La funeraria

Petronilo, como todas las mañanas, lo primero que hizo fue palpar a tientas la mesilla de noche hasta encontrar las gafas de ver. Se despertaba siempre a las seis y nunca se quedaba dormido. Su mujer, aunque no trabajaba en la fábrica, se levantaba a la misma hora que él y, cinco minutos antes de la hora, siempre se desvelaba. Era como un reloj. Mientras Petronilo se ponía la ropa de trabajar, Domitilda le preparaba el desayuno. Siempre el mismo: una taza de leche y un trozo de pan que Petronilo metía dentro de la taza y después escurría en el borde de la misma. Domitilda, que se sentaba delante de él en la mesa pero sin desayunar, porque recién levantada no le entra nada, abría la boca como cuando se le da de comer a un niño pequeño. Y siempre tenía preparado un pañuelo en la mano por si se le caía alguna gota de leche por la barbilla. Cosa que siempre pasaba.

Aquel día fue como todos los demás días desde que habían llegado a Belfondo. Hacía ya… hacía mucho tiempo. Antes de salir por la puerta, le daba un beso en la cara a su mujer y Domitilda automáticamente se iba a la ventana desde donde le decía adiós con la mano. Una y otra vez, con la mano, adiós, adiós, una y otra vez, aunque no se girara al llegar al árbol más grande del pueblo, adiós, adiós, con la mano.

Petronilo pensaba, aunque nunca se lo contó a nadie, que quería que llegara el día en que toda aquella rutina cambiara, salir de Belfondo, trabajar quizá en otra fábrica, decir adiós a su mujer con la mano, pero en otra casa, que un árbol no le resultara tan conocido y viejo como él, lo pensaba y se guardaba el secreto porque sabía que si se lo contaba a su mujer se sentiría menospreciada y un poco vacía. Cuando ya estaba Petronilo más cerca de la fábrica que de su casa, Domitilda pensaba: se me ha olvidado decirle que se acuerde de hacerme la señal cuando salga del turno de mañana. Pero Petronilo siempre se acordaba.

A media mañana, Petronilo estaba en su lugar de trabajo y se empezó a encontrar mal. Simplemente se encontraba mal. No sabía cómo explicar lo que le pasaba, pero se encontraba mal. No estaba como cuando estaba normal. Con el miedo en los pies, como advirtiendo que era un castigo por haber soñado con otra vida mejor que la que tenía, rezó algo rápido y pronto se arrepintió y le dijo a cualquier Dios que ya estaba bien como estaba, por si el mal amilanaba, por si conformándose podría vivir. Y en ese momento, antes de que pudiera decirle al compañero que tenía al lado que no se encontraba del todo bien, su corazón se paró. Así es. Sin más. Su corazón se paró y se desplomó allí mismo. Su compañero lo miró y, al verle la cara, supo que estaba muerto. No había visto nunca a un muerto, pero lo sabía. Podía ver en el rostro de Petronilo la muerte. Y pidió ayuda para cogerlo y llevarlo a alguna parte. Lo cogieron entre cuatro hombres. Y, una vez arriba, no supieron dónde llevarlo. Nadie hasta el momento había muerto en Belfondo. Y no sabían qué debía hacerse en esas circunstancias. Sabían cómo moría la gente en otros lugares en los que vivieron antes, pero no ahí, donde la mirada del amo lo supervisaba todo. Se miraron los cuatro, Petronilo empezaba a pesar, lo reposaron un momento en el suelo, tomaron aliento, volvieron a cogerlo. Al final se decidieron y mandaron a uno de los niños que trabajaba en la fábrica a que fuera corriendo a la casa del amo y le dijera lo que había ocurrido.

Y qué ha ocurrido, preguntó el niño sin poder apartar la mirada de Petronilo.

