La clase

Cuando todos salen de la clase que da el maestro por la mañana, porque da otra por la tarde para los que no pueden asistir a la primera, Arcadio le hace una señal a Monral para confirmar la cita que tienen en ese rato de comer. Lo mira después de haber carraspeado tres veces seguidas, haciendo una pausa entre el segundo carraspeo y el tercero, después se toca la oreja y después nada más: recibido. Es en ese momento, el de la comida, el único que tiene el profesor para ausentarse sin dar demasiadas explicaciones y lo aprovechan mientras toman lo que sea que haya preparado el cocinero. Las veces que no se la ha hecho, la señal, ha sido porque tenía que atender otras cosas y no podía tener la intimidad que necesitan para dar la clase secreta.

Monral ya ha dicho a todos que a partir de hoy no comeré en casa siempre, sólo a veces, así que cuando el maestro no puede estar con él, se queda sin comer ese día y en algún rincón de Belfondo donde pasar desapercibido. Y ni siquiera pasa hambre de lo nervioso que se ha puesto esperando la señal que ni llegaba ni iba a llegar.

Nadie preguntó nada cuando lo anunció una noche en mitad de una cena, excepto Benjamina, que ya había observado en su hermano que, de un tiempo a esta parte, se comportaba diferente. Lo veía tenso, como perseguido. Y decidió eso mismo: seguirle adonde fuera.

¿Te has echado novia, Ral?

Le preguntó Benjamina una noche, metida en su cama. Porque ella sentía por su hermano un amor muy grande. Tan grande que podía convertirse fácilmente en posesivo. Tan grande que podría convertirse en un amor como los que no se tienen los que son de la misma familia. Tan grande que, si así era, si Ral se había echado novia, Benjamina iba a hacer todo lo posible por que dejara de tenerla. Y Monral se sonrojó como si así fuera, como si se viera a escondidas con su amada. Porque siente, de alguna manera, que esas citas que tiene con el profesor son como si fueran amantes secretos. Sabe, lo sabe, que sólo es para aprender más y más cosas y, no se conoce cuándo, el día que se pueda, para ayudarlo a enseñar al resto de belfondinos, además de por goce propio y tesoro único, pero la sala escondite, el secretismo, la señal, el temblor, el temblor, el temblor, todo indica lo contrario, todo le lleva a sentir que oculta un secreto de amor, inconfesable, diferente a todos los demás. Así que, como no supo qué contestar, se hizo el dormido y calló. Y la pequeña Benjamina se dijo que, si él no quería reconocer la verdad, la iba a descubrir ella sola, sin la ayuda de nadie. Como venía haciendo con casi todas las cosas.

Monral, en cambio, descubre el mundo a través de los ojos del maestro. Los maravillosos y asombrosos y fascinantes y sabios ojos del maestro que tanta admiración le despiertan desde el primer momento en que se quedaron solos. Tienen una salita donde dan la clase. Ni siquiera Otile, la esposa, sabe que existen esas lecciones extras y exclusivas, se lo ha dicho el maestro. Si alguna vez había visto a Monral salir de casa más tarde que el resto de alumnos, comentaban el motivo, que improvisaba el maestro en ese momento, en alto: pues así quedamos, Ral, en que este ejercicio que hemos mirado está perfecto, tienes que seguir así, pues así quedamos, Ral, en que los días que tengas que quedarte con tu hermana, puedes llegar tarde, pues así quedamos, Ral, si necesitas ayuda con los problemas no dudes en preguntármelo, para eso estoy, al fin y al cabo. Pues así quedan y así se queda Otile: sin dudas por dentro, sin preguntas sin responder, pasando de largo, sin levantar muchas veces la vista para ver quién es ese Ral. Aunque, a decir verdad, últimamente Otile va siempre tan en sus cosas que, cuando ve alguien extraño en casa que no pertenece a la familia, simplemente piensa que es otro de los trabajadores que ha asalariado su marido. Desde hace unas semanas no deja de tener gente nueva para hacer las tareas que, dicho sea de paso, puede hacer ella, ella, que no tiene nada que hacer.

A este ritmo, piensa mientras se coloca bien el moño mirándose en el tocador, no voy a poder ni peinarme yo misma, habrá alguien para hacerlo por mí.

Y entonces le entran unas ganas de llorar que se reprime rápidamente oliendo la carta del extraño: a carbón, huele como cuando arde la leña en el fuego, huele a llama viva. Y cuando alguna noche ha refrescado más de la cuenta, enseguida ha querido encender la chimenea que, cuanto más insistía el profesor en que era necesaria, más se negaba ella.

Parece mentira que no quisieras tenerla, Otile, parece pura mentira.

Y Otile entorna los ojos mientras su marido enciende la lumbre y recuerda las letras que, de tanto mirarlas, se sabe de memoria, aunque no sepa qué dicen, no importa, se lo inventa, tiempo tiene de sobras para hacerlo y, aunque inconscientemente, no se aleja demasiado de lo que pone realmente. Arcadio aprovecha todas esas ausencias, que es que la mira y sabe que en ese momento no está, de su mujer para pensar en la lección que quiere darle a Monral: mañana, historia.

