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Gran parte de los argumentos de Iván Turguénev no son más que la crónica de un fracaso vital cuyas consecuencias se arrastran largos años como una grave culpa. Así es Nido de nobles, probablemente la novela más densa de toda su producción, con enmascaradas alusiones autobiográficas, igual que si se hubiera propuesto dejar constancia, en escritura cifrada, de una irremediable frustración.

La tesis explícita de Nido de nobles es que una vida triste y dificultosa le está reservada a quien en la infancia no recibió la adecuada educación para la convivencia… Con una intuición excepcional para su época, Turguénev desplaza a los años de adulto del protagonista los impulsos desintegradores de una niñez conflictiva. Los resultados de esa defectuosa formación son tan visibles en los actos de la madurez, que llega a suscitarse en el lector la noción de cierto determinismo, el mismo que es posible adivinar en la esencia de muchas opiniones de Turguénev sobre la dudosa libertad del comportamiento humano.

Esta bellísima novela, que tiene pasajes de sorprendente sensibilidad, trasluce una serena reflexión sobre la fugacidad de las ilusiones. Su lectura puede emocionar, y no negativamente, a ciertos lectores, entre ellos al escritor inglés Ford Madox Ford, que en sus Portraits from Life lo confiesa:

«… desde mi infancia estuve convencido de que este libro era el libro más bello que se había escrito, y yo estaba, y así era, traspasado por una especie de admiración extasiada, que nunca me abandonó, ante aquel Maestro. De forma que hoy, tras cincuenta años, su imagen es, más que nunca, algo luminoso para mí».

Igualmente, quien escribe este ensayo sintió al leer Nido de nobles una conmoción indefinible y difícil de justificar, porque en la obra nada había con que pudiera identificarse un muchacho de trece años, edad que yo tenía cuando leí a Turguénev por vez primera.

Llegó a mí de una forma extraña, como suelen llegar, imprevistos, los componentes de nuestro destino. Yo vivía en un barrio extremo, en una casita alrededor de la cual había un breve jardín. Una mañana vi que por debajo de la puerta de la verja alguien había echado un folleto de impresión mala y basto papel, que resultó ser promoción de una editorial. Con la lógica curiosidad, empecé a leerlo: era una novela cuyo título, Nido de nobles, y el autor, Iván Turguénev, no me decían nada, pero aquellas páginas —era el primer libro de adultos que yo leía— atrajeron mi atención y pude comprender emocionalmente sus situaciones y personajes. Me encantó la descripción lírica de los paisajes y la ternura de ciertos caracteres, la relación sutil de los protagonistas, el secreto de los orígenes familiares, quizá, la aceptación resignada de los sinsabores, de los que no se salva un niño. También aquel fascículo que yo leía comunicaba una leve tristeza por las vidas no realizadas y por la decepción de los inestables afectos.

Es una obra en la que predomina una especial emotividad que un contemporáneo suyo, Saltikov-Shchedrín, calificó de «poesía luminosa», con «imágenes transparentes», porque fue creada en un estado de ánimo de evocación y nostalgia.

Como hemos dicho, fue concebida en 1856, antes de salir de Rusia, pero Turguénev destruyó el primer manuscrito y solamente en la tranquilidad de Roma, a principios del 58, comenzó de nuevo a escribirla, a la vez que terminaba Asia. Durante todo aquel verano trabaja en Nido de nobles y le da fin en Spásskoye, en el mes de octubre. Apareció en el número de enero siguiente de la revista El Contemporáneo y el éxito superó al de todas sus obras anteriores. Fue traducida al francés, publicada en la Revue Contemporaine y en la colección Hetzel, muy difundida, y tuvo gran aceptación. En esta edición, como después ha pasado en bastantes traducciones españolas, no se incluyó el capítulo XXV por considerarlo de escaso interés para lectores no rusos; y en cierta medida se justificaba haberlo suprimido por tratarse de un diálogo sobre las perspectivas de la generación de 1840 que no añade nada fundamental al argumento[71]. Tampoco estas traducciones, e incluso las ediciones en ruso, reproducen el epígrafe que el autor puso a la novela cuando apareció en El Contemporáneo. Acaso movería a prescindir de él su enigmático sentido: «Para lo que el alma nació, eso también lo dirá Dios (Kirsha Danílov, Canción del príncipe Repnín)». Esta frase, tomada de una vieja crónica rusa, impregna la novela con la noción de la fatalidad; anuncia oscuramente que lo que allí va a suceder no se produce por el azar o por exclusiva voluntad de los personajes, sino por un inalterable destino prefijado. Fatalismo que es uno de los matices psicológicos más peculiares de Turguénev y toda su obra podría ser estudiada en función de la evidencia de que «siempre ocurre lo que debe ocurrir», frase que se repite, sin más aclaración de su sentido, en la comedia Por hilar muy delgado.

