Bosque sombrío

El caminante tiene ante sí un alto muro verde allí donde terminan los prados o baldíos: un muro verde y pardo, oscuro y rumoroso según el viento de otoño roce las altas ramas de robles, sauces y abedules. Se detiene ante esta barrera y como reflejada vuelve su mirada hacia sí mismo, hacia la espesura de su dominio interior que innominadas tendencias agitan y conmueven: una zozobra recorre la fronda íntima y en esa visión el caminante se reconoce en su dispar, sustancial complejidad.

Y se siente hermanado con el bosque de espesura densa y un día se asombra de estar sumergido en una naturaleza irreducible, en el centro de un círculo de enigmas que testimonian que su alma no es única, pura y coherente sino varias a un tiempo, cambiantes y movedizas como fantasmas recubiertos de disfraces.

El pueblo ruso ha creado un proverbio: «El alma ajena son tinieblas» que hará desistir a quien intente entrar en los secretos de los demás, ya que el alma humana parece huir ante toda indagación, por lo que el príncipe Mishkin —de El idiota de Dostoyevski— exclama: «¿Por qué no podemos nunca saberlo todo de otro?». Y el hombre en parte será irreconocible para sus semejantes y preservará una zona, un pozo de mina desconocido de todos. Porque es evidente una decisión de silencio, de ocultarse tras los tupidos matorrales, los troncos próximos ornados de musgo, bajo las vencidas ramas de los abetos. El poeta Fiódor Tiútchev —del que dijo Aleksandr Blok que era «el alma más nocturna de la literatura rusa»— lo propone tácitamente en su famoso poema «Silentium».

Calla, esconde y guarda

los sentimientos y los sueños.

En el fondo del alma

amanecen y anochecerán

igual a la estrella que vive en la noche.

Ámalos y calla.

¿Cómo expresarse con el corazón?

¿Podrá otro comprenderte?

El pensamiento comunicado es falso

si cavas, alterarás las fuentes

nútrete de ellas y calla.

Vivir sólo en sí mismo es sensato

en tu alma hay todo un mundo

de pensamientos secretos y mágicos,

les ahoga el fragor de fuera,

la luz del día les ciega.

Escucha su canción y calla.

Esa alma ajena y enigmática nos ha sorprendido muchas veces leyendo a los maestros rusos y, tras el asombro, llegaba la comprensión de que era idéntica a la nuestra, más parecida cuanto más se la profundiza. Los escritores han ahondado en tan extrañas áreas y tan hondos pliegues y sinuosidades como caracterizan la interiorización típica eslava.

Fiódor Dostoyevski se complace en la torturante razón de la culpa de pecado que sus personajes han cometido o desean cometer; Iván Turguénev a sus figuras discretas de sentimientos tiernos y mesurados, les hace seguir rumbos alejados de la tensión pero no obstante creó una frase que repitió en varias obras y que revela su asombro ante la complicada anatomía de la conciencia: «El alma ajena es un bosque sombrío»; Artsibáshev, un escritor de segundo orden, hoy casi olvidado, describe la compulsión erótica de los jóvenes en un tiempo convulso; su contemporáneo Leonid Andréyev en sus cuentos imprime la huella del espanto en las almas débiles… Casi todos los autores rusos han dedicado su atención a las incidencias de la vida mental y de los sentimientos. Incluso en escritores que narran costumbres o hechos concretos, se percibe una propensión a estudiar la psicología de quien ofrece su trémula interioridad a la mirada atenta.

Pero aun hoy ese mundo acotado sigue inquietando y los novelistas soviéticos, entre los datos de la construcción del socialismo o de la guerra, se complacen en describir unos ojos que ocultan un sentir o una pasión contenida, en Nikolái Ostrovski, Bábel, Fedin, Leónov o en los planteamientos claramente psicológicos de Veniamín Kaverin. Incluso el más reciente narrador, Valentín Rasputin, acaricia los complicados mecanismos mentales, a veces contradictorios, simultáneos, con la doble efigie de toda moneda de gran valor. Ya hace años en un poema suyo, Tiútchev fue consciente de esta duplicidad del corazón: «oh, cómo palpitas en el umbral de una doble esencia». Un decepcionante desafío de comprensión nos plantea la vida rara y la obra bellísima de un poeta que deja sin respuesta este reto de cómo en un cuerpo conviven dos almas irreconciliables. Afanasi Afanásievich Fet, poeta lírico que murió en Moscú en 1892, es una encrucijada de contradicción, de dudosas interpretaciones. De muchacho era expansivo pero pronto se hizo reservado y la opacidad de este cambio no admite aclaración si no fuera por haber utilizado un doble nombre. Fet era su apellido materno pues casado su padre por la iglesia luterana con una alemana no fue reconocido el matrimonio por la ortodoxa y al niño se le consideró hijo natural. Esta dualidad de nombre, y por tanto de personalidad, la sobrellevó toda la vida y sólo a los cincuenta y seis años le fue autorizado usar el apellido paterno Shenshín.

