El teatro

La primera vez que el teatro callejero llegó a Belfondo, fue a escondidas y para sorpresa de todos. Al amo se le llenaba el corazón de orgullo de dar aquella maravilla. Se sentía el más generoso del mundo con la idea de entretener a sus habitantes de esa forma gratuita e íntima. Gratuita para ellos, claro. Sin apartar todos esos sentimientos que, a priori, podrían resultar bondadosos, sin apartarlos del glorioso poder que envolvía todos aquellos actos y que hacían de su sonrisa una mueca cruel y chillona.

Aparecieron los actores en la calle principal, donde está la taberna y la casa del amo y la tienda de los alimentos y la plaza. Se colocaron todos allí como si tal cosa. Una mujer vestida de pueblerina preguntó cuánto valían los tomates, un hombre vestido de trabajador se dirigió a la taberna, unos niños, porque también había actores menores, se pusieron a jugar al escondite por la plaza. Todos actuaban de forma natural. Pero actuaban. Los belfondinos se preguntaban unos a otros, con un gesto seco de la frente, quién era éste, o aquélla, o ésos. Y nadie atinaba a encontrarle el parentesco. El amo, por supuesto, estaba en todos los detalles, así que empezó algunos rumores para que aquellos personajes nuevos tuvieran su justificación. Unos a otros se iban explicando:

Éste se ve que es primo del amo, aquélla se ve que es su esposa y, ésos, como figurarás tú, son los hijos.

Pero, de pronto, empezaron todos a cantar. La mujer salió de la tienda, el hombre de la taberna, los niños de sus escondites. Y se reunieron en la fuente que hay en el medio de la plaza, se colocaron en ella y bailaron una canción que ellos mismos cantaban. Aquélla fue la presentación del teatro de Belfondo. Cuando acabó la canción, cuando todos los que andaban por ahí tenían la boca abierta y no sabían qué debían pensar ni sentir y mucho menos qué decir ni hacer, cuando algunos niños habían ido corriendo a casa para llamar a sus padres y que vieran lo que se estaba a punto de ver, entonces, llegó el amo con una gran sonrisa y extendió los brazos como si quisiera recibir el abrazo de alguien, o al abrazo de todo Belfondo, y puso su cuerpo como a disposición del pueblo, pero el pueblo había quedado paralizado, el pueblo no alcanzó siquiera a dar una palmada. El pueblo no dejaba de sentir, de todas las cosas que podía sentir, había una que ganaba al resto, no dejaba de sentir que estaban siendo engañados, que aquellas personas no eran de verdad, que la canción estaba preparada, que el baile no nacía del corazón.

A ti qué te ha parecido, se preguntaban unos a otros.

Que no es de verdad, que no es la vida, que no es la realidad.

Todos coincidían en eso. Los actores actúan, eso se sabe de antemano, pero los belfondinos, acostumbrados a sus tareas, sus miserias, su hambre, su pena, acostumbrados los belfondinos a Belfondo, que viniera un grupo de personas a hacer lo que no es, no gustaba. Simplemente no gustaba. A imitarles, como burlándose de ellos.

El amo lo había hecho de corazón, de un corazón como el suyo del que no se puede esperar demasiada cosa, pero lo había hecho desde ahí. Y mientras esperaba que alguien dijera algo, que alguien agitara sus manos para aplaudir, que algún niño se le acercara, aunque no fuera eso lo que él deseaba, mientras esperaba que algo ocurriera, se escuchó una risa tan fuerte y perversa que parecía la del demonio mismo: pero era la esposa del amo. Satisfecha.

La esposa del amo, asomada por una ventana de su casa, por la más alta, con la cortina morada envolviendo su cuerpo, la esposa del amo, con la mitad del cuerpo echado para adelante y riendo muy desde adentro.

Entonces el teatro pasó a un segundo plano. Se bajó el telón invisible y toda la plaza y todos los que no sabían qué sentir frente al teatro centraron su atención en la esposa del amo que, aunque había cortado la carcajada, arrastraba todavía en sus mejillas una sonrisa, estaba divertida ahí, subida, en lo alto, siendo la protagonista del teatro, estaba divertida y ella lo sabía, por eso en aquel justo momento se puso a aplaudir y a decir bravo, bravo, y todos acabaron siguiéndola por no llevarle la contraria, aliviados por que alguien tomara la iniciativa por ellos indicándoles qué tocaba hacer en momentos como ése. Al final acabó salvando la actuación y acabó salvando el resto de actuaciones que, a partir de aquel momento, empezaron a sucederse todos los viernes.

Los viernes: teatro.

Todos lo sabían y todos asistían al espectáculo. El segundo viernes de cada mes era diferente: aparecía un pequeño teatro en el centro del pueblo, uno como el que todos imaginaban que había en la ciudad, pero en chiquito, en muy chiquito, y de ahí salían unas manos enfundadas en títeres y unas voces de detrás del telón que conseguían tener mudos y en otros mundos durante dos horas a grandes y pequeños.

