Prólogo
EN EL AEROPUERTO

Escena en el aeropuerto • ¿Por qué estudiar las sociedades tradicionales? • Estados • Tipos de sociedades tradicionales • Perspectivas, causas y fuentes • Un libro pequeño sobre un gran tema • Planificación del libro

Escena en el aeropuerto

30 de abril de 2006, siete de la mañana. Me encuentro en los mostradores de facturación de un aeropuerto, agarrado al carrito del equipaje mientras recibo empujones de una multitud que también está realizando la facturación para los primeros vuelos matinales. La escena me resulta familiar: cientos de viajeros cargando con maletines, cajas, mochilas y bebés, formando hileras paralelas que se aproximan a un largo mostrador, tras el cual se hallan empleados uniformados de las aerolíneas frente a sus ordenadores. Entre la multitud hay desperdigadas otras personas de uniforme: pilotos, azafatas, inspectores de equipajes y dos policías abrumados por el gentío sin otra cosa que hacer que estar visibles. Los inspectores están pasando equipajes por los rayos X, los empleados de las aerolíneas etiquetan las maletas y los mozos dejan las bolsas sobre una cinta transportadora que, con suerte, las llevará al avión correcto. En el lado opuesto al mostrador de facturación hay tiendas que venden periódicos y comida rápida. Otros objetos que me rodean son los habituales relojes de pared, teléfonos, cajeros automáticos, escaleras mecánicas que conducen al piso superior y, por supuesto, aviones estacionados en la pista que se divisa a través de los ventanales de la terminal.

Los empleados de las aerolíneas deslizan los dedos sobre el teclado del ordenador y observan la pantalla, puntuados por los recibos de las tarjetas de crédito que imprimen los datáfonos. La multitud exhibe la habitual mezcla de buen humor, paciencia y exasperación, guardando cola respetuosamente y saludando a amigos. Cuando me llega el turno, muestro un trozo de papel (mi itinerario de vuelo) a una persona a la que no he visto jamás y a la que probablemente nunca volveré a ver (una empleada de facturación). Ella a su vez me entrega un trozo de papel que me da permiso para recorrer cientos de kilómetros hasta un lugar en el que nunca he estado y cuyos habitantes no me conocen, pero, aun así, tolerarán mi llegada.

A los viajeros de Estados Unidos, Europa o Asia, lo primero que les resultaría llamativo de esta escena por lo demás habitual es que todos los ocupantes del vestíbulo, excepto yo y unos pocos turistas, son papúes. Otras diferencias que podrían advertir los viajeros extranjeros son que la bandera nacional situada sobre el mostrador es la enseña negra, roja y dorada de la nación de Papúa Nueva Guinea, en la que aparecen un pájaro del paraíso y la constelación de la Cruz del Sur; los carteles de las compañías aéreas no dicen American Airlines o British Airways, sino Air Niugini; y los nombres de los destinos que figuran en las pantallas tienen un deje exótico: Wapenamanda, Goroka, Kikori, Kundiawa y Wewak.

El aeropuerto en el que estaba facturando aquella mañana era el de Puerto Moresby, capital de Papúa Nueva Guinea. Para quien conozca un poco la historia del país —incluyéndome a mí, que vine por primera vez en 1964, cuando todavía era administrado por Australia—, la escena era a la vez familiar, asombrosa y conmovedora. Comparé mentalmente la situación con las fotografías que tomaron los primeros australianos que en 1931 «descubrieron» las Tierras Altas de Nueva Guinea, rebosantes de aldeanos que todavía utilizaban herramientas de piedra. En aquellas instantáneas, los montañeses, que habían vivido durante milenios en un relativo aislamiento y con un conocimiento limitado del mundo exterior, contemplan horrorizados a los desconocidos europeos (láminas 30 y 31). En 2006 observé los rostros de aquellos pasajeros, los empleados del mostrador y los pilotos de Nueva Guinea en el aeropuerto capitalino, y los vi en las caras de los papúes fotografiados en 1931. Por supuesto, los individuos que me rodeaban en el aeropuerto no eran los mismos que aparecían en las fotos de 1931, pero sus fisonomías eran similares, y puede que algunos de ellos fuesen sus hijos y nietos.

La diferencia más obvia entre aquella escena en el mostrador de facturación en 2006, que se me quedó grabada en la memoria, y las fotografías del «primer contacto» realizadas en 1931, es que los habitantes de las Tierras Altas de Nueva Guinea en 1931 iban parcamente ataviados con faldas de paja, sacos al hombro y tocados hechos con plumas de pájaro; sin embargo, en 2006 lucían el atuendo internacional estándar: camisas, pantalones, faldas, shorts y gorras de béisbol. En una o dos generaciones, y a lo largo de la vida de muchas de las personas que se encontraban en aquel vestíbulo, los montañeses de Nueva Guinea aprendieron a escribir, a utilizar el ordenador y a pilotar aviones. Puede que algunos de los allí presentes fueran los primeros miembros de su tribu en aprender a leer y escribir. Ese salto generacional lo simbolizaba, para mí, la imagen de dos papúes que se hallaban entre la multitud del aeropuerto; el más joven, vestido con uniforme de piloto, me explicaba que acompañaba al más longevo, su abuelo, en su primer vuelo. El anciano de cabello gris parecía tan desconcertado y abrumado como las personas captadas en las fotos de 1931.

Pero un observador que conozca la historia de Nueva Guinea habría reconocido diferencias más notables entre ambas escenas, al margen de que la gente llevara faldas de paja en 1931 y atuendo occidental en 2006. En 1931, las sociedades de las Tierras Altas de Nueva Guinea no solo carecían de ropa manufacturada, sino también de tecnologías modernas, desde relojes, teléfonos y tarjetas de crédito hasta ordenadores, escaleras mecánicas y aviones. Y lo que es más importante, tampoco había escritura, metal, dinero, escuelas o un gobierno centralizado. Si no existiera una historia reciente que nos contara el resultado, tal vez nos habríamos preguntado: ¿una sociedad sin escritura sería capaz de dominarla en una sola generación?

Un observador atento con conocimientos sobre la historia de Nueva Guinea habría detectado rasgos de la escena de 2006 que comparten otros aeropuertos modernos, pero que difieren de las imágenes de las Tierras Altas captadas en las fotografías tomadas en 1931 por las primeras patrullas de contacto. La escena de 2006 contenía una mayor proporción de ancianos con el cabello gris, de los cuales sobrevivía un número relativamente inferior en la sociedad tradicional de las Tierras Altas. La multitud del aeropuerto, aunque al principio sorprendería a un occidental sin experiencia previa sobre los papúes, a quienes consideraría «homogéneos» —todos ellos similares, con su piel oscura y su cabello rizado (láminas 1, 13, 26, 30, 31 y 32)—, era heterogénea en otros aspectos: habitantes de la costa meridional, en las Tierras Bajas, de gran estatura, con barba rala y la cara más estrecha; montañeses más bajos, con barba y la cara ancha; e isleños y habitantes de la costa norte con rasgos un tanto asiáticos. En 1931 habría sido del todo imposible encontrar juntos a habitantes de las Tierras Altas y de las costas meridional y septentrional de las Tierras Bajas; cualquier congregación de personas de Nueva Guinea habría sido mucho más homogénea que la multitud que deambulaba por el aeropuerto en 2006. Un lingüista que hubiera prestado atención habría discernido decenas de idiomas pertenecientes a grupos muy distintos: lenguajes tonales cuyas palabras se distinguen por la inflexión, como es el caso del chino, lenguajes austronesios con sílabas y consonantes relativamente simples, e idiomas papúes atonales. En 1931 habríamos podido encontrar juntos a hablantes de varios idiomas, pero nunca una reunión de hablantes de decenas de lenguas. Dos que están muy extendidas, el inglés y el tok pisin (también conocido como neomelanesio o pidgin), eran las que se utilizaban en 2006 en el mostrador de facturación, así como en muchas de las conversaciones que mantenían los pasajeros, pero, en 1931, los diálogos en las Tierras Altas de Nueva Guinea utilizaban los idiomas locales, cada uno de ellos confinado a una pequeña región.

Otra diferencia sutil entre las escenas de 1931 y 2006 es que la multitud de este último año incluía a algunos papúes con una tipología corporal desafortunadamente estadounidense: personas con sobrepeso y «barriga cervecera» que les colgaba por encima del cinturón. Las fotos de hace 75 años no muestran a un solo papú con sobrepeso: todo el mundo era esbelto y musculado. Si hubiera podido entrevistar a los médicos de aquellos pasajeros (a juzgar por las estadísticas de la sanidad pública de la Nueva Guinea moderna), me habrían hablado de un creciente número de casos de diabetes relacionada con el sobrepeso, además de hipertensión, cardiopatías, apoplejías y cánceres desconocidos una generación atrás.

Otra distinción de la multitud de 2006 con respecto a la de 1931 era un rasgo que damos por sentado en el mundo moderno: la mayoría de las personas apiñadas en aquel vestíbulo de aeropuerto eran desconocidos que nunca se habían visto, pero no se producían enfrentamientos entre ellos. Eso habría sido inimaginable en 1931, cuando los encuentros con desconocidos eran infrecuentes, peligrosos y proclives a cobrar tintes violentos. Sí, allí había dos agentes, supuestamente para mantener el orden, pero en realidad la multitud lo hacía por sí sola, ya que los pasajeros sabían que ninguno de aquellos desconocidos estaba a punto de atacarlos y que vivían en una sociedad con más policías y soldados de guardia en caso de que una pelea se descontrolara. En 1931, la policía y la autoridad gubernamental no existían. Los pasajeros del vestíbulo tenían derecho a volar o viajar por otros medios a Wapenamanda u otros lugares de Papúa Nueva Guinea sin solicitar permiso. En el mundo occidental moderno hemos llegado a dar por hecha la libertad para viajar, pero antes era algo excepcional. En 1931, ningún papú nacido en Goroka había visitado jamás Wapenamanda, situada a solo 170 kilómetros de distancia; la idea de viajar de Goroka a Wapenamanda sin morir en los primeros 10 kilómetros de trayecto por ser un desconocido habría sido impensable. Sin embargo, yo acababa de volar 11 000 kilómetros desde Los Ángeles hasta Puerto Moresby, una distancia cien veces superior a la que recorrería cualquier montañés tradicional a lo largo de su vida desde su lugar de nacimiento.

