El cura

La señora Maclina tiene los suficientes años como para haber vivido en más sitios que en Belfondo y recordarlos desde lejos. Primero estuvo viviendo con su familia en un pueblo del sur donde había un río al que iba a jugar con sus hermanos. Jugaban incansablemente a tirar piedras al agua y hacer que rebotaran. No era un sitio muy grande, los sitios donde ha vivido la señora Maclina siempre han sido más o menos pequeños, así que conocía a todos sus vecinos. Los que vivían en su misma calle y los que no. Se hizo muy amiga del zapatero y, cuando llegó a casa con unas sandalias de piel nuevas, la madre le dio una bofetada. Dónde se había visto que en su casa se aceptaran regalos tan caros como aquél. No eran pobres. Eso lo decía la madre, pero sí eran pobres y la señora Maclina estaba ya harta de tener heridas en las plantas de los pies y en el corazón. Por eso, cuando tuvo quince años, se marchó de allí. Cogió los zapatos aquellos que, debajo de la cama, escondidos, habían perdido todo el brillo, y empezó a caminar en línea recta. Anduvo tanto que llegó a un sitio donde había, incluso, coches. Siempre lo cuenta la señora Maclina cuando Beremunda la veinte pesetas cuenta sus aventuras de fuera de Belfondo.

La señora Maclina se hace respetar por eso, porque tiene los suficientes años como para haber vivido en más sitios. Los demás apenas se acuerdan de dónde estuvieron antes de Belfondo porque han preferido olvidarlo, eso si es que llegaron a estar alguna vez en otro sitio que aquél, porque algunas generaciones ya crecieron ahí, en Belfondo. Y para ellos sólo existía un amo. Y eso que la señora Maclina les asegura que, amos, hay en todas partes y de muchas maneras. Y que han tenido suerte con el que les ha tocado. Eso lo asegura la señora Maclina, aunque nadie la cree.

Nunca había visto la señora Maclina un auto, fue allí, en el pueblo al que llegó con quince años, con sus sandalias regaladas, donde los vio por primera vez. Y, en ese momento, hasta entonces no, pero, en ese momento, se acordó de su madre, que seguramente se moriría sin ver un coche como el que ella vio en aquel sitio, y sonrió satisfecha. Beremunda dice que ella no sólo los ha visto, los coches, sino que se ha montado en ellos y ha hecho cosas increíbles. Cuando lo dice, se acerca a algún niño pequeño que tenga cerca, le tapa los oídos y se ríe como una gallina. Pero en Belfondo nadie tiene tantos años como la señora Maclina, ni tanto pasado tampoco.

Estuvo viviendo en varios sitios más, donde nunca fue feliz, hasta llegar a donde se ha quedado, Belfondo, y a nadie le ha dicho los nombres de esos pueblos. Se corre el rumor de que la señora Maclina sólo sabe que decir mentiras, pero ella no quiere ni escuchar hablar del tema. De los pueblos en los que ha vivido siempre habla de una cosa, la única que han tenido en común todos ellos: la iglesia. La señora Maclina es una persona muy creyente, así se define ella: una persona muy creyente, y necesita confesarse constantemente, no porque peque, sino por… por puro placer, y necesita rezar y necesita también acudir a misa todos los domingos. No había faltado, en ninguno de los pueblos en los que había vivido, ni un domingo a la iglesia. En algunos de los pueblos incluso no había cura hasta el domingo y el resto de días uno iba a la iglesia con su rosario y se servía de Dios como pudiera o quisiera. No, no había faltado nunca, ni con cura ni sin cura.

No hasta que llegó a Belfondo, que no tenía ni iglesia ni cura ni siquiera un Dios. Sólo tenía al amo, pero el amo no le bastaba a doña Maclina. Así que se acercó una tarde a la casa del amo con un rosario en la mano.

¿Usted sabe qué es esto, señor?