El amo veía el espectáculo desde lejos, porque lo que a él le interesaba no era la historia, el cuento, el relato, lo que a él le quitaba el sueño era cómo encajaban aquellas fantasías el pueblo. Pensaba: que no se muevan nunca de aquí, que lo tengan todo a mano, incluso la diversión. Y por supuesto él elegía todas las temáticas y censuraba aquellas obras o espectáculos que considerara que iban a dañar su imagen o la imagen que él mismo tenía de sí. No hubo ni una sola historia alrededor de un amo: ni que él fuera bueno ni que él fuera malo. Nada de amos en las actuaciones, pues. No había comparaciones posibles. Y eso era, básicamente, de lo que se ocupaba el amo de Belfondo: de las comparaciones.

Cuanto más encerrada estuviera la vida, mejor. Todo podía explotar de un momento a otro: era como meter toda el agua del mar en un recipiente que, por grande que fuera, tenía límite. Y la vida en Belfondo estaba así, metida a presión, con calzador de un zapato viejo y gastado que ya nadie miraba pero que, a falta de alpargata, todos se ponían. Así el amo llevaba el teatro a Belfondo y lo metía por los pocos huecos que le quedaban ya al pueblo. Fue duro para los actores encajar en aquel modelo de vida. Ellos, libres, que vivían tantas vidas como sus personajes les ordenaban, viviendo de un lado para otro, actuando fuera y dentro de sus vidas, dentro de sus actores principales o secundarios, siendo ellos u otros, olvidando para después recordar: precisamente todo lo contrario de Belfondo, ellos habían derramado todo el líquido de su recipiente sobre el mar y ahora lo único que hacían era nadar, a veces contra la corriente, otras veces a favor del curso del agua. Pero siempre remando, nadando, avanzando a grandes o pequeñas brazadas. Así, cuando llegaban a otros lugares, hablaban de Belfondo como de un sitio cerrado. Algunos, los más dados a la metáfora, decían:

Es como una pecera, no, es una pecera.

Y cuando presentaban ante el amo su nueva obra, cuando el amo los miraba con un solo ojo, de costado, y movía la boca como una vaca, no podían ser libres ni tampoco podían ser peces. Por eso, cuando decidieron que los últimos viernes de casa mes el espectáculo iría sobre magia, temieron tanto por el puesto fijo que tenían allí en Belfondo, por el dinero que les proporcionaba el amo, que les permitía estar el resto de la semana sin trabajar, sólo ensayando para los viernes.

¿Y de qué iba a ir?

De hacer desaparecer hombres y mujeres. Entiéndanos, señor, de hacer como que desaparecen, de esconderlos sin que los demás puedan advertirlo, de sacarlos después y dejarlos a todos con la boca abierta, de dormirlos para que hagan lo que nosotros les ordenamos, de utilizarlos como si fueran muñecos. De todo eso.

Y esa parte última al amo le gustó. Sólo puso una condición: que no hubiera secretos para él, que fuera conocedor de todos los trucos y él, a cambio, les guardaría la trampa. Una vez estrechadas las manos y aceptado el intercambio, los actores acudieron a casa del amo para hacer la primera prueba, para enseñarle cómo iba a suceder todo. Necesitaban, para ello, una persona de confianza que les sirviera de ejemplo. Y al amo no se le olvidaba aquella imagen de su esposa en la ventana, no conseguía desatender la risa cruel y violenta que escuchó tras el silencio del pueblo. Y tampoco podía hacer desaparecer aquel pensamiento que tuvo nada más girarse y verla: que se caiga, que se caiga ahora mismo. Sin sospechar siquiera que su esposa es una de esas mujeres que frente a una ventana se convierte en todo lo que no parece, sin saber que ante una ventana hay mujeres que no sienten vértigo, ni miedo, y miran hacia abajo sin rodeos y son capaces de mirarle a los ojos a un ciego y descubrir ahí dentro el amor. No sabe que hay mujeres que son pájaros. Él no puede comprender algunas cosas de su esposa y sólo piensa en ella ahí, en la ventana, y dentro se le viene:

Que se caiga, que se caiga ahora mismo, que se tire, que vuele como una gallina y lo llene todo de su ridiculez.

Pero el amo no comprende tantas cosas. Y cuando piensa que los actores van a hacer desaparecer a su esposa, no lo duda. Le pide que baje y baja. Le pide que se ponga donde le digan los actores y se pone. Y los actores empiezan su función. Y cae una tela por encima de la esposa del amo y dicen algunas palabras en latín o en algo que se le parece y, bajo la tela, la esposa del amo se dice que Sontano lo ve todo así, del mismo color, y se siente feliz, se siente tranquila. Pero una mano la coge con violencia por el brazo y se la lleva de ahí, de ese lugar secreto, y la esconde no sabe dónde. Le dicen con el dedo que debe permanecer en silencio y ahí se queda ella, suspendida, sin saber de qué se trata. Y sólo se trata de divertir al amo. Sólo se trata de eso, de engañar al amo. De desaparecer por unas horas. Y a la esposa le parece poco tiempo.