Nido de nobles, trazada según los cánones del típico realismo decimonónico, es una novela que carece de fantasía: sus tipos son seres corrientes, humanos, y el paisaje social donde se mueven es la rigurosa descripción de la sociedad rusa de mediados del XIX. Refleja los problemas e ideas de la clase a la que pertenecía el autor, con una técnica cuidada que muestra el lento trabajo de una mano magistral. Como en todas sus obras, no encontramos complicaciones argumentales y en sus líneas básicas tampoco hay novedades. Lavretski, un joven inexperto y huérfano, dueño de cierta fortuna, llega a Moscú para seguir estudios universitarios; allí, en el teatro, conoce a una muchacha, hija de un general retirado, de la que se enamora ciegamente. Varvara es una mujercita encantadora, que no pierde de vista la fortuna del pretendiente «durante todo el tiempo en que el joven le hizo la corte e incluso en el instante en que se le declaraba».

Ya casados, se instalan en París y ella en poco tiempo sabe atraer a sus salones a la buena sociedad parisiense, mientras que el marido se dedica a completar su formación cultural. Cierto día descubre en el gabinete de su mujer un billete amoroso por el que comprende que le es infiel. Se separa de ella, marcha a Italia y después regresa a Rusia, a la casa de sus mayores, en el campo. A veinticinco verstas vive una prima suya con la que hace amistad. Su hija, Liza, es una joven que parece dispuesta a casarse con un funcionario que su madre le ha destinado. Lavretski se enamora de esta muchacha que le compadece por su vida truncada. En el primer momento ella le rechaza; tiene miedo de él o de la imagen de la mujer ausente. Inesperadamente, una noticia en un periódico cogido al azar anuncia a Lavretski el fallecimiento de Varvara. Lleva el diario a Liza y le dice: «Lea usted en este periódico lo señalado con lápiz».

El obstáculo ha desaparecido. Lavretski le confiesa una noche en el jardín que la quiere y en ambos crece el presentimiento de algo venturoso que ninguno de los dos conoce bien. Pero al volver un día a su casa, él encuentra allí a su mujer, que se ha presentado de improviso, con una niña que parece ser hija de Lavretski: la noticia que le hizo considerarse libre era falsa y todos sus proyectos se hunden. Liza se recluye en un convento y Lavretski envejece en el suave recuerdo del amor apenas entrevisto, contemplando a los jóvenes que reemplazan a los viejos en la continua renovación de la vida.

El amor que polariza la novela es un amor frustrado, imposible de alcanzar, y a su aura melancólica se une un vago sentimiento de culpa, de haber cometido un error, acaso amar confiadamente a alguien que no lo merecía. Lo que dice Lavretski en el capítulo XXIV («¿Por qué me casé con ella? Era joven entonces e inexperto; me equivoqué, me dejé llevar de una buena apariencia. Yo no sabía de mujeres, no sabía de nada») o en el capítulo XXIX («Usted no puede comprender lo que un muchacho joven, sin experiencia, educado de una manera monstruosa, puede tomar por amor») no sólo es la incertidumbre de una decepción amorosa, sino el doloroso reconocimiento de haber sido víctima de un engaño. Remordimiento que en Lavretski se produce tras la cólera de los primeros momentos al conocer el adulterio de Varvara; no es la reacción meridional de los celos, del honor herido, sino una serenidad amarga: los maridos burlados de Turguénev siempre son hombres sorprendidos en la confianza y la rectitud de sus sentimientos.