Todas esas diferencias entre la gente de 2006 y 1931 pueden resumirse afirmando que, en los últimos 75 años, la población de las Tierras Altas de Nueva Guinea ha experimentado unos cambios frenéticos que tardaron miles de años en desarrollarse en gran parte del mundo. A título individual, los cambios para los montañeses han sido incluso más rápidos: algunos de mis amigos de Nueva Guinea me han contado que fabricaron las últimas hachas de piedra y participaron en las últimas batallas tribales tradicionales tan solo una década antes de conocerlos. Hoy, los ciudadanos de los estados industriales no dan importancia a las características de la escena de 2006 que he mencionado: metal, escritura, máquinas, aviones, policía y gobierno, personas con sobrepeso, conocer a extraños sin sentir temor, poblaciones heterogéneas, etcétera. Pero todos esos rasgos de las sociedades humanas modernas son relativamente nuevos en la historia. Durante buena parte de los 6 millones de años transcurridos desde que las líneas evolutivas de los protohumanos y los protochimpancés se separaron, las sociedades humanas carecieron de metal y esas otras cosas. Esos elementos modernos empezaron a aparecer en los últimos 11 000 años, y solo en ciertas regiones del mundo.

Por ello, Nueva Guinea[1] es, en ciertos aspectos, una ventana al mundo humano tal como era ayer, cotejado cronológicamente con respecto a los 6 millones de años de evolución humana. (Subrayo «en ciertos aspectos»; por supuesto, las Tierras Altas de Nueva Guinea en 1931 no eran un mundo inalterado del ayer.) Esas transformaciones que han llegado a las Tierras Altas en los últimos 75 años también se han producido en otras sociedades de todo el mundo, pero en la mayoría de ellas aparecieron antes y de forma mucho más gradual que en Nueva Guinea. No obstante, «gradual» es relativo: incluso en aquellas sociedades en las que los cambios afloraron primero, su profundidad cronológica de menos de 11 000 años sigue siendo minúscula en comparación con seis millones de años. Básicamente, nuestras sociedades humanas han experimentado cambios marcados de manera reciente y rápida.

¿Por qué estudiar las sociedades tradicionales?

¿Por qué nos resultan tan fascinantes las sociedades «tradicionales»?[2] En parte es por su interés humano: la fascinación que entraña conocer a gente que es tan similar a nosotros y tan comprensible en ciertos aspectos, y tan distinta y difícil de entender en otros. Al llegar por primera vez a Nueva Guinea en 1964, cuando tenía 26 años, me sorprendió el exotismo de los papúes: su aspecto es distinto del de los estadounidenses, hablan idiomas diferentes y se visten y se comportan de otra manera. Pero en las décadas posteriores, durante decenas de visitas de entre uno y cinco meses a muchas zonas de Nueva Guinea e islas vecinas, esa sensación de exotismo predominante dio paso a un terreno común cuando empecé a conocer a papúes: mantenemos largas conversaciones, nos reímos con las mismas bromas, compartimos intereses en los niños, el sexo, la comida y el deporte, y nos enfadamos, asustamos, entristecemos, aliviamos y entusiasmamos juntos. Incluso sus idiomas son variaciones de temas lingüísticos conocidos en todo el mundo: aunque la primera lengua de Nueva Guinea que aprendí (el fore) no guarda relación con las indoeuropeas y, por tanto, tiene un vocabulario que me resultaba totalmente desconocido, conjuga los verbos de forma elaborada como el alemán y tiene pronombres dobles como el eslovaco, posposiciones como el finés y tres adverbios demostrativos («aquí», «allí cerca» y «allí lejos») como el latín.

Tras mi impresión inicial sobre el exotismo de Nueva Guinea, todas aquellas similitudes me llevaron a pensar: «La gente es prácticamente igual en todas partes». Sin embargo, a la postre me di cuenta de que, en muchos aspectos básicos, no somos iguales en absoluto: muchos de mis amigos de Nueva Guinea cuentan de otra manera (por medio de un rastreo visual y no de números abstractos), eligen a sus esposas o maridos de otro modo, tratan de forma distinta a sus padres e hijos, no conciben el peligro como nosotros y poseen un concepto distinto de la amistad. Esta confusa amalgama de similitudes y diferencias es lo que en parte hace de la sociedades tradicionales algo fascinante para un forastero.

Otro motivo que explica el interés y la importancia de las sociedades tradicionales es que conservan características de la vida de nuestros ancestros durante decenas de miles de años, prácticamente hasta ayer. Los estilos de vida tradicionales son los que nos modelaron y nos convirtieron en lo que somos ahora. El paso de la caza y la recolección a la agricultura comenzó hace solo unos 11 000 años; las primeras herramientas de metal se produjeron hace unos 7000 años; y el primer gobierno de Estado y las formas de escritura incipientes nacieron hace tan solo unos 5400 años. Las condiciones «modernas» han imperado, incluso localmente, durante una diminuta fracción de la historia humana; todas las sociedades humanas han sido tradicionales durante mucho más tiempo de lo que han sido modernas. Hoy en día, los lectores de este libro están habituados a la comida de granja adquirida en establecimientos y no a la que se caza y se recolecta a diario, a las herramientas de metal y no a las de piedra, madera o hueso, al gobierno de Estado y sus tribunales, policía y ejércitos asociados, y a leer y a escribir. Pero todas esas necesidades aparentes son relativamente nuevas, y miles de millones de personas en todo el mundo siguen viviendo según costumbres en parte tradicionales.

Incluso las sociedades industriales modernas incorporan ámbitos en los que siguen funcionando gran cantidad de mecanismos tradicionales. En muchas zonas rurales del Primer Mundo, como el valle de Montana, donde mi mujer, mis hijos y yo pasamos cada año las vacaciones de verano, numerosas disputas siguen resolviéndose por medio de mecanismos informales de signo tradicional y no en los tribunales. Las bandas urbanas de las grandes ciudades no llaman a la policía para solventar sus discrepancias, sino que recurren a métodos tradicionales de negociación, compensación, intimidación y guerra. Algunos amigos europeos que se criaron en pequeños pueblos en los años cincuenta describían su infancia como la de una aldea tradicional de Nueva Guinea: todo el mundo se conocía, todo el mundo sabía lo que estaban haciendo los demás y expresaba sus opiniones al respecto, la gente se casaba con cónyuges que habían nacido a solo dos o tres kilómetros de distancia, se pasaban toda la vida en el pueblo o cerca de él, excepto los jóvenes que se marchaban durante los años de guerra mundial, y las disputas en la aldea debían resolverse de un modo que restableciera las relaciones o las hiciera tolerables, ya que vivirían cerca de aquella persona el resto de su vida. Es decir, el mundo de ayer no fue borrado y sustituido por un nuevo mundo de hoy: gran parte del ayer sigue con nosotros. Esa es otra razón para querer comprender el mundo del pasado.

Como veremos en los capítulos de este libro, las sociedades tradicionales son mucho más diversas en numerosas prácticas culturales que las sociedades industriales modernas. En ese rango de diversidad, muchas normas culturales de las sociedades de los estados modernos se encuentran muy alejadas de las normas tradicionales y viven en los extremos de dicha diversidad. Por ejemplo, en comparación con cualquier sociedad industrial moderna, algunas sociedades tradicionales tratan a los ancianos con mucha más crueldad, mientras que otras les ofrecen una vida mucho más satisfactoria; las sociedades industriales se hallan mucho más próximas al primer extremo que al segundo. Sin embargo, los psicólogos basan gran parte de sus generalizaciones sobre la naturaleza humana en estudios realizados con nuestro reducido y atípico ámbito de diversidad humana. Entre los sujetos humanos evaluados en una muestra de artículos de las principales publicaciones de psicología en 2008, un 96 por ciento pertenecían a países industriales occidentalizados (Norteamérica, Europa, Australia, Nueva Zelanda e Israel), un 68 por ciento a Estados Unidos en particular, y hasta un 80 por ciento eran estudiantes universitarios matriculados en cursos de psicología, es decir, que ni siquiera eran personas típicas en las sociedades de su nación. Por tanto, tal como expresan los sociólogos Joseph Henrich, Steven Heine y Ara Norenzayan, casi todo nuestro conocimiento de la psicología humana se basa en sujetos que pueden ser descritos con el acrónimo inglés WEIRD (raro): western, educated, industrialized, rich and democratic societies, esto es, pertenecientes a sociedades occidentales, cultas, industrializadas, ricas y democráticas. La mayoría de los sujetos también parecen ser literalmente raros conforme a los criterios de la variación cultural internacional, ya que resultan atípicos en muchos estudios sobre fenómenos culturales que han tomado muestras más amplias de la variación mundial. Esos fenómenos incluyen la percepción visual, la justicia, la cooperación, el castigo, el razonamiento biológico, la orientación espacial, la reflexión analítica frente a la holística, el razonamiento moral, la motivación para adaptarse, la toma de decisiones y el concepto de uno mismo. De ahí que, si deseamos generalizar sobre la naturaleza humana, debemos ampliar enormemente nuestra muestra de estudio entre los sujetos WEIRD habituales (sobre todo estudiantes de psicología de Estados Unidos) y abarcar a todas las sociedades tradicionales.

