La prostituta
Beremunda, aunque muchas mujeres de Belfondo no lo creen o no quieren creerlo, es una de las personas más afortunadas del pueblo. Su condición de prostituta le permite comer otras comidas, beber otras bebidas, hablar otras lenguas, vivir otras vidas. Porque la suya consiste en reinventarse todos los días. Y, sobre todo, todas las noches, que es cuando más los hombres solicitan su compañía. Si el señor Gramudio quiere que Beremunda se convierta, por el rato que pasan juntos, en una mujer pobre, porque eso a él, quién sabe por qué, le excita: Beremunda se rasga las ropas y pone la mano para pedir. Claro que lo primero que cae sobre ella no es ni mucho menos una moneda. Si el señor que vive en Barasile quiere que Beremunda se disfrace de enfermera, una como aquéllas que me cuidaron en la guerra, guapa, cuando me alcanzó una bala, anda, guapa, porque sigue enamorado de la que tenía los rizos pelirrojos: Beremunda se viste de blanco y, haciéndose una herida en la mano, con la sangre se dibuja una cruz roja en una nalga. Por eso Beremunda vive todas las vidas que no le pertenecen y respira otro aire del que hay en Belfondo. Una vez instalados en Belfondo, ninguno de ellos se ha atrevido a salir de allí.
¿Pero es que ella sí, es eso cierto, mamá?
La mayoría de las mujeres eso lo ven una obscenidad, un descaro y una vergüenza para el pueblo, pero Beremunda es la persona más afortunada de allí. De eso no hay duda.
¿O sí la hay?
No hay nadie más, de todos ellos, que sepa qué diablos ocurre en el mundo. No hay nadie más que pueda comparar su realidad con el resto de realidades. Por lo menos con las actuales, que muchos de ellos pudieron llegar a ver, antes de vivir en Belfondo, otros mundos. Pero ninguno va tan rápido como el de ahora, asegura la puta. No hay ni una mujer en Belfondo que sea tan libre como ella ni tan independiente ni tan feliz.
Cuando Beremunda pasa unos días fuera y vuelve, los niños le preguntan qué ha visto esta vez. Sus madres no quieren que se mezclen con ella, pero es la única, la única, que puede permitirse el lujo de vivir fuera de Belfondo y volver porque quiere y no porque no tiene otra salida.
¿No la tenemos, mamá?
Todos los niños admiran a Beremunda. Todos los hombres la desean. Y todas las mujeres la odian. Pero Beremunda vuelve siempre con una sonrisa porque dice que aquélla es su casa y allí es feliz. También sabe que, si tuviera que vivir siempre en Belfondo, se cansaría.
Quiero decir vivir todos los días, a todas horas.
Beremunda no sabe hacer otra cosa que vender su cuerpo. Intentó coser. Mejor dicho: su madre intentó que cosiera, que se dedicara, como ella, a montar muñecas de trapo. Beremunda cogía las cabezas de las muñecas y se las cosía torcidas al cuerpo. Nadie compraba las muñecas y tuvo que dedicarse a otra cosa. Intentó ser la cocinera de la única cantina que había en Belfondo, pero siempre se pasaba con la sal. Quiso ser actriz. El amo, una vez al mes, les trae una obra de teatro a Belfondo y ella, en cuanto vio la primera representación, supo que quería dedicarse a ello. Pero no tenía memoria para aprenderse los diálogos y tuvo que dejarlo. Pero sabe algo: cómo darles placer a los hombres. Eso lo sabe mejor que nadie. Mejor que todas las esposas.
Al principio lo hacía porque quería, no tenía ni idea de que, fuera de Belfondo, había mujeres que se dedicaban a ello, que comían de lo que les daba su cuerpo. Así que lo que hacía Beremunda al principio era estar con los hombres que le gustaban. Así era. Estaba con ellos porque quería. No le importaba si estaban casados, si eran mayores que ella, si no eran tan listos como ella esperaba. Estaba con aquellos hombres porque se divertía con ellos, porque se le daba bien estar con ellos, porque se olvidaba del resto de cosas, se dedicaba exclusivamente. Porque aprendía, no sabía muy bien a qué ni para qué iban a servirle aquellas cosas, pero aprendía, de eso no dudaba. Y se sentía bien, qué diablos, sabiendo que ellos la deseaban. Que la deseaban mucho, por otra parte.
Pero una vez acudió una prostituta a Belfondo. Nadie sabía de dónde había llegado, pero ahí estaba. Todos los hombres se acercaron a la barraca que se construyó al final del camino. Beremunda se acercó, como el resto de mujeres, para saber quién era aquélla, qué quería de Belfondo, qué hacía allí. Y como no dejaban entrar a mujeres, Beremunda se vistió de hombre. Cogió la ropa de su hermano y se fue dispuesta a descubrir lo que hacían los varones de Belfondo en aquella barraca. Lo descubrió: aquella mujer, pensando que era un hombre, le dijo que lo único que no haría sería besarle los labios, que del resto del cuerpo le pidiera lo que quisiera. Pedía, por ello, treinta pesetas. Cuando Beremunda se desnudó y descubrió su cuerpo de mujer, la quiso echar. Pero entonces le puso sesenta pesetas sobre la mesa y le pidió que le enseñara todo lo que sabía hacer. No le quedó otra que aceptar.
Hicieron el amor.