Nuevamente en esta novela irrumpe una mujer que se interpone entre una pareja de enamorados, dato persistente en los argumentos de Turguénev y aquí personificado en Varvara. Este personaje femenino no sólo es infiel, sino que siente una total indiferencia por el sufrimiento que ocasiona, rasgo peculiar de estos tipos de mujer expeditiva que este autor supo describir magistralmente. Y entre los datos novelescos se entrevé la personalidad íntima del novelista en aquellos años, en un especial estado de ánimo, quizá sufriendo la misma decepción que es el leitmotiv de la novela.

En esta novela son evidentes las aportaciones de una experiencia vivida, inyectándose en la creación imaginativa y enriqueciéndola. Los datos autobiográficos se funden con la trama argumentai, aunque en general haya pasado casi inadvertida a muchos biógrafos la estrecha conexión con la vida del autor. Si bien los turguenevistas han reconocido a esta obra su justo valor literario, no ha sido considerada como una significativa pieza documental, lo que se observa incluso en Avraam Yarmolinski, uno de sus biógrafos más perspicaces.

Los primeros traductores franceses de Nido de nobles dieron una interpretación superficial en el prólogo a la traducción, hecha, por cierto, con autorización del autor, en el que afirman: «Es una pintura, siempre encantadora pero a la vez maliciosa, de las costumbres de la provincia rusa».

Es lógico que, siendo los años 57 a 63 una etapa cargada de inquietud, Turguénev reflejara en los escritos de aquel tiempo la doble cara de los sentimientos, y dejara entrever la amargura de la lucidez que acompaña a las largas reflexiones. Si un crítico francés, Denis Roche, dice de su teatro —obra menor y escrita en momentos más serenos—: «Se debe hacer ver qué gran número de datos psicológicos ofrece el teatro de Turguénev sobre la vida de su autor… Es Iván Serguéyevich, él mismo, en sus constantes experiencias de amor o de sentimientos»[72], podemos muy bien pensar con mayor razón cuál será la autenticidad de los componentes personales de Nido de nobles, novela madurada durante los largos meses de un probable examen de conciencia. Sin que tenga más alcance que comparar las estructuras de dos vidas, es factible rastrear en la novela referencias biográficas que nos llevan a establecer una similitud entre Lavretski y el propio Turguénev.

En la novela se dice que Lavretski procede de la región de O * * * que no puede ser sino Orel, la tierra natal de Turguénev, y allí posee precisamente dos haciendas, Lavriki y Vasilévskoye, réplica de Spásskoye y Turguénevo.

Los antecesores de Lavretski son nobles violentos y pintorescos, y el padre, que ha vivido en el extranjero y tiene ideas de la Ilustración francesa, escribe a su hijo reglas de conducta en francés, como también el de Turguénev le escribía consejos acerca de sus estudios cuando era adolescente.

La madre es una sierva que muere cuando él tiene nueve años; queda bajo la tutela de su tía Glafira, la dura solterona que, cuando su sobrino se casa, le lanza una siniestra maldición que parece estar dirigida a cuantos no lograron formar un hogar: «No harás tu nido en ningún sitio y andarás errante toda tu vida» (capítulo XV).

Lavretski creció falto de afecto y de espontaneidad. En el capítulo XXV tiene una conversación con un amigo y, cuando éste le recuerda que de niños no pudieron expresarse libremente, él replica: «Lo que demuestra que me han desquiciado desde la niñez», una definición acertada del traumatismo psíquico de la infancia.

Era un niño tímido, pálido, grueso y torpe, «un verdadero muzhik». Ya hombre, se hace fuerte y alto, con un rostro lleno, encarnado, barbudo y serio, descripción que coincide con la que pudiera hacerse de Turguénev si recordamos su fisonomía en algunos de los retratos que se conservan de él. Lavretski había nacido y vivido en la casa familiar, en el campo, y cuando queda libre al morir su padre, va a Moscú a estudiar. Por vez primera es independiente, pero no tiene el hábito de la decisión: «Ahora que estaban rotas sus cadenas seguía igual que antes, sin moverse del mismo sitio, aprisionado y cohibido». Igual que quienes se posesionan tardíamente de la libertad, Lavretski, al quedar sin el peso paralizador de la familia, no sabe conducir su vida y cae en otra dominación que a él después le acabará pareciendo tiempo lamentablemente perdido; se reprochará haberse consagrado a Varvara, e incluso cuando dice: «En el amor a una mujer se me fueron mis años mejores» (cap. XX), parece aludir a un período mucho mayor que los tres o cuatro años que dura el matrimonio.