Y el amo, descreído y escéptico como es, y un poco irónico, contestó que un colgante. En ese mismo momento, la señora Maclina se santiguó. Como tiene los años que tiene, Maclina, y eso le ha permitido vivir y conocer muchos mundos y mucha vida, trata al amo con bastante familiaridad. Al principio al amo le ponía un poco nervioso, pero ha acabado por aceptarla así como es, así con todos sus años y todas sus manías. Le dijo siéntese que voy a contarle lo que es un rosario. Y así, durante horas, estuvo hablándole al amo de las iglesias en las que ella había estado, de los curas que había conocido, de las monjas que la habían ayudado, de ese Dios que la socorre siempre que lo ha necesitado, de esa fe suya que movería montañas, mon-ta-ñas, como se lo digo, y de la falta que le hacía a Belfondo un sitio en el que rezar, una casa de Dios, un lugar con imágenes divinas al que acudir todos los domingos, o sólo un lugar con bancos donde sentarse a pensar y pedir, pensar y pedir.

¡Una salvación!

Maclina hablaba por sí misma, pero se podía intuir, bajo su voz aguda, la de todo el pueblo. Pero el amo no creía en ningún Dios y no tenía intención de creer nunca, sabía muy bien, o creía saber muy bien lo que hacía al no poner imágenes divinas en ése, su lugar, como si fuera su casa, como si allí sólo él fuera a vivir. Sin embargo, aceptó. Así, rápido. No había pasado ni una vez ni dos que el amo, al aparecer por la plaza, viera a Maclina rodeada de gente escuchando sus historias de pueblo donde, por supuesto, tenía un gran protagonismo Dios. Tampoco era la primera vez que el amo se preguntaba qué pasaría si existiera una iglesia, la iglesia, su iglesia. Desde luego había habitantes que habían vivido, como Maclina, aunque menos tiempo, en otros pueblos, digamos, creyentes. Pero a la mayoría le bastaba el amo, le bastaba el trabajo, la comida, la cama. Pero como una epidemia, la necesidad de Maclina por recobrar la fe se fue extendiendo por todo Belfondo. Y eso el amo lo sabía. Y pensaba actuar en consecuencia. Aceptó, entonces, a poner la iglesia. Aceptó por Belfondo, por los habitantes de su pueblo. Pensó que no les iría mal un poco de una fe a la que aferrarse cuando las cosas se ponen feas. Porque las cosas, a veces, se ponen feas. Y en Belfondo no iba a ser menos.

Se acordó entonces el amo de su madre, de cuando murió su hermano y ella pudo superarlo diciendo que se iba a una mejor vida, se acordó de todas aquellas preguntas que él se hacía ya desde pequeño y que su madre, con la ayuda de Dios, o por la culpa de Dios, no se hizo nunca. Y se dijo que el pueblo necesitaba esa dosis de fe, o esa dosis de idiotez que arrastra a la fe. Así era el amo frente a Dios y la religión. Sin embargo, aceptó poner una iglesia. Desde fuera, ilógicamente, aceptó la petición de la señora Maclina. Por supuesto ella ignoraba las intenciones del amo, ignoraba por completo la maldad que se escondía tras el trato. Sólo había un problema y no uno cualquiera:

No tenían cura.

Como para todo a lo que se le buscaba solución, el amo convocó una reunión para ver si había alguien con suficiente valentía y arrojo como para plantarse en el altar de una iglesia y hacer que el pueblo se convirtiera a esa religión nueva. Porque una cosa tenía clara el amo y es que la fe de Belfondo sería diferente al resto de fes. El Dios de Belfondo sería diferente al resto de Dioses. Claro que eso no lo dijo. En el pueblo no hubo nadie que el amo viera capaz de hacer aquel trabajo. Sin embargo, a la reunión faltó una persona, sólo una: Sontano.

El amo lo sabía. Como sabía también que aquél era el hombre que necesitaba su iglesia. Sontano es el único ciego de Belfondo. Al ser el único, se ha convertido en un marginado. Incluso en su familia. Su madre opina que es un inútil que no sabe hacer nada sin ayuda. Sontano se ha cansado de pedirla, la ayuda, a base de no recibirla, con lo cual no hace absolutamente nada. Ni siquiera acudir a las reuniones del amo que son de asistencia obligatoria a menos que estés enfermo. A Sontano lo han convertido entre todos en un enfermo crónico. Antes de dar por finalizada la reunión, el amo se acercó a la madre de Sontano y le pidió permiso para ir a verlo aquella misma noche. Le prometió que Sontano dejaría de ser un inútil y, la mujer, que tenía una confianza enorme en el amo, por un momento pensó que le devolvería la vista.

Por suerte o por desgracia, el poder del amo no era tan fuerte.

