La tristeza, los campos

¿Por qué estuviste siempre triste, Rusia? ¿Por qué de tus pestañas caían lágrimas que se deslizaban por las llanuras frías de tus mejillas? Es triste tu cielo, sí, y el croar de las grullas que suena entre los árboles o en una remota distancia de siglos; es triste la calle vacía de una ciudad provinciana o el gesto de una mujer al contemplarse las manos; e igualmente bebemos indecible tristeza en tantas páginas de libros leídos por azar cuando muchachos y buscados después con insistencia. O en la música, en pasajes fugaces de grandes sinfonías o en la canción tarareada, en la romanza de una voz contenida y profunda que la entona una tarde de verano al desaparecer el sol entre campos de centeno.

Nekrásov, en 1868, escribe su famoso poema «¿Quién vive bien en Rusia?»; en 1908 Blok exclama en «Campo de Kulikovo»: «Nuestro camino es la estepa, nuestro camino es la tristeza infinita, tu tristeza, oh Rusia». Cómo sorprende que hayan caído sobre este país a lo largo de las épocas tantas adversidades que han puesto severidad en su rostro; es lógico preguntarse, inquirir el porqué de esta niebla doliente que cubre tan vasta tierra. Un personaje atribulado, de los muchos que creó el novelista Leonid Andréyev, exclama: «Tierra mía querida, que por siglos y siglos padeces con sufrimientos indecibles, yo te saludo humildemente» y en esta frase de Sashka Zheguliov, se presienten los grandes fríos, las guerras, las invasiones, el vacío de los inmensos espacios deshabitados, allí donde se vaya hundiendo el hierro de las injusticias. Turguénev pensó una vez que la felicidad no depende de la sabiduría ni del conocimiento sino de lograr la justicia, que es «nuestra tarea en la tierra». Justicia como un anhelo centenario, profundo: «Lo esencial es que no existe la justicia —me dijo el zapatero de la aldea, un hombrecillo enjuto con el pecho hundido—», frase al azar en las Memorias de Paustovski. Muchos rusos han deseado esta justicia y han sido capaces de conseguirla y de construirla previamente en su pensamiento para crearla antes de que fuera una realidad. Imaginativos, inventaron una nación mejor y una existencia libre de tormentos. Sólo los que pueden crear con su imaginación una vida más noble, sienten nostalgia de ella. De la terrible historia rusa sopla un viento helado que susurra su enumeración de calamidades en las dolientes palabras de los viejos; vestigios de servidumbre que llegan hasta los rusos de hoy. A principios de siglo el poeta Beli escribió que el suyo era un pueblo esclavizado en la vasta libertad de sus llanuras.

Imposibilitados de eludir el estigma del sombrío pasado, huían y tendían a marchar por los campos cuya inmensidad les abría un camino hacia otra tierra deseada porque para el ruso los campos eran el espacio de vida y muerte, el círculo donde se cumpliría el ciclo de su existencia y en ese dominio familiar se sentía unido a la naturaleza, tal como lo definió Chéjov en un párrafo de su novela Estepa: «Se anda una hora, dos horas […] se encuentran viejos túmulos misteriosos o una figura de mujer en piedra colocada allí no se sabe por quién ni cuándo; un pájaro nocturno vuela silencioso casi a ras de tierra y poco a poco os vienen a la memoria las leyendas de las estepas, los relatos de los que encontramos en el camino, los cuentos de las criadas viejas allí nacidas y todo lo que uno mismo ha retenido y su corazón le ha hecho comprender, y entonces el zumbido de los insectos, las figuras sospechosas y los taludes, el cielo azul, el claro de luna, el vuelo de un pájaro, todo lo que se ve y se oye, empieza a parecernos el triunfo de la belleza, de la juventud, de la expansión de la fuerza y una ardiente sed de vivir. El alma se eleva al unísono de nuestro país salvaje y bello y quisiera cernerse sobre la estepa cama ese pájaro nocturno».

No es la historia humana manchada de crueldades; es una herencia, la única que no procede de la ambición o de las explotaciones, y el ruso la recibe al nacer y pasea los ojos complacidos por la extensión del bosque, de las llanuras, que serán su tumba como fueron su fortaleza. Un sentimiento de veneración piadoso, «Oh, Rusia mía, Rusia mía maternal, con tus cabañas, tus iconos revestidos de metal; como un peregrino que pasa, yo contemplo tus campos», son palabras de Yesenin, el poeta.

Todos los grandes escritores rusos, los que conocemos a través de páginas impregnadas de un pensamiento imperecedero, han sido maestros de cuantos quisieron describir paisajes. No se puede encontrar a un escritor ruso sin verle paseando por la naturaleza donde nació y a la que su obra estará unida. Desde un poema de Sumarókov, mediado el siglo XVIII, en que inesperadamente se entrevé por vez primera el campo ruso, hasta un escritor proletario de los años del socialismo, todos proyectan su vida anímica en el entorno natural, en sus colores, sus lejanías, sus ruidos, su transparente silencio.

Así nace la pasión tan rusa de andar y andar. Caminar es una tarea: el ir de un sitio a otro es una penitencia, un gozo, una iniciación, un deber que se vierte en provecho del que marcha y de los que con el viajero se cruzan: los pensamientos que despierta al ver su figura en el camino, los recuerdos de su paso ¿quién puede decir que no cambiarán el curso de las conclusiones vitales de un hombre? La tendencia a marchar sin un fin determinado, así era el stránnik ruso que iba sin saber adonde y el skitálets como en una misión salvadora, como en un largo camino de perfección espiritual en el que hablaba a la gente de un dios desconocido y de una moral primitiva; recorría el mundo como una íntima propuesta de azar.

