Padres e hijos
En un tétrico capítulo de la vieja Rusia dos figuras se contemplan frente a frente. Dos figuras que han vertido sobre los ánimos tanta amarga clarividencia como sufrimientos los hielos o las hambres. Son estos personajes, un hombre sentado en lujoso sillón mirando fijamente a un joven pálido y enfermizo que está ante él, de pie, con los ojos bajos. Se encuentran en una sala con frío pavimento de losas blanco y negro, en la que hay una mesa cubierta de un tapete tras la que se ve la chimenea apagada.
Son los dos protagonistas de un cuadro del pintor ruso Nikolái Gue, que representa la entrevista final entre Pedro I y su hijo Alejo tras la cual éste, acusado de traición, fue al tormento y a la muerte.
Muchos hijos han contemplado este famoso cuadro y han percibido que ellos eran un Alejo tembloroso ante el padre autoritario que representaba en el seno de la familia al autócrata, al poder unipersonal del zarismo. Este padre es un personaje literario ruso en la extensa serie de injusticias cuya denuncia los escritores consideraron estaban obligados a hacer.
Desde muy antiguo había una dramática tradición de autoritarismo del padre de familia sobre hijos y esposa, costumbres medievales que en el siglo XVI quedan codificadas en el tratado que un monje escribió —el libro Domostrói— para dar consejos prácticos al cabeza de familia sobre la organización del hogar. Y acerca del comportamiento que debe tenerse con los hijos, dice lo siguiente: «Si quieres a tu hijo, dale golpes; te alegrarás más tarde […] No rías ni juegues con él pues si tú eres débil en las cosas pequeñas, lo sufrirás en las grandes. No les des libertad en su juventud, rompe su corazón mientras crece cuando no te obedezca porque si no, tendrás problemas, sufrimientos, daños en tu casa, pérdidas en tus bienes, desprecio de tus vecinos y la burla de tus enemigos».
Al autor de este libro, el monje Silvestre, podría atribuirse el golpe con el que Iván IV el Terrible mató a su hijo de un bastonazo, tras una discusión.
Otros hijos que soportaron una educación coactiva, tienden la mano hacia el estante de los libros rusos y buscan allí el espejo de su sufrimiento, acaso a nadie comunicado porque el proceder de los padres ha sido sacrosanto. Pero también los que gozaron de una infancia feliz y no tuvieron reproches que hacer, pueden encontrar en otros autores la descripción amable de sus primeros años.
Con la conciencia de libertad llegada con el siglo XIX, ciertos escritores se atrevieron a hacer suya la defensa de estos hijos, aunque ya en 1782 Fonvizin hizo una crítica de los prejuicios de la mala educación de unos padres ambiciosos en su comedia El ignorante. Una galería de hijos justamente rebeldes —decididos unos, sometidos otros— dan su ejemplo en esa biblioteca rusa y su actitud tiene lugar incluso en fechas anteriores a las que en Occidente se hicieron vigentes tales rebeldías.
Las muchachas creadas por el dramaturgo Aleksandr Ostrovski, que escribió a partir de 1850, son las mismas hijas de familia burguesa que en la década de 1870 se independizaban y frecuentaban las escuelas o marchaban al extranjero a seguir cursos en universidades: la protagonista de Corazón ardiente, que resiste la coacción del ambiente doméstico, o Katerina, de La tormenta, que huye del hogar marital —«ir a casa es lo mismo que entrar en una tumba»— y acaba suicidándose. En esta obra, el joven marido de Katerina, pese a su pasividad, grita a su madre la acusación realmente audaz, de que ella es la culpable, como suegra, de la desgracia que con la muerte de la muchacha ha caído sobre todos. En este caso, la suegra, como la madre o el padre, ejerce una autoridad destructora, tema predilecto de Ostrovski: el enfrentamiento de hijos con padres egoístas y enemigos de cualquier libertad, como en el drama Hace falta suerte para que triunfe la verdad o El corazón no es una piedra. Muchachas tan modernas que Larisa, en La sin dote, se adelanta un siglo a la expresión hoy habitual, y se reconoce cosificada por la carencia de libertad: «Yo soy un objeto y no una persona […] Por fin he encontrado la palabra que me define», grita desesperada. También Vera Pávlovna, de la novela ¿Qué hacer?, de Chernishevski, logra su liberación escapando de las limitaciones impuestas por sus padres y conquistando el derecho al amor sin trabas convencionales.
