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QUÉ NOS DICEN LAS ANGUILAS ELÉCTRICAS ACERCA DE LA EVOLUCIÓN RELIGIOSA

Cuestiones sobre la religión • Definiciones de religión • Funciones y anguilas eléctricas • La búsqueda de explicaciones causales • Creencias sobrenaturales • La función explicativa de las religiones • Atenuar la ansiedad • Proporcionar consuelo • Organización y obediencia • Códigos de conducta hacia los desconocidos • Justificar la guerra • Emblemas de compromiso • Medidas del éxito religioso • Cambios en las funciones de la religión

Cuestiones sobre la religión

«Al principio, todo el mundo vivía alrededor de un gran árbol jabí en la selva y hablaba la misma lengua. Un hombre cuyos testículos estaban enormemente inflamados por una infección causada por un gusano parasitario se pasaba el tiempo sentado en la rama de un árbol para poder descansar sus pesados testículos en el suelo. Por curiosidad, los animales de la selva se acercaban y se los olisqueaban. A los cazadores les resultaba fácil matarlos y todo el mundo tenía mucha comida y era feliz.

»Pero un día, un hombre malo mató al marido de una hermosa mujer para quedársela. Los familiares del difunto atacaron al asesino, que a su vez fue defendido por sus parientes, hasta que todos ellos treparon al jabí para salvarse. Los atacantes se agarraron a las lianas que colgaban de un lado del árbol para doblegar la copa en dirección al suelo y poder llegar a sus asesinos.

»Finalmente, las lianas se rompieron y el árbol volvió a su posición con una fuerza tremenda. El asesino y sus familiares salieron despedidos del árbol en muchas direcciones. Aterrizaron tan lejos y en tantos lugares que jamás lograron volver a encontrarse. Con el tiempo, sus lenguas fueron volviéndose cada vez más diferentes. Esa es la razón por la que hoy la gente habla lenguas tan distintas y no se entiende y por la que a los cazadores les resulta difícil atrapar animales para obtener comida.»

Esa historia la cuenta el pueblo sikari, una tribu de Nueva Guinea, y ejemplifica una clase extendida de leyendas conocidas como mitos de los orígenes, que nos resultan familiares por los relatos del Jardín del Edén y la Torre de Babel en el libro bíblico del Génesis. Pese a esos paralelismos con las religiones judeocristianas, la sociedad sikari tradicional, como otras sociedades a pequeña escala, carecía de iglesias, sacerdotes y libros sagrados. ¿Por qué recuerda tanto el sistema de creencias sikari a las religiones judeocristianas en su mito de los orígenes, pero es tan distinto en otros aspectos?

Casi todas las sociedades humanas conocidas han tenido «religión» o algo similar. Ello indica que la religión satisface alguna necesidad humana universal, o que al menos aflora de algún lugar de la naturaleza humana que es común a todos nosotros. De ser así, ¿qué es esa necesidad o lugar de la naturaleza humana? ¿Y qué define realmente a la «religión»? Los estudiosos han debatido estas y otras cuestiones relacionadas durante siglos. Para que un sistema de creencias constituya una religión, ¿debe incluir la creencia en un dios o dioses o en ciertas fuerzas sobrenaturales y debe incorporar necesariamente alguna otra cosa? ¿En qué momento de la historia evolutiva humana apareció la religión? Nuestros antepasados humanos se separaron de los de los chimpancés hace unos 6 millones de años. Sea lo que sea la religión, podemos coincidir en que los chimpancés no la tienen, pero ¿existía ya entre nuestros ancestros cromañones y nuestros parientes neandertales hace 40 000 años? ¿Hubo diferentes fases históricas en el desarrollo de las religiones, en las que la cristiandad y el budismo representan un estadio más reciente que los sistemas de creencias tribales como los de los sikari? Tendemos a relacionar la religión con la vertiente noble de la humanidad, y no con su lado maligno; entonces, ¿por qué en ocasiones predica la religión el asesinato y el suicidio?

Esos interrogantes que plantea la religión son especialmente interesantes en el contexto de este libro, dedicado a evaluar todo el espectro de las sociedades humanas, desde las sociedades a pequeña escala o antiguas hasta las populosas o modernas. La religión es un ámbito en el que las instituciones tradicionales siguen prosperando en unas sociedades por lo demás modernas: las grandes religiones del mundo actual nacieron hace entre 1400 y más de 3000 años, en unas sociedades mucho más pequeñas y tradicionales que las que siguen adoptando dichas religiones en la actualidad. No obstante, las religiones varían con la escala de la sociedad, y esa variación requiere explicaciones. Asimismo, la mayoría de los lectores de este libro y yo cuestionamos nuestras creencias religiosas personales (o la ausencia de ellas) en algún momento de nuestra vida. Cuando lo hacemos, comprender las diferentes cosas que ha significado la religión para distintas personas puede ayudarnos a encontrar respuestas que encajen con nosotros como individuos.

Para los individuos y las sociedades, la religión a menudo implica una enorme inversión de tiempo y recursos. Por mencionar solo unos ejemplos, los mormones deben aportar un 10 por ciento de sus ingresos a la Iglesia. Se calcula que los indios hopi tradicionales dedican una media de uno de cada tres días a ceremonias religiosas, y que una cuarta parte de la población del Tíbet tradicional estaba compuesta de monjes. La fracción de los recursos dedicados en la Europa cristiana medieval a construir y dotar de personal a iglesias y catedrales, mantener a las numerosas órdenes de monasterios y conventos y respaldar cruzadas debió de ser enorme. Tomando prestada una expresión de los economistas, la religión incurre en «costes de oportunidad»: esas inversiones de tiempo y recursos en la religión que podrían haberse dedicado a actividades manifiestamente rentables, como plantar más cosechas, construir presas y alimentar ejércitos de conquista más numerosos. Si la religión no aportara grandes beneficios reales que compensaran esos costes de oportunidad, cualquier sociedad atea que surgiera por casualidad probablemente superaría a las sociedades religiosas y conquistaría el mundo. Así pues, ¿por qué el mundo no se ha vuelto ateo y cuáles son las ventajas que evidentemente aporta la religión? ¿Cuáles son sus «funciones»?

Para un creyente, esas preguntas sobre las funciones de la religión pueden parecer absurdas o incluso ofensivas. Dicho creyente podría responder que la religión es prácticamente universal entre las sociedades humanas por el mero hecho de que existe un Dios, y que la omnipresencia de la religión no requiere descubrir sus supuestas funciones y ventajas más que la omnipresencia de las rocas. Si es usted creyente, permítame invitarle a imaginar solo por un momento una criatura avanzada de la galaxia de Andrómeda que recorre el universo a una velocidad muy superior a la de la luz (considerada imposible para los humanos), que visita los billones de estrellas y planetas del universo y que estudia la diversidad de la vida, con metabolismos alimentados por la luz, otras formas de radiación electromagnética, calor, viento, reacciones nucleares y procesos químicos inorgánicos u orgánicos. Periódicamente, nuestro andromedano visita el planeta Tierra, donde la vida solo utiliza la energía lumínica y reacciones inorgánicas y orgánicas. Durante un breve período transcurrido entre 11 000 a. C. y el 11 de septiembre de 2051 d. C. la Tierra estuvo dominada por una forma de vida denominada humanos, que se aferraban a algunas ideas curiosas, entre ellas, que existe un ser todopoderoso llamado Dios que tienen un interés especial en la especie humana en lugar de los millones de billones de especies del universo, que creó este último y que los humanos a menudo representan como un ser similar a ellos, con la salvedad de que es omnipotente. Por supuesto, el andromedano se percata de que esas creencias son delirios merecedores de estudio y no de credibilidad, ya que él y muchas otras criaturas vivas ya han averiguado cómo fue creado el universo y es absurdo imaginar que un ser todopoderoso esté especialmente interesado en la especie humana o sea similar a ella, puesto que es mucho menos atractiva y avanzada que miles de millones de formas de vida que existen en otros lugares del universo. El andromedano observa también que existen miles de religiones humanas diferentes, la mayoría de cuyos adeptos creen que su confesión es verdadera y todas las demás falsas, lo cual le indica que todas son una falacia.

