La confianza
Merina, la mujer de Amario, le sigue a todas partes. Y por eso sabe que entra en la barraca de Beremunda. Y por eso sabe que se disfraza con un sombrero tan grande como estúpido. Cuando su marido se acerca a la barraca, ella aguarda afuera, donde no puede ser vista. Y cuenta los minutos en voz baja. Sesenta segundos, un minuto. Sesenta segundos, dos minutos. Y después, cuando en casa se obligan a hacer el amor, también los cuenta. Y siempre tarda más con ella. Primero se sintió feliz de que reposara su cuerpo sobre el de ella más tiempo que en el de Beremunda. Después entendió que, si tardaba más, también era porque le costaba más sentir placer. Y sintió una gran tristeza. Podría dejar de contar los minutos, o dejar de perseguirle, pero no encuentra otra manera mejor de seguir con su vida: buscando la verdad. Después, una vez la tiene en las manos, no sabe qué hacer con ella, pero por lo menos la tiene.
Por lo menos la tengo, ¿o no?
Por la noche, cuando Amario llega de trabajar, Merina le pregunta cómo le ha ido el día. Sabe perfectamente cómo y de qué manera porque lo ha estado siguiendo sin descanso, pero, aun así, pregunta. Amario es fiel en todo lo que cuenta, exceptuando los encuentros con Beremunda, que entonces se inventa cualquier cosa. Merina podría dejar de preguntarle, o dejar de perseguirle, pero le gusta cómo Amario se inventa historias para no herirla.
Lo hace para no herirme.
Se lo pregunta y disfruta de las aventuras que le aguardan a Amario mientras estaba en el cuarto de Beremunda, porque Amario sólo sabe que inventarse cosas fantásticas, no es capaz de contar algo sencillo, banal, algo acorde con Belfondo, con la vida que llevan allí ambos, sólo inventa cuentos que Merina escucha entregada. Y algunas noches se acuesta insuperablemente feliz, creyéndose todo lo que le ha contado.
Pero ha pasado algo extraordinario.
Merina, como siempre, ha seguido a Amario hasta la barraca de la puta. Se ha quedado esperando, contando los minutos. Esta vez ha tardado diecisiete y, contando que se quitan y se ponen la ropa, menos, mucho menos. La última vez que hicieron el amor, la semana anterior, Amario tardó treinta y dos minutos, casi treinta y tres. Un desastre. Y aguardando, quedando sólo un hombre en la fila, ha descubierto algo que la mantiene inquieta desde entonces.
Sabía que un hombre extranjero iba a visitar muy a menudo a Beremunda. Lo sabía no porque todas las mujeres lo cuenten, lo sabía porque ella misma lo había visto. Y, aunque le cuesta reconocerlo, le parece tan atractivo y exótico que alguna vez, mientras contaba segundos debajo de Amario, ha pensado en él.
Para fantasear con alguien no hace falta saber su nombre, ah.
Mientras Amario estaba adentro, ella no dejaba de mirarle y de observar sus movimientos. Se había girado hacia donde estaba escondida, pero parecía que no la veía. Llevaba unas gafas con un cristal muy grande y hasta parecía que se mareaba si miraba a través de ellas. De vez en cuando, a Merina se le encogía el corazón y empezaba a temblar, porque el extranjero, con algunos gemidos de Beremunda, a los que ella ya se había acostumbrado, el extranjero se tapaba los oídos tan fuerte como podía. Algunas veces se agachaba, como intentando esquivar los gritos, como si éstos fueran por arriba y ahí, agachado, no le tocaran. Pero Merina bien sabe que los gritos de Beremunda, y algunos resuellos de su propio marido, van por el aire, sin tener dirección ni orden, porque ella, escondida y agachada tras un matorral, los oye perfectamente.
Beremunda es una mujer con suerte.
Hace mucho tiempo que lo piensa, pero, al ver al extranjero tan dolorido por la visita de Amario, se reafirmó. No sólo su marido amaba a aquella mujer, también ese tipo desconocido y extraño del que nadie sabía nada, también su fantasía. Y de pronto, sintiéndose después sucia y ruin, desea con todo su cuerpo ser puta y gustar a los hombres. Gustar a esos dos hombres que son los únicos de su vida, sin saberlo ninguno.
