La trampa

¿Y a ti cómo te gustan las chicas?

Le preguntaba Beremunda de pequeña a su hermano, que tenía dos años más. Y Dositeo se quedaba callado porque la respuesta, de siempre, era: como tú. Beremunda, como nunca obtenía contestación, empezó a pensar que a su hermano lo que le gustaban no eran las mujeres, sino los hombres. Y, a ojos de Dios, la verdad sea dicha, una cosa estaba tan mal como la otra.

A fuerza de que la madre los vistiera siempre igual y los tratara a los dos igual, como si fueran del mismo sexo, los dos niño o los dos niña, el hermano de Beremunda empezó a contemplarla como ese espejo en el que todos queremos mirarnos. Sólo que Beremunda no era tímida como él, sino extrovertida. Sólo que Beremunda no era silenciosa como él, sino charlatana. Sólo que Beremunda no era introspectiva como él, sino vehemente. Sólo que Beremunda no era fea como él, sino hermosa. Pero él la miraba y se veía en ella. Y la quería como no se quiere a las hermanas y sí a las mujeres. Por eso, cuando su hermana lo cogió una vez del brazo y se lo llevó a su cuarto para decirle que iba a ser la prostituta de Belfondo y de donde hiciera falta, sintió celos. Por eso todas esas veces que Beremunda trajo un novio a casa, se sintió solo, abandonado, traicionado. Se acordaba Dositeo muchas veces de Almadio. Almadio se veía con Beremunda todas las tardes. Iba a su casa, tocaba tres veces la ventana y Beremunda salía corriendo, sonriente. Una vez, al llegar a casa, Dositeo se los encontró besándose en el salón. Se levantaron corriendo del sofá, uno al lado del otro, y se pusieron contra la pared, con las manos detrás, como obedeciendo una orden que Dositeo no había dado pero que deseaba haber hecho. En ese momento se dio cuenta de que Almadio era más bajito que Beremunda. Y le odió. Pero también odió a los altos, a los flacos, a los gordos, a los guapos, a los feos. Los ha odiado a todos. Uno por uno. Como si fueran el primero, como si fueran el último. Los ha odiado de una manera que asusta hasta al propio Dositeo. Beremunda piensa que simplemente su hermano es antiguo. Aún está en esa época, dice, en la que las parejas liberales no están bien vistas.

Eso te pasa porque no te has echado novia, tonto, en cuanto tengas una, te vendrán seguidas, sin que te des cuenta, una tras otra, y te parecerán iguales y diferentes, pero no podrás parar, ya nunca querrás estar solo.

Eso lo pensaba Beremunda de Dositeo pero Dositeo no quería ya nunca estar solo. Una vez se acercó a su trabajo, aunque no le gustaba nada utilizar esa palabra para referirse a lo que hacía Beremunda o, mejor dicho, a lo que hacían con Beremunda. Se acercó y vio que había una cola de tres hombres. Los reconoció a todos y los odió en ese mismo instante. El primero era Purnas, un chico que había ido siempre en la pandilla de Beremunda. En ese momento Dositeo pensó que era afortunado de no ser su hermano, sólo su amigo. El segundo era Amario con un sombrero de ala grande, muy grande, que, del peso, casi le ocultaba toda la cara. Se disfrazaba un poco para que nadie le reconociera, para esconderse de su mujer, pero todos, absolutamente todos, sabían quién era. Incluso y sobre todo su mujer. En ese momento a Dositeo se le encendió un deseo por dentro: un disfraz. Otra identidad. Dejar de ser él, dejar de ser el hermano de Beremunda para convertirse en su amante.

Se compró un sombrero. Por supuesto no tan grande como el de Amario. Un sombrero normal. Quemó la punta de un lápiz naranjazo y se pintó pecas en la cara. Se compró a escondidas ropa nueva. Le robó las gafas a Loarte y se las puso en la punta de la nariz porque mirar por ellas le provocaba mareos. Todos los atuendos los fue adquiriendo poco a poco. Todos los días, antes de dormir, se colocaba lo que ya había conseguido anteriormente y se ponía la nueva adquisición. Se preguntaba frente al espejo si Beremunda lo reconocería con todo aquello. Cada día crecían sus deseos. Iba a la barraca de Beremunda y hacía cola. Cuando le tocaba, se marchaba. Miraba el reloj, que también lo había robado en la taberna como parte del disfraz, decía que se le había hecho tarde y se iba. Lo decía con un acento extraño que pretendía ser de extranjero. Una vez vio una película que alguien había traído a Belfondo no se sabía cómo. Y el que hacía de malo tenía ese acento. Todas esas películas, entendibles o no, alimentaban las almas de todos. Así que copió aquel deje y lo hizo suyo. Era su manera de probar si se le reconocía o no. Nunca nadie le dijo nada.

¿Por qué el hermano de Beremunda iba a hacer semejante estupidez?

Después de semanas y semanas, Dositeo permaneció en la cola con la idea de entrar adentro. Salió Amario de la barraca y Beremunda, con un gesto de: pasa, sacó sólo la mano por la puerta y le ordenó que entrara. Dositeo miró el reloj.

¿Se le hace tarde?, preguntó el siguiente.

Hoy no, contestó.