Iván Turguénev, en su célebre novela Padres e hijos, al plantear el choque entre dos generaciones —los viejos nobles y los hijos estudiantes de ciencias naturales, positivistas y materialistas— no exagera la fricción entre ambos. Los discursos comedidos, las caras de descontento son las muestras de esta fractura que en general tuvo caracteres más trágicos y terminantes. Mas para este escritor, el rebelde es un descontento, un necesitado de afecto, un aspirante al amor y, a veces, un pedante. Así que prefirió trazar personajes de comportamiento sereno aunque atormentados pero nunca violentos y en sus obras aparecen padres egoístas pues así lo fue su madre, Varvara Petrovna, una verdadera tirana sobre siervos, criados y sus propios hijos, tal como la describió en el cuento Mumú, un ama que ordena matar al perrito del portero, única compañía que tiene por ser subnormal, en razón de que le molestan sus ladridos. O se recordará también al padre altivo e indiferente de Primer amor, en cuyas páginas hay un bello análisis de la herida que en el ánimo de un adolescente produce tal actitud, junto a una madre insegura y temerosa. Nunca las madres de Turguénev son tiernas; cruzan por sus novelas adustas o airadas.
Con estos precedentes, la novela La madre de Maksim Gorki fue una verdadera innovación en el concepto de la madre tradicional, ser pasivo y gris: aparece una madre que ayuda a su hijo en las tareas revolucionarias y al ser éste detenido, le sustituye en el trabajo de agitación.
Sin embargo, otros autores describieron la familia con tintas plácidas exentas de toda crueldad, como Serguéi Aksákov en su Años de infancia del nieto Bagróv o el conde Lev Tolstoi en su trilogía Infancia, adolescencia, juventud, con padres en armonía y comprensión, en sosegados ambientes de bienestar. «Feliz época la de la infancia, época que nunca ha de volver», dice.
Pero las costumbres del autoritarismo se conservaron tanto tiempo que Leonid Andréyev, bien entrado ya nuestro siglo, describe en el protagonista de Sashka Zheguliov a un jovencito víctima de la falta de afecto del padre, un militar enérgico que un día, en un desfile, quiso subir al niño a su caballo pero Sashka se asustó y se negó, y el padre le llamó cobarde. Pasaron años y esta vejación no la olvidaría: una noche «ya dormido, Sashka soñó que renegaba de su padre» y para liberarse de aquella ofensa se lanzó a la lucha contra el poder establecido, personificación del autor de sus días.
Del enfrentamiento con el padre, del resentimiento que mueve a los hijos cuando aquél ha sido cruel, fue su intérprete más documental Fiódor Dostoyevski. Los hermanos Karamazov tienen como tema de su argumento el simbólico impulso de matar al padre, dando un sentido mítico, y acaso autobiográfico, a este oscuro instinto. En un momento del juicio que se celebra por la muerte del viejo Karamázov, su hijo Iván grita, refiriéndose al público que llena la sala del tribunal: «¿Quién no desea la muerte de su padre?… Matan al padre y luego fingen asustarse… Todos desean la muerte del padre. Un insecto se come a otro insecto».
Durante muchos años imperó la creencia de que Dostoyevski estuvo obsesionado por la idea de la muerte del padre, pues al parecer el suyo murió de forma violenta, según declaraciones de un hijo suyo y según el libro de recuerdos Vida de Dostoyevski, de Liubov Dostoyevski, la hija del novelista que afirmó este triste final. Cuenta que el abuelo Mijaíl era severo pero nunca maltrató a sus hijos, a los que daba lecciones de latín. Incluso en ideas era más avanzado que los de su clase y llevó a sus hijos a la costosa academia Chermak porque en los centros oficiales de enseñanza los castigos físicos eran terribles. En las fiestas hogareñas, los niños recitaban poemas ante la madre y sólo al morir ésta fue cuando el doctor Dostoyevski se dio a la bebida, se hizo avaro y cruel. El doctor vivía en su pequeña posesión, en el campo, y los aldeanos le temían, un día apareció muerto en el coche, al parecer ahogado con los cojines del asiento.