Lavretski conocerá a Varvara en el teatro, teniendo precisamente veinticinco años, los mismos que Turguénev cuando le presentan a Paulina. Y Lavretski la ve a ella por primera vez en una actuación del famoso actor Pável Mochálov, el mismo al que en la temporada 1841-1842, un año antes de la actuación de Paulina en Rusia, Turguénev aplaudió en San Petersburgo.

Sin que se encuentre una explicación previa, en el transcurso del argumento, Lavretski, cuando viven en París, planea que vayan a Baden, pero este proyecto queda en suspenso al descubrir que ella le engaña. Sin aclararse la razón por la que desea ir allí, una segunda vez se menciona esta ciudad, tras la ruptura del matrimonio, porque Varvara «había marchado, como estaba previsto, de París a Baden», y esta fugaz referencia al proyecto de tal viaje sorprende al lector, el cual únicamente puede atribuirlo a ser entonces una ciudad que atraía por su ambiente frívolo y sus diversiones… Para el crítico, la única justificación extraliteraria es que Turguénev, mientras escribía Nido de nobles, pensaba en esta ciudad alemana, con la que los Viardot tenían mucha relación y acabaron afincándose allí en 1862. El novelista la visitó por primera vez en el año 57 y no le agradó en absoluto, llena de ricos extranjeros que acudían a tomar las aguas de su balneario y a pasar el verano.

Varvara se instala en Baden y allí le nace una niña, de lo que Lavretski se entera por los periódicos estando en Italia, pues él actúa como Turguénev cuando la supuesta ruptura con Paulina, y rumia su soledad en tierras italianas. «¿Por qué a Italia? Él mismo no lo sabía; en realidad le era igual adonde ir, menos a su patria» (capítulo XVI). Y en Italia, encerrado en una pequeña ciudad, permanece Lavretski largos meses intentando olvidar a aquella mujer que había querido tanto. Cuatro años se queda allí, lo que es una larga espera teniendo en cuenta que se le ha descrito como un hombre activo y lleno de vida; en Italia llega a la conclusión de que «a la persona allegada sólo se la comprende completamente cuando nos alejamos de ella» (capítulo XVI).

Carece de importancia la casualidad de que Varvara lleve el mismo nombre que la madre del autor, pues entre ambas parece que no existe parecido. La joven Varvara es una figura más de su galería de féminas voraces; no es inteligente ni excesivamente bella, pero posee un arma más poderosa, la coquetería. Su carácter es autoritario: en la novela se cuenta que dominó a un amante ocasional: «lo tenía esclavizado, exactamente, imposible expresar con otras palabras el poder ilimitado y absoluto que ejercía sobre él».

El amigo que presenta la joven a Lavretski hace de ella un elogio que no cuadra bien con una hija de familia: «es asombrosa, genial, una artista en el verdadero sentido de la palabra, y toda bondad…». Se da a entender que su cualidad de artista se debía a que cantaba y tenía dotes para la música; interpreta a Chopin, entonces el compositor de moda, y, cuando están ya en París, Liszt va a tocar a su casa; frecuenta los teatros, organiza reuniones musicales y su nombre aparece en las notas de sociedad. En el billete por el que Lavretski se entera del adulterio, el amante le da una cita en su piso de soltero y le propone que cantarán la romanza que ella le ha enseñado, «Viejo marido, marido feroz…», un poema de Pushkin que debió de interesar especialmente a Turguénev, porque volvió a mencionarlo en su novela Punin y Baburin. Se trata de un fragmento del poema «Gitanos»: una exaltación del amor libre, muy valiente para la época en que se escribió, que canta la gitana Zemfira cuando se ha cansado del hombre al que está unida. Las primeras estrofas dicen: «Viejo marido, marido feroz, apuñálame, quémame; soy fuerte y no temo al cuchillo ni al fuego. Te odio, te desprecio. Amo a otro y muero por su amor».

