Encuentro con Iván Turguénev

El presente ensayo sobre Iván Serguéyevich Turguénev tiene su razón de ser en mi interés por la biografía del escritor que me abrió, en edad muy temprana, el camino del mundo literario. Ha sido entre los escritores rusos, junto a Tolstoi y Dostoyevski, el mejor acogido en Occidente por la calidad literaria de su obra, que conserva hoy vigentes peculiaridades de la gran novela del siglo pasado, aun con los matices de la idealización romántica. Admirado y respetado, también su presencia física sorprendía:

«La puerta se abrió y apareció un gigante. Un gigante de cabeza plateada, como se diría en un cuento de hadas. Tenía largos cabellos blancos, gruesas cejas blancas, una gran barba blanca, de un blanco plata, brillante, iluminado de reflejos; y en esta blancura, un rostro tranquilo, con rasgos algo fuertes: una verdadera cabeza de río derramando sus ondas, o mejor aún, una cabeza de padre eterno. Su cuerpo era alto, ancho, macizo, sin ser grueso, y este coloso tenía gestos de niño, tímidos y reprimidos. Hablaba con una voz muy dulce, un poco blanda, como si la lengua se moviese difícilmente. Algunas veces dudaba buscando el vocablo preciso en francés para expresar su pensamiento, pero siempre lo encontraba con una sorprendente justeza, y esa ligera vacilación daba a su palabra un encanto particular».

Así era Turguénev, tal como lo describió Guy de Maupassant, y así lo conocieron, hace poco más de un siglo, muchos europeos. De Europa fue huésped casi media vida y su arte tiene mucho de elaboración de la cultura occidental, con la que se identificó. Su extensa obra se corresponde con una vida especialmente compleja que, cuando se descubre, atrae como una experiencia insólita.

La aproximación a Iván Turguénev revela a un escritor magistral por su destreza para analizar los entresijos del alma humana, por sus invenciones verosímiles, por lo problemático de su psicología y por los aspectos reservados de su obra; de ella brota un sutil aliento de dolor íntimo, de frustración y melancolía, que puede modificar el concepto habitual existente acerca de este creador. Turguénev, que muchas veces ha sido considerado el autor más equilibrado de la literatura rusa, modelo de serenidad formalista, de moderación, aparece, a la luz de ciertas indagaciones biográficas, bajo el peso atormentador de unas Erinas implacables. La imagen convencional de este escritor es la de un literato famoso que viajó sin descanso, siempre en busca de un hogar que únicamente encontraba en el de un matrimonio amigo, a cuya esposa —Paulina García de Viardot— amó en secreto durante cuarenta años; un noble ruso sometido a esta célebre cantante de origen español, alejado de su patria, de la que sin cesar escribe, liberal partidario de reformas y, a la vez, cronista de las viejas estructuras de su clase, ya en decadencia… Sin embargo, un estudio que confronte y establezca conexiones entre vida afectiva y obra literaria puede revelar aspectos de una personalidad conflictiva, insospechada, que escapó a la fácil identificación porque el autor la enmascaró bajo apariencias circunstanciales.

A penetrar este aspecto caracterológico de la personalidad del escritor ruso tiende el presente ensayo, a establecer una interconexión entre datos biográficos no sistematizados suficientemente. Con este fin se utilizan aquí cartas y fragmentos de la abundante correspondencia de Turguénev en relación con momentos de su vida, así como citas de sus novelas y narraciones fundamentales. Éstas conservan un prestigio universal pese a los cambios que ha sufrido en los últimos cien años la expresión literaria. Especialmente ahora, cuando la literatura tiende a no relatar una historia lineal, podría parecer que la técnica y los argumentos de Turguénev están muy distantes del gusto actual. Sin embargo, la edición de sus obras es frecuente y sus títulos más conocidos —Humo, Lluvias de primavera, Padres e hijos— no dejan de figurar en muchos catálogos. Incluso en España, donde apenas tuvieron resonancia las literaturas eslavas, se hacen con regularidad ediciones de sus obras y, lo que es más insólito, adaptaciones de éstas en televisión, sistema que parecería el más opuesto a su forma de narrar. Esta aceptación se dio, no obstante la mediocre calidad de las traducciones disponibles, ya en la primera mitad de siglo, como recuerda Antonio Machado al opinar sobre literatura rusa: «Traducida, y mal traducida, ha llegado a nosotros. Sin embargo, decidme los que hayáis leído una obra de Turguénev —Nido de hidalgos—, o de Tolstoi —Resurrección— o de Dostoyevski —Crimen y castigo—, si habéis podido olvidar la emoción que esas lecturas produjeron en vuestras almas»[1].

Aún con mayores dimensiones existe este interés por Turguénev en países como Inglaterra, Alemania o Francia, donde hay prestigiosos turguenevistas y es constante la aparición de trabajos que estudian particularidades relacionadas con él o con su obra, sin necesidad de mencionar, por obvio, su país natal, donde Turguénev ha tenido innumerables especialistas, ediciones y millones de ejemplares vendidos. La investigación sobre Turguénev es extensa y minuciosa: ha llegado a reconstruirse con una precisión rigurosa la historia de sus amistades, sus viajes, opiniones y afectos; el proceso de realización de sus obras, la genealogía de las familias materna y paterna; se ha identificado a las personas que le sirvieron para dar cuerpo a sus personajes e incluso conocemos los libros que leía de niño. Su enorme correspondencia, junto con los recuerdos de sus contemporáneos, han posibilitado establecer los menores detalles de su vida. A lo largo de ésta y de sus cuarenta años de actividad literaria, se advierte el perseverante trabajo que llevó a cabo para recrear su pasado o bien para evidenciarlo tal como fue. Por esta razón, Turguénev es un adelantado en la configuración de la obra literaria con sedimentos muy profundos de la propia existencia, e incluso la parte menos importante de sus escritos está entretejida de matizaciones de este origen que al ser espejo de sí mismo lo eran también de los hombres de su tiempo. Acaso nunca supo que estaba haciendo un verdadero historial clínico de su época y de sus personajes; detalló en las páginas de sus novelas y relatos no sólo caracteres cotidianos, aunque pictóricos de interés, sino procesos psíquicos y secuencias obsesivas que ejemplifican un tipo mental generalizado en todas las épocas.

Pero su obra no se limita a esta prospección en el dominio intimista, sino que igualmente vigiló el trasfondo de costumbres, dentro del propósito cívico común a los escritores rusos —desde Pushkin hasta Chéjov— de poner luz en las tinieblas de su tiempo. Turguénev fue testigo de la lenta ruina de la nobleza rusa, aunque distanciado de ella por poderosas razones. Distanciamiento que le permitió captar los rasgos básicos de los rusos del siglo pasado y, al introducirlos en su literatura, escribir una larga historia que ayuda a conocer los orígenes de la Rusia actual.