Por el camino, el niño fue diciendo: que Petronilo ha muerto y no saben dónde llevarlo, que Petronilo ha muerto y no saben dónde llevarlo. Se encontraba con gente por la calle que le preguntaba adónde iba si tenía que estar en la fábrica. Y él decía: que Petronilo ha muerto y no saben dónde llevarlo, que Petronilo ha muerto y no saben dónde llevarlo. Así empezó a saberse en Belfondo que Petronilo había muerto. Nadie quería decírselo a Domitilda. Y no hizo falta porque, cuando salieron todos los hombres del primer turno de mañana, no vio a Petronilo como lo había visto todos los días desde que habían llegado a Belfondo, no le hizo la señal, no pudo porque no salió siquiera de la fábrica. Y supo que algo terrible había ocurrido. Y algo terrible había ocurrido y el niño que iba corriendo a casa del amo no podía apartar de su cabeza la cara de Petronilo. Su cara muerta. Cuando llegó a casa del amo, dijo:

Que Petronilo ha muerto y no saben dónde llevarlo.

El amo salió corriendo hacia la fábrica y el niño tras él. Cuando llegó, cogió a Petronilo, lo montó en una mula y se lo llevó a su casa. Tuvo que morirse, el pobre Petronilo, para poder descansar su enorme trasero en la cama del amo. En vida le habría hecho mucha ilusión. Y tantas cosas le habían faltado por hacer, tan casi viejo como era y tanto que tenía pensado aunque en el último momento se hubiera arrepentido, aunque intuyendo la muerte hubiera creído que mejor Belfondo que la eternidad, tantas cosas ahora ya caducas. El amo mandó a un trabajador a contarle a su mujer lo que había ocurrido, pero su mujer ya lo sabía.

Aquella misma noche se organizó una reunión para hablar sobre el tema. Nunca se había muerto nadie, por lo tanto no tenían cementerio, no tenían funeraria, no tenían un hombre que llevara todo aquel asunto. La reunión era para elegir al que se encargaría, a partir de ahora, de los muertos. Por supuesto, cuando el amo preguntó si había voluntarios, todos hicieron como que no iba con ellos la cosa.

¿La muerte no iba con ellos, de parte de quién estaba?

Entonces se levantó y dijo: os doy una semana, recordad, una semana, para que escribáis un epitafio para Petronilo. Ni un día más ni un día menos. Iba a ser como un concurso: el que lo ganara, sería el encargado de enterrar a los muertos y de poner el resto de epitafios del pueblo. Es decir, sería el propietario de una funeraria que acababan de crear en aquel momento. Todos se miraron y pensaron que el amo se estaba volviendo loco. Aunque no era la primera vez que lo pensaban. Pero volvieron a pensarlo y con más fuerza, porque tratar aquel tema de la muerte de Petronilo con un concurso de epitafios no era lo que se esperaba del amo de Belfondo. Y fue ahí cuando muchos de ellos empezaron a preguntarse qué esperaban exactamente del amo. Y sólo esperaban, para ser sinceros, que les diera trabajo, comida y cama. En ese orden.

Todos se fueron muy inquietos a casa: más por la idea de tenerle que buscar un epitafio a Petronilo que por la misma muerte. Por supuesto, a aquella reunión, ni Domitilda ni su hijo acudieron.

Durante la semana del concurso, la gente comentaba sus epitafios. Unos a otros intentaban recordarse cómo era Petronilo, como si ya lo hubieran olvidado por el tiempo y la lejanía, se contaban anécdotas sobre él, intentaban buscar en sus imaginaciones dormidas algo que decir. Y la mayoría tuvo sentimientos encontrados: querían ganar el concurso, pero no querían enterrar ni a Petronilo ni a los demás que se murieran. Pero en Belfondo había un hombre capacitado para, sino enterrar a los muertos, para buscarles un epitafio.

Horacio es poeta.

Nadie lo sabe, ni siquiera él, pero es poeta. Por las noches duerme poco y se dedica a escribir poemas en una libreta que le ha costado tres raciones de comida. Su mujer casi lo echa de casa al enterarse. Cuando el amo propuso el concurso, no se quedó, como los demás, comentando en la plaza la locura y el atrevimiento. Se fue corriendo a su casa, abrió su cuaderno y empezó a escribir todas las cosas que se le ocurrían sobre Petronilo. Horacio era el hombre que necesitaba Belfondo. Pero también su condición de poeta y de amante de las palabras y de la belleza lo convertía en la persona más débil para aquel trabajo. La más sensible y susceptible de todo Belfondo. Aunque nadie lo supiera, aunque ni siquiera él lo supiera. De todos modos, tampoco dependía mucho de Horacio la decisión de ser el propietario de la funeraria. Para variar, la última palabra la iba a tener el amo.