Qué extraño es que Turguénev, con sus abundantes recursos imaginativos, no pensara para la infiel Varvara otro entretenimiento que éste, tan inoportuno, del canto… La lectura atenta de Nido de nobles proporciona una serie de sugerencias que obliga a someter a revisión una parte de los convencionalismos aceptados sobre la gran pasión de Turguénev, y que se deben, sin duda, a la benevolencia y admiración que despiertan siempre los amores ad perpétuam, acaso porque éstos sean tan difíciles de hacerse realidad.

¿Cómo pudo Paulina ejercer sobre el novelista un poder tan absoluto? La inteligencia y el arte de la cantante, sus juicios claros y prácticos, su sensibilidad, son la explicación habitual, ya que el atractivo físico no parece que pudiera ser suficiente justificación.

Entre las muchas opiniones que ha merecido el carácter de ella —expeditivo, algo viril, utilitario—, se puede citar la que dejó escrita una de sus alumnas de canto: «Es una mujer bastante particular que, por otra parte, me agrada mucho. Tiene algo de húsar a pesar de su gracia, algo de decidida, de tajante, si me atrevo a decirlo, cabeza sólida, carácter franco y un buen corazón, según creo, pero, lejos de todo sentimentalismo, su contacto es un poco áspero»[73].

Una opinión defendida por algunos contemporáneos sostiene que la relación entre ellos era puramente amistosa y que para él personificaba la pasión intelectual, como las que aparecen en sus novelas. Esta interpretación ha tenido decididos partidarios, y también la hija mayor de Paulina, Louise, mantuvo este punto de vista en un libro de recuerdos[74], en el que alega, en defensa del buen nombre de su madre, que sólo se dio en la pareja una amitié amoureuse, e incluso afirma que ella no contestaba a la mayoría de las cartas que le dirigía Turguénev. Pero la creencia generalizada en la época no era tal, basada en una serie de observaciones que analizadas revelan que aquella convivencia debió de tener épocas de exaltación, difíciles de ocultar aun cayendo sobre ellas el silencio de los archivos.

Otra teoría, en un terreno plenamente psicológico, y si aceptásemos el testimonio de Louise Viardot, sería la de atribuir a Turguénev un bloqueo amoroso de tal naturaleza que explicase su adhesión a una mujer casada, lo que sólo permite cierta expectativa, o ninguna, de hacer realidad el deseo. Éste se cambia en vago anhelo o en añoranza, justificando así la incapacidad para una conquista verdadera. El deseo atormentado ha sido la razón de muchos «amores platónicos», móvil de no pocas creaciones poéticas, con esa saboreada frustración de los amores «puros y desinteresados». No hay testimonios suficientes para asegurar que Turguénev y Paulina tuvieron relaciones íntimas, ni tampoco que los sentimientos de ella fueran únicamente amistosos… Lo que Turguénev escribió sobre Paulina atestigua una devoción ferviente, pero no queda bastante explícito su grado de entendimiento erótico. Dado que en aquella larga amistad se produjo la ruptura de varios años, es admisible creer que esta separación sirvió para que él objetivase la exacta distancia afectiva de la persona que tanto había solicitado. Un comportamiento desdeñoso, que no es raro que se trasluciese en el trato con Paulina, tan absorbida por su profesión, haría más exacerbado por parte de él el deseo de agradar, de complacer, de merecer alguna muestra de afecto. Y, a lo largo de esta relación prolongada y no siempre óptima, la cantante pudo sentir como demasiado insistente una admiración tan mantenida, a la que, por cierto, estaba acostumbrada se le prodigase. A partir de 1857 pudo enjuiciarla con visión más real, aceptando que convivían en Paulina dos seres distintos que despertaban en él sentimientos duales.