«Nací con la inquietud en el corazón, mi destino es ser vagabundo» dice uno de los hombres de Maksim Gorki porque él mismo lo fue y vagó en busca de trabajo, de experiencias, de conocimiento por regiones vastísimas, a lo largo del Volga, desde Nizhni Nóvgorod, hasta Volgogrado y de allí, atravesando Ucrania hasta Moldavia y Odessa, y luego cruzó ambas laderas del Cáucaso. Gracias a estas peregrinaciones pudo ser el escritor de los vagabundos a los que dedicó libros de relatos en los que contó con qué hombres se había encontrado por los caminos, y sus extrañas virtudes.

El país atrae —«Es un país grande, un país inmenso, incansable, que cambia incesantemente. Se hallan en él los defectos más dispares pero tiene un gran mérito: ama la poesía», dice Víktor Shklovski—, por su variedad, por lo grandioso de una naturaleza no dominada, como las cumbres y abismos de sus cordilleras, o por el aislamiento virgen de los bosques siberianos o por la calma de sus amplios ríos; y atrae adentrarse por un campo de lejano horizonte, pisar tierra húmeda, encontrar ante sí un muro de verdor, un alto muro que habla con el viento, en el que se entra por su espesura de troncos y matorrales. Campos donde han cruzado amores y desesperanzas, los regueros de sangre, las llamadas del trabajo, las maldiciones, un campo que puede ser arrasado por las pasiones o florecer cualquier día.

Lérmontov describió esas perspectivas impresionantes del Cáucaso, como lo hace modernamente Libedinski en El alba de los soviets; Korolenko las de Polesia; Gógol la estepa ucraniana que le vio nacer; el bosque acogedor está en las páginas de Andréyev, de Iván Bunin, muy especialmente, de Turguénev en cuya imaginación siempre quedó grabada la comarca donde nació y vivió de niño: «a cualquier parte que volváis los ojos veis el bosque extenderse en suaves ondas y caer un pesado rayo de luz, amarillento, de las blancas y redondas nubes», es el horizonte de las novelas que él escribió, la parte central de Rusia —provincias de Tula u Orel— donde los perfiles naturales adquieren un valor exquisito para servir a la escuela de los pintores rusos paisajistas —Shishkin, Savrásov, Levitán, Polénov, Grabar— que han recogido el lirismo, los colores suaves, las distancias esfumadas, la intimidad como esencia de unas comarcas de las que dijo Paustovski: «No conozco región que posea la extraordinaria belleza lírica y pintoresca de esta parte de Rusia, con su melancolía, su calma y su amplitud. Es un afecto que difícilmente se puede calcular y que cada uno experimenta a su manera; se ama una hierbecilla doblada por el peso del rocío o calentada por el sol, un vaso de agua bebido de una fuente en el bosque, un árbol en la orilla de un lago, sus hojas palpitantes en el aire tranquilo, el canto de un gallo y la nube que pasa en el alto y pálido cielo».

No es un afecto estético al paisaje como el de los románticos ingleses, sino una valoración objetiva e íntima de la riqueza inconmensurable que al nacer se recibe sin mediador y sin pago, como un legado imprevisto. Era lógico que nadie pensara que la naturaleza pudiera ser herida voluntariamente por manos humanas. Sólo Tiútchev en 1868, se lamentó de la destrucción por el fuego de los bosques; en un poema suyo casi olvidado, «Los incendios»: «Ante estas potencias enemigas, silencioso y con manos vacías, el hombre está desamparado, impotente como un niño».

Pasaron unos años y después, en la época de Antón Chéjov, su sensible y observadora mirada comprobó que era evidente un proceso destructor y él fue el primero que protestó del perjuicio a la ecología en una obra teatral. Un personaje, el doctor Ástrov —que puede pensarse que era el mismo dramaturgo pues sabido es su gusto por plantar árboles—, dice: «Los bosques rusos crujen por el hacha, perecen miles y miles de árboles, se devasta la vivienda de los animales y de los pájaros, los ríos se hacen menos profundos y se secan, desaparecen para siempre paisajes admirables…» y «cuando paso al lado de los bosques que he salvado de la tala o cuando oigo susurrar el joven bosque de árboles plantados por mis manos, me doy cuenta de que también el clima está un poco en mi poder y que si pasados mil años el hombre es feliz, será, en parte, debido a mí». Tanto en El espíritu del bosque como en Tío Vania hay dos personajes masculinos amantes de la naturaleza que representan al mismo Chejov.

Para éste, la inmensidad de los campos rusos exigía al humano una talla similar, una grandeza de creadores; un personaje de El jardín de los cerezos dice en el acto segundo: «En las noches sin sueño pienso a veces: Señor, nos has dado bosques inmensos, campos infinitos, vastos horizontes y nosotros, que vivimos aquí, deberíamos ser a su medida, ser como gigantes…» y cuando Chéjov quiso dar idea de la decadencia de una vieja familia, y de toda una sociedad, puso como ruido de fondo los hachazos que cortan un huerto de cerezos.

Se han buscado alegorías que representen la naturaleza rusa y es el bosque, en su renovación y transformación anual, en su dualidad de invierno-verano, el que simboliza el mítico desdoblamiento del alma humana, mitad helada y encubierta, mitad esplendorosa, materna, feraz de vida vegetal, pero siempre inagotable, remota, ilimitada.