Aunque los sociólogos sin duda pueden extraer conclusiones de interés académico a partir de estudios sobre las sociedades tradicionales, el resto también podemos aprender cosas de interés práctico. Las sociedades tradicionales representan miles de experimentos sobre cómo construir una sociedad humana. Han ideado millares de soluciones a los problemas humanos, soluciones distintas de las adoptadas por nuestras sociedades WEIRD modernas. Como veremos, algunas de esas soluciones —por ejemplo, el modo en que las sociedades tradicionales crían a sus hijos, tratan a sus ancianos, se mantienen en forma, hablan, pasan el tiempo libre y resuelven disputas— pueden sorprenderles, al igual que a mí, por considerarlas superiores a las prácticas normales del Primer Mundo. Tal vez podríamos beneficiarnos si adoptáramos selectivamente algunas de esas prácticas tradicionales. Algunos ya lo hacemos, lo cual aporta ventajas demostradas a nuestra salud y felicidad. En ciertos aspectos, los seres modernos somos inadaptados; nuestro cuerpo y nuestras prácticas actualmente afrontan condiciones distintas de aquellas con las que evolucionaron y a las cuales se adaptaron.

Pero tampoco debemos irnos al otro extremo e idealizar el pasado y anhelar épocas más sencillas. Podemos estar agradecidos de haber desechado numerosas prácticas tradicionales, por ejemplo el infanticidio, abandonar o asesinar a los ancianos, enfrentarse a un riesgo periódico de hambruna, estar más expuesto a peligros medioambientales y enfermedades infecciosas que a menudo provocaban la muerte de los hijos, y vivir con un temor constante a ser atacados. Puede que las sociedades tradicionales no solo nos sugieran mejores prácticas vitales, sino que también nos ayuden a apreciar ciertas ventajas de nuestra sociedad que damos por sentadas.

Estados

Las sociedades tradicionales son más variadas en su organización que aquellas con un gobierno de Estado[3]. Como punto de partida para comprender mejor algunos rasgos poco conocidos de las sociedades tradicionales, debemos recordar las características comunes de los estados-nación en los que vivimos actualmente.

La mayoría de las naciones modernas cuentan con una población de cientos de miles o millones de personas, llegando a más de 1000 millones de habitantes en la India y China, los dos países actuales más poblados. Incluso las más pequeñas, Nauru y Tuvalu, situadas en las islas del Pacífico, tienen más de 10 000 habitantes cada una. (El Vaticano, con una población de solo 1000 personas, también está clasificado como nación, pero es excepcional por su condición de enclave dentro de la ciudad de Roma, de la cual importa todo lo que necesita.) En el pasado, los estados tenían una población que iba desde decenas de miles hasta millones de habitantes. Esas grandes poblaciones bastan para indicarnos cómo tienen que alimentarse, cómo deben organizarse y por qué existen los estados. Todos ellos alimentan a sus ciudadanos principalmente por medio de la producción de alimentos (agricultura y pastoreo) y no a través de la caza y la recolección. Uno puede obtener mucha más comida cultivando o criando ganado en una hectárea de huerto, campo o pasto que hayamos llenado con las especies vegetales y animales que nos resulten más útiles que cazando animales salvajes y recolectando variedades de plantas (en su mayoría incomestibles) que crezcan en una hectárea de bosque. Solo por esa razón, ninguna sociedad de cazadores-recolectores ha sido capaz de alimentar a una población lo suficientemente densa como para sostener un gobierno de Estado. En cualquier Estado, solo una parte de la población —tan solo un 2 por ciento en las sociedades modernas con granjas altamente mecanizadas— se dedica al cultivo. El resto de la población está ocupada en otras actividades (como gobernar, fabricar o comerciar), no cultiva sus propios alimentos y subsiste gracias al excedente producido por los agricultores.

La numerosa población del Estado también propicia que la mayoría de la gente no se conozca. Es imposible, incluso para los ciudadanos de la diminuta Tuvalu, conocer a sus 10 000 habitantes, y a los 1400 millones de pobladores de China el desafío les resultaría aún más inviable. De ahí que los estados requieran policía, leyes y códigos morales para garantizar que los inevitables encuentros entre desconocidos no deriven en enfrentamientos de forma cotidiana. Esa necesidad de policía, leyes y mandamientos morales para comportarse amablemente con los desconocidos no está presente en sociedades muy pequeñas, en las que todo el mundo se conoce.

Por último, una vez que una sociedad supera los 10 000 habitantes, es imposible tomar, ejecutar y administrar decisiones pidiendo a todos los ciudadanos que se sienten para mantener un debate cara a cara en el que todo el mundo dé su opinión. Las grandes poblaciones no pueden funcionar sin líderes que tomen las decisiones, sin ejecutivas que las pongan en práctica y sin burócratas que administren las resoluciones y leyes. Por desgracia para los lectores que sean anarquistas y sueñen con vivir sin un gobierno de Estado, estos son los motivos por los que sus sueños son poco realistas: tendrán que encontrar una pequeña banda o tribu que los acepte, donde nadie sea un desconocido, y donde reyes, presidentes y burócratas sean innecesarios.

Más adelante veremos que algunas sociedades tradicionales contaban con población suficiente para que fuesen necesarios algunos burócratas con fines genéricos. Sin embargo, los estados son incluso más populosos y requieren burócratas especializados que estén diferenciados vertical y horizontalmente. Los ciudadanos de los estados consideramos a esos burócratas exasperantes: por desgracia, una vez más, son necesarios. Un Estado tiene tantas leyes y ciudadanos que un tipo de burócrata no puede administrar todas las legislaciones del rey: tiene que haber recaudadores de impuestos, inspectores de vehículos a motor, policías, jueces, inspectores de sanidad en restaurantes, etcétera. En un organismo de Estado que contenga solo uno de esos tipos de burócrata, también estamos acostumbrados a que haya numerosos funcionarios de esa clase, organizados jerárquicamente en distintos niveles: una agencia tributaria cuenta con el agente que realiza una auditoría de nuestra declaración, y trabaja a las órdenes de un supervisor a quien podemos presentar nuestras quejas si discrepamos con el informe; el supervisor a su vez trabaja a las órdenes de un director de oficina, que está supeditado a un director de distrito o de estado, que a su vez depende de un comisionado de beneficios internos para todo Estados Unidos. (En realidad es todavía más complicado: he omitido otros niveles por una cuestión de brevedad.) La novela El castillo, de Frank Kafka, describe una burocracia imaginaria inspirada en la burocracia real del Imperio Habsburgo, del cual su autor era ciudadano. Leer antes de acostarme el relato que hilvanaba Kafka sobre las frustraciones a las que se enfrenta su protagonista al lidiar con la burocracia imaginaria del castillo me supuso una noche plagada de pesadillas, pero los lectores habrán vivido sus propias angustias y frustraciones al tratar con burocracias reales. Es el precio que pagamos por vivir con gobiernos de Estado: ningún utópico ha averiguado aún cómo dirigir una nación sin al menos algunos burócratas.

Una característica sumamente habitual de los estados es que, incluso en las democracias escandinavas más igualitarias, los ciudadanos son política, económica y socialmente desiguales. Es inevitable que todo Estado deba tener algunos líderes políticos que dicten órdenes y redacten leyes, y muchas personas que obedezcan esas órdenes y leyes. Los ciudadanos de un Estado desempeñan diferentes funciones económicas (agricultores, conserjes, abogados, políticos, dependientes, etc.), y algunas de esas funciones conllevan salarios más altos que otras. Determinados ciudadanos gozan de un estatus social más elevado que otros. Todos los esfuerzos idealistas por minimizar la desigualdad en los estados —por ejemplo, la formulación que hacía Karl Marx del ideal comunista: «De cada uno según sus capacidades, a cada uno según sus necesidades»— han fracasado.

No pudieron existir los estados hasta que hubo producción de alimentos (solo desde 9000 a. C., aproximadamente), ni hasta que esta funcionó durante suficientes milenios para dar lugar a las numerosas y densas poblaciones que requieren un gobierno de Estado. El primero nació en el Creciente Fértil hacia 3400 a. C., y después surgieron otros en China, México, los Andes, Madagascar y otras regiones durante el milenio posterior, hasta que, hoy en día, un mapamundi muestra toda la zona terrestre del planeta dividida en estados, a excepción de la Antártida, que también está sujeta a reivindicaciones territoriales parcialmente solapadas por siete naciones.

Tipos de sociedades tradicionales

Por ello, antes de 3400 a. C. no había estados en ningún lugar y, en tiempos recientes, todavía han existido grandes regiones fuera del control estatal, operando de acuerdo con sistemas políticos tradicionales más simples. Las diferencias entre esas sociedades tradicionales y las sociedades estatales que nosotros conocemos son el objeto de este libro. ¿Cómo debemos clasificar y hablar de la diversidad de las propias sociedades tradicionales?

Aunque cada sociedad humana es única, también existen patrones interculturales que permiten ciertas generalizaciones. En particular, hay tendencias correlacionadas en al menos cuatro aspectos: número de población, subsistencia, centralización política y estratificación social. Con una población y una densidad cada vez mayores, la adquisición de alimentos y otras necesidades tiende a intensificarse. Es decir, obtienen más comida por hectárea los agricultores de subsistencia que viven en aldeas que los pequeños grupos nómadas de cazadores-recolectores, y todavía se consigue más en las parcelas irrigadas de técnica intensiva trabajadas por pueblos de mayor densidad y en las granjas mecanizadas de los estados modernos. La toma de decisiones políticas es cada vez más centralizada, desde los debates en grupo frente a frente de los pequeños grupos de cazadores-recolectores hasta las jerarquías políticas y las resoluciones de los líderes de los estados modernos. La estratificación social se incrementa, desde el igualitarismo relativo de los pequeños grupos de cazadores-recolectores hasta la desigualdad entre las personas pertenecientes a grandes sociedades centralizadas.