En el obligado análisis de lo que representó Paulina para el escritor, y en el intento de definirla como posible tipo literario, extraña no encontrar, en los cientos de páginas de tan extensa obra, un personaje femenino que tuviera las características del objeto de su gran amor. Era previsible que Turguénev no dejaría de trazar el retrato de Paulina, máxime si tenemos en cuenta su método de trabajo, conocido desde que el eslavista francés André Mazon encontró, entre sus papeles postumos, los esquemas de trabajo utilizados para escribir las novelas En vísperas, Humo y Tierras vírgenes. Sus personajes son una amalgama de rasgos de personas amigas, cuyos nombres incluso aparecen en una especie de ficha biográfica que hacía a cada uno. Tomaba de gente conocida infinitas particularidades, de la fisonomía o del carácter, de sus manías o profesiones; luego, todo quedaba fundido en el crisol de su fantasía. De esta forma, era de esperar que Paulina surgiera en su obra como figura total o sólo como una artista con los rasgos radiantes que todo enamorado gusta de exaltar en la persona amada. Sin embargo, no fue así, y las heroínas típicas de Turguénev no tienen nada en común con la personalidad que conocemos de Paulina: son hijas de familia, jóvenes, discretas, ingenuas y apasionadas. No sería extraño que él obedeciera a una exigencia de Paulina de no ser aludida, en atención a los convencionalismos de la época. Al hacer el inventario de los personajes femeninos, nos detiene una sugerencia de Denis Roche en su estudio sobre el teatro de Turguénev: «Casi no podría evitar dejar bosquejado en los álbumes dramáticos el perfil de madame Viardot y es posible reconocer algo de la imagen de esta célebre cantante en una de las encantadoras moqueuses de sus piezas»[75]. Al personaje a que directamente se refiere Denis Roche es a la Natalia de Un mes en el campo, obra teatral en la que por primera vez se perfila este carácter de mujer, luego repetido con ligeras variantes. Natalia es una señora de cierta edad pero aún joven, atractiva, frívola, a la que se perdona todo por su mismo encanto. Casada pero despreocupada de su marido, interfiere en el amor de dos jóvenes y no duda en destruir así su felicidad futura; entristece con su cinismo al amigo que la ama: «Yo en todo esto no veo nada de particular. ¿No se puede querer a dos personas a la vez?», y luego añade: «… no sé, acaso demuestre que ni a uno ni a otro amas». El mismo trato indiferente para el amigo leal que espera ser correspondido algún día lo encontramos en otra obra teatral, Una noche en Sorrento: la señora Yeletski, viuda de treinta años, también quiere apartar a su sobrina del joven amado. Con ciertas diferencias de planteamiento, es el mismo proceder de María en la novela Lluvias de primavera, o de Irina en Humo, las dos, mujeres posesivas, como las calificó Chéjov («unas leonas, ardientes, ávidas, insaciables, buscando algo…»).

Son personalidades sin grandes cualidades salvo su gracia displicente, su don para manejar los sentimientos ajenos en su despreocupación o en su intento —si están en el escenario— de desplazar a la «dama joven». Mujeres seguras de sí, frías y decididas, pueden considerarse el tipo femenino más estructurado a base de realidad de todo el elenco turguenevista.

Se traslucen en su obra sentimientos contradictorios, como propio de toda conciencia humana, y se percibe, suavemente velada y en más de una ocasión, esa apreciación dualista de Paulina, y quizá más acusada que en los bocetos psicológicos de su teatro. Existe en sus Poemas en prosa uno, titulado «Calaveras», cuya lectura sorprende, sabiendo que fue escrito en abril de 1878, cuando vivía con los Viardot y Paulina tenía ya cincuenta y siete años, apartada hacía mucho de los escenarios y en decadencia su voz. En el poema, lúgubre fantasía de una reunión musical, damas y caballeros, en un lujoso salón, «están hablando de una cantante célebre. La proclaman divina, inmortal». Pero de pronto todos se transforman en calaveras sonrientes que «balbuceaban su admiración por la incomparable, la inmortal cantante que había lanzado su último gorgorito». Tan fúnebre caricatura está en contradicción con las manifestaciones de afecto a su «única amiga» en otro poema en prosa, el titulado «Cuando yo no exista».

La dualidad de los sentimientos debió de flotar en el ánimo del escritor acaso desde joven, pues el epígrafe que puso a Parasha —cuando tenía veinticinco años— es un verso tomado del poema Duma, de Lérmontov: «Y ocasionalmente nos odiamos y nos amamos». Y vuelve a dejar constancia de esta convicción de dualidad, desconcertante pero profundamente cierta, a los cuarenta y cuatro años, en Padres e hijos (cap. XVIII), cuando califica el naciente amor de Bazárov por Anna Odintsova: «La pasión en él era recia y pesada, pasión parecida a la maldad, acaso emparentada con ella». Cinco años más tarde, en Humo (cap. V), insistió en ello, poniendo en boca del personaje Potuguin pensamiento tan revelador: «amor, inseparable del odio», aclarando que era del poeta latino Catulo, de hacía dos mil años[76].