Pero quería proponerle algo que cambiaría su vida. La de Sontano y también la de su madre, que ya no sabía qué hacer con él porque no se podía, aunque se quisiera, nada. Cuando el amo llegó a casa de Sontano, lo encontró de pie en medio del salón. Como siempre se movía con la ayuda de alguien, se había perdido en su propia casa y había decidido quedarse parado ahí hasta que todos volvieran de la reunión. Estaba a punto de romper a llorar cuando escuchó la puerta y se secó de un golpe las mejillas. El amo, que nunca había visto a un ciego, se preguntó si también ellos podían llorar.

Ellos, los ciegos.

Y naturalmente que podían, porque Sontano no había dejado de hacerlo desde que había nacido. Sontano bien sabe lo que un ciego puede llorar aunque no pueda ver sus propias lágrimas, sin saber que nadie puede verlas de tan transparentes.

Pero algo se verá de las lágrimas, ¿no?

Sí, pero apenas nada.

Lo cogió del brazo con suavidad y le dijo quién era. No iba a poder reconocerlo por la voz porque nunca lo había escuchado. Sontano no se lo creía, creía que era su padre o su hermano tendiéndole una trampa más, hasta que su madre, de un chillido, le dijo que dejara de hacer el imbécil. El amo tenía un plan: ateo como era no confiaba en que nadie, con la posibilidad de ver, fuera capaz de creer en un ser superior. Se puede obedecer a un ser superior, pero no creer en él. Estaba convencido de que nadie en su sano juicio sería capaz de justificarlo todo con un Dios. Todas las miserias, todas las desgracias, todas las injusticias. Incluso su superioridad en Belfondo. Eso, un Dios, no lo permitiría. Por eso Sontano era el hombre que estaba buscando. Un hombre virgen, por así decirlo, que no podía ver, que se tenía que fiar de la palabra de los demás, hasta de la suya, un hombre marginal como era él, era la persona indicada para ser el cura de Belfondo. Por supuesto a Sontano le soltó otro discurso mucho más entusiasta. Le dijo que todos podían verlo, a él, al señor del cielo, que era bondadoso, que era el creador del cielo y de la tierra, que era omnipotente y que él, él, Sontano, era el elegido para traer la palabra de Dios a todos los demás.

Sontano se preguntó cómo, hasta entonces, no había sabido nada de él. Del Dios.

Pero eso era algo fácil de salvar, aquélla era una duda con la que el amo contaba. Y, gracias al maltrato, al aislamiento que había sufrido en su casa, pudo convencerle de que ni su madre ni su padre ni sus hermanos se habían preocupado de hacérselo saber. Pero que había llegado su hora. La hora. Y Sontano por primera vez se sintió útil. Y aceptó, por supuesto, qué otra cosa podía hacer, como se decía constantemente el maestro. De todas formas, le advirtió al amo de que nunca había escuchado esa tal llamada, que jamás se le había presentado ese tal Dios y que no sabría defender esa fe a la que todos son tan fieles. El amo le aseguró que pronto ocurriría. Y que allí, encerrado como estaba siempre en su habitación, cómo iba a encontrarlo Dios. Tan en la oscuridad como había estado su vida, cómo iba a creer Dios que era el elegido.

Que abriera las ventanas, que abriera el alma.

Medio gritando lo dijo el amo, con los brazos abiertos pero sin aprecio ninguno. Al día siguiente anunció que, a partir de aquel momento, Sontano sería el cura de Belfondo. Y que ya había mandado construir la iglesia. Tan pronto como pudieran, asistirían a confesarse siempre que quisieran y los domingos podrían ir a misa a escuchar a Sontano.

La señora Maclina sonrió muchísimo. Mientras algunos trabajadores de Belfondo se ocupaban día y noche de que la iglesia estuviera construida cuanto antes, la esposa del amo acudía todas las noches a la ventana de Sontano, que estaba abierta de par en par, y se dirigía a él haciéndose pasar por ese Dios del que hablaba el amo. El día que la iglesia se abrió para todos, el amo se acercó a Sontano para preguntarle si ya había recibido su llamada y Sontano dijo que sí con la cabeza. Las primeras palabras que dijo en cuanto se subió al altar, con la ayuda de su orgullosa madre, fueron:

Señores y señoras de Belfondo, Dios es una mujer, una hermosa mujer.

Y todos aplaudieron confundidos. La señora Maclina no pudo contener la emoción y lloriqueó como una niña de quince años con zapatos nuevos.