Esas correlaciones entre diferentes aspectos de una sociedad no son rígidas. Algunas sociedades de cierta envergadura tienen una subsistencia más intensificada, más centralización política o más estratificación social que otras. Pero necesitamos una síntesis para referirnos a los diferentes tipos de sociedades surgidos de esas tendencias generales, a la vez que reconocemos la diversidad dentro de esas tendencias. Nuestro problema práctico es similar al que afrontan los psicólogos del desarrollo al debatir las diferencias entre individuos. Aunque cada ser humano es único, existen tendencias generales relacionadas con la edad, por ejemplo, que los niños de tres años son, por lo común, distintos de las personas de 24 años en numerosos aspectos correlacionados. Sin embargo, la edad forma un continuo sin interrupciones abruptas: no se da una transición repentina entre ser «como un niño de tres años» y «como un niño de seis». Y existen diferencias entre las personas de la misma edad. Ante esas complicaciones, a los psicólogos del desarrollo todavía les resulta útil adoptar categorías sintéticas como «bebé», «bebé mayor», «niño», «adolescente», «adulto joven», etcétera, aunque reconocen las imperfecciones de dichas categorías.

Asimismo, a los sociólogos les resulta útil adoptar categorías sintéticas de cuyas imperfecciones son conscientes, y hacen frente a la complicación añadida de que los cambios entre sociedades pueden invertirse, mientras que los cambios en los grupos etarios no. Las aldeas agrícolas pueden convertirse en pequeñas bandas de cazadores-recolectores si sobreviene una sequía, mientras que un niño de 4 años jamás se convertirá en uno de 3. Si bien la mayoría de los psicólogos del desarrollo coinciden a la hora de reconocer y designar las categorías más generales de bebé/niño/adolescente/adulto, los sociólogos emplean numerosos conjuntos alternativos de categorías sintéticas para describir la variación entre las sociedades tradicionales, y algunos se indignan por el mero hecho de que se utilicen. En este libro usaré en ocasiones la división de las sociedades humanas que realizó Elman Service, que las separa en cuatro categorías con una población, una centralización política y una estratificación social en orden creciente: banda, tribu, jefatura y Estado. Aunque esos términos tienen ya cincuenta años y se han propuesto otros desde entonces, los de Service ofrecen la ventaja de la simplicidad: cuatro términos a recordar en lugar de siete, y palabras únicas en lugar de expresiones más extensas. Pero recordemos que esos términos son solo una síntesis útil para comentar la gran diversidad de las sociedades humanas, sin detenernos a reiterar las imperfecciones de dichos términos y las importantes variaciones dentro de cada categoría siempre que se utilizan esas palabras en el texto.

El tipo de sociedad más pequeño y simple (denominado «banda» por Service) consiste en unas pocas decenas de individuos, muchos de los cuales pertenecen a una o varias familias numerosas (es decir, un marido y una esposa adultos, sus hijos y algunos de sus padres, hermanos y primos). La mayoría de los cazadores-recolectores y algunos agricultores vivían tradicionalmente en bajas densidades de población dentro de esos grupos reducidos. Los miembros de la banda son lo suficientemente escasos como para que todo el mundo se conozca bien, para que las decisiones puedan tomarse mediante un debate cara a cara y para que no exista un liderazgo político formal o una especialización económica marcada. Un sociólogo calificaría la banda de relativamente igualitaria y democrática: los miembros difieren poco en materia de «riqueza» (al fin y al cabo, hay escasas posesiones personales) y de poder político, excepto cuando se advierten distinciones individuales en cuanto a capacidad o personalidad, atemperadas por un amplio reparto de los recursos entre los miembros de la banda.

En la medida en que podemos juzgar la organización de sociedades pasadas a partir de pruebas arqueológicas, es probable que todos los humanos vivieran en esas bandas hasta hace al menos unas decenas de miles de años, y la mayoría hasta hace solo 11 000. Cuando, sobre todo tras el primer viaje de Colón en 1492 d. C., los europeos empezaron a expandirse por el mundo y a encontrar pueblos no europeos que vivían en sociedades no estatales, las bandas seguían ocupando toda o buena parte de Australia y el Ártico, además del desierto, una región de baja productividad, y entornos boscosos de América y el África subsahariana. Las bandas que se comentarán con frecuencia en este libro incluyen a los !kung del desierto africano del Kalahari, los indios aché y sirionó de Sudamérica, los isleños de Andamán, en el golfo de Bengala, los pigmeos de los bosques del África ecuatorial, y los indios agricultores machiguenga de Perú. Todos los ejemplos mencionados en la frase anterior, con la salvedad de los machiguenga, son o eran cazadores-recolectores.

De las bandas pasamos al siguiente tipo de sociedad, en este caso más numeroso y complejo (bautizado por Service como «tribu») y consistente en un conjunto local de cientos de individuos. Eso entra todavía dentro del límite en el que todo el mundo puede conocer personalmente a los demás y no hay desconocidos. Por ejemplo, en mi instituto, donde asistían unos 200 alumnos, todos los estudiantes y profesores se conocían por su nombre, pero eso era imposible en el de mi esposa, donde había miles de estudiantes. Una sociedad integrada por centenares de personas significa decenas de familias, a menudo divididas en grupos de parientes denominados clanes, que pueden intercambiar cónyuges con otros clanes. La elevada población de las tribus en comparación con las bandas requiere más alimentos para mantener a más gente en un área reducida, de modo que las tribus normalmente son agricultores, pastores o ambos, pero algunos son cazadores-recolectores que viven en entornos especialmente productivos (como el pueblo ainu de Japón y los indios de la costa noroeste del Pacífico, en Norteamérica). Las tribus suelen ser sedentarias y viven gran parte del año en aldeas situadas cerca de sus huertos, pastos o pesquerías. Sin embargo, los pastores de Asia central y otros pueblos tribales practican la trashumancia, es decir, el transporte estacional de ganado entre diferentes altitudes para seguir el crecimiento de la hierba a mayores elevaciones a medida que avanza la temporada.

En otros aspectos, las tribus todavía se asemejan a las grandes bandas, por ejemplo, en su relativo igualitarismo, su escasa especialización económica, su débil liderazgo político, la ausencia de burócratas y la toma de decisiones cara a cara. He presenciado reuniones en aldeas de Nueva Guinea en las que centenares de personas se sientan en el suelo, pueden expresar su opinión y llegan a una conclusión. Algunas tribus cuentan con un «gran hombre» que ejerce de líder débil, pero solo dirige mediante sus capacidades de persuasión y su personalidad, y no por una autoridad reconocida. A modo de ejemplo de las limitaciones del poder de un «gran hombre», en el capítulo 3 veremos cómo los aparentes seguidores de un líder llamado Gutelu, perteneciente a la tribu dani de Nueva Guinea, lograron frustrar su voluntad y lanzar un ataque genocida que destruyó su alianza política. Las pruebas arqueológicas de organización tribal, como los restos de notables estructuras residenciales y asentamientos, indican que aparecieron tribus en ciertas regiones hace al menos 13 000 años. En épocas recientes, las tribus todavía eran un fenómeno extendido en algunas zonas de Nueva Guinea y la Amazonia. Las sociedades tribales que comentaré en este libro incluyen a los iñupiat de Alaska, a los indios yanomami de Sudamérica, a los kirguís de Afganistán, a los kaulong de Nueva Bretaña, y a los dani, daribi y fore de Nueva Guinea.

A continuación, las tribus pasan al siguiente estadio de complejidad organizativa, denominado jefatura y con miles de sujetos. Una población tan numerosa y la incipiente especialización económica de las jefaturas, requieren una elevada productividad de alimentos y la capacidad de generar y almacenar excedentes para alimentar a los especialistas no productores, como los jefes y sus parientes y burócratas. De ahí que las jefaturas hayan construido aldeas sedentarias con instalaciones de almacenamiento y que en su mayoría hayan sido sociedades productoras de alimentos (agricultura y pastoreo), excepto en las zonas más fértiles accesibles para los cazadores-recolectores, como la jefatura calusa de Florida y los chumash, en la costa meridional de California.

En una sociedad de miles de personas es imposible que todo el mundo se conozca o que mantenga debates cara a cara en los que participe la población por entero. A consecuencia de ello, las jefaturas afrontan dos nuevos problemas que no se advierten en las bandas o tribus. En primer lugar, los miembros de una jefatura deben poder saberse miembros iguales pero individualmente desconocidos del mismo grupo y así evitar enfurecerse por una intrusión territorial que desencadene un enfrentamiento. Por ello, las jefaturas desarrollan ideologías e identidades políticas y religiosas compartidas que a menudo se derivan del estatus supuestamente divino del jefe. En segundo lugar, ahora existe un líder reconocido, el jefe, que toma decisiones, posee una autoridad aceptada y ejerce un monopolio sobre el derecho a utilizar la fuerza contra los miembros de su sociedad en caso de considerarlo necesario y, de ese modo, se asegura de que los desconocidos dentro de una misma jefatura no se enfrenten entre sí. El jefe cuenta con la ayuda de autoridades no especializadas y polivalentes (protoburócratas), que recaudan tributos, resuelven disputas y llevan a cabo otras tareas administrativas, en lugar de los recaudadores, jueces e inspectores de restaurantes de un Estado. (En este caso, un motivo de confusión es que algunas sociedades tradicionales que cuentan con jefes y son descritas correctamente como jefaturas en la bibliografía científica y en este libro son conocidas como «tribus» en buena parte de la escritura popular: por ejemplo, las «tribus» indias del este de Norteamérica, que en realidad consistían en jefaturas.)