El hombre sigue esperando a Beremunda y a veces hace ademán de marcharse. Pero también Merina conoce bien esa sensación de no querer, de levantar la suela del zapato para irse y no moverse del sitio, quizá por curiosidad, o por el dolor, que paraliza. No se sabe. Y siente muchísima lástima. Se da cuenta de que desea de nuevo gustar a ese hombre, y ya excluye a Amario del pensamiento. Se imagina que sale de su escondite, que va al encuentro del desconocido, que le coge de la mano y él no pregunta, tan anestesiado como estaría de seguir escuchando los gemidos de aquellos dos, se lo imagina y cierra los ojos y sonríe, sintiéndose dichosa en su imaginación. Una vez atraído, lo escondería tras el matorral y allí mismo, al lado de la barraca de Beremunda, le haría el amor. En sus ensoñaciones el extranjero se deja llevar, no echa la vista atrás y, al roce con su cuerpo, olvida por completo a Beremunda, sus gemidos, su barraca y al mundo entero. Y ella, con él. Mientras lo piensa, se excita. Y se acaricia un poco el muslo pensando que es él y no ella el dueño de la mano. Y saborea la palabra dueño, con dulzura, con pasión, con algo que se le desata adentro y que no ha experimentado nunca.
Pero mientras, el hermano de Beremunda se siente morir esperando que sea su turno y desfallece un poco. Le tiemblan las piernas y duda que pueda, en cuanto ella acabe, hacerle el amor.
Cuando Amario sale y entra el supuesto extranjero, a Merina se le olvida seguir a su marido y se queda aguardando al tipo. Se da cuenta de que también cuenta los segundos. Y no se siente traicionera como pensaba. Los cuenta y enseguida él sale de allí, atándose los pantalones. Suponiendo Merina que no han hecho nada y que está cada vez más cerca de lo que ha soñado. El hombre se va a esconderse y Merina tiene que contener la respiración para que no la oiga ni la vea moverse. Puede espiarle por una clara que hay en el matorral, puede observarle cómo llora, cómo se seca las lágrimas.
Y cómo las pecas se van borrando con el roce de su mano.
Cómo va descubriéndose su identidad.
Cómo acaba por aparecer el hermano de Beremunda.
Cómo es Dositeo el que hay debajo de ese desconocido, como por dentro, saliendo.
Por la noche, cuando Merina le pregunta a Amario cómo le ha ido el día, éste se inventa que, andando por un trozo de tierra yerma, algo despistado, se ha caído por un agujero que alguien había hecho ahí. Le cuenta que, por un momento, ha pensado que había caído en su tumba, porque tenía esa forma, la forma de un hombre. Y que ha sentido tanto miedo. Y que ha pensado en ella, deseando que estuviera bien si él faltara. Pero que después ha aparecido un tipo que le ha ayudado a salir y las dudas y el miedo se han esfumado.
¿Y el agujero era de ese hombre, quién era él?
Todo lo pregunta Merina pensando en el hermano de Beremunda, pensando en si debería contárselo a alguien, desvelar el secreto, quizá decírselo a Amario, descubrirse ella misma. Por un momento cree que ha encontrado la solución, piensa que la confesión hará que Amario y ella vuelvan a quererse como antes de Beremunda.
¿Qué ocurría antes de Beremunda, nos queríamos?
Y Amario le dice que, con las prisas, con la alegría, se le olvidó preguntarle al tipo si el agujero era suyo. Y, en caso afirmativo, para qué era. Le promete que al día siguiente volverá por allí y le preguntará, que seguro que está.
Merina piensa, algo esperanzada, que quizá mientras ella espiaba al hermano de Beremunda le ha ocurrido todo eso a Amario. Se deja envolver por la idea de que, por una noche, no la está engañando.
¿Quieres que mañana le pregunte y te lo cuente?
Y Merina asiente con la cabeza, ida completamente. Le parece tierno que Amario le cuente una historia como por entregas, que la deje pensando en eso del agujero. Justo antes de quedarse dormida al fin, toma una decisión: va a guardarle a Dositeo su secreto, igual que le guarda también a su marido que le es infiel. Va a guardarlo de igual forma, celosa y amorosamente. Como si le perteneciera.