Siempre, todo, el amo.

Una semana más tarde se haría el concurso y Horacio sólo tenía anotadas, a días del momento, ideas y anécdotas de Petronilo. Algunas de su memoria, algunas que había escuchado en la calle y que no recordaba. Cuando ya todos estaban sentados y reunidos y con un papel pequeño, arrugado y sudado en las manos donde guardaban el epitafio, Horacio estaba en su casa. Justo, justo en ese momento, le había venido la inspiración que le había flaqueado durante la última semana. Salió corriendo de su casa y metió su papelito arrancado de la libreta de poemas en la urna donde ya reposaban todos los epitafios de Belfondo. La esposa del amo, que sólo se dejaba ver en ocasiones tan especiales como la que estaban viviendo, era la encargada de meter la mano y sacar un papel y leerlo con esa voz que tiene la esposa del amo, leerlo en voz alta.

Los epitafios eran anónimos. Sólo tenían un número que iba diciendo la esposa del amo en cuanto lo sacaba: el primero era el uno, el segundo era el dos, el tercero era el tres. Así funcionaba. Y, al acabar, cada uno tenía que elegir el número del epitafio que más le hubiera gustado. Cuando acabó de decirlos todos, muchos tenían apuntados en la cabeza más de un número y le hacían repetir el epitafio en voz alta a la esposa del amo, con aquella voz que tenía la esposa del amo. El del poeta, al ser escrito con rapidez, fue el que más le costó de leer.

Ganó el epitafio de Horacio, claro, por mucha diferencia del segundo que más había gustado. El segundo fue el del cartero, aunque a nadie le importó. Cuando preguntó el amo de quién era, a Horacio no le salía la voz. No tenía demasiado claro si las consecuencias de haber ganado eran las que él buscaba. Y, por otra parte, también era la primera vez que alguien que no fuera él mismo leía una cosa que había escrito. Dijo:

Es mío.

Y todos se giraron hacia él haciendo un ruido al unísono. El amo se le acercó y le dijo que, a partir de aquel momento, él iba a ser el encargado de enterrar a los muertos, empezando por Petronilo, de vestirlos por lo tanto para la ocasión y de prepararlos para que los familiares pudieran despedirse de ellos en condiciones. También, y supo enseguida Horacio que aquello sería lo único de su trabajo que le gustaría, tendría que escribir los epitafios de todos. Aclaró ya el amo que, aunque no iba a trabajar tanto como el resto y sólo Dios sabía cuándo sería el siguiente muerto, no iba a tener más compromiso que el de enterrar. Bastante difícil era la tarea como para añadirle alguna más. Muriera la gente que muriera en Belfondo, él tendría su sueldo fijo. Lo cual le permitiría a Horacio escribir tanto como quisiera. Y así fue. Tardó muchísimo tiempo en morir el siguiente habitante de Belfondo y, como le ocurrió con el concurso, bajo presión, la inspiración desapareció y no sabía qué epitafio escribir para el difunto. Así que tomó una decisión: escribiría los epitafios cuando estuvieran en vida y así ya los tendría. Al principio era un secreto, se sentía obsceno escribiendo aquellos epitafios de gente viva. Después se lo acabó tomando como algo natural y, alguna vez que se había emborrachado en la taberna, harto de estar encerrado en su casa escribiendo poemas y volviéndose un poco loco, se había acercado a un hombre y le había dicho, apuntándolo con el dedo:

Ya tengo tu epitafio, puedes morirte cuando quieras.

Después se reía de una manera escandalosa. Y ocurrió lo que se temía: con las semanas, se le acabaron los habitantes de Belfondo. Ya sólo quedaban por escribir dos epitafios: el suyo y el de su mujer. Una noche, cuando estaban ya tumbados en la cama después de haber hecho el amor como si fueran sus últimos días en el mundo, Horacio, sin apartar la mirada del techo, dijo:

Hoy he escrito tu epitafio, amor.