El exterior
Horacio coloca pudorosamente los libros en su biblioteca clandestina. Hoy, lo recuerda perfectamente, es el día en que llega el tipo que le trae los últimos que le faltan de un autor para completar toda su obra. Opinó, desde el primer momento, que era totalmente necesaria toda su obra allí, en sus muebles como de otro tiempo, necesitaba que aquel autor quedara anclado por el tiempo y el polvo en sus estanterías, sobadas por tantas manos desconocidas y ciegas, también algo perdidas, aconsejables. No importaba que no consiguiera otros libros, los únicos urgentes e imprescindibles eran aquéllos. Y hoy por fin iba a recibirlos al mismo tiempo que la ciudad porque se los va a traer el tipo que le proporciona de contrabando los libros. Se imagina al hombre entrando en una librería, con sus ropas viejas y sucias, desentonando.
No sabe cuál es su nombre porque ésa es una operación de riesgo. También, además de libros, es el encargado del vino que pide el amo todas las semanas. Imposible que se acabe, por más triste que ande Amario o más amargado Gualberto, por más que beban todos. Así que desde el primer día le advirtió, tapándose la boca como si en su aliento estuviera la prueba definitiva que pudiera dejarlo en evidencia ante el amo:
Te traigo los libros, pero chitón. Si el amo se entera, me quedo sin suministrar el vino.
Después de que Horacio hiciera un gesto de: qué importa. Contestó, repitiéndose:
Y eso sí que no. Y eso sí que no.
Porque lo que le daba de comer, aunque Horacio le comprara a un precio altísimo todos esos libros, era la regularidad y fidelidad del amo. Le traicionaba, era cierto, pero también le estaba enteramente agradecido.
Era una estupidez lo del nombre, porque si quisiera delatarlo, lo haría sin él, un nombre no es nada, pero al tipo le hace sentir más seguro, siente que puede defenderse mejor si cuando le apuntan con el dedo no dicen su nombre. Y Horacio lo respeta y lo acepta desde el primer momento.
Yo sólo quiero los libros, no se preocupe.
Y eso le tranquiliza a Carnuda —para servirle—, que no tenga interés en su identidad. Y también que no se ría de la ridícula barba postiza que se pone y se le cae constantemente, obligándole a hablar con la mano puesta siempre en la barbilla, como pasando por misterioso.
Así que cuando el hombre viene a traerle el vino al amo, si tiene un libro, pasa por delante de la casa de Horacio y da un bocinazo. Se marcha y lo espera en las afueras, donde nadie pueda verles, donde el amo no pueda verles. Y ahí descubre los libros que están escondidos bajo una manta granatosa y llena de polvo. Los saca y, como si les tuviera algún afecto, no los suelta hasta que, con la otra mano, recoge el dinero de Horacio.
Después, siempre lo mismo, se dan la mano, se dan las gracias y cada uno sigue su camino. Horacio piensa en esos momentos, con el libro metido debajo de la camisa y quedándosele un poco pegado del sudor, piensa en qué pasaría si, además de ir hasta allí, recogiera los libros debajo mismo de la manta. Es decir, marchar con el hombre del vino. Quedarse ahí, con consentimiento o sin él, huir hacia otra parte.
Le da vértigo todo ese asunto por si sale mal. Por si en el último momento, subido ya, valiente, se arrepiente. Y al volver a casa se siente avergonzado de no haber contado con su esposa, que limpia con amor los libros y les echa un vistazo a todos aunque ninguno consiga atraparla del todo.
Algunas noches le dice:
Amor…
Y ella cree que ya ha escrito su epitafio, de nuevo. Que lo ha cambiado. Porque en su voz tiembla lo mismo, el miedo y la duda, todo a la vez, en su garganta. Y cuando no acaba nunca con ese quejido, ella hace como que no le ha escuchado y le acaricia un poco la cara con su propia cara, para que sepa que está con él, que nada importa.
Pero las últimas veces que ha dicho: amor…, ha querido contarle lo de la manta granate y los libros y salir de Belfondo. Sabe perfectamente, y eso es lo que le frena en la confesión, que ella dirá:
No seas ambicioso y confórmate con lo que tienes, muchos desearían tener lo mismo que tú, o incluso menos, deja de soñar con lo de afuera y céntrate en lo que tienes.
Se lo había oído decir muchas veces. Le recordaba constantemente a su madre, a los argumentos y los consejos que le daba cuando era pequeño. No quiere reconocer que empezó a quererla en el mismo momento en que le pareció que se parecía a su madre, no quiere buscar en ella eso y, sin embargo, cuando le suelta uno de esos sermones de madre o abuela, siente que la quiere muchísimo, que no se equivocó al elegirla. Sin saber que fue ella, que siempre es la mujer, quien decidió quedarse con él. Quizá para hacerle de madre o porque le daba pena verle tan desamparado.