En este supuesto asesinato se basó Freud para escribir, en 1928, su ensayo Dostoyevski y el parricidio con el que intentó explicar el sentimiento de culpabilidad latente en el novelista. Interpretó que los ataques de epilepsia eran el trauma originado por su deseo profundo de que el padre muriese. Freud dice: «Perdura en Dostoyevski el odio al padre, su deseo de muerte contra aquel padre cruel». Y por haber interiorizado esa tendencia, fue un escritor que repetidamente describió personajes culpables. Se ha querido ver en Iván Karamázov al mismo Dostoyevski en sus veinte años, como ciertos personajes de la novela recuerdan a los hermanos de Dostoyevski: el mayor, Mijaíl, era alcohólico y Nikolái, el pequeño, fue incapaz de realizar ningún trabajo.
Desde el ensayo de Freud y el libro de Liubov, la opinión generalizada admitía la muerte violenta del padre, pero un estudioso soviético, Guennadi Fiódorov, reveló en 1975 sus investigaciones sobre este episodio y afirmó que Mijaíl Dostoyevski no fue asesinado sino que murió de apoplejía, testimoniada por dos médicos y en dos juicios que se celebraron para aclarar su muerte. Añade este investigador que no fue un padre cruel ni bebedor sino un médico eficiente y sensato.
Si fuera cierto el odio de Dostoyevski a su padre se comprende la conmoción que debió sufrir al unirse a un grupo de intelectuales rebeldes contra el zar-padre y ser descubiertos. Condenados a muerte, Dostoyevski sentiría aún más humillante su agresividad cuando en el último momento los hijos díscolos fueron indultados por el zar, aunque enviados a trabajos forzados. No es extraño que Dostoyevski volviera de la deportación con la conciencia de que debía agradecer este gesto magnánimo del poder patriarcal y por ello hizo suyas las ideas más reaccionarias hasta el punto de que Freud dice: «no quiso ser un maestro y un libertador de la humanidad y se situó al lado de los carceleros. El porvenir cultural de la humanidad tendrá muy poco que agradecerle».
El hijo culpabilizado absorbe la figura odiada y su agresividad se vuelve contra sí y se convierte en padre y, aun detestándose, reafirma la autoridad paterna y la defiende. Por esta ley psicológica que perpetúa los errores humanos, vemos a los hijos convertidos en padres: lo que a ellos les hicieron, lo aplicarán a los suyos; haber sufrido no les aconsejará no hacer sufrir sino que, en cuanto son padres, serán tiránicos y castigarán su propia carne como arrastrados por fatal tradición.
Los hijos, al no poder escapar a la voluntad que se les impone, se tornan pasivos como los tristes hermanos del drama de Gorki Los pequeño-burgueses, de 1902, Piotr y Tatiana, cuyas perspectivas e ilusiones son ahogadas por la represión de su padre, Bessemiónov, el comerciante símbolo del egoísmo. Solamente un ahijado de éste, Nils, que es metalúrgico, se rebela y escapa a la tiranía como una propuesta de futuro, pero estos rebeldes, prematuros para su época, son maltratados por la realidad de una sociedad cerrada, como el joven protagonista de Mi vida, novela de Antón Chéjov, víctima de ese paso audaz hacia la emancipación. He aquí por qué la figura fláccida y temerosa de Alejo en el cuadro de Gue, acorralado por las palabras de Pedro, descubre en su torva mirada al traidor: como única forma de rebeldía había huido de Rusia y había intrigado para destronar a su padre, y destronar es una forma de matar a un monarca.
Ojos recelosos y prevenidos se alzan hacia la figura ecuestre de Pedro I que está en la plaza del Senado, en San Petersburgo: estatua de bronce de caballero altivo, de gesto dominante. Sobre su caballo encabritado señala algo con la mano derecha y todo su ademán está compuesto para producir el temor y respeto necesario al padre amenazador. Pedro I está allí como símbolo de un poder ilimitado, pero la historia monumental de la ciudad descubre que si toda la figura fue modelada por un gran escultor francés, Étienne Maurice Falconet, la cabeza airada fue obra de una joven, Marie Collot, cuñada del escultor, el cual se la encomendó para estimularla así en su vocación, y el que manos femeninas trazasen el gesto varonil, y que su bigotillo y las crenchas fueran hechos por una mujer, pone al monarca en manos enemigas, recibiendo prestado su gesto altanero, y hasta su corona de laurel parece un adorno irrisorio que le colocó la muchacha francesa, vengando así a cuantos le contemplaron con recelo y tristes recuerdos imborrables.