Lengua rusa
No bien queda fijada en la hoja blanca la palabra que traza la escritura, ésta se transforma en una forma viva y a las letras así dibujadas, a su línea sutil y sinuosa, pasa la tensión del ánimo que las formula, y todas las pasiones, ensueños y quimeras descienden hasta las yemas de los dedos y en la personal caligrafía se condensan. Quien escribe con vehemencia deposita en la letra una parte de ella, cual todo sentimiento contenido que con la tinta se mezcla y así queda sujeta a la hoja de papel, a la nota, a la correspondencia, y cuando unos ojos vuelven a leerla ponen en libertad esa emoción latente que se difunde igual al resplandor de una casa incendiada que proyecta largas sombras impensadas.
Y así es el singular destino de cuanto fue escrito. Una lengua no muere ni envejece por quedar encerrada en el estuche de una encuadernación o prendida en amarillas páginas dejadas en olvido. Como un impulso soterrado, inmaterial, auténtica esencia del espíritu, sobrevive al abandono y a las persecuciones, y cuando pasa de unos a otros se enriquece o se empobrece, mas conservando siempre la fina trama del razonamiento. Una palabra escrita pervive y estremece aun retenida por milenios, aprisionada en los signos de incomprensibles alfabetos.
Un escritor ruso cierto día sintió la herida de ir envejeciendo: es cuando el pensamiento retrocede y regresa por recónditos caminos hacia el origen de la biografía, y allí encontró sus comienzos, tartamudeo infantil de la lengua que él usaba para escribir sus libros año tras otro. Y no sólo sintió nostalgia de aquel aprendizaje del idioma sino inquietud por su tierra, atribulada entonces por hechos luctuosos, y cuando el alma está de luto se habla a sí misma, en monólogo que puede ser un poema.
Dolorosos acontecimientos en los que se oían órdenes y disparos y pasos precipitados en campos o calles solitarias, en que un grito desesperado era ahogado por duras rejas y puertas aceradas y muros de piedra tapizados de humedad verdosa. Y este dolor, sufrido por jóvenes que decididos iban al sacrificio, incrementaba en el escritor su zozobra al comprobar la inútil gestión del pensamiento.
Entonces, en su casa de París, aunque aislado de aquellos colectivos sufrimientos que no obstante vivía como suyos y que polarizaban su meditación, cogió la pluma y se dijo a sí mismo:
En los días de duda, en los días de penosas cavilaciones,
pero éstas no eran sólo por unos meros sucesos sino porque se estaba prefigurando el futuro lentamente, lo que sería el devenir del viejo imperio ruso pues a tal hecho gigantesco contribuía el acto más insignificante, más pequeño. Sí, era el destino de todo un país que iba a ser arrastrado por el error a los horrores, y a continuación escribió:
sobre los destinos de mi patria…
y en la soledad de su habitación de trabajo sintió crecer la angustia conocida, y al buscar un consuelo de las preocupaciones, se murmuró en tono confidente:
mi único sostén y apoyo eres tú
y buscó el consuelo como un contacto nacarado en una herida y sólo esta evocación breve le hizo compañía, tan imprescindible en momentos en que teniendo todo, se sentía abandonado de la suerte, pero ante sí vio a quien podía llamar su constante compañera, entidad concreta, presencia fiel, alzada en la soledad esencial del creador y reconoció quién era:
oh, grande, poderosa, veraz y libre lengua rusa
porque gracias a su rica arquitectura él era un escritor, y ella representaba el instrumento de su inteligencia, el artificio de la pugna diaria para contar aquello que necesitaba dejar en libertad, con veracidad, con magnificencia, decir a los otros lo que sabía de sí y de la ardua, difícil tarea del existir.
El lenitivo de su desconsuelo era salvarse de la incertidumbre y, muy consciente, su pluma escribió:
Si no fuera por ti…,
pues sentía que como escritor, dependía de ella:
¿cómo no caer en la desesperación
la que tantas veces le había amenazado en forma de bruja negra, de enfermedad, de falta de dinero o por las decepciones de la historia patria,
viendo todo lo que sucede en casa?
Pero se sintió ruso a pesar de que entonces ser verdadero ruso era humillante, estar acosado, sometido, o ser cómplice de toda esclavitud, pero sobre el oprobio impuesto por la tiranía, él se identificaba con una esencia vital que florecía allí en los sentimientos contradictorios que condescienden hasta el perdón, hasta la pereza, en caracteres pacíficos e impenetrables, en una exaltación que acaso alcanza la crueldad pero que da grandeza a las pasiones o las transforma en mirada compasiva, y de tales gentes que atravesaban calles embarradas o caminaban por bosques oyendo el cuclillo de primavera, o trabajaban en un ancho río aserrando madera o en un trigal, y a lo lejos miran las columnas de humo sobre una aldea, Iván Turguénev no pudo tener duda y terminó:
Imposible es creer que lengua semejante no le haya sido dada a un gran pueblo.
Un pueblo crece en una tierra y ésta queda impregnada de cuanto allí se dio y fue esparcido por el viento. A cada momento del día se le dan palabras y cada palmo de suelo recibe su palabra adecuada y la gran extensión que rodea al que habla es comprendida y explicada con palabras, aunque no se pronuncien, pensadas.
Iván Turguénev escribió este poema en prosa meses antes de enmudecer para siempre, mas otro escritor ruso, Konstantín Paustovski, concretó una nueva sugerencia, la que hermana sigilosamente la lengua y el paisaje, posibilidad luminosa de que la lengua forme unidad con los campos y la riqueza física de una geografía y así lo escribe: «La plasticidad y belleza de la lengua rusa tiene relación misteriosa con la naturaleza, con el murmullo de las fuentes, el canto de las grullas, el cielo al atardecer, la niebla y el juego de las hojas en otoño». Esta contemplación serena, melancólica, es la del que ha pisado despacio los campos murmurando palabras que de alguna forma se convertían en arbustos, en tierra oscura, en hierba dorada y volvían a él suscitándole imágenes internas del paisaje que ante sí tenía, en el que maduraba su sensibilidad, su inteligencia. El que ha estado mucho tiempo en exilio o destierro, hablando con esfuerzo largos meses un idioma imperfecto, descubre la fluidez del lenguaje natal y esa conciencia de su perfección brota espontáneamente. Tal era el caso de Turguénev, no obstante hablar con facilidad lenguas europeas por su larga estancia en Occidente. Mas una lengua extranjera puede ser amada y aun necesitada y entonces la lenta adquisición de sus vocablos es un triunfo y cada día acerca a una conquista que llena de orgullo, de confianza, de posibilidades de hacerse comprender, que es el primer paso para ser amados.
Su lengua era la de Pushkin, la de Gógol, la de Chéjov, lengua rusa que atrae como un enigma, difícil como amante desdeñosa, indiferente al largo, perseverante estudio. Poco a poco entregas tus secretos pero haces desear tu condescendencia y el seducido por pequeños dones entrevé la belleza de conquistar tu todo. Pero siempre reservas zonas inasequibles que escapan al que ha quemado sus ojos en contemplarte, siguiendo tus alfabéticos perfiles, murmurando vocablos ignorados, frases rotas por el desánimo como entrecortado lenguaje de solícito amor insatisfecho.
Te oigo musitada en la imperceptible tristeza, en la amistad, en la calle vacía junto al canal Fontanka, en el umbral de una casita de madera, en los ojos de una mujer ilusionada, y siempre entre copos de nieve silenciosa que no te hacen callar.
Háblame lengua rusa: te escucho en el fluir de los anchos ríos. En la blanca corteza de los abedules, yo leeré tus palabras.