Beremunda no sabía que las mujeres también podían hacer el amor entre ellas. Pero aquella prostituta lo sabía todo. Y lo hacía todo también, excepto besar en los labios. Cuando ella se marchó, Beremunda se quedó con la barraca e hizo de su cuerpo su trabajo. Y cuando le preguntan si le gusta hacer lo que hace, sin que nadie se atreva a decir con palabras lo que hace, responde que ella no tiene ninguna culpa de saber hacer bien solamente una cosa. Y por supuesto tiene menos culpa de tener un cuerpo tan deseable como el que tiene. Y lo dice acariciándose el escote y las conversaciones, en ese momento, se acaban hasta que ella, alargando la mano, dice: veinte pesetas.
No es secreto en Belfondo que Beremunda es prostituta. Todos lo saben. Y entre ellos, el amo, que, junto a las mujeres, no soporta la situación. Ellas porque Beremunda lleva a sus maridos a sitios que ni siquiera saben que existen, el amo porque considera que Beremunda, con todos los viajes que hace al exterior, es un peligro. Y lo es: sabe cómo se viven las vidas, cómo comer otras comidas, cómo beber otras bebidas, cómo hablar otras lenguas. Y el amo teme que algún día Beremunda encuentre un lugar mejor que Belfondo y se corra la voz. Ese lugar existe, por supuesto. Aun así, no puede echarla del pueblo porque, igual que la fe o las obras de teatro o la enseñanza, el trabajo de Beremunda mantiene a los hombres satisfechos y sin mucho tiempo para pensar en lo que de verdad quieren. Y lo que de verdad deberían querer, según el amo, es la libertad. Pero lo que de verdad quieren ya se sabe qué es: tocar los pechos de Beremunda la veinte pesetas y tener la tripa llena.
El último escándalo de Belfondo es una historia que ha traído Beremunda del exterior. Lo ha contado ya varias veces, pero siempre hay alguien que trae a alguien que lo ha escuchado porque otro alguien se lo ha dicho por encima y quiere contrastar la información y, sobre todo, saber si es verdad. Y por supuesto que es verdad, todas las historias que trae Beremunda son verdad.
¿Lo son?
No como las de la señora Macli, dice, sabiendo que no le gusta que la llamen de esa forma. Así que, durante algunas tardes posteriores a las vueltas de sus viajes, la prostituta se convierte en cuentacuentos. Trabajos que parecen incompatibles pero que Beremunda ha sabido bien cómo unir.
Resulta que Beremunda se acostó con un hombre. Eso no era ninguna novedad. Lo que ocurría era que el hombre no era uno cualquiera. El tipo se había convertido en noticia en su pueblo y él lo que quería era desaparecer. Cuando Beremunda entró en su cuarto, lo encontró todo a oscuras. Primero pensó que era pura diversión, después se dio cuenta de que aquel tipo estaba enfermo.
¿Y qué le pasa, qué le pasaba?
Pues que hacía una semana había recogido dos cadáveres de un lago. Bueno, dos no, tres. Eran un matrimonio. La pareja había tenido un hijo hacía seis años que, a los dos de edad, tuvo un accidente.
¿Y qué le pasó?
Pues que lo dejó tonto. Lo dejó totalmente inútil. No podía moverse, apenas sabía hablar, no era capaz de expresarse de ninguna otra manera. Pero el matrimonio se sobrepuso, ¿sabes? Hicieron todo lo que pudieron por el niño y salieron adelante. Cuatro años después, el niño enfermó. Una enfermedad de esas que no se saben qué son ni de dónde vienen ni cómo se llaman. Y los médicos les dijeron que no podrían hacer nada por el chiquillo.
¿Y cómo murieron, cómo los encontró el hombre con el que estuviste?
Cuando el niño ya no tenía ninguna esperanza de vida, los padres lo llevaron a casa, porque estaba en un centro para niños enfermos, y se quedaron con él allí, esperando.
¿Esperando qué?
Esperando que muriera. Y, una vez muerto, la madre se metió al niño en un macuto. Y el padre se metió en otro macuto los muñecos del chico.
¿Y qué hicieron?
Se suicidaron. Se tiraron a un lago que había en el pueblo y allí se ahogaron los tres, aunque el niño ya estaba muerto. Y el hombre con el que Beremunda se había acostado los había encontrado. Acostado y sólo acostado, porque el hombre le pagó las veinte pesetas pero no le tocó ni un pie. Se puso a contarle la historia y nada más. Beremunda se desnudó, por compasión, y le dijo que no importaba si tenía que estar más tiempo de lo normal. Pero el hombre la rechazó. Los que estaban en Belfondo escuchándola no daban crédito, no podían imaginarse que la hubiera rechazado, más allá de la inverosimilitud de la historia que acababa de contar. Pero así era. Así fue. Y así lo contó Beremunda. Después contó que no aceptó las veinte pesetas porque su trabajo no era escuchar las desgracias de los demás, su trabajo era otra cosa y, por lo tanto, aquello que había hecho lo había hecho porque quería. Como una amiga, digamos. Muchos de los niños no habían entendido la mitad de la historia, pero estaban igualmente asombrados, dejándose llevar por las caras y los gestos de los demás que sí la habían entendido.
Beremunda se sentía orgullosa, ahí en medio, de poder contar lo que pasaba afuera, aunque sucedieran cosas desagradables, y también de haber obrado como había obrado. Cuando todos habían más o menos asimilado la historia, Beremunda se puso de pie y dijo: me enseñó uno de los muñecos que se encontró en aquel macuto del padre. Lo dijo con un tono que, se sabía, escondía algo. El qué, lo desconocían. Quisieron saber si lo había traído, entonces. Y Beremunda ya tenía preparada, con la mano detrás del vestido a punto de salir, una muñeca con el cuello mal cosido al cuerpo.