Pero esta vez, sólo por esta vez, le gustaría que su esposa dejara de ser prudente, que quisiera arriesgarse, que fuera ambiciosa y algo egoísta, aunque fuera de los que mejor vivía en Belfondo, qué importaba si se podía aspirar a más, y estaba convencido de que así era. Y quiso luchar contra eso de su madre, contra ese estoicismo que le había hecho acomodarse toda su vida.
Así que se encerró sin decirle nada en la habitación.
No enfadado, no como castigo.
Se encerró, arrancó un montón considerable de hojas del cuaderno rojo y las cortó haciendo tiras de más o menos cuatro dedos. En ese momento entró ella y le preguntó:
Nada, son sólo puntos de libro. Es un detalle que quiero tener con los que vienen, qué menos, después del peligro.
Y ella se fue sin darle mayor importancia. Lo que no sabía era que, en aquel punto de libro que estaba fabricando Horacio, habría una convocatoria para huir.
¿Huir, adónde, por qué, cómo, cuándo?
Llevaba tanto tiempo rumiando aquella idea que lo tenía todo calculado, bien atado. En el camión sólo cabían unos cuantos. Y decidió, como si tuviera él algún tipo de poder o cargo allí, que los elegidos estarían entre los que venían a coger prestados algunos libros de la biblioteca ignorada. Como si ellos, por el mero hecho de leer y arriesgarse a mirar a otra parte, merecieran más que otros esa escapada.
Horacio les estaba ofreciendo una salida, una escapatoria limpia, sin huella. Y ellos, a cambio, sólo tenían que mantener en secreto aquello y quemar después el punto de libro donde estaban todas las indicaciones.
Pero los que leen en Belfondo también comen, también trabajan, también caminan, también duermen. Y también aman. También quieren llevarse consigo a sus esposas o esposos, a sus hijos, a los juguetes de sus hijos.
Si Horacio se hubiera propuesto anunciar su intención a todo el pueblo, le habría resultado imposible. Lo supo enseguida. Como fue sabiendo poco a poco que, traicionándole y siendo más humanos y blandos de lo que él pensaba, no habían sabido mantener en secreto la huida.
No les culpó. Y quedó toda su culpa al descubierto, toda su frialdad a la intemperie. Por la noche dijo: amor…, y esta vez sí le contó a su mujer lo que querían hacer, sintiéndose obligado.
¿Desde cuándo lo planeas? ¿Querías irte sin mí?
Y por fin pudo ver Horacio la diferencia que había entre ella y su madre. Aquellas preguntas de loba herida no correspondían a la imagen que tenía de su esposa. Y entonces sí pudo confirmar que no se había equivocado. Y se arrepintió de no habérselo dicho antes. Y le enseñó ella sin pretenderlo lo que es la humildad y el afecto. Le explicó por qué tantos hombres y mujeres no han sido capaces de ocultarlo en casa. Por qué unos con otros se solidarizan y quieren ayudarse entre ellos. Un pueblo es un monstruo. Y Belfondo estaba levantándose, despertando, sacudiéndose el polvo.
Horacio estaba hundido en cierta manera, aunque orgulloso del reencuentro con su amada. Su plan no daba resultado. Ya todos lo sabían. Menos el amo y su esposa, creían. Pero ni siquiera era así. La esposa del amo también quería marchar, cogerle la mano a Sontano y marchar, correr, saltar, huir. Y se enteró porque él se lo dijo. Y llorando le pidió que por favor la avisara, que por favor la avisara. Y Sontano no era capaz de entender nada, siendo ella Dios.
¿Cómo puedes pedirme semejante cosa?
Y, sin embargo, ambos tenían la certeza de que la avisaría, aunque no lo entendiera, la avisaría, por si en un descuido pudiera perderla.
Así que todos menos el amo fueron sabiendo lo que pretendía en un principio Horacio y finalmente todos. Y fue de nuevo la silenciosa y ausente mujer de Horacio la que puso orden en todo aquel caos, en toda aquella prisa por empezar a vivir a destiempo, lejos de cualquier rincón conocido.
Si todos no cabían bajo la manta, irían andando. Volverían sobre sus pasos.
¿No es así?
Y Horacio no dejaba de pensar en que, de esa forma, cómo podría llevarse sus libros a cuestas, para no perderlos, para que no se olviden.