Pero esa creencia en un dios era generalizada entre las sociedades humanas. El andromedano comprendió los principios de la sociología universal, que debía de ofrecer una explicación sobre por qué las sociedades humanas persistían a pesar del enorme gasto de tiempo y recursos que las religiones imponían a los individuos y sociedades, y pese a que la religión motiva a los individuos a infligirse daños o conductas suicidas. Obviamente, razonó el andromedano, la religión debe de ofrecer algunas ventajas compensatorias; de lo contrario, las sociedades ateas que no llevan la carga de ese tiempo y recursos invertidos y esos impulsos suicidas habrían sustituido a las religiosas. Por ello, si a ustedes, mis lectores, les resulta ofensivo preguntar por las funciones de su religión, tal vez estén dispuestos a retroceder un momento y preguntar por las funciones de la religión sikari o ponerse en el lugar del visitante andromedano y cuestionar las religiones humanas en general.

Definiciones de religión

Empecemos definiendo religión para que al menos podamos ponernos de acuerdo sobre qué fenómeno estamos debatiendo. ¿Qué características comparten todas las religiones, incluidas la cristiandad y la fe sikari, además del politeísmo de la Grecia y la Roma clásicas, y son necesarias y suficientes para identificar un fenómeno como religión y no como un hecho relacionado pero distinto (como la magia, el patriotismo o una filosofía de vida)?

La tabla 9.1 enumera distintas definiciones propuestas por estudiosos de la religión. Las definiciones número 11 y 13, de Émile Durkheim y Clifford Geertz, respectivamente, son las que otros estudiosos citan con más frecuencia. Resulta obvio que ni siquiera nos aproximamos a una definición consensuada. Muchas de ellas están escritas con un estilo complejo similar al lenguaje que utilizan los abogados al redactar un contrato y que nos advierte que transitamos un terreno susceptible de acalorados debates.

A modo de recurso, ¿podemos esquivar el problema de la definición de religión del mismo modo en que a menudo lo hacemos con la definición de pornografía diciendo: «No puedo definir la pornografía ¡pero sé reconocerla cuando la veo!»? No, por desgracia, ni siquiera ese recurso funciona; los estudiosos no se ponen de acuerdo a la hora de reconocer algunos movimientos extendidos y conocidos como religiones. Por ejemplo, han mantenido dilatados debates sobre si el budismo, el confucianismo y el sintoísmo deberían considerarse religiones; la tendencia actual es incluir el budismo pero no el confucianismo, si bien este normalmente lo era hace una década o dos; actualmente, suele considerarse un estilo de vida o una filosofía laica.


TABLA 9.1. PROPUESTAS DE DEFINICIÓN DE RELIGIÓN

  1. «Reconocimiento humano de un superhombre que controla el poder y especialmente de un Dios personal con derecho a la obediencia» (Concise Oxford Dictionary).
  2. «Cualquier sistema específico de creencias y adoración, que a menudo conlleva un código ético y una filosofía» (Webster’s New World Dictionary).
  3. «Sistema de coherencia social basado en un grupo común de creencias o actitudes relativas a un objeto, persona, un ser invisible o un sistema de pensamiento considerado sobrenatural, sagrado, divino o la verdad más grande, y los códigos morales, prácticas, valores, instituciones, tradiciones y rituales asociados a esa creencia o sistema de pensamiento» (Wikipedia).
  4. «La religión, en los términos más amplios y generales posibles… consiste en la creencia de que existe un orden invisible y de que nuestro bien supremo radica en adaptarnos armoniosamente a él» (William James).
  5. «Sistemas sociales cuyos participantes manifiestan una creencia en un agente o agentes sobrenaturales a cuya aprobación hay que aspirar» (Daniel Dennett).
  6. «Propiciación o conciliación de poderes sobrehumanos que, según se cree, controlan a la naturaleza y el hombre» (sir James Frazer).
  7. «Una serie de formas y actos simbólicos que relacionan al hombre con las condiciones últimas de su existencia» (Robert Bellah).
  8. «Sistema de creencias y prácticas dirigidas a la “inquietud última” de una sociedad» (William Lessa y Evon Vogt).
  9. «La creencia en seres sobrehumanos y en su poder para ayudar o dañar al hombre aborda la distribución universal, y esta creencia —cabría insistir— es la principal variable que debería ser designada por cualquier definición de religión… Definiré “religión” como “una institución que consiste en una interacción culturalmente patronizada con seres sobrehumanos culturalmente postulados» (Melford Spiro).
  10. «Interculturalmente, el elemento común de la religión es una creencia en que el dios más elevado viene definido por un orden invisible combinado con una serie de símbolos que ayudan a individuos y grupos a ordenar su vida en armonía con dicho orden y un compromiso emocional para alcanzar esa armonía» (William Irons).
  11. «Una religión es un sistema unificado de creencias y prácticas relativo a cosas sagradas, es decir, cosas diferenciadas y prohibidas, creencias y prácticas que unen en una sola comunidad moral denominada Iglesia a todos aquellos que se adhieren a ellas» (Émile Durkheim).
  12. «Aproximadamente, religión es (1) un compromiso costoso y difícil de fingir de una comunidad (2) con un mundo subjetivo e ilógico de agentes sobrenaturales (3) que dominan las ansiedades existenciales de la gente, como la muerte y el engaño» (Scott Atran).
  13. «Una religión es: (1) un sistema de símbolos que actúa para (2) establecer estados de ánimo y motivaciones poderosos, omnipresentes y duraderos en los hombres (3) formulando concepciones de un orden general de existencia y (4) revistiendo esas concepciones de un aura de realidad, de modo que (5) los estados de ánimo y la motivación parezcan únicamente realistas» (Clifford Geertz).
  14. «La religión es una institución social que evolucionó como un mecanismo integral de la cultura humana para crear y fomentar mitos, alentar el altruismo y el altruismo recíproco y revelar el grado de compromiso para cooperar y corresponderse entre los miembros de la comunidad» (Michael Shermer).
  15. «Podemos definir religión como una serie de creencias, prácticas e instituciones que los hombres han creado en varias sociedades, en la medida en que pueden ser comprendidas, como respuestas a los aspectos de su vida y su situación que no se consideran, en un sentido empírico-instrumental, racionalmente comprensibles o controlables y a las que adjudican una importancia que incluye algún tipo de referencia a las acciones y actos relevantes para la concepción que tiene el hombre de la existencia de un orden “sobrenatural” que, según se cree, tiene una influencia fundamental en la posición del hombre en el universo y en los valores que dan significado a su destino como individuo y sus relaciones con sus iguales» (Talcott Parsons).
  16. «La religión es el suspiro de la criatura oprimida, el corazón de un mundo sin corazón y el alma de las condiciones sin alma. Es el opio del pueblo» (Karl Marx).

Esas dificultades para definir la religión son instructivas. Nos advierten que el fenómeno que aunamos como religiones contiene varios componentes, que pueden ser fuertes, débiles o prácticamente ausentes en distintas religiones, sociedades y fases de la evolución de las confesiones. La religión matiza otros fenómenos, que poseen algunos pero no todos los atributos normalmente asociados a ella. Por eso existe discrepancia sobre si el budismo, por lo común considerado una de las cuatro grandes religiones del mundo, en realidad es una religión o «tan solo» una filosofía de vida. Los componentes normalmente atribuidos a las religiones se engloban en cinco grupos: creencia en lo sobrenatural, pertenencia compartida a un movimiento social, pruebas costosas y visibles de compromiso, normas prácticas de conducta (es decir, «moralidad») y creencia en que los seres y las fuerzas sobrenaturales pueden ser inducidos (por ejemplo, a través de la oración) a intervenir en la vida mundana. Sin embargo, como veremos, no tendría sentido definir la religión mediante la combinación de esos cinco atributos, ni considerar no religión un fenómeno que carezca de uno o más, ya que, de ese modo, excluiríamos algunas ramas de ciertos movimientos en general reconocidos como religiones.