Sirvió quince años en regimientos de caballería y en todo este tiempo no logró los ascensos lógicos. Se casó por interés y al pedir la excedencia se consagró a administrar su hacienda con los procedimientos de la avaricia más mezquina. Fue un administrador duro, exigente, repasando cifras con los contables, calculando ganancias que procedían del trabajo ajeno, de sus siervos que era tanto como decir esclavos.

Pero aquel terrateniente que escribió artículos antijudíos en un periódico reaccionario, que contaba fajos de billetes con sus dedos ágiles, era a la vez un poeta notable, autor de una obra magnífica.

Los primeros poemas que publicó pasaron desapercibidos pero dos años más tarde, en 1842, causó asombro un volumen de poemas románticos dedicados a la naturaleza y al amor. Algunos aún hoy son recitados por los rusos, «Serena noche de estío» o «El sauce frondoso».

Sin duda el doble nombre influyó en la formación de dos sensibilidades, de dos sistemas mentales diferentes, opuestos. Para él era algo natural, nada extraño terminada una valoración de inventarios o balances salía fuera, a la sinfonía de la noche primaveral y se estremecía ante el esplendor del firmamento, el lenguaje misterioso de los árboles y la naturaleza bajo la inquietante luz lunar.

A su conciencia ascendía el inconcebible poeta que sólo poseyendo órganos sensibles y vibrátiles podía recibir los mensajes imperceptibles de un mundo que es hermético para la mayoría. Y absorbía lo circundante como un sustento de sus poemas: el hechizo de las estaciones, los múltiples matices de la vida vegetal entraban en aquella conciencia que poco antes discutía pagos y sumaba intereses. Sin esfuerzo, sin que trasluciera ningún combate interior de una fuerza enfrentada a la otra —la primaria avaricia y la pasión poética— Fet escribía magistrales poemas que le hicieron famoso. Guardó silencio veinte años y de 1883 a 1891 dio cuatro volúmenes, Luces de la tarde, donde estaba la perfección de una poesía pura, ni descriptiva ni social ni sentimental como era la de su época, sino una objetiva contemplación del universo saturado de belleza. A un período que llamaremos simbolista —«La golondrina», «La muerte»— sucedió la fase final, metafísica por su sentido panteísta al considerar el mundo de la naturaleza como manifestación del misterio divino; y así hermanó «el oscuro delirio del alma y el vago perfume de la hierba». Una música de emoción y de asociaciones a tal extremo que su poema «Murmullo, tímido aliento» no lleva un solo verbo.

Ninguno de sus contemporáneos comprendió la dualidad de Fet y esa incógnita llega hasta nuestros días cuando sabemos que su vida civil fue vulgar, sujeta a los prejuicios y a su posición en la sociedad, a la que respetaba. Mas un día, por una carta de su madre, supo que era de origen judío, precisamente él que había sido antisemita, y este descubrimiento le debió hacer sufrir tanto —en Rusia en aquellos años la minoría judía soportaba serias persecuciones— que pidió que esta carta, cuando muriese, la pusieran en su féretro. Y así se hizo, salvo que años después se abrió la tumba para rescatar este documento revelador.

En sus poemas hay rastros de sufrimientos y zonas íntimas. Uno está dedicado a una persona que arde: fue una amante suya que se prendió fuego a la ropa. Otro poema, titulado «Secreto», sugiere la presencia en una casa de un desconocido que pervierte a una niña, a la que después, en forma fantasmal, sigue visitando, invisible para todos menos para ella… y el poema está escrito en primera persona. Si los poetas simbolistas le reconocieron como un preclaro precursor es porque su poesía está impregnada de angustia.

Acaso la dualidad de Fet no debería extrañar: refleja la esencia dual de nuestro mundo, incluso la del arte, que también lleva en sí una falsedad, porque copia la realidad y la presenta como realidad auténtica. Pero lo cierto es que Fet se alza inquietante en las letras rusas y da testimonio de que el alma es un profundo bosque sombrío.