Probablemente, para el escritor, Paulina Viardot fue un equivalente materno, personalidad amada y enemiga, y sobre esta ambivalencia se proyecta el fantasma de la madre. La fisonomía temperamental de ambas, tan distantes en costumbres y circunstancias, se superponen y le permiten trazar un personaje literario repetido en sus novelas. El modelo que creemos más perfecto es la Varvara de Nido de nobles, cuya significación biográfica implícita no es fácil captar sin reconocer esa dualidad en los sentimientos de Turguénev hacia Paulina.

Nido de nobles termina con unas palabras que parecen ser un velado consejo de no indagar en las secretas referencias que fue depositando el autor en aquellos episodios y personajes: «Hay en la vida instantes, sentimientos… que sólo se pueden mostrar con un gesto y pasar de largo».

Aparecen en Nido de nobles tesis conservadoras que han sido atribuidas a la influencia de la condesa Yelizaveta Lambert, amiga del escritor durante varios años. Esta aristócrata sostuvo con Turguénev una correspondencia muy cordial en la que intentó combatir su indiferencia religiosa. Mujer inteligente, con ideas moralistas, no estaba de acuerdo con la situación de su amigo en el seno de la familia Viardot y precisamente el cruce de cartas cesó hacia 1867, cuando él volvió a vivir con Paulina en Baden. Pero durante una cierta época, coincidiendo con los años de la probable distanciación de él con la cantante, fue «sobre todo entre 1856 y 1862, la verdadera confidente del escritor, una confidente más cerca en el corazón y el alma que en aquella época podía serlo Mme. Viardot»[77]. A la condesa le habla Turguénev en una carta de principios del 58 de un error cometido cuya lección habría de asumir. Tan reservado consideraba el asunto, que no se lo quiere contar por escrito y le anuncia que, cuando vaya a verla, le «revelará muchas cosas».

Probablemente, los varios momentos de la novela en que se plantea el tema religioso fueron escritos utilizando conceptos vertidos en aquellas cartas, porque Turguénev nunca fue creyente. Había hecho una profesión de fe agnóstica, que mantuvo hasta el fin de sus días, en una carta a Paulina:

«Volviendo a mis estrellas, usted sabe que no hay nada más corriente que ver cómo inspiran sentimientos religiosos; al menos, es lo que se encuentra en todos los libros de educación. Pues bien, yo le aseguro que no es el efecto que producen sobre quien las mira sencillamente y sin prejuicios. Los millares de mundos extendidos profusamente hasta las profundidades más distantes del espacio no son otra cosa sino la expansión infinita de la vida, de esta vida que ocupa todo, penetra todo, hace germinar sin fin y sin necesidad todo un mundo de plantas y de insectos en una gota de agua. Es el producto de un movimiento irresistible, involuntario, instintivo, que no puede hacer otra cosa; no es una obra de la reflexión. Pero ¿qué es esta vida? Ah, yo no lo sé, pero por el momento sí sé que es todo, está en plena floración, en vigor; no sé si durará mucho tiempo, pero, en fin, por ahora aquí está, hace correr la sangre en mis venas sin que yo intervenga y hace surgir las estrellas como granos en la piel, sin que le cueste mucho y sin que con ello tenga mayor mérito. Esta cosa, indiferente, imperiosa, voraz, egoísta, avasalladora, es la vida, la naturaleza, es Dios; llámela usted como quiera, pero no la adore…»[78].

No hay que olvidar que, en estos años de alejamiento de Paulina, el estado de ánimo de Turguénev era propicio a hacerse eco de las frases de resignación, renuncia y hasta franco masoquismo que leía en las cartas de la condesa, para la cual la verdadera felicidad en la tierra residía en el sacrificio de uno mismo. En el capítulo XXIX de Nido de nobles es Liza quien dice a Lavretski, cuando éste le aconseja que no se case por obedecer a su madre: «Me parece que la felicidad en la tierra no depende de nosotros». En la aceptación de ideas negativistas se percibe la predisposición al pesimismo que siempre acompañó a Turguénev.

