El pianista
Sólo había dos pianos. En realidad había tres, pero uno de ellos se lo quería quedar el amo. No porque él supiera tocarlo, ni mucho menos, sino porque consideraba que le daba elegancia y prestigio. Tener un piano en casa. Tener un piano en el salón. Los otros dos pianos, pues, quedaban a disposición de Belfondo. Mejor dicho: el amo los ponía a su disposición. Y quería que eso siempre quedara bien claro.
Como ninguno de los habitantes había recibido clases ni era probable que fuera a tomarlas, puesto que el salario no daba para tanto y, además, faltaba en el pueblo un profesor de piano, el amo llamó a los interesados a la plaza y, para su sorpresa, sólo aparecieron cinco. En muchas casas un piano era simplemente un trasto, un mueble más para limpiar. Y casi en la mayoría de ellas ni siquiera cabía. Pero probablemente más de cinco hubieran deseado tener un piano en casa. O, simplemente, tenerlo. Pero sólo cinco estaban dispuestos a aprender a manejarlo. De los cinco, sólo había una mujer, una niña prácticamente. El amo no tuvo ningún tipo de consideración. Los puso en una fila y dijo:
Enseñadme las manos.
Y, mirando los dedos, comparando los dedos de los cinco, midiendo a ojo los dedos de todos, decidió que Elpidio y Quinciano se quedarían con los pianos. Pero, dijo Indalina, que todavía estaba envuelta en inocencia e imprudencia, pero, señor, Elpidio y Quinciano son hermanos. Los hermanos Blasco, que ése era el apellido de ambos. Pero no importaba.
¿Por qué iba a importar eso?
Uno de los pianos iba para casa de Elpidio y el otro iba para casa de Quinciano. Aunque fueran hermanos y aunque fuera corriente que, siendo ella una niña todavía, tuviera los dedos más pequeños, aunque no menos hábiles o menos aptos. Indalina, si quería, y los demás también podrían recibir clases de los hermanos Blasco en cuanto ellos aprendieran. Y para ello el amo sí trajo un profesor de piano que estuvo, durante algunos meses, día y noche con los hermanos: enseñándoles el piano, haciendo un repaso de las notas musicales, haciéndoles recordar de memoria canciones populares. Después de aquello, sólo venía alguna vez suelta para darles alguna que otra clase magistral. Pero ésas, ya sí, se las debían costear ellos con los recitales que hacían en Belfondo o las clases que, aunque a bajo coste, empezaron a dar.
Indalina, por supuesto, fue la primera alumna que los hermanos Blasco tuvieron. Como ellos todavía no eran unos expertos, decidieron, y también porque la decisión del amo les parecía injusta para ella, regalarle su tiempo y sus enseñanzas. De los dos hermanos, resultó ser Elpidio el que tenía un don. Quinciano tocaba el piano de maravilla, todos quedaban fascinados observando sus dedos, sus gestos, la posición de su cuerpo. Pero nadie, absolutamente nadie, podía arrancar de sus almas lo que Elpidio. Por lo tanto, Indalina, que tenía talento y no quería desaprovecharlo, decidió quedarse con él. Quinciano, por su parte, no se sentía dolido: Sinesio, el hijo de su hermano, es decir, su sobrino, había decidido tomar las clases con él. Uno por otro, Indalina por Sinesio, como moneda de cambio. El sobrino defendía su decisión: papá es que no tiene paciencia. Y no decía ninguna mentira. Elpidio no tenía paciencia con su hijo, ni con sus amigos, ni con sus muertos siquiera.
Pero sí con Indalina.
A lo mejor Elpidio sentía no haber tenido ninguna chica, a lo mejor sentía no haber tenido ninguna hermana. Ni ninguna mujer a la que amar y añorar. A lo mejor Indalina no era tan niña como él esperaba. O a lo mejor Indalina era tan niña como él esperaba, pero ya no importaba. Mientras Elpidio enseñaba a Indalina a tocar el piano, mientras rozaba sin querer sus dedos porque había tocado una tecla que no era, una nota más alta, Indalina… y en cuanto la rozaba, la voz le fallaba un poco, le salía una especie de falsete, y entonces Sinesio llegaba de su clase con su tío y se preguntaba por qué, a ver, por qué si él ya había terminado, Indalina todavía estaba en la habitación, teniendo ambos los mismos horarios.
Entonces sucede que hay un parón en la historia. Un punto en el que la vida de los pianistas se cruza en dos y ya jamás vuelve a ser una. Y es sólo por un gesto: Indalina, que se coloca bien el pelo, por ejemplo, o Indalina que, como se equivoca, se muerde un dedo infantilmente, o Indalina que, al marcharse, regala a todo el mundo la mejor de sus sonrisas. Y, a decir verdad, nadie atinaría a decir cuál es la mejor de todas las suyas, porque sorprendentemente la sonrisa de Indalina… no se sabía qué ocurría con la sonrisa de Indalina.
Indalina, niña, cómo lo has hecho.
Indalina no tiene amigos, sólo tiene dos, se podría decir que tres: Sinesio, Elpidio y Quinciano. Sólo esos tres. Y, bueno, el piano. Y los gatos y los perros que encontraba por la calle. Y su madre. Pero ya está. Se sentía bien así con su vida, así con sus amigos diferentes, así con su música, con sus dedos que tocaban en cualquier momento, con piano o sin él, con sus sueños efímeros.
