suelo— la penumbra y la humedad?

Hasta que un día todo cambió.

Vinieron unos extraños y me llevaron.

Es el destino fatal del orfelinato; allí siguió estudios. A los dieciséis años pretendió enrolarse como marinero pero no lo consiguió; era pequeño, enjuto, de rostro delicado. Fue admitido como maquinista, y en los primeros poemas juveniles se percibe su amor al mar. A los veintidós años, en 1959, llega a San Petersburgo pero tienen que pasar aún seis hasta que aparece su primer libro de poemas.

Como huérfano intentaría el desesperado consuelo del recuerdo. Más tarde buscó un interlocutor para la conversación que no pudo tener con su madre; cuanto él necesitó decirle y ser escuchado por ella y respondido, aun de esa forma distraída en la cual se percibe la comprensión y la atención; cuanto torpemente, a medias palabras, no le dijo y su respuesta no llegó aunque fue escuchada con devoción porque estaba destinada a informar de manera indeleble sobre el mundo, Rubtsov se lo dijo al paisaje natal. Tras largos ratos de insoportable silencio, de no oír palabra alguna, prestó atención a los ruidos de la materia viva. Acaso fue atraído por el susurro de la nieve llamando a la ventana una noche de invierno; luego, le interesaron los roces de la brisa una tarde de la esperada primavera o el borboteo del suelo harto de agua en las largas lluvias de septiembre.

Un nuevo afecto le rodeó: era una unión inconcebible y desgarradora pero el sosiego vino a ocupar el lugar de la angustia: miró en torno suyo el campo, la tierra oscura en la que crecen y se alimentan miles de brotes tiernos de complicada urdimbre y cada paso fue una evocación materna, personificada a partir de entonces en la diversidad vegetal de la vida del paisaje, en el espacio inmenso ahora lleno, que rodeaba al huérfano.

y el recuerdo vuelve como un pájaro

al nido en que ha nacido.

y en torno a este amor imperecedero

por los pueblos, pinos y bayas de Rusia,

mi vida gira invisible

como la tierra en torno de su eje.

Él es el eje de aquella materia indecible, blanda, olorosa, que le soporta —en ruso se dice mati sirá zemliá, tierra maternal y húmeda— a la que toca y con sus manos ha jugado, de la que parece depender todo: alimento, poder, descanso, resistencia; cuyos leves accidentes probablemente le están dedicados: una corteza encontrada en el deshielo, la lluvia de hojas secas, las hierbas del prado curvadas por la tormenta de verano.

Su primer libro lleva por título La estrella del campo.

La veía parpadear tranquila sobre la colina

en el oro del otoño,

en la plateada extensión invernal.

El huérfano alza sus ojos y busca los de su madre. En la noche de la orfandad, en las tinieblas recelosas, precisa sentir la tranquilidad de que ella está sobre él y le protege, le ampara con su presencia. Entonces las estrellas parpadean como el primer brillo contemplado, lo primero vivo de que tuvo conciencia, la cara de su madre, y se asombra de los destellos, de los puntos de luz que se mueven en sus ojos. Los ojos hablan, salida directa y primordial del alma, de la fuerza del corazón, y el niño escucha esas palabras insonoras pero incomparables y, atentamente, sigue su parpadeo y una tibia sensación de calma le invade y le deja dormido.

No se adormece nunca la estrella del campo,

brilla para todas las almas torturadas

y llega con sus rayos serenos

a las ciudades más lejanas.

Su luz es viva e intensa,

tamizada sólo aquí, por la densa niebla;

seré feliz mientras brille sobre el mundo

la estrella de mi campo.

Una calma que Rubtsov percibió siempre como «tristeza luminosa» unida al recuerdo inevitable:

Tranquilidad de mi patria

Sauces, río, ruiseñores…

Aquí duerme mamá

ida en mis años de niño.

Pero esta persona delicada y esquiva, nostálgica o descontenta en sus poemas, era llevada por un destino inquietador:

Parece que por la espalda un viento me empujara

por toda la tierra, por pueblos y ciudades.

Yo era fuerte pero el viento era más,

no pude echar raíces en ninguna parte.

El huérfano buscó afirmarse, pero no se enraizó; por eso fue el nostálgico poeta de los campos rusos, quizá porque su inmensidad le prometía entrar en contacto con un profundo sueño bajo tierra.

Así que su vida fue breve: no la retenía nada. Aparecieron tres libros suyos como medida de su talento pero no estaba adiestrado en la felicidad y su carácter hosco creó dificultades. A veces su mirada se reconcentraba y callaba: era debido a que en secreta conversación con ella la reconvenía por su abandono. Rubtsov mantuvo un diálogo interior con largas frases a una íntima lejanía que le impedía dirigir sus palabras a los otros y buscar hermanos en la mutua orfandad.

El que había añorado a la madre eligió una mujer que le dio un hijo. Fue niña, a la que llamó Lena y esta niña vino a ser su huérfana:

Le enviaré una muñeca encantadora

como el último cuento que yo escriba

para que la niña, meciéndola,

nunca se sienta sola…

No se sabe qué ausencias se interfirieron en aquella pareja, qué desentendimiento total hubo en las miradas más que en lo pronunciado. Pero quien no aprendió las caricias maternas no sabe cómo consagrarse a ellas y las convierte en heridas que nunca se perdonan. Así debió ser una noche de invierno cuando los cuerpos exigen más un contacto tibio; una noche helada en la que, en torno a la ciudad de Vólogda donde Rubtsov vivía, el paisaje quedó mudo, el río congelado, las hierbas duras como cristal, quietas las nubes. Cabe preguntarse qué imposible amor era posible con aquella mujer, quién era ésta, de qué abismos uterinos surgía; acaso era un espectro que había separado las deshechas tablas que la cubrían y llegaba a tomar en sus manos su única pertenencia. Ella, una muchacha apenas, una poetisa de voz sutil, quizá con olor a podrida madera de féretro, ciñó con sus dedos la garganta de él, y apretó tenazmente, de tal manera que contuvo su aliento y al igual que una mujer se lo dio hacía treinta y cinco años, ella detuvo en sus labios el soplo de la vida.

Y así llegó su muerte; llegó la muerte de brillantes ojos, le acogió en sus brazos, le envolvió en pañales y le ajustó un gorrito, le cantó una nana, en sus labios puso el gusto dulce de la primera leche y cuando estuvo dormido, le dejó suavemente, le dejó caer, rígido, en su cuna de tierra.