También se ha querido ver la influencia de las cartas de la condesa Lambert en la elaboración de la protagonista de Nido de nobles, Liza, joven mística y reprimida, tan diferente de las heroínas de Turguénev. Éste debió percatarse de que no quedaban suficientemente explicitadas las razones de personaje tan singular y al primer borrador de la novela añadió todo un capítulo, el XXXV, para aclarar que la actitud religiosa de Liza se debía a la educación que recibió; pero su extraña decisión, al final de la novela, de encerrarse en un convento, no queda justificada. Como Lavretski ignoraba que su mujer estaba viva cuando declara su amor a Liza, ésta no podía considerar adulterina la amistad entre ambos y no se explica resolución tan radical al saber que Varvara no había muerto, salvo que hubiera la culpabilidad de una relación íntima, que no la hubo indudablemente[79].

Por otra parte, en Liza aflora la conciencia de expiar un error que es, según sus palabras en el capítulo XLV, los pecados de los padres: «Yo sé todo, mis pecados, los de otros, cómo papá ha hecho su fortuna; lo sé». Inesperadamente hace su aparición en el argumento este dato sin que hubiera noticia previa que lo motivara. «Todo esto hay que hacerlo perdonar por la oración», añade, frase que sorprende igualmente en un personaje juvenil. Se puede pensar con fundamento que las propias tensiones íntimas del autor rompían la lógica de los caracteres de la novela para dejar escapar extemporáneamente sus preocupaciones. En su siguiente novela, En vísperas, se encontrará otra joven que también se siente responsabilizada del proceder de los padres.

Por su religiosidad, Liza es una excepción en las muchachas de Turguénev, jóvenes sinceras, decididas, muy vehementes, casi audaces, de voluntad firme y carácter íntegro, pero nunca místicas. Precisamente en aquellos años él estaba ideando ya la heroína de En vísperas, mediante la cual exaltaba la rebeldía de una muchacha burguesa y anunciaba las futuras mujeres revolucionarias. Sobre Liza, Turguénev dijo en una carta: «describí a este personaje (muchacha de existencia religiosa) con observaciones sobre las mujeres rusas», y se ha sugerido que el modelo concreto que le sirvió para crearla fue la hermana del novelista Aksákov, Vera, cuya amistad frecuentó en los años cincuenta.

Es un tipo femenino controvertido por considerarlo demasiado refinado. Antón Chéjov decía: «Cuando se piensa en Anna Karénina, todas las heroínas de Turguénev se van al diablo». Liza bien pudiera ser la imagen del ideal femenino en la adolescencia, elaborado con residuos maternales, o bien, virginales; por eso es pura, por eso Lavretski no puede unirse a ella. «Turguénev es el poeta de la eterna virginidad». Acaso este tipo de mujer idealizada fuera una convención de su época, más bien de la sociedad de Occidente, y lo aceptaba como patrón literario, pero no pudo amarla realmente, pues daba su preferencia a otra mujer de naturaleza muy distinta. La valoración de Liza la hizo Fiódor Dostoyevski en su discurso con motivo de la inauguración en Moscú del monumento a Pushkin. Al exaltar la figura de Tatiana, heroína de Eugenio Oneguin, obra a la que nos referimos en el capítulo 3, llegó a afirmar: «Hasta puede decirse que semejante arquetipo de la mujer rusa, heroína de tal belleza, no ha vuelto a darse en toda nuestra literatura, exceptuando, a lo sumo, la Liza de Turguénev».

Tatiana es un modelo de ingenuidad juvenil, de bondad y, después, de fidelidad conyugal, perteneciente, no hay que olvidarlo, a una clase social. Pero esta figura literaria no correspondía en absoluto a lo que eran las mujeres en la Rusia de entonces, la mayoría campesinas y aldeanas, y por tanto resulta difícil aceptar la opinión de Dostoyevski de que Tatiana o Liza pudieran ser un arquetipo de «la mujer rusa». Lo serían, en todo caso, de las hijas de aquella minoría de los propietarios medios rurales.