Y sobre todo se sentía bien con el hijo de su profesor de piano. Mientras Sinesio tomaba clases con su tío, Indalina lo hacía con el padre de él. Y, al acabar, se cruzaban por el pasillo. Ya está. Ya estaba y eso valía. Valía para el corazón pequeño y confuso de Indalina. Y también para el de Sinesio. Bastaba el olor que dejaba su cuerpo diminuto al pasar para que el mundo entero temblara o desapareciera o fuera soportable. Indalina sospechaba lo que el vuelo de sus pies podía levantar en Sinesio. Sin embargo, al revés no era así. Y mucho menos cuando, a la hora de la cena, su padre se pasaba todo el tiempo hablando de Indalina. Su Indalina, la Indalina de Sinesio.
¿Por qué su padre podía hablar de ella con tanta naturalidad, sin vacilar, sin que temblara su voz? ¿Por qué él no era capaz de expresar lo que sentía por Indalina ahí, sobre la mesa? Decir, por ejemplo: quiero casarme con ella.
Porque Sinesio quería casarse con ella. No tenía dinero, no tenía casa, no tenía oficio. Ni siquiera la seguridad de que Indalina se hubiera fijado en él. Pero tenía algo muy adentro que le permitía tomar esa decisión.
¿Y por qué su padre era capaz de eso, de hablar sin parar, de ensuciar el nombre de Indalina con la comida que le caía de la boca al plato mientras pronunciaba el nombre y la vida y los progresos y las bromas y la risa de la amada? ¿Pero se podía saber por qué actuaba así de esa forma su padre y por qué nunca podía dedicar la cena a contarle cosas de su madre?
Porque la madre de Sinesio, la esposa de Elpidio, estaba muerta. Sinesio nunca la llegó a conocer. Ni sabe siquiera su nombre. A veces, cuando reza por la noche y se dirige a ella, se equivoca y le dice Indalina, y, tras la sonrisa pudorosa, se confiesa que no le importaría que su madre se llamara Indalina, o que la misma Indalina, tal como la ha conocido, fuera su madre. Pero su madre tenía derecho a un nombre propio, al que fuera, y todavía lo esperaba de su padre. Pero no llegaba. Ni iba a llegar. Porque Elpidio no lo conocía el nombre de la madre. Porque en realidad, aunque pocas veces se lo reconoce, la madre del chico no era su esposa ni lo había sido nunca. Un día se encontró con Sinesio en la habitación: no se sabe cómo había entrado pero, al verlo, con la cuna, con todo lo que se necesita para un bebé, cuando lo vio, supo que debía hacerse cargo de él sin decir una palabra, sin formular ninguna pregunta. Y así lo hizo. Se quedó con el bebé que ahora era un adolescente que se iba a convertir en un hombre.
Es por eso que entre ellos no hay eso invisible que ata a las familias. Pero ahora había algo que sí les unía de verdad, ahora había algo mayor que un apellido o un parentesco que los ataba de verdad, con algo fuerte, y no los dejaba respirar. Y eso irresistible era Indalina. Por las noches, cada uno en su cama, pensaban en cómo confesarle a la niña el amor que sentían por ella. Cómo podía hacer, por ejemplo, Elpidio, para despistar a su hijo y quedarse a solas con Indalina después de la clase. Y cómo podía, por ejemplo, Sinesio, hacer desaparecer a su padre para poder cruzarse con Indalina por el pasillo y poder hablar con ella sin que nadie les escuchara. Se sucedieron los días sin que ninguno de los dos tomara una decisión. Sólo sabían eso, que amaban a Indalina, aunque ninguno de ellos hubiera conocido el amor y a veces les diera por dudar y se preguntaran si no sería miedo a la soledad o solución, pero eran pocas las veces que el sentimiento se lo llevaba el propio fantasma.
Y mientras, Indalina con su pelo, con su dedo, con su sonrisa. Con todas esas cosas que era ella y que nadie más que sus dos pretendientes admiraban. Porque Indalina para nadie había resultado importante ni suficiente ni imprescindible. Ni siquiera capaz de llenar el vacío de ninguna persona. Y andaba despreocupada hasta que un día se encontró que, al salir de su casa para dirigirse a su clase de piano diario, se encontró con el padre y el hijo delante de su puerta. Enseguida se puso nerviosa sabiendo que cuando una niña deja de ser niña, cuando pasa a ser mujer, cuando eso ocurre, previamente hay un hombre que se fija en ella y se dispone a arrancarle la adolescencia de un tirón. Y, al verlos ahí a los dos, tan seguros de sí mismos, se dijo que era el momento. Les hizo pasar sin decir nada, aceptando ya las normas de aquello. Y miraba a Sinesio con orgullo, feliz de que por fin diera un paso que a ella no le correspondía.
Los padres de Indalina estaban en el salón: ella cosía, él reposaba la cabeza sobre el sillón y soñaba con otras vidas. Se sentaron todos y el padre de la niña dijo:
¿Y bien?
Entonces Elpidio empezó a hablar. Dio un rodeo tan grande sobre el tema que todos creyeron que ocurría algo terrible. Para acabar fue tajante. Dijo que quería casarse con Indalina. Lo dijo y cortó la respiración y no se atrevió a mirar a la niña que, confiada todavía, pensaba que hablaba en nombre de su hijo. Después Elpidio dijo: entiendo que tengan que pensarlo, puedo venir otro día, o más días, o lo que haga falta, para que me den la respuesta, para que hablen también con Indalina.
Y entonces, después de eso, dio la palabra a Sinesio, porque, aunque no había querido decirle a su padre qué era eso urgente que tenía que hacer en aquella casa, también tenía algo que decirles. Entonces el padre dijo de nuevo:
¿Y bien?
Y Sinesio dijo: yo venía a lo mismo, venía a lo mismo, venía a lo mismo, yo venía a lo mismo, Indalina.
Y nadie le tomó en serio.