Se pone entonces a hilvanar el discurso, hablando bajito, sin que se le entienda desde fuera, y a veces se le escapa un gesto con la mano o se queda mirando a Otile como esperando a que responda la pregunta que acaba de hacerle en su imaginación a Monral. Y se imagina los ojos del chico, tan abiertos, tan sedientos, y se dice que, aunque no se lo haya contado a nadie y por eso parezca una traición, está haciendo bien, mejor dicho, está haciendo un bien. Alguna vez ha querido contárselo, pero no sabe cómo.

¿Qué harías tú, Otile, y no es que yo tenga un secreto, entiéndeme, qué harías si quisieras hablar sobre algo que crees importante y que por eso mismo no te atreves a hablarlo, cómo te diría, si tienes un secreto que quieres compartir pero tienes miedo al rechazo, te lo callarías o te arriesgarías?

Y Otile busca en su confuso corazón una respuesta que no halla ni siquiera para ella misma. Entonces dice, recelosa:

Contrata a alguien para esas cosas, Arcadio, yo no sé qué decirte.

Y se levanta y se va al cuarto de la costura, donde ha empezado a copiar la carta desde hace algunas semanas. No le importa no saber qué está escribiendo, sólo quiere sentir que lo está haciendo, que sabe hacerlo. Las primeras veces se apoyaba en la ventana y calcaba, con la claridad que entraba, las letras. Después las miraba durante un rato y las intentaba hacer iguales. Se preguntaba si en toda aquella carta aparecía el abecedario entero o le faltaría alguna letra por transcribir y conocer. Así que, al día siguiente, le preguntó al jardinero cuántas letras tenía el abecedario. Y lo dijo como si lo estuviera poniendo a prueba, sin demostrar que ella no lo sabía.

Veintisiete. Tiene veintisiete, señora.

Y Otile, como una niña pequeña, se fue corriendo a la habitación, sacó una de las cartas que había hecho ella, con letra temblorosa, y contó. Le faltaban algunas.

¡Le faltaban algunas!

Y rompió a llorar. Como también llora Benjamina cuando ve que Monral entra a casa del maestro por la mañana para tomar lección y no sale hasta la tarde, cuando ella ya está en casa con el pijama puesto y a punto de irse a dormir. Llora cuando da vueltas por la casa del maestro, tan grande, tan estúpidamente grande, por si hay otra salida que ella no conoce, por la que sale Monral, por la que desaparece con su novia. Y, si se mirara desde lejos la casa, si se cayeran por culpa de un viento feroz las paredes de la casa del maestro, se vería a una mujer que, apoyada en una ventana hecha añicos, copia una carta de amor, se vería a una niña, bajo las ruinas, llorando porque no encuentra la puerta trasera, que no existe, por la que sale su hermano, se vería al maestro escondido con un joven en una habitación pequeña, comiendo los dos del mismo plato.

Y si pasara lo mismo con la piel de todos ellos, si también un viento se pudiera llevar lo último que nos queda, se vería el corazón de todos, alborotado, nervioso, inquieto. Se podrían tocar los celos de Benjamina, el temor del maestro, la admiración primera de un Monral que no conoce todavía lo que siente, el fervor de una mujer que no sabe que sabe.

Pero el viento en Belfondo sólo consigue arrastrar unas pocas hojas del suelo que forman un remolino lento y débil, el viento no da para quitarle el disfraz a la vida. Y la mentira y el engaño y el misterio de sus habitantes siguen intactos. Por eso, cuando aparece Leo, el chico de las cartas, Otile se pone nerviosa: ¿traerá otra carta para ella? Por eso, por el viento que no tiene la fuerza suficiente para enfrentarse a la verdad, cuando Otile se distrae mirando por la ventana y ve cómo el chico que a veces sale tarde de clase se para a hablar con el cartero y le da una carta, se pregunta si es él. Por la hojarasca que deja un reguero de preguntas en el suelo se pregunta Otile si será aquel chico, Monral, el que le ha escrito la carta. Y se muere de ganas de saberlo. Y de saber también cuáles son las letras que le faltan a la carta. Y se muere de ganas de decírselo: que le escriba otra donde aparezcan las veintisiete letras que tiene el abecedario. Y por eso la triste y sola Otile, cuando vuelve a verlo por casa, se acerca a él y le pregunta:

¿Eres tú? Dime la verdad, ¿eres tú?, dime la verdad y dime también que sí, dime que la verdad es que sí.

Y también por eso, por el disfraz que no se lleva consigo la furia del viento, Monral, que piensa que el maestro se ha decidido a contárselo a su esposa, o que ella misma les ha descubierto, agacha la mirada y asiente con la cabeza, dejando escondida, de nuevo y más todavía, como si fuera el hueso de una cereza, la verdad. Y todo por culpa del viento de Belfondo, que no sopla hasta volarnos la piel y las mentiras que nos salvan de la lentitud.