Y lo hizo de esa forma, agravando un poco su voz. Entró en la habitación improvisada de su hermana. Ella estaba frente a un espejo que se había llevado de su habitación. Hacía mucho tiempo que Dositeo no entraba a su cuarto, no tenía ni idea de que Beremunda se lo había llevado. Se estaba peinando un poco y pintando los labios de rojo. Dositeo sintió unas ganas horribles de ponerse a llorar.

Serán veinte pesetas, dijo Beremunda.

V-e-i-n-t-e-p-e-s-e-t-a-s. Lo dijo muy despacio para que pudiera entenderla. Ya le habían ido con el cuento de que un hombre extranjero, de pecas y sombrero, iba a visitarla todos los días y después se iba porque se le hacía tarde. Así que Beremunda le hablaba con mucha lentitud, vocalizando mucho, gesticulando mucho también. Hizo dos veces diez con los dedos de las manos.

V-e-i-n-t-e.

Beremunda se acercó a Dositeo y levantó una mano dispuesta a quitarle el sombrero. Dositeo se lo sujetó con las dos manos, con mucha fuerza: no, no. Dijo torpemente con su acento recién puesto a prueba.

Como quieras, guapo, como quieras.

Y le quitó la camisa como si fuera su madre. Se la desabrochó sin mirarle a la cara, rápidamente, sin pasión, sin prisa también. Después se agachó para hacer lo mismo con el pantalón, pero se le rompió el botón. No era la primera vez ni la última, así que Beremunda se disculpó, le pidió que se sentara en la cama y sacó el cesto de la costura. Se puso a coserle el botón haciéndole preguntas que Dositeo no se atrevió a contestar. Por nada del mundo se imaginó que Beremunda se fuera a interesar por él. Quería decir por el personaje. Se puso nervioso, se quedó callado. Beremunda pensó que era entrañable verlo así de inquieto y silencioso, sin pantalones, y sintió mucha ternura por él. Cuando acabó de coserle el botón, dijo: ya está. Y entonces le pidió que le desabrochara el vestido que ella no alcanzaba a la espalda. Dositeo se acercó y odió profundamente al idiota de Amario: no había casado bien los botones, el vestido había quedado descolgado. Pero no dijo nada. Vio la espalda desnuda de Beremunda, no dijo nada. No pudo decir nada.

Beremunda le preguntó si quería con luz o sin luz y se puso a hacer un monólogo que parecía estudiado sobre los hombres y sus preferencias. Por lo visto todos preferían hacerlo con luz porque así podían verle le cara, así podían verle el culo, podían ver cómo su cuerpo se contoneaba sobre ellos, podían verle las tetas si estaban debajo. Dositeo le pidió por favor que sin luz y Beremunda dijo: como tú quieras. Algo ofendida. Cuando cerró la contraventana, se volvió para ir al sitio donde había visto por última vez a su cliente. Pero Dositeo, por su parte, ya se había puesto a buscarla. Se había quitado el sombrero y los calzones. Estaba excitado. Aunque su cuerpo así no lo demostrara, estaba excitado como nunca. Aunque su cuerpo se resistiera a ponerse tenso como se esperaba de él, aunque estuviera completamente frío, congelado. Beremunda se encontró con él sin esperárselo. Dijo, con un tono que a Dositeo le recordó irremediablemente a su madre:

¡Menudo susto, chico!

Y se agachó justo en el momento en que Dositeo se disponía a rodearla con sus brazos. También él se agachó, le cogió la cara, puso la nariz en su boca, olió su aliento. Beremunda, en todo lo que llevaba de prostituta, nunca se había encontrado con algo así. Habían querido besarla en la boca, habían querido hablar con ella. Pero nunca, nunca, le habían olido el aliento ni acercado con tanta parsimonia. Le puso las manos frías sobre los sobacos calientes y un poco sudados y la levantó, la cogió de la cintura, le dijo: aquí, cama. En ningún momento se le olvidó que debía hablar como si fuera extranjero. Se tumbaron en aquel colchón usado y maltratado y Beremunda se prohibió seguir de esa manera. Era un cliente y como a un cliente iba a tratarlo. Lo empujó contra la cama y Dositeo se dio un golpe contra la pared.

¡Perdón, perdón, perdón, perdón una y mil veces, perdón, perdón!

Pero Dositeo se rió. Sin hacer mucho ruido, pero se rió. Se tocó la cabeza con la mano y pensó que todo estaba saliendo como esperaba: diferente a los demás. Beremunda se metió su sexo en la boca. Se lo metió entero porque estaba pequeño, diminuto, y le sobraba todavía espacio. Jugó con él. Lo babeó entero. Usó su lengua. Pero el cuerpo de Dositeo siguió relajado, completamente relajado. Beremunda se acercó a su oído, excitada, confundida por la indiferencia del extranjero, y le dijo, para sorpresa de ella, con un tonillo que sonaba a enamoradiza:

¿Es que no te gusto?

Pero en un susurro. Pero de una manera muy sensual. Pero con desesperación. Y en ese mismo momento el cuerpo de Dositeo, el cuerpo entero, las orejas, los pies, su sexo, todo, en ese momento: despertó. Después, Beremunda dijo:

Nunca me habían follado con tanto amor, ¿era tu primera vez?

Y Dositeo agradeció que la habitación estuviera a oscuras, no quería que su hermana le viera llorar. Unos segundos más tarde se le escapó otro gemido que tenía ahí, atravesado, sin poder liberarse.