El primero de esos cinco atributos constituye la base de la definición de religión que ofrecí a mis alumnos de la Universidad de California cuando impartí por primera vez un curso de geografía cultural. Mi propuesta fue la siguiente: «La religión es la creencia en un agente sobrenatural postulado sobre cuya existencia nuestros sentidos no pueden facilitarnos pruebas, pero que es invocada para explicar cosas de las cuales nuestros sentidos sí nos facilitan pruebas». Esta definición tiene dos virtudes: la creencia en agentes sobrenaturales sin duda es una de las características más extendidas de la religión y la explicación, como comentaré más tarde, figuraba entre los principales orígenes y las primeras funciones de las religiones. En su mayoría, estas postulan la existencia de dioses, espíritus y otros agentes que denominamos «sobrenaturales», ya que ellos o sus consecuencias demostrables no pueden ser percibidas directamente en el mundo natural. (A lo largo de este capítulo utilizaré repetidamente la palabra «sobrenatural» en ese sentido neutral, sin ninguna de las connotaciones peyorativas en ocasiones asociadas a ella.) Muchas religiones van más allá y postulan la existencia de todo un mundo sobrenatural paralelo, a menudo un cielo, un infierno u otro más allá al que nos trasladaremos después de morir en este mundo natural. Algunos creyentes están tan convencidos de la existencia de agentes sobrenaturales que insisten en que han visto, oído o sentido espíritus o fantasmas.

Pero pronto me di cuenta de que mi definición era inadecuada, por motivos que también resultan instructivos. La creencia en agentes sobrenaturales no solo caracteriza a las religiones, sino también fenómenos que nadie consideraría religiosos, como la creencia en hadas, fantasmas, duendes y alienígenas que viajan en ovnis. ¿Por qué es religioso creer en dioses pero no necesariamente el creer en hadas? (Una pista: quienes creen en las hadas no se reúnen un día a la semana para llevar a cabo ciertos rituales, no se identifican como una comunidad de creyentes distinta de los escépticos y no se ofrecen para morir en defensa de su creencia en las hadas.) Por el contrario, algunos movimientos que todo el mundo considera religiones no requieren una creencia en agentes sobrenaturales. Numerosos judíos (incluidos los rabinos), unitaristas, japoneses y otros son agnósticos o ateos, pero aun así ellos mismos y otros consideran que pertenecen a una religión. Buda no se asociaba con ningún dios y afirmaba que «simplemente» estaba enseñando un camino hacia la iluminación que había descubierto.

Un gran error de mi definición es que omitía un segundo atributo de las religiones: también son movimientos sociales de gente que se identifica como un grupo que comparte creencias muy arraigadas. Alguien que crea en un dios y en una larga lista de otras doctrinas que haya inventado y que dedique parte de cada Sabbat a sentarse en una habitación a solas, rezar a ese dios y leer un libro que él mismo ha escrito pero no ha mostrado a nadie no necesariamente practica una religión. El equivalente más próximo a esa persona son los ermitaños que viven aislados y se dedican a rezar. Pero ellos surgieron de una comunidad de creyentes que proporcionaron las creencias de los ermitaños y que pueden seguir respaldándolos y visitándolos. No conozco a ningún ermitaño que ideara una religión propia partiendo de cero, se fuese a vivir solo al desierto y rehusara ofertas de comida y a los visitantes. Si alguien me mostrara a ese ermitaño, lo definiría como una persona no religiosa o como un misántropo, mientras que otros podrían considerarlo un peculiar ermitaño religioso que ha suspendido el examen de la sociabilidad.

Un tercer atributo de muchas religiones es que sus adeptos realizan sacrificios costosos o dolorosos que demuestran a otros su compromiso con el grupo. El sacrificio puede ser de tiempo, por ejemplo, interrumpir otras actividades cinco veces al día para rezar mirando a La Meca, pasar parte de los domingos en la iglesia, invertir años en memorizar complejos rituales, oraciones y canciones (lo cual probablemente exigirá aprender otro idioma), dedicar dos años a actividades misionales cuando uno es un joven adulto (en el caso de los mormones) o unirse a una cruzada o peregrinación o visitar La Meca por cuenta propia. El sacrificio puede consistir en donar dinero o propiedades a la Iglesia. Se puede ofrecer un animal doméstico valioso: se sacrifica un cordero propio a Dios, no un animal salvaje capturado que no cuesta nada. El sacrificio puede ser la comodidad o integridad corporal de la persona, ayunando, cortándose una articulación ósea, la circuncisión o subincisión (cortar a lo largo) del pene o derramar sangre cortándose la nariz, la lengua, el pene, el interior de la garganta u otra parte del cuerpo. Todas esas muestras públicas costosas o dolorosas sirven para convencer a otros creyentes de que una persona se toma en serio su compromiso con la religión y de que sacrificará incluso su vida si es necesario. De lo contrario, si me limitara a exclamar «¡soy cristiano!» podría estar mintiendo por beneficio personal (como hacen algunos prisioneros con la esperanza de obtener la libertad condicional) o salvar la vida. Aunque el segundo y el tercer atributos (es decir, un movimiento social y unos sacrificios costosos) me parecen condiciones necesarias para que un movimiento cuente como religión, no son suficientes por sí solos. También existen movimientos sociales no religiosos que comparten unas creencias muy arraigadas y exigen costosos sacrificios a sus adeptos, como, por ejemplo, el patriotismo.

El penúltimo atributo de las religiones es que esa creencia en dioses y otros agentes sobrenaturales postulados tiene consecuencias prácticas en la conducta de la gente. Esas normas de comportamiento pueden adoptar la forma de leyes, códigos morales, tabúes u obligaciones, dependiendo del tipo de sociedad. Aunque casi todas las religiones tienen esas normas de conducta, no nacen solo de la religión: los gobiernos estatales laicos de la era moderna, los innumerables grupos no religiosos y los ciudadanos ateos o gnósticos también tienen sus propias normas.

Por último, muchas religiones enseñan que los agentes sobrenaturales no solo recompensan a la gente virtuosa que obedece las normas y castiga a quienes hacen el mal e incumplen las reglas, sino que también pueden ser inducidos por plegarias, donaciones y sacrificios que intervienen en nombre de los peticionarios mortales.

Por ello, la religión implica una constelación de cinco grupos de atributos, cuya fuerza varía entre las religiones del mundo (entre ellas las tradicionales). Podemos utilizar esta constelación para comprender las diferencias entre la religión y varios fenómenos relacionados que comparten algunos pero no todos los atributos de la religión. El patriotismo y el orgullo étnico se parecen a la religión en que son movimientos sociales que distinguen a sus adeptos de los que no lo son, y se celebran en rituales y ceremonias como (en el caso de los estadounidenses) el Día de la Independencia, Acción de Gracias y el Día de los Caídos. A diferencia de la religión, el patriotismo y el orgullo étnico no enseñan a creer en agentes sobrenaturales. Los aficionados al deporte, al igual que los creyentes religiosos, forman grupos sociales de adeptos (por ejemplo, los seguidores de los Red Sox de Boston) distintos de los de otros grupos sociales (por ejemplo, los de los Yankees de Nueva York ), pero no adoptan agentes sobrenaturales, no exigen grandes sacrificios como prueba de afiliación y no regulan una amplia gama de conductas morales. El marxismo, el socialismo y otros movimientos políticos atraen a grupos devotos de adeptos (como las religiones), los motivan a morir por sus ideales y pueden tener amplios códigos morales, aunque no recurren a lo sobrenatural. La magia, la brujería, la superstición y la radiestesia (la creencia en que puede encontrarse agua subterránea utilizando una varilla) implican una creencia en agentes sobrenaturales con consecuencias para el comportamiento cotidiano. Sin embargo, la magia, la superstición y otros fenómenos relacionados no sirven como atributos definitorios de grupos sociales comprometidos similares a los creyentes: no existen grupos de creyentes en los peligros de los gatos negros que se reúnan cada domingo para reafirmar su distinción con respecto a los no creyentes. Puede que la frontera más gris la constituyan movimientos como el budismo, el confucianismo y el sintoísmo, sobre los cuales existen varios grados de incertidumbre en relación con si son religiones o filosofías de vida.

Funciones y anguilas eléctricas

La religión es casi universal en los seres humanos, pero no se ha descrito nada en los animales que sea ni remotamente parecido. No obstante, podemos —y de hecho debemos preguntar— por los orígenes de la religión, al igual que lo hacemos con los orígenes de otros rasgos singularmente humanos como el arte y el lenguaje hablado. Hace 6 millones de años, nuestros antepasados eran monos que sin duda carecían de religión; cuando aparecieron los primeros documentos escritos hace unos 5000 años, ya existía la religión. ¿Qué ocurrió en los más de 5,9 millones de años intermedios? ¿Cuáles fueron los antecedentes de la religión en los animales y los ancestros humanos y cuándo y por qué surgieron?