Una innovación económica de las jefaturas es la denominada economía redistributiva: en lugar de intercambios directos entre individuos, el jefe recauda tributos de comida y mano de obra, gran parte de los cuales se distribuyen a los guerreros, sacerdotes y artesanos que sirven al líder. La redistribución es, por tanto, la forma más antigua de un sistema de impuestos destinado a mantener las nuevas instituciones. Parte del tributo de alimentos es devuelto al común de las gentes, a quienes el jefe tiene la responsabilidad moral de sustentar en tiempos de hambruna, y que trabajan para él en actividades como la construcción de monumentos y sistemas de riego. Además de esas innovaciones políticas y económicas que van más allá de las prácticas de las bandas y las tribus, las jefaturas fueron pioneras en la novedad social de la desigualdad institucionalizada. Aunque algunas tribus ya tienen linajes separados, los de una jefatura se clasifican hereditariamente; así, el jefe y su familia están en lo más alto, los comunes o esclavos en la parte inferior y (en el caso del archipiélago polinesio de Hawai) al menos ocho castas clasificadas en medio. Para los miembros de los linajes o castas más importantes, el tributo recaudado por el jefe financia un estilo de vida mejor en cuanto a comida, alojamiento, ropa y adornos especiales.

De ahí que las jefaturas del pasado (a veces) puedan ser reconocidas arqueológicamente por las construcciones monumentales y por indicios como una distribución desigual de los ornamentos mortuorios en las necrópolis: algunos cuerpos (los de los jefes y sus familiares y burócratas) eran enterrados en grandes tumbas llenas de objetos de lujo como turquesas y caballos sacrificados, lo cual contrastaba con las pequeñas y sencillas sepulturas del común de las gentes. Basándose en esas pruebas, los arqueólogos deducen que las jefaturas empezaron a aparecer localmente hacia 5500 a. C. En tiempos modernos, justo antes de la reciente imposición casi universal del control del gobierno de Estado en todo el mundo, las jefaturas todavía eran un sistema extendido en la Polinesia, gran parte del África subsahariana, Centroamérica y Sudamérica fuera de las regiones controladas por los estados mexicano y andino. Las jefaturas que se comentarán en este libro incluyen a los isleños mailu y trobriandeses de la región de Nueva Guinea y a los indios calusa y chumash de Norteamérica. A partir de las jefaturas nacieron los estados (desde 3400 a. C., aproximadamente) mediante conquistas o fusiones impuestas, lo cual desembocó en poblaciones más numerosas, a menudo étnicamente diversas, esferas y estratos profesionales de burócratas, ejércitos permanentes, una especialización económica mucho mayor, urbanización y otros cambios, para generar los tipos de sociedades que abarcan el mundo moderno.

Por ello, si sociólogos equipados con una máquina del tiempo pudieran haber estudiado el mundo antes de 9000 a. C., habrían descubierto que en todas partes la gente subsistía como cazadores-recolectores, viviendo en bandas y probablemente ya en algunas tribus, sin herramientas metálicas, escritura, gobierno centralizado o especialización económica. Si dichos sociólogos hubieran podido regresar al siglo XV, en la época en que la expansión de los europeos hacia otros continentes acababa de comenzar, habrían descubierto que Australia era el único todavía ocupado enteramente por cazadores-recolectores, que aún vivían sobre todo en bandas y probablemente en algunas tribus. Pero, para entonces, los estados ocupaban casi toda Eurasia, el norte de África, las islas más grandes de Indonesia occidental, gran parte de los Andes y algunas zonas de México y África occidental. Todavía existían numerosas bandas, tribus y jefaturas que sobrevivían en Sudamérica, fuera de la región de los Andes, en toda Norteamérica, Nueva Guinea, el Ártico y las islas del Pacífico. Hoy, todo el mundo, excepto la Antártida, está dividido en estados, al menos en teoría, si bien el gobierno sigue siendo ineficaz en algunas regiones. Las zonas que preservaron el mayor número de sociedades que se hallaban fuera del control efectivo del Estado en el siglo XX fueron Nueva Guinea y el Amazonas.

El constante incremento de la población, la organización política y la intensidad de la producción de alimentos que se extiende desde bandas hasta estados halla paralelismos en otras tendencias, como el aumento de la dependencia de las herramientas de metal, la sofisticación de la tecnología, la especialización económica, la desigualdad entre los individuos y la escritura, además de los cambios en la guerra y la religión que trataré en los capítulos 3 y 4 y en el capítulo 9, respectivamente. (Recordemos de nuevo: el paso de bandas a estados no fue ni omnipresente, ni irreversible ni lineal.) Esas tendencias, sobre todo las poblaciones numerosas, la centralización política y la mejora de la tecnología y las armas con respecto a las sociedades más simples son las que permitieron a los estados conquistar a aquellas sociedades tradicionales y subyugar, esclavizar, incorporar, expulsar o exterminar a sus habitantes en tierras que codiciaban. En tiempos modernos, ello ha dejado a bandas y tribus confinados a zonas poco atractivas o apenas accesibles para los colonos del Estado (como el desierto del Kalahari, habitado por los !kung, los bosques ecuatoriales africanos de los pigmeos, las zonas remotas de la cuenca amazónica que pueblan los nativos americanos y la Nueva Guinea que ha quedado para los papúes).

¿Por qué en 1492, el año del primer viaje transatlántico de Colón, la gente vivía en tipos de sociedades diferentes en distintas partes del mundo? Por aquel entonces, algunos pueblos (en especial los euroasiáticos) ya vivían bajo gobiernos de Estado con escritura, herramientas de metal, agricultura intensiva y ejércitos permanentes. Muchos otros pueblos carecían de esos sellos distintivos de la civilización, y los aborígenes australianos, los !kung y los pigmeos africanos todavía conservaban muchas formas de vida que habían caracterizado al mundo entero hasta 9000 a. C. ¿Cómo podemos explicar unas diferencias geográficas tan marcadas?

Una idea antes extendida y que todavía comparten muchos en la actualidad es que esos resultados regionalmente dispares reflejan diferencias innatas en la inteligencia, la modernidad biológica y la ética del trabajo humanas. Según esa creencia, se supone que los europeos son más inteligentes, biológicamente avanzados y trabajadores, mientras que los aborígenes australianos, los papúes y otras bandas y tribus modernas son menos inteligentes y ambiciosos y más primitivos. Sin embargo, no existen pruebas que corroboren esos postulados, a excepción del razonamiento circular de que las bandas y tribus modernas siguieron utilizando tecnologías, organizaciones políticas y modos de subsistencia más rudimentarios y, por tanto, se los consideraba biológicamente más primitivos.

Por el contrario, la explicación sobre las diferencias en los tipos de sociedades que coexisten en el mundo moderno depende de discrepancias medioambientales. La acentuación de la centralización política y la estratificación social se vio impulsada por el aumento de la población humana, propiciado a su vez por el auge y la intensificación de la producción de alimentos (agricultura y pastoreo). Pero, sorprendentemente, muy pocas especies de plantas silvestres y animales salvajes son aptos para su domesticación y conversión en cultivos y ganado. Esas pocas especies salvajes estaban concentradas en tan solo una decena de pequeñas regiones del mundo, cuyas sociedades humanas, en consecuencia, gozaron de una ventaja decisiva para el desarrollo de la producción de alimentos y excedentes, el crecimiento de la población, una tecnología avanzada y el gobierno de Estado. Como comentaba con detalle en mi libro Armas, gérmenes y acero, esas diferencias explican por qué los europeos, que vivían cerca de la región del mundo (el Creciente Fértil) con las especies domesticables de plantas y animales más valiosas, acabaron expandiéndose por el planeta, mientras que los !kung y los aborígenes australianos no lo hicieron. Para el propósito de este libro, eso significa que los pueblos que todavía viven o vivían en épocas recientes en sociedades tradicionales son pueblos biológicamente modernos que habitaban regiones con pocas especies de plantas y animales domesticables y cuyo estilo de vida es, por lo demás, relevante para los lectores.

Perspectivas, causas y fuentes

En la sección anterior he expuesto algunas disparidades entre las sociedades tradicionales que podemos relacionar de forma sistemática con diferencias en el número y la densidad de población, los medios para obtener comida y el entorno. Aunque las tendencias generales que he mencionado existen, sería un disparate suponer que todos los aspectos de una sociedad pueden predecirse a partir de condiciones materiales. Pensemos, por ejemplo, en las diferencias culturales y políticas entre los pueblos francés y alemán, que obviamente no guardan relación alguna con las diferencias entre el medio ambiente de Francia y Alemania, que, en cualquier caso, son modestas de acuerdo con los criterios internacionales de variación medioambiental.

Los estudiosos adoptan varias perspectivas para comprender las diferencias entre sociedades. Cada una de ellas es útil para entender ciertas diferencias entre algunas sociedades, pero no lo es para dilucidar otros fenómenos. Una perspectiva es la evolutiva, comentada e ilustrada en el apartado anterior: reconocer características generales que difieran entre sociedades con distinta envergadura y densidad de población, pero que compartan sociedades con una población y densidad similares, e inferir y, en ocasiones, observar directamente, los cambios que se producen en una sociedad mientras crece o decrece. En relación con ese planteamiento evolutivo está lo que puede denominarse la perspectiva adaptacionista: la idea de que algunos rasgos de una sociedad son adaptativos y permiten a dicha sociedad funcionar con más eficacia en sus condiciones materiales, en su entorno físico y social y en su tamaño y densidad particulares. Algunos ejemplos incluyen la necesidad de contar con líderes que tienen todas las sociedades que consisten en más de unos pocos millares de personas, y el potencial de esas grandes sociedades para generar los excedentes de alimentos requeridos para sustentar a sus líderes. Esta perspectiva lleva a formular generalizaciones y a interpretar los cambios de una sociedad con el tiempo respecto de las condiciones y el medio ambiente en los que vive.

Una segunda perspectiva, que se halla en el extremo opuesto de esa primera, ve cada sociedad como un fenómeno único debido a su historia particular, y considera que las creencias y prácticas populares variables son en gran medida independientes y que no vienen dictadas por las condiciones medioambientales. Entre el número prácticamente infinito de ejemplos, permítanme mencionar un caso extremo de uno de los pueblos que comentaré en este libro, ya que es muy gráfico y no guarda relación alguna con condiciones materiales. El pueblo kaulong, una de las decenas de pequeñas poblaciones que viven en la línea divisoria meridional de la isla de Nueva Bretaña, justo al este de Nueva Guinea, practicaba antiguamente la estrangulación ritual de las viudas. Cuando un hombre fallecía, su viuda hacía llamar a sus hermanos para que la estrangularan. No moría en contra de su voluntad, ni era presionada por otros miembros de su sociedad para que se sometiese a esta forma ritual de suicidio. Por el contrario, se había criado observándola como una costumbre, la seguía cuando ella quedaba viuda, alentaba a sus hermanos (o a su hijo, en caso de no tener hermanos) a cumplir su solemne obligación de estrangularla pese a su renuencia natural y permanecía sentada con actitud colaboradora mientras la ahogaban.

Ningún estudioso ha afirmado que el sacrificio de las viudas kaulong fuese en modo alguno beneficioso para su sociedad o para los intereses genéticos a largo plazo (póstumos) de la estrangulada o de sus familiares. Ningún científico medioambiental ha reconocido alguna característica del entorno kaulong que tienda a hacer el estrangulamiento de viudas más beneficioso o comprensible allí que en la línea divisoria septentrional de Nueva Bretaña, o más al este o al oeste de la línea meridional. No conozco ninguna otra sociedad que practique la estrangulación ritual de viudas en Nueva Bretaña o Nueva Guinea, excepto el pueblo sengseng, vecino de los kaulong. Por el contrario, parece necesario concebir dicha práctica como un rasgo histórico y cultural independiente que surgió por alguna razón que desconocemos en esa zona de Nueva Bretaña en particular, y que a la postre podría haber sido erradicado por la selección natural entre sociedades (por ejemplo, porque otras sociedades de Nueva Bretaña que no practican la estrangulación de viudas hubieran aventajado a los kaulong), pero persistió durante un considerable espacio de tiempo, hasta que la presión y el contacto externos hicieron que fuese abandonado hacia 1957. Quien conozca cualquier otra sociedad podrá imaginar rasgos menos extremos que la caracterizan y que pueden carecer de beneficios obvios o incluso antojarse perjudiciales, y que no obedecen de forma clara a las condiciones locales.

Otra perspectiva para comprender las diferencias entre sociedades es reconocer creencias y prácticas culturales que poseen una amplia distribución regional y que se propagan históricamente por esa región sin estar relacionadas de forma manifiesta con las condiciones locales. Algunos ejemplos conocidos son la pseudoomnipresencia de las religiones monoteístas y las lenguas no tonales en Europa, en contraste con la frecuencia de religiones no monoteístas y lenguas tonales en China y regiones adyacentes del sudeste de Asia. Sabemos mucho acerca de los orígenes y las difusiones históricas de los distintos tipos de religión y lenguaje de cada región. Sin embargo, desconozco razones convincentes que expliquen por qué las lenguas tonales funcionarían peor en entornos europeos o por qué las religiones monoteístas serían intrínsecamente inadecuadas en China y el sudeste de Asia. Las religiones, las lenguas y otras creencias y prácticas pueden propagarse de dos formas. Una es que la gente se extienda y lleve su cultura consigo, como ilustran los emigrantes europeos que viajaron a América y Australia e instauraron lenguas y sociedades europeas allí. La otra es el resultado de que la gente se adueñe creencias y prácticas de otras culturas: por ejemplo, que el pueblo japonés moderno adopte atuendos occidentales y que los estadounidenses adopten el hábito de comer sushi, sin que los emigrantes occidentales hayan invadido Japón ni los emigrantes japoneses hayan invadido Estados Unidos.

Otro aspecto sobre los argumentos que se repetirán con frecuencia en este libro es la distinción entre la búsqueda de explicaciones aproximadas y definitivas. Para comprender esta distinción, imaginemos a una pareja que consulta a un psicoterapeuta tras veinte años de matrimonio y ahora tiene intención de divorciarse. A la pregunta del terapeuta: «¿Qué les ha traído aquí de repente y por qué quieren el divorcio después de veinte años de matrimonio?», el marido responde: «Porque me ha pegado fuerte en la cara con una pesada botella de cristal: no puedo vivir con una mujer que ha hecho eso». La esposa reconoce que, en efecto, le golpeó con una botella de cristal y que esa es la «causa» (esto es, la causa aproximada) de la ruptura. Pero el terapeuta sabe que los agresiones con botellas son infrecuentes en los matrimonios felices y que invitan a investigar qué los ha provocado. La mujer afirma: «Ya no soportaba sus aventuras con otras mujeres, por eso le pegué. Sus aventuras son la causa real [es decir, definitiva] de nuestra ruptura». El marido reconoce sus aventuras, pero, de nuevo, el terapeuta se pregunta por qué, a diferencia de los hombres que viven un matrimonio feliz, actúa de ese modo. El marido responde: «Mi mujer es una persona fría y egoísta, y yo descubrí que quería mantener una relación de cariño como cualquier persona normal. Por eso he buscado aventuras, y esa es la causa fundamental de nuestra ruptura».

En un tratamiento a largo plazo, el terapeuta estudiaría aún más la infancia de la esposa y qué la llevó a ser una persona fría y egoísta (si es que eso es cierto). Sin embargo, incluso esta sucinta versión de la historia basta para demostrar que la mayoría de las causas y efectos en realidad consisten en cadenas de causas, algunas más aproximadas y otras más definitivas. En este libro encontraremos muchas de esas cadenas. Por ejemplo, la causa aproximada de una guerra tribal (capítulo 4) puede ser que la persona A de una tribu ha robado un cerdo a una persona B de otra tribu; A justifica ese robo con una causa más profunda (el primo de B se había comprometido a comprar un cerdo al padre de A, pero no había abonado el precio pactado por el animal); y la causa definitiva de la guerra es la sequía, la escasez de recursos y la presión demográfica, lo cual provoca que no haya cerdos suficientes para alimentar a la población de ninguna de las dos tribus.

Esas son, por tanto, unas perspectivas generales a las que recurren los estudiosos para tratar de comprender las diferencias entre las sociedades humanas. En cuanto a cómo han adquirido los estudiosos sus conocimientos sobre las sociedades tradicionales, nuestras fuentes de información pueden dividirse de manera un tanto arbitraria en cuatro categorías, cada una de ellas con sus ventajas e inconvenientes, que se solapan unas con otras. El método más obvio, y la fuente de gran parte de la información de este libro, es enviar a sociólogos o biólogos a visitar o vivir entre una población tradicional y llevar a cabo un estudio dedicado a un tema concreto. Una importante limitación de este planteamiento es que los científicos normalmente no pueden instalarse en un pueblo tradicional hasta que haya sido «pacificado», reducido mediante enfermedades inducidas, conquistado y sometido al control de un gobierno estatal, y por consiguiente, modificado considerablemente respecto de su estado anterior.

Un segundo método consiste en intentar desgranar los cambios recientes que han experimentado las sociedades tradicionales modernas entrevistando a personas analfabetas para conocer sus historias de transmisión oral y reconstruyendo de ese modo su sociedad tal como era varias generaciones atrás. Un tercer método comparte los objetivos de la reconstrucción oral, en la medida en que pretende ver las sociedades tradicionales antes de que fueran visitadas por científicos modernos. Sin embargo, el planteamiento reside en utilizar las crónicas de exploradores, comerciantes, patrulleros del gobierno y lingüistas misioneros que normalmente preceden a los científicos en el contacto con los pueblos tradicionales. Aunque las crónicas resultantes suelen ser menos sistemáticas, cuantitativas y científicamente rigurosas que las de los trabajadores de campo con formación científica, ofrecen la ventaja compensatoria de describir a una sociedad tribal menos modificada que cuando la estudian más tarde los científicos. Por último, la única fuente de información acerca de las sociedades de un pasado remoto sin escritura ni contacto con observadores alfabetizados son las excavaciones arqueológicas. Estas tienen la ventaja de reconstruir una cultura mucho antes de que el mundo moderno entrara en contacto con ella y la transformara, a costa de perder detalles precisos (como los nombres y las motivaciones de las personas). Asimismo, se aprecia una mayor incertidumbre y esfuerzo a la hora de extraer conclusiones sociales a partir de las manifestaciones físicas preservadas en los yacimientos arqueológicos.

Para los lectores (en especial los estudiosos) interesados en saber más sobre esas fuentes de información de las sociedades tradicionales, incluyo un extenso comentario en la sección «Lecturas complementarias», en la parte final de este libro.

Un libro pequeño sobre un gran tema

El tema de este libro es, potencialmente, todos los aspectos de la cultura humana, de todos los pueblos del mundo, durante los últimos 11 000 años. No obstante, ello requeriría un volumen de 2397 páginas que nadie leería. Por motivos prácticos, he seleccionado algunas temáticas y sociedades con el fin de escribir un libro de una extensión legible. De ese modo espero estimular a mis lectores a conocer temas y sociedades que yo no trataré, consultando los numerosos y excelentes libros publicados (muchos de ellos citados en la sección «Lecturas complementarias»).

En cuanto a la elección temática, he escogido nueve ámbitos repartidos en once capítulos para ilustrar cómo podemos aprovechar de diferentes maneras nuestros conocimientos sobre las sociedades tradicionales. Dos temas —los peligros y la crianza de los hijos— implican ámbitos en los que nosotros, como individuos, podemos plantearnos incorporar ciertas prácticas de las sociedades tradicionales a nuestra vida personal. Esas son las dos áreas en las que las prácticas de algunas sociedades tradicionales entre las que he vivido han influido de forma más decisiva en mi estilo de vida y mis decisiones. Tres temas —el trato a los ancianos, los idiomas y el poliglotismo y los estilos de vida saludables— implican ámbitos en los que ciertas prácticas tradicionales pueden ofrecernos modelos para nuestras decisiones individuales, pero también para políticas que podría adoptar nuestra sociedad en su conjunto. Un tema —la resolución pacífica de conflictos— puede resultar más útil para sugerir políticas para nuestra sociedad que para guiar nuestra vida. En relación con todos esos temas, debemos tener claro que no es cuestión de tomar prestadas o adaptar prácticas de una sociedad y trasladarlas a otra. Por ejemplo, aunque admiremos ciertas prácticas de crianza de una sociedad tradicional, puede ser complejo adoptarlas a la hora de criar a nuestros hijos si los padres que nos rodean están educando los suyos como lo hacen la mayoría de los progenitores modernos.

En cuanto al tema religioso, no espero que ningún lector o sociedad abrace una confesión tribal en particular a consecuencia de mis observaciones incluidas en el capítulo 9. Sin embargo, a lo largo de nuestra vida, la mayoría de nosotros experimentamos una o varias fases en las que tratamos de resolver nuestros interrogantes sobre la religión. En esa fase, a los lectores puede serles de utilidad reflexionar sobre la amplia gama de significados que ha tenido la religión para diferentes sociedades a lo largo de la historia humana. Por último, los dos capítulos sobre la guerra ilustran un ámbito en el que, a mi juicio, comprender las prácticas tradicionales puede ayudarnos a apreciar algunas ventajas que nos ha brindado el gobierno de Estado en comparación con esas sociedades. (No reaccionen instantáneamente con indignación pensando en Hiroshima y la guerra de trincheras y cerrando su mente a un debate sobre las «ventajas» de la guerra de Estado; el tema es más complicado de lo que pueda parecer a simple vista.)

Por supuesto, esta selección omite muchos temas fundamentales de los estudios sociales humanos, como el arte, la cognición, la conducta cooperativa, la danza, las relaciones de género, los sistemas de parentesco, la debatida influencia del lenguaje en las percepciones y el pensamiento (la hipótesis de Sapir-Whorf), la literatura, el matrimonio, la música, las prácticas sexuales y otros. En mi defensa, reitero que este libro no pretende ser una crónica exhaustiva de las sociedades humanas y que, por el contrario, elige unos temas por los motivos expuestos anteriormente. Asimismo, hay libros excelentes que abordan esos temas desde otros contextos.

En cuanto a la selección de sociedades, en un libro breve no es factible extraer ejemplos de todas las sociedades humanas tradicionales a pequeña escala que existen en el mundo. Decidí concentrarme en bandas y tribus de agricultores y cazadores-recolectores a pequeña escala, y menos en las jefaturas y aún menos en los estados emergentes, ya que esas primeras sociedades difieren más de nuestras sociedades modernas y pueden enseñarnos más estableciendo comparaciones. En repetidas ocasiones cito ejemplos de varias decenas de esas sociedades tradicionales de todo el mundo (láminas 1-12). De ese modo, espero que los lectores se formen una idea más completa y detallada de esas pocas decenas de sociedades y que vean cómo encajan distintos aspectos de las mismas: por ejemplo, cómo se desarrollan la crianza, la vejez, los peligros y la resolución de conflictos en la misma sociedad.

Algunos lectores pueden pensar que se presenta una cantidad desproporcionada de ejemplos de Nueva Guinea y otras islas adyacentes del Pacífico. En parte, ello obedece a que es la región que mejor conozco y en la que he pasado más tiempo. Pero también se debe a que Nueva Guinea aporta una fracción desproporcionada de diversidad cultural humana. Es el hogar exclusivo de 1000 de las 7000 lenguas que existen aproximadamente en el mundo. Alberga la mayor cantidad de sociedades que, incluso en tiempos modernos, siguen hallándose fuera del control de los gobiernos de Estado o que han sido influidas por estos recientemente. Sus poblaciones abarcan una amplia gama de estilos de vida tradicionales, desde cazadores-recolectores nómadas hasta marineros y especialistas en sagú de las Tierras Bajas, pasando por agricultores sedentarios de las Tierras Altas, que componen grupos que van desde unas pocas decenas hasta 200 000 personas. No obstante, comentaré a fondo las observaciones de otros eruditos sobre las sociedades de todos los continentes habitados.

FIGURA 1. LOCALIZACIÓN DE 39 SOCIEDADES QUE SE COMENTARÁN CON FRECUENCIA EN ESTE LIBRO

Mapa

Nueva Guinea e islas vecinas. 1 = Dani. 2 = Fayu. 3 = Daribi. 4 = Enga. 5 = Fore. 6 = Tsem baga Maring. 7 = Hinihon. 8 = Isleños mailu. 9 = Isleños trobriandeses. 10 = Kaulong.

Australia. 11 = Ngarinyin. 12 = Yolngu. 13 = Sandbeach. 14 = Yuwaaliyaay. 15 = Kunai. 16 = Pitjantjatjara. 17 = Wiil y Minong.

Eurasia. 18 = Agta. 19 = Ainu. 20 = Isleños andamán. 21 = Kirguís. 22 = Nganasan.

África. 23 = Hadza. 24 = !Kung. 25 = Nuer. 26 = Pigmeos africanos (mbuti, aka). 27 = Turkana.

Mapa

Norteamérica. 28 = Calusa. 29 = Chumash continentales. 30 = Isleños chumash. 31 = Iñupiat. 32 = Inuit de la vertiente norte de Alaska. 33 = Shoshones de la Gran Cuenca. 34 = Indios de la costa noroeste.

Sudamérica. 35 = Aché. 36 = Machiguenga. 37 = Piraha. 38 = Sirionó. 39 = Yanomami.

Para no disuadir a posibles lectores de que empiecen este libro por su extensión y precio, he omitido notas al pie y referencias en las afirmaciones insertadas en el texto. En su lugar, las recojo en la sección «Lecturas complementarias», organizada por capítulos. Las porciones de esa sección que ofrecen referencias aplicables a todo el libro y las referencias de este prólogo se incluyen al final del texto. Las secciones que ofrecen referencias a los capítulos 1-11 y el epílogo no se incluyen, pero han sido publicadas en una web de acceso libre, http://www.jareddiamondbooks.com. Aunque la sección «Lecturas complementarias» es mucho más extensa de lo que desearían la mayoría de los lectores, no pretende ser una bibliografía completa de cada capítulo. Por el contrario, selecciono obras recientes que ofrecerán a los lectores bibliografías de interés especial en relación con el material de ese capítulo, además de algunos estudios clásicos que los lectores disfrutarán.

Planificación del libro

Este libro contiene once capítulos agrupados en cinco partes, además de un epílogo. La primera parte, que consiste en el capítulo 1, crea el marco en el cual se desarrollan los temas del resto de capítulos, explicando cómo dividen el espacio las sociedades tradicionales, ya sea mediante límites claros que separan territorios mutuamente exclusivos, como los de los estados modernos, o mediante disposiciones más fluidas en las que grupos vecinos gozan de derechos recíprocos para utilizar la zona del otro con fines concretos. Pero nadie goza nunca de libertad absoluta para viajar, así que los pueblos tradicionales suelen dividir a los demás en tres clases: individuos conocidos que son amigos, individuos conocidos que son enemigos, y desconocidos que deben ser considerados enemigos en potencia. A consecuencia de ello, los pueblos tradicionales no podían conocer el mundo exterior alejado de su patria.

La segunda parte comprende tres capítulos sobre la resolución de conflictos. En ausencia de gobiernos de Estado centralizados y sus poderes jurídicos, las sociedades tradicionales a pequeña escala resuelven las disputas de dos maneras, una de las cuales es más conciliadora y la otra más violenta que su equivalente en las sociedades de Estado. Ilustro la resolución pacífica de conflictos (capítulo 2) con un incidente en el que un niño de Nueva Guinea murió en un accidente, y los padres del niño y los socios del autor material llegaron a un acuerdo para una compensación y una reconciliación emocional en cuestión de días. El objetivo de esos procesos tradicionales de compensación no es determinar el bien y el mal, sino restablecer la relación o no relación entre los miembros de una pequeña sociedad que se encontrarán repetidas veces cada día durante el resto de sus vidas. Asimismo, contrasto esta forma pacífica de resolución tradicional de conflictos con la actuación de la ley en las sociedades estatales, donde el proceso es lento y antagónico, donde las partes a menudo son desconocidos que nunca volverán a verse, donde el propósito no es restablecer una relación, sino determinar qué está bien y qué está mal, y donde el Estado tiene sus propios intereses, que pueden no coincidir con los de la víctima. Para un Estado, un sistema de justicia gubernamental es una necesidad. Sin embargo, ciertas características de una resolución tradicional y pacífica de conflictos podrían resultar útiles si las incorporáramos a los sistemas judiciales del Estado.

Si una disputa en una sociedad a pequeña escala no se resuelve pacíficamente entre los participantes, la alternativa es la violencia o la guerra, ya que no existe una justicia de Estado que intervenga. Puesto que no hay líderes políticos firmes y el Estado no ejerce un monopolio sobre el uso de la fuerza, la violencia suele desembocar en ciclos de asesinatos por venganza. El breve capítulo 3 ilustra los conflictos tradicionales describiendo una guerra en apariencia ínfima entre el pueblo dani de las Tierras Altas occidentales de Nueva Guinea. El capítulo 4, este más extenso, evalúa la guerra tradicional en todo el mundo para valorar si verdaderamente merece ser denominada guerra, por qué el número de muertos proporcional a menudo es tan elevado, cómo difiere de la guerra de Estado y por qué las guerras son más frecuentes entre algunos pueblos que entre otros.

La tercera parte de este libro consta de dos capítulos sobre extremos opuestos del ciclo vital humano: la infancia (capítulo 5) y la vejez (capítulo 6). La gama de prácticas de crianza tradicionales es amplia, desde sociedades con medidas más represivas hasta otras con prácticas más flexibles que son toleradas en la mayoría de las sociedades estatales. No obstante, aparecen algunos temas frecuentes de un estudio sobre la crianza tradicional. Los lectores de este capítulo probablemente admirarán algunos, pero se sentirán horrorizados por otros, y se preguntarán si algunas de las prácticas admirables podrían ser incorporadas a nuestro repertorio de crianza.

Con respecto al trato a los ancianos (capítulo 6), algunas sociedades tradicionales, en especial las nómadas o las que viven en entornos duros, se ven obligadas a ignorar, abandonar o matar a sus mayores. Otras les procuran una vida mucho más satisfactoria y productiva que la mayoría de las sociedades occidentalizadas. Los factores que se ocultan detrás de esta variación incluyen las condiciones medioambientales, la utilidad y el poder de los ancianos y los valores y normas de la sociedad. Una mayor esperanza de vida y la aparente disminución de la utilidad de los ancianos en las sociedades modernas han provocado una tragedia, para cuya mejora, esas sociedades tradicionales que brindan a sus mayores una vida satisfactoria y útil puede ofrecer ejemplos.

La cuarta parte contiene dos capítulos sobre los peligros y nuestras respuestas a los mismos. Empiezo (capítulo 7) describiendo tres experiencias real o aparentemente peligrosas a las que sobreviví en Nueva Guinea y lo que aprendí acerca de una actitud generalizada de los pueblos tradicionales que admiro y que denomino «paranoia constructiva». Mediante esa expresión paradójica hago referencia a la reflexión cotidiana sobre la importancia de los pequeños acontecimientos o indicios que siempre entrañan riesgos leves pero que probablemente reaparecerán miles de veces durante nuestra vida y, por tanto, pueden resultar debilitadores o fatales si los ignoramos. Los «accidentes» no solo ocurren por azar o por mala suerte: tradicionalmente, se considera que todo sucede por un motivo, así que debemos permanecer alerta a las posibles razones y ser cautelosos. El capítulo 8 describe los tipos de peligros inherentes a la vida tradicional, y cómo responde la gente a ellos. Resulta que nuestras percepciones de los peligros y nuestras reacciones a ellos son sistemáticamente irracionales en varios sentidos.

La quinta y última parte comprende tres capítulos sobre sendos temas cruciales para la vida humana que en tiempos modernos están cambiando con rapidez: religión, diversidad lingüística y salud. El capítulo 9, que trata sobre el fenómeno exclusivamente humano de la religión, se incluye a continuación de los capítulos 7 y 8, dedicados a los peligros, porque nuestra tradicional y permanente búsqueda de sus causas puede haber contribuido a los orígenes de las creencias religiosas. La práctica omnipresencia de la religión entre las sociedades humanas denota que desempeña funciones importantes, con independencia de si sus aseveraciones son ciertas o no. Pero la religión ha realizado tareas diferentes cuya importancia relativa ha cambiado a medida que evolucionan las sociedades humanas. Es interesante especular sobre las funciones de la religión que probablemente cobrarán más fuerza en las décadas venideras.

El lenguaje (capítulo 10), al igual que la religión, es exclusivo de los humanos; de hecho, a menudo se considera el principal atributo que los distingue de los (otros) animales. Aunque la cifra media de hablantes de una lengua es de solo unos pocos centenares o miles de individuos en la mayoría de las sociedades de cazadores-recolectores a pequeña escala, los miembros de muchas de esas sociedades son políglotas. Los estadounidenses modernos suelen argumentar que el poliglotismo debe ser desalentado, ya que supuestamente obstaculiza el aprendizaje de los niños y la asimilación de los inmigrantes. Sin embargo, estudios recientes indican que las personas políglotas obtienen importantes ventajas cognitivas para toda la vida. Con todo, los idiomas están desapareciendo con tal rapidez que el 95 por ciento de las lenguas del mundo se habrán extinguido o estarán en vías de extinción en cuestión de un siglo si se mantienen las tendencias actuales. Las consecuencias de este hecho indiscutible son tan controvertidas como las del poliglotismo: muchos aceptarían un mundo reducido a solo unos pocos idiomas extendidos, mientras que otros destacan las ventajas que aporta la diversidad lingüística tanto a las sociedades como a los individuos.

El último capítulo (capítulo 11) también es el que posee una mayor relevancia práctica y directa para nosotros hoy en día. Gran parte de los ciudadanos de los estados modernos morirán de enfermedades no contagiosas —diabetes, hipertensión, apoplejía, infartos, diversos cánceres y otras— que son raras o desconocidas entre los pueblos tradicionales, que, no obstante, a menudo contraen dichas afecciones al cabo de una década o dos de adoptar un estilo de vida occidentalizado. Evidentemente, hay algo en la vida occidentalizada que provoca tales enfermedades, y podríamos minimizar el riesgo de morir por esas causas más comunes si lográramos reducir los factores de riesgo. Ilustro estas tristes realidades mediante dos ejemplos: hipertensión y diabetes tipo 2. Ambas enfermedades implican a genes que debían de sernos ventajosos en las condiciones propias del estilo de vida tradicional, pero que se han vuelto letales para nuestras costumbres occidentalizadas. Muchos individuos modernos han reflexionado sobre ello, modificado su estilo de vida y, por tanto, alargado su vida y mejorado la calidad de la misma. Así pues, si esas enfermedades nos matan, es con nuestro permiso.

Por último, el epílogo cierra el círculo de la escena de Puerto Moresby con el que iniciaba el prólogo. Hasta mi llegada al aeropuerto de Los Ángeles no emprendo mi reinmersión emocional en la sociedad estadounidense, que es mi hogar, tras haber pasado varios meses en Nueva Guinea. Pese a las drásticas diferencias entre Los Ángeles y las junglas de Nueva Guinea, gran parte del mundo que existía hasta ayer vive en nuestros cuerpos y sociedades. Los recientes cambios de gran calado comenzaron hace solo 11 000 años, incluso en la región donde aparecieron por primera vez, se dejaron sentir hace solo unas décadas en las zonas más populosas de Nueva Guinea, y apenas han aflorado en las pocas regiones de Nueva Guinea y el Amazonas que todavía no han establecido contacto. Pero, para quienes nos hemos criado en sociedades estatales modernas, las condiciones de vida son tan ubicuas y las llevamos tan interiorizadas que nos resulta difícil advertir las diferencias fundamentales de las sociedades tradicionales durante nuestras breves visitas. De ahí que el epílogo comience exponiendo algunas de esas diferencias que me sorprenden al llegar al aeropuerto de Los Ángeles, y que también sorprenden a los niños estadounidenses, o a los aldeanos de Nueva Guinea y África que se criaron en sociedades tradicionales y se trasladaron a Occidente de adolescentes o adultos. He dedicado este libro a una de esas amigas, Meg Taylor (Dame Meg Taylor), que se crió en las Tierras Altas de Papúa Nueva Guinea y pasó muchos años en Estados Unidos como embajadora de su país y vicepresidenta del World Bank Group. En el apartado "Agradecimientos" se resumen brevemente las experiencias de Meg.

Las sociedades tradicionales representan infinidad de experimentos naturales milenarios en la organización de las vidas humanas. No podemos repetir esas experiencias rediseñando miles de sociedades actuales para esperar décadas y observar los resultados; tenemos que aprender de las sociedades que ya han llevado a cabo los experimentos. Cuando conocemos las características de la vida tradicional, nos sentimos aliviados por habernos deshecho de algunas y nos hacen apreciar mejor nuestras sociedades. Otras probablemente las envidiaremos, veremos su pérdida con nostalgia o nos preguntaremos si podemos adoptarlas o adaptarlas selectivamente. Por ejemplo, no hay duda de que envidiamos la ausencia tradicional de enfermedades no contagiosas asociadas al estilo de vida occidentalizado. Cuando conocemos la resolución de conflictos, la crianza, el trato a los ancianos, la atención a los peligros y el poliglotismo cotidiano de las sociedades tradicionales, también podemos llegar a la conclusión de que algunos de esos rasgos serían deseables y factibles para nosotros.

Como mínimo, espero que lleguen a compartir mi fascinación por las diferentes maneras en que otros pueblos han organizado su vida. Más allá de esa fascinación, pueden conjeturar que parte de lo que funciona tan bien para ellos podría funcionar asimismo para ustedes como individuos, y para nosotros como sociedad.