Un método denominado planteamiento funcional ha sido el marco más habitual adoptado por los estudiosos de la religión desde que empezaron a analizarla científicamente hace casi 150 años. Los estudiosos se preguntan: ¿qué funciones cumple la religión? Su respuesta es que esta a menudo impone grandes costes a los individuos y las sociedades, como inducir a mucha gente a llevar una vida de celibato y abstenerse de tener hijos, incurrir en el esfuerzo y el gasto de construir enormes pirámides, sacrificar a sus valiosos animales domésticos y, en ocasiones, incluso a sus hijos y a sí mismos, y pasar mucho tiempo repitiendo las mismas palabras una y otra vez. La religión debe cumplir funciones y aportar beneficios que compensen esos grandes costes; de lo contrario, no habría llegado a nacer y no se habría mantenido. ¿Qué problemas resolvió la invención de la religión? Un breve resumen del planteamiento funcional podría ser afirmar algo como lo que sigue: la religión fue inventada para llevar a cabo ciertas funciones y resolver determinados problemas, como mantener el orden social, reconfortar a las personas ansiosas y enseñar obediencia política.

Otra perspectiva, surgida más recientemente del campo de la psicología evolutiva, plantea objeciones: la religión desde luego no nació ni fue inventada conscientemente para ningún propósito específico o para resolver ningún problema concreto. No es que un jefe en ciernes tuviese una idea brillante un día e inventara la religión de la nada, previendo que de ese modo podría dominar con más facilidad a su pueblo si los convencía con argumentos religiosos para que construyeran una pirámide. Tampoco es probable que un cazador-recolector psicológicamente en armonía y preocupado porque sus compañeros de tribu estuviesen demasiado entristecidos por una muerte reciente para salir a cazar se inventara una historia sobre el más allá para consolarlos e infundirles esperanzas renovadas. Por el contrario, es probable que la religión naciera como un subproducto de otras aptitudes de nuestros antepasados y de sus ancestros animales, y esas aptitudes tuvieron consecuencias imprevistas y de forma paulatina adquirieron nuevas funciones a medida que iban desarrollándose.

Para un biólogo evolutivo como yo, no existe contradicción entre esos dos planteamientos sobre el origen de la religión, que en la práctica postulan dos fases. La propia evolución biológica tiene lugar en dos estadios. En primer lugar, la variación entre individuos es generada por mutaciones y recombinaciones de genes. En segundo lugar, debido a la selección natural y sexual, hay diferencias entre los individuos resultantes en su forma de sobrevivir, reproducirse y transferir sus genes a la siguiente generación. Es decir, algunos de esos individuos diferentes desempeñan funciones y resuelven los problemas de la vida mejor que otros. Un problema funcional (por ejemplo, sobrevivir en un clima más frío) no es resuelto por un animal que se da cuenta de que necesita un pelo más grueso, ni por los climas más fríos que estimulan mutaciones para que crezca un pelo más grueso. Por el contrario, algo (en el caso de la evolución biológica, los mecanismos de la genética molecular) crea otra cosa (en este caso, un animal con un pelo más grueso o fino) y algunas condiciones de vida o problemas medioambientales (en este particular, temperaturas frías) confieren a algunos pero no a todos esos animales diferentes una función útil. Por ello, las mutaciones y recombinaciones genéticas posibilitan los orígenes de la diversidad biológica, mientras que la selección natural y sexual criban ese material inicial según el criterio de la función.

Asimismo, los psicólogos evolutivos aseguran que la religión es un subproducto de varias características del cerebro humano que surgieron por motivos que nada tienen que ver con construir pirámides o reconfortar a familiares afligidos. Para un biólogo evolutivo, es plausible y lógico. La historia de la evolución está plagada de subproductos y mutaciones que al principio fueron seleccionados para una función y luego se desarrollaron más y cumplían otra. Por ejemplo, los creacionistas escépticos con la realidad de la evolución solían mencionar a las anguilas eléctricas que electrocutan a su presa con descargas de 600 voltios y argumentaban que una anguila con 600 voltios no pudo haber nacido de una normal por selección natural, ya que las fases intermedias necesarias de anguilas de bajo voltaje no podrían electrocutar a una presa y no servirían para nada. De hecho, resulta que las anguilas de 600 voltios evolucionaron a través de cambios de función, como un subproducto de la detección de campos eléctricos y la generación de electricidad en peces normales.

Muchos peces poseen órganos cutáneos sensibles a los campos eléctricos en el entorno. Esos campos pueden ser de origen físico (por ejemplo, generados por las corrientes oceánicas o por la mezcla de aguas de distintas salinidades), o de origen biológico (al desencadenarse contracciones musculares de animales a causa de la electricidad). Los peces que poseen esos órganos sensibles a la electricidad pueden emplearlos de dos maneras: para detectar presas y para moverse por el entorno, sobre todo en aguas cenagosas o en condiciones de nocturnidad, en las que los ojos apenas sirven de nada. Las presas quedan expuestas al detector de campos eléctricos del animal porque tienen una conductividad más elevada que el agua dulce. Esa detección de campos eléctricos medioambientales puede denominarse electrodetección pasiva; no requiere ningún órgano especializado que genere electricidad.

Pero algunas especies de peces van más allá y generan campos eléctricos de bajo voltaje, que les permiten detectar objetos no solo por su propio campo eléctrico, sino también modificando el campo eléctrico generado por el pez. Los órganos especializados en la detección de electricidad evolucionaron independientemente en al menos seis linajes distintos de peces. La mayoría de los órganos eléctricos se derivan de membranas musculares generadoras de electricidad, pero una especie de pez desarrolla sus órganos eléctricos a partir de los nervios. El zoólogo Hans Lissmann presentó la primera prueba convincente de esa electrodetección activa, tras gran cantidad de especulaciones poco concluyentes de otros. Lissmann condicionó a peces eléctricos mediante recompensas de alimentos para que distinguieran un objeto conductor de la electricidad de uno no conductor de apariencia idéntica, como un disco de metal y otro de plástico o cristal indistinguible. Mientras trabajaba en un laboratorio de la Universidad de Cambridge situado cerca del edificio en el que Lissmann realizaba sus estudios, un amigo de este me contó una historia que ilustra la sensibilidad de la electrodetección de los peces eléctricos. Lissmann se percató de que un pez eléctrico cautivo que tenía en su laboratorio se excitaba cada día más o menos a última hora de la tarde. Al final se dio cuenta de que era porque su técnica se preparaba para irse a casa a esa hora, se situaba detrás de una pantalla y se cepillaba el pelo, lo cual generaba un campo eléctrico que el pez podía detectar.

Los peces de bajo voltaje utilizan sus órganos generadores de electricidad y sus electrodetectores cutáneos para una mayor eficiencia en dos funciones distintas, ambas compartidas con los numerosos peces que poseen electrodetectores pero que carecen de órganos generadores: la detección de peces y el movimiento. Los peces de bajo voltaje también utilizan los impulsos eléctricos mutuos para una tercera función: comunicarse. Dependiendo del patrón de los impulsos eléctricos, que varía entre especies e individuos, un pez puede extraer información y de ese modo reconocer la especie, el sexo, el tamaño y el individuo (desconocido o conocido) del pez que genera los impulsos. Un pez de bajo voltaje también transmite mensajes sociales a otros de su especie. En la práctica, puede decir eléctricamente: «Este es mi territorio, sal de aquí» o «Yo Tarzán, tu Jane. Me excitas, es la hora del sexo».

Los peces que generan unos pocos voltios no solo podrían detectar presas, sino también utilizar sus descargas para una cuarta función: matar presas pequeñas, como los piscardos. Más y más voltios permiten matar a presas más y más grandes, hasta que llegamos a una anguila de 600 voltios y dos metros de longitud que puede aturdir a un caballo en el río. (Recuerdo muy gráficamente esta historia evolutiva, porque empecé mi tesis doctoral dedicada a la generación de electricidad por parte de las anguilas. Me absorbieron tanto los detalles moleculares de la generación de electricidad que olvidé los resultados finales y cogí impulsivamente mi primera anguila para emprender mi experimento inicial, con un resultado traumático.) Los peces de alto voltaje también pueden utilizar sus potentes descargas para dos funciones más: defenderse de posibles depredadores acribillando al atacante; y cazar por medio de la «electropesca», es decir, atraer presas al extremo eléctricamente positivo del pescado (el ánodo), una técnica que también utilizan los pescadores comerciales, que, sin embargo, deben producir electricidad con baterías o generadores y no con su propio cuerpo.

Ahora volvamos a esos creacionistas escépticos que afirman que la selección natural jamás habría podido producir una anguila de 600 voltios a partir de una anguila no eléctrica, supuestamente porque todas las fases intermedias necesarias de órganos eléctricos de bajo voltaje habrían sido inútiles y no habrían ayudado a sus propietarios a sobrevivir. La respuesta para el creacionista es que matar presas con una descarga de 600 voltios no era la función original de los órganos eléctricos, sino que surgió como un subproducto de un órgano inicialmente seleccionado para otras funciones. Hemos visto que los órganos eléctricos adquirían seis funciones sucesivas a medida que la selección natural incrementaba su producción de cero a 600 voltios. Un pez sin voltios puede realizar una electrodetección pasiva de la presa y puede nadar; un pez de bajo voltaje puede realizar esas mismas dos funciones con más eficiencia y también es capaz de electrocomunicarse; y un pez de alto voltaje puede electrocutar a sus presas, defenderse y practicar la electropesca. Más adelante veremos que la religión humana superó a las anguilas eléctricas al desempeñar siete funciones y no solo seis.

La búsqueda de explicaciones causales

¿De qué atributos humanos podría ser un subproducto parecido la religión? Una opinión plausible es que era un subproducto de la capacidad cada vez más sofisticada de nuestro cerebro para deducir causas, responsabilidades e intenciones, prever peligros y de ese modo formular explicaciones causales de valor predictivo que nos ayudaron a sobrevivir. Por supuesto, los animales también tienen cerebro y pueden deducir cierta intención. Por ejemplo, una lechuza común que detecte un ratón por el sonido en plena oscuridad puede oír sus pasos, calcular su dirección y velocidad, deducir su intención de seguir corriendo en esa dirección y a esa velocidad y precipitarse en el momento y lugar correctos para cruzarse en su camino y capturarlo. Pero los animales, incluso nuestros parientes más próximos, tienen menos capacidad de razonamiento que los humanos. Por ejemplo, para los monos africanos conocidos como monos vervet, las pitones que habitan en el suelo son grandes depredadores. Los monos cuentan con una llamada de alerta especial que dan al ver una pitón y saltan a un árbol si reciben dicho aviso por parte de otro mono que se encuentre cerca de allí. Sin embargo, sorprendentemente para nosotros, esos inteligentes monos no asocian la imagen del rastro de la pitón en la hierba con el peligro de que haya una en las proximidades. Comparemos esas escasas capacidades de razonamiento de los monos con las de los humanos: la selección natural nos ha perfeccionado para que nuestro cerebro extraiga el máximo de información de indicios triviales y para que nuestro lenguaje transmita esa información con precisión, incluso con el riesgo inevitable de frecuentes inferencias erróneas.

Por ejemplo, solemos atribuir responsabilidades a otras personas. Comprendemos que otra gente tiene intenciones como nosotros y que los individuos varían. De ahí que dediquemos buena parte de nuestra actividad cerebral diaria a entender a otros individuos y a realizar un seguimiento de sus señales (como sus expresiones faciales, su tono de voz y lo que dicen o hacen o no) para predecir cómo puede obrar un individuo en concreto a continuación y averiguar cómo podemos influir en él para que se comporte como queremos. Asimismo, atribuimos responsabilidades a los animales: los cazadores !kung que se acercan a un cadáver del que ya están alimentándose unos leones observan la barriga y la conducta de estos para deducir si están saciados y permitirán que los echen de allí o si, por el contrario, siguen hambrientos y no se moverán. También nos atribuimos responsabilidades a nosotros mismos: somos conscientes de que nuestras acciones tienen consecuencias y, si vemos que comportarnos de una manera supone un éxito y de otra no, aprendemos a repetir la acción asociada a dicho éxito. La capacidad de nuestro cerebro para descubrir esas explicaciones causales es el principal motivo de nuestro éxito como especie. Por eso, hace unos 12 000 años, antes de que tuviésemos agricultura, metal o escritura y cuando todavía éramos cazadores-recolectores, ya contábamos de lejos con la mayor distribución de cualquier especie de mamífero y nos habíamos extendido desde el Ártico hasta el ecuador en todos los continentes, excepto la Antártida.

Seguimos probando explicaciones causales. Algunos de nuestros argumentos tradicionales realizaron las predicciones adecuadas por razones que más tarde fueron científicamente correctas; algunos realizaban las predicciones correctas por el motivo equivocado (por ejemplo, «evitad comer esa especie de pez en particular por un tabú», sin comprender el papel de los elementos químicos venenosos del pescado); y algunos realizaban las predicciones equivocadas. Por ejemplo, los cazadores-recolectores generalizan en exceso la responsabilidad y la amplían a otras cosas que pueden ir más allá de humanos y animales, como los ríos, el sol y la luna. Los pueblos tradicionales a menudo creen que esos objetos inanimados en movimiento son seres vivos o que son impulsados por ellos. También pueden atribuir responsabilidad a cosas inmóviles, como flores, una montaña o una roca. Hoy lo consideramos una creencia en lo sobrenatural, distinta de lo natural, pero los pueblos tradicionales a menudo no hacen esa distinción. Por el contrario, proponen explicaciones causales cuyo valor predictivo observan: su teoría de que el sol (o de un dios que lleva al sol en su carro) recorre cada día el cielo encaja con los hechos observados. No poseen un conocimiento independiente sobre astronomía que los convenza de que la creencia en el sol como un agente animado es un error sobrenatural. No es un pensamiento absurdo por su parte, sino una extensión lógica de su mentalidad sobre cosas sin duda naturales.

Por ello, una forma en la que nuestra búsqueda de explicaciones causales generaliza en exceso y conduce directamente a lo que hoy denominaríamos creencias sobrenaturales consiste en atribuir responsabilidad a las plantas y las cosas inertes. Otra forma es la búsqueda de consecuencias de nuestra conducta. Un agricultor se pregunta qué ha hecho diferente esta vez para que un campo en su día muy productivo dé una mala cosecha este año, y los cazadores kaulong se preguntan qué ha hecho un cazador en concreto para caer en un sumidero oculto en el bosque. Al igual que otros pueblos tradicionales, los agricultores y los cazadores se devanan los sesos en busca de explicaciones. Algunas de ellas sabemos que son científicamente correctas, mientras que otras las consideramos tabúes no científicos. Por ejemplo, los agricultores andinos, que no comprenden los coeficientes de variación, reparten sus cosechas en un número de campos que va de 8 a 22 (capítulo 8); es posible que tradicionalmente hayan rezado a los dioses de la lluvia; y los cazadores-recolectores se cuidan mucho de nombrar a los murciélagos de las cuevas cuando van a cazarlos en zonas en las que haya cenotes. Ahora nos hemos convencido de que desperdigar los campos es un método científicamente válido para garantizar que estos posean un valor mínimo y de que las oraciones a los dioses de la lluvia y los tabúes sobre pronunciar el nombre de los murciélagos son supersticiones religiosas científicamente inválidas, pero eso lo sabemos gracias a la experiencia. Para los agricultores y cazadores no existe una distinción entre la ciencia válida y la superstición religiosa.

Otro ámbito en el que se buscan en exceso explicaciones causales son las teorías de la enfermedad. Si alguien cae enfermo, la víctima y sus amigos y familiares buscan una explicación como lo harían para cualquier otro suceso importante. ¿Se ha debido a algo que hizo el enfermo (por ejemplo, beber un agua determinada) o no hizo (por ejemplo, lavarse las manos antes de comer o pedir ayuda a un espíritu)? ¿Obedeció a algo que hizo otra persona (por ejemplo, que otro enfermo le estornudara encima o un brujo que obró magia con ella)? Al igual que los pueblos tradicionales, los ciudadanos del Primer Mundo en la era de la medicina científica seguimos buscando explicaciones satisfactorias a la enfermedad. Hemos llegado a creer que beber un agua determinada o no lavarse las manos antes de comer constituye una explicación válida sobre la enfermedad, a diferencia de no pedir ayuda a un espíritu. No basta con que nos digan que hemos contraído un cáncer de estómago porque hemos heredado la variante 211 del gen PX2R; eso es insatisfactorio y nos desespera; puede que fuera nuestra dieta. Los pueblos tradicionales buscan curas para la enfermedad, al igual que hacemos nosotros en la actualidad cuando los tratamientos médicos fallan. A menudo, esas curas tradicionales parecen ser beneficiosas por muchas razones: la mayoría de las enfermedades se curan de todos modos; numerosos remedios tradicionales a base de plantas tienen valor farmacológico; el comportamiento del chamán junto al lecho alivia el temor del paciente y puede ofrecer un placebo; asignar una causa a una enfermedad, aunque no sea la correcta, hace que el paciente se sienta mejor, ya que emprende ciertas acciones en lugar de esperar desamparado; y si la víctima fallece, puede significar que pecó al violar un tabú o que un poderoso brujo fue responsable, y debe ser identificado y asesinado.

Otra forma de búsqueda de explicaciones causales es intentar comprender acontecimientos para los cuales la ciencia moderna nos brinda la insatisfactoria respuesta: «No tiene explicación, deja de buscarla». Por ejemplo, un problema esencial de la mayoría de las religiones organizadas es el de la teodicea, el tema del libro de Job: si existe un dios bueno y omnipotente, ¿por qué hay mal en el mundo? Los pueblos tradicionales, dispuestos a debatir durante una hora la explicación de un palo roto en la tierra, sin duda comentarán por qué una buena persona que en apariencia obedece las normas de la sociedad resultó herida, derrotada o muerta. ¿Rompió un tabú, existen los espíritus malignos o estaban enojados los dioses? La gente también intenta explicar por qué alguien que hace una hora respiraba, se movía y estaba caliente ahora está frío, no respira y no se mueve, como una piedra: ¿es posible que parte de la persona, denominada espíritu, haya escapado y entrado en un pájaro o que ahora viva en otro lugar? Hoy podríamos aducir que se trata de búsquedas de «significado» más que de explicaciones, que la ciencia solo ofrece explicaciones y que deberíamos recurrir a la religión en busca de significado o, de lo contrario, reconocer que nuestra sed de significado es absurda. Pero, en el pasado, todo el mundo y la mayoría de la gente en la actualidad quiere que se satisfaga su petición de «significado».

En resumen, lo que ahora denominamos religión puede haber surgido como un subproducto de la creciente sofisticación del cerebro humano a la hora de identificar explicaciones causales y realizar predicciones. Durante mucho tiempo no existió una distinción reconocida entre lo natural y lo sobrenatural, o entre la religión y el resto de la vida. En cuanto al momento en que nació la «religión» en el transcurso de la evolución humana, yo diría que muy gradualmente, a medida que nuestro cerebro se volvió más sofisticado. Hace más de 15 000 años, los cromañones ya tejían ropas, inventaron nuevas herramientas y crearon excelentes pinturas policromadas de humanos y animales en las paredes de las cuevas de Lascaux, Altamira y Chauvet, en cámaras profundas en las que las pinturas solo debían de ser visibles a la luz de las velas y que llenan a numerosos visitantes modernos de un sobrecogimiento religioso (lámina 25). Con independencia de si ese sobrecogimiento era la intención real de los pintores prehistóricos, sin duda contaban con un cerebro lo bastante moderno como para abrigar creencias calificables de religiosas. En cuanto a nuestros parientes neandertales, de los cuales existen pruebas de que decoraban a sus muertos con pigmentos de ocre y los enterraban, es posible. Me parece seguro afirmar que nuestros antepasados tuvieron creencias religiosas al menos durante los más de 60 000 años de historia de los Homo sapiens conductualmente modernos, y puede que durante mucho más tiempo.


TABLA 9.2. EJEMPLOS DE CREENCIAS SOBRENATURALES LIMITADAS A RELIGIONES EN PARTICULAR

  1. Existe un dios mono que recorre miles de kilómetros de un solo salto (hindú).
  2. Pueden conseguirse beneficios de los espíritus pasando cuatro días en un lugar solitario sin comida y agua y cortándose una falange de la mano izquierda (indios crow).
  3. Una mujer que no había sido fertilizada por un hombre se quedó embarazada y dio a luz a un niño, cuyo cuerpo fue transportado después de su muerte a un lugar llamado paraíso, a menudo representado en el cielo (católica).
  4. Un chamán, que es pagado por sus esfuerzos, se sienta en una casa con una luz tenue y acompañado de todos los adultos de la aldea, que cierran los ojos. El chamán va al fondo del océano, donde apacigua a la diosa del mar que ha estado causando infortunios (inuit).
  5. Para determinar si una persona acusada de adulterio es culpable, hay que obligar a un pollo a ingerir una pasta venenosa. Si el pollo no muere, significa que la persona acusada era inocente (azande).
  6. Los hombres que sacrifican su vida en una batalla por la religión serán llevados a un paraíso poblado de hermosas vírgenes (islam).
  7. En el cerro del Tepeyac, al norte de Ciudad de México, la Virgen María se apareció en 1531 a un indio cristianizado, le habló en náhuatl (el lenguaje azteca, que en aquel momento todavía estaba muy extendido en la región), y le permitió coger rosas en una zona del desierto en la que normalmente no crecen (católica mexicana).
  8. En una cima situada cerca de Manchester Village, al oeste del estado de Nueva York, el ángel Moroni se apareció el 21 de septiembre de 1823 a un hombre llamado Joseph Smith y le reveló unas láminas de oro enterradas que aguardaban traducción como un libro perdido de la Biblia, el Libro de Mormón (mormona).
  9. Un ser sobrenatural entregó un tramo de desierto en Oriente Próximo a su pueblo favorito y lo convirtió en su hogar para siempre (judía).
  10. En la década de 1880, Dios se apareció a un indio payuta llamado Wovoka durante un eclipse solar y lo informó de que en dos años los búfalos volverían a poblar las llanuras y los hombres blancos desaparecerían, siempre que los indios participaran en un ritual denominado la danza de los fantasmas.

Creencias sobrenaturales

Casi todas las religiones albergan algunas creencias sobrenaturales específicas. Es decir, los adeptos a una religión poseen unas firmes creencias que entran en conflicto y no pueden ser confirmadas por nuestra experiencia del mundo natural y que parecen inverosímiles para quienes no sean adeptos a esa religión en concreto. La tabla 9.2 ofrece una muestra de tales creencias, a las cuales podrían añadirse innumerables ejemplos. Ningún otro rasgo de la religión genera una mayor división entre los creyentes y los laicos, que se asombran de que alguien pueda albergar esas creencias. Ninguna otra característica genera una división más grande entre creyentes de dos religiones distintas, cada uno de los cuales cree firmemente en sus preceptos pero considera absurdo que los adeptos de la otra religión lo hagan. No obstante, ¿por qué las creencias sobrenaturales son rasgos tan característicos de las religiones?

Una posible respuesta es que las creencias religiosas sobrenaturales son supersticiones ignorantes similares a las creencias sobrenaturales no religiosas, que tan solo ilustran que el cerebro humano es capaz de engañarse y creer cualquier cosa. Todos podemos pensar en creencias sobrenaturales no religiosas cuya inverosimilitud debería resultar obvia. Muchos europeos piensan que ver un gato negro es un presagio de infortunio, pero lo cierto es que son bastante habituales. Calculando repetidamente si durante una hora después de ver a un gato negro en una zona con alta densidad de felinos hemos sufrido algún grado concreto de infortunio, y aplicando la prueba estadística de ji-cuadrado, nos convenceremos de que la hipótesis de los gatos negros probablemente tiene menos de una posibilidad entre 1000 de ser cierta. Algunos grupos de habitantes de las Tierras Bajas de Nueva Guinea creen que oír la hermosa canción del pajarito conocido como timalíido ratonero nos advierte de que alguien ha muerto recientemente, pero esa ave figura entre las especies más comunes y los cantores más frecuentes de los bosques de las Tierras Bajas de Nueva Guinea. Si la creencia fuese cierta, la población humana local estaría muerta en unos pocos días, pero mis amigos papúes están tan convencidos de sus sombrías profecías como los europeos temen a los gatos negros.

Una superstición no religiosa más sorprendente, porque la gente sigue invirtiendo dinero en su errónea creencia, es la radiestesia o rabdomancia. Establecida en Europa hace más de 400 años y probablemente existente antes de los tiempos de Cristo, esta creencia sostiene que la rotación de una horquilla llevada por una persona denominada zahorí, que transita un terreno cuyo propietario quiere saber si debe perforar un pozo, indica la localización y en ocasiones la profundidad de una fuente de agua subterránea e invisible (lámina 46). Las pruebas de control demuestran que el éxito de los zahoríes a la hora de localizar agua subterránea no es mejor que la aleatoriedad, pero muchos propietarios de tierras de zonas en las que los geólogos también tienen dificultades para predecir la localización de esa agua pagan a los zahoríes por su búsqueda y luego gastan todavía más dinero para excavar un pozo que difícilmente dará agua. La psicología que se oculta tras esas creencias es que recordamos los aciertos y olvidamos los fracasos, así que cualquier creencia supersticiosa que tengamos se confirma mediante la evidencia más nimia a través de los éxitos que recordamos. Ese pensamiento anecdótico surge de forma natural; los experimentos controlados y los métodos científicos para distinguir entre fenómenos aleatorios y no aleatorios son contrarios a la lógica y poco naturales y, por tanto, no se encuentran en las sociedades tradicionales.

Es posible, por tanto, que las supersticiones religiosas constituyan otra prueba de la falibilidad humana, como la creencia en los gatos negros y otras supersticiones no religiosas. Pero es sospechoso que unos costosos compromisos con una creencia en supersticiones religiosas poco plausibles para otros sean un rasgo tan sistemático de las religiones. Las inversiones que realizan o realizaron los 10 grupos de adeptos enumerados en la tabla. 9.2 en sus creencias son mucho más gravosas, requieren más tiempo y tienen unas consecuencias mucho más duras para ellos que las acciones de quienes sienten fobia hacia los gatos negros y en ocasiones los evitan. Esto sugiere que las supersticiones religiosas no son un subproducto accidental de los poderes de razonamiento humano, sino que poseen un significado más profundo. ¿Cuál podría ser?

Una interpretación reciente entre algunos estudiosos de la religión es que la creencia en supersticiones religiosas sirve para mostrar nuestro compromiso con la fe. Todos los grupos humanos duraderos —los seguidores de los Red Sox de Boston (como yo), los católicos devotos, los patriotas japoneses y otros— afrontan el mismo problema a la hora de identificar quién es digno de confianza para seguir formando parte del grupo. Cuanto más integrada está nuestra vida en un grupo, más crucial es ser capaces de identificar correctamente a los miembros y no ser engañados por alguien que busca una ventaja temporal afirmando que comparte nuestros ideales cuando en realidad no es cierto. Si un hombre que lleva un banderín de los Red Sox de Boston, al que hemos aceptado como seguidor, de repente anima cuando los Yankees de Nueva York anotan un home run, nos resultará humillante, aunque no constituya un peligro para nuestra vida. Pero si es un soldado que se encuentra junto a nosotros en la línea del frente y suelta su arma (o nos apunta con ella) cuando ataca el enemigo, haberlo malinterpretado puede costarnos la vida.

Por eso nuestra afiliación religiosa conlleva tantas muestras costosas para demostrar la sinceridad de nuestro compromiso: sacrificios de tiempo y recursos, soportar penurias y otras cosas que comentaré más adelante. Una de esas muestras podría ser adoptar una creencia irracional que contradiga lo que evidencian nuestros sentidos y que las personas ajenas a nuestra religión jamás compartirían. Si afirmamos que el fundador de nuestra Iglesia fue concebido mediante unas relaciones sexuales corrientes entre su madre y su padre, cualquiera se lo creería y no habríamos hecho nada por demostrar nuestro compromiso con la institución. Pero si insistimos, pese a que todo apunta a lo contrario, en que nació de una virgen y nadie ha podido hacernos desistir de esa creencia tras muchas décadas de vida, otros creyentes confiarán mucho más en que persistiremos en nuestra creencia, en que somos de confianza y en que no abandonaremos el grupo.

Sin embargo, existen límites sobre lo que puede aceptarse como creencia sobrenatural religiosa. Scott Atran y Pascal Boyer han señalado independientemente que las supersticiones religiosas en todo el mundo constituyen un reducido subgrupo de todas las supersticiones aleatorias que en teoría podríamos inventar. Por citar a Pascal Boyer, no existe ninguna religión que proclame algo como el siguiente dogma: «¡Solo existe un Dios! Es omnipotente, pero solo existe los miércoles». Por el contrario, los seres religiosos sobrenaturales en los que creemos son sorprendentemente similares a los humanos, los animales u otros objetos naturales, con la salvedad de que poseen poderes superiores. Son más clarividentes, viven más tiempo, son más fuertes, viajan más rápido, pueden predecir el futuro, pueden cambiar de forma, pueden atravesar las paredes, etcétera. En otros aspectos, los dioses y espíritus se comportan como las personas. El dios del Antiguo Testamento se enojaba, mientras que los dioses y las diosas griegos se ponían celosos, comían, bebían y mantenían relaciones sexuales. Sus poderes, superiores a los de los humanos, son proyecciones de nuestras fantasías de poder; pueden hacer lo que nosotros desearíamos hacer. Yo mismo albergo fantasías de lanzar rayos para destruir a la gente mala, y probablemente muchos otros las compartan, pero nunca he imaginado que existía solo los miércoles. Por ello, no me sorprende que los dioses de muchas religiones sean representados como seres malignos, pero que ninguna religión sueñe con existir solo los miércoles. Las creencias religiosas sobrenaturales son irracionales, pero emocionalmente plausibles y satisfactorias. Por eso son tan creíbles, pese a que, al mismo tiempo, son racionalmente inverosímiles.

La función explicativa de las religiones

La religión ha cambiado sus funciones a lo largo de la historia de las sociedades humanas. Dos de sus funciones más antiguas han disminuido o prácticamente desaparecido entre los ciudadanos de las sociedades occidentales de la actualidad. Por el contrario, varias de sus principales funciones modernas apenas existían en las sociedades de cazadores-recolectores y agricultores a pequeña escala. Cuatro funciones que antes eran débiles o inexistentes alcanzaron una importancia crucial y han entrado en declive una vez más. Esos cambios en las funciones de las religiones durante su evolución son similares a los de numerosas estructuras biológicas (como los órganos eléctricos de los peces) y formas de organización social durante la evolución biológica.

Ahora comentaré lo que varios estudiosos proponen como las siete funciones primordiales de la religión, y concluiré preguntando si esta está quedando obsoleta o si es probable que sobreviva y, si ocurre esto último, qué funciones sostendrán su persistencia. Consideraré esas siete funciones en la secuencia inferida de su aparición y desaparición durante la historia de la evolución social, empezando por las funciones destacadas al comienzo de la historia humana pero que ahora lo son menos, y terminando con funciones originalmente ausentes pero destacadas hace poco o en la actualidad.

Una de las funciones originales de la religión era la explicación. Los pueblos tradicionales precientíficos ofrecen explicaciones a todo lo que encuentran, por supuesto, sin la capacidad profética para distinguir entre esas explicaciones que hoy consideran naturales y científicas los expertos y las que estos consideran sobrenaturales y religiosas. Para los pueblos tradicionales, todas son explicaciones, y dichas explicaciones que en definitiva son vistas como religiosas no son algo independiente. Por ejemplo, las sociedades de Nueva Guinea en las que he vivido ofrecen muchas explicaciones para la conducta de las aves que los ornitólogos modernos consideran perceptivas y aun así acertadas (por ejemplo, las múltiples funciones de las llamadas de los pájaros), junto con otras que ya no aceptan y consideran sobrenaturales (por ejemplo, que los cantos de ciertas especies son voces de personas que se transformaron en aves). Los mitos de los orígenes, como los del pueblo sikari y el libro del Génesis, son generalizados para explicar la existencia del universo, las personas y la diversidad lingüística. Los griegos de la Antigüedad, que identificaron explicaciones científicas acertadas para numerosos fenómenos, invocaban incorrectamente a los dioses como agentes sobrenaturales para explicar la salida y la puesta de sol, las mareas, los vientos y la lluvia. Los creacionistas, y la mayoría de los estadounidenses de la actualidad, siguen invocando a Dios como la «primera causa» de la creación del universo y sus leyes, lo cual explicaría su existencia, así como de la creación de todas las especies de plantas y animales, incluida la humana. Pero no conozco a ningún creacionista que siga invocando a Dios para explicar el amanecer, las mareas y los vientos. Muchas personas laicas de la actualidad, aunque atribuyen a Dios el origen del universo y sus leyes, aceptan que el primero, una vez creado, ha funcionado con poca o ninguna interferencia divina.

En la sociedad occidental moderna, el papel explicativo original de la religión ha sido usurpado cada vez más por la ciencia. Los orígenes del universo tal como lo conocemos son atribuidos al big bang y a la posterior actuación de las leyes de la física. La diversidad lingüística moderna ya no es explicada a través de mitos de los orígenes, como la Torre de Babel o la rotura de las lianas que sostienen el jabí de los sikari, sino que aceptan los procesos históricos observados de cambio lingüístico, como comentaré en el capítulo 10. Actualmente, las explicaciones sobre el amanecer, la puesta de sol y las mareas quedan en manos de los astrónomos, y las del viento y la lluvia en manos de los meteorólogos. Los cantos de las aves los explica la etología, y el origen de cada especie vegetal y animal, incluida la humana, lo interpretan los biólogos evolutivos.

Para muchos científicos modernos, el último bastión de la explicación religiosa es Dios como primera causa: aparentemente, la ciencia no puede tener nada que decir sobre por qué existe el universo. De mi primer curso en la Universidad de Harvard en 1955, recuerdo al gran teólogo Paul Tillich desafiando a sus alumnos hiperracionales a que propusieran una respuesta científica a esta sencilla pregunta: «¿Por qué hay algo cuando podría no haber nada?». Ninguno de mis compañeros, especializados en ciencias, pudo responder a Tillich. Pero a su vez habrían aducido que la respuesta de Tillich, esto es, «Dios», consistía simplemente en poner nombre a su falta de respuesta. De hecho, los científicos están trabajando en la pregunta de Tillich y tienen algunas propuestas.

Atenuar la ansiedad

La siguiente función de la religión que comentaré probablemente era más acusada en las primeras sociedades: su papel para atenuar nuestra ansiedad por problemas y peligros que escapan a nuestro control. Cuando la gente ha hecho todo lo que está a su alcance, es más probable que recurra a oraciones, rituales, ceremonias y donaciones a los dioses, que consulte a oráculos y chamanes, que lea profecías, que respete tabúes y que obre magia. Todas esas medidas son científicamente ineficaces para obtener el resultado deseado. Sin embargo, al preservar la ficción y convencernos de que aún estamos haciendo algo, de que no nos encontramos indefensos y no nos hemos rendido, al menos nos sentimos con el control, menos ansiosos y capaces de seguir realizando el máximo esfuerzo.

Nuestro anhelo de alivio por sentirnos indefensos queda ilustrado por un estudio con mujeres israelíes religiosas, llevado a cabo por los antropólogos Richard Sosis y W. Penn Handwerker. Durante la guerra del Líbano de 2006, Hezbollah lanzó misiles Katyusha contra la región de Galilea, al norte de Israel, y la ciudad de Tzfat y sus alrededores en particular fueron alcanzados por decenas de proyectiles cada día. Aunque las sirenas alertaban a los habitantes de Tzfat para que se cobijaran en refugios antiaéreos, no podían hacer nada por proteger sus casas. Siendo realistas, la amenaza de los misiles era impredecible e incontrolable. No obstante, unos dos tercios de las mujeres entrevistadas por Sosis y Handwerker recitaban salmos cada día para hacer frente al estrés de los ataques. Cuando les preguntaron por qué lo hacían, una respuesta habitual es que se veían obligadas a «hacer algo» en lugar de quedarse de brazos cruzados. Aunque recitar salmos no desvía los misiles, proporcionó a quienes los cantaban una sensación de control mientras parecían tomar medidas. (Por supuesto, ellas no ofrecieron esa explicación; creían que recitar salmos puede proteger una casa de la destrucción de un misil.) En comparación con las mujeres de la misma comunidad que no recitaron salmos, las que lo hicieron tuvieron menos dificultades para conciliar el sueño y para concentrarse, eran menos proclives a arrebatos de ira y se sentían menos ansiosas, nerviosas, tensas y deprimidas. Por ello, realmente se beneficiaron, reduciendo el riesgo de que la ansiedad natural ante un peligro incontrolable las llevara a ponerse en riesgo cometiendo alguna estupidez. Como sabemos todos los que nos hemos encontrado en situaciones de peligro impredecible e incontrolable, somos proclives a multiplicar nuestros problemas por inconsciencia si no logramos dominar la ansiedad.

Esta función de la religión, que ya se hallaba en su apogeo en las primeras sociedades religiosas, habría disminuido a medida que las sociedades incrementaban su control sobre el transcurso de la vida, a través de unos gobiernos de Estado que eran cada vez más fuertes y reducían la frecuencia de la violencia y otros peligros, de unos estados que cada vez tenían más capacidad para evitar hambrunas repartiendo comida almacenada y (en los últimos dos siglos) del desarrollo de la ciencia y la tecnología. Pero lo cierto es que los pueblos tradicionales no estaban indefensos. Por el contrario, nos impresionan con su capacidad para utilizar sus observaciones y experiencia para dejar el menor margen posible al azar. Por ejemplo, los papúes y otros agricultores tradicionales conocen decenas de variedades de boniatos u otros cultivos, dónde y cómo cultivar mejor cada una y cómo desmalezar, fertilizar, abonar, drenar y regar. Cuando los hombres !kung y otros cazadores salen a buscar presas, estudian e interpretan huellas animales y de ese modo calculan el número, distancia, velocidad y dirección del movimiento y observan el comportamiento de otras especies que ofrecen pistas sobre la presencia de presas. Los pescadores y marineros que no disponen de brújula pueden navegar si comprenden los movimientos del sol y las estrellas, los vientos, las corrientes oceánicas, los reflejos en las nubes, las aves marinas, la bioluminescencia del océano y otros indicadores de posición. Todos los pueblos montan defensas y permanecen atentos a ataques enemigos, y forman alianzas y planean emboscadas para atacar primero a sus oponentes.

Pero, en el caso de los pueblos tradicionales, e incluso más en el de las personas de la era moderna, la efectividad tiene límites y hay grandes ámbitos que están fuera de su control. La producción de las cosechas se ve afectada por impredecibles sequías, lluvias, granizo, tormentas de viento, frío y plagas de insectos. El azar interviene sobremanera en el movimiento de los animales. La mayoría de las enfermedades están fuera del control tradicional debido a los límites de sus conocimientos médicos. Al igual que las mujeres israelíes que recitaban salmos pero no podían controlar la trayectoria de los misiles, hay muchas cosas que quedan fuera del control de los pueblos tradicionales una vez que ya han hecho todo lo posible. Tanto ellos como nosotros nos rebelamos contra el hecho de permanecer inactivos y no hacer nada. Eso hace que nos sintamos ansiosos, indefensos, proclives a cometer errores e incapaces de invertir nuestros mejores esfuerzos. En ese momento es cuando los pueblos tradicionales, y a menudo nosotros también, recurren a la oración, los rituales, las profecías, la magia, los tabúes, las supersticiones y los chamanes. Al creer que esas medidas son eficaces, se atenúa nuestra ansiedad y nos tranquilizamos y concentramos más.

Un ejemplo, estudiado por el etnógrafo Bronisław Malinowski, proviene de las islas Trobriand, cerca de Nueva Guinea, donde los aldeanos pescan en dos tipos de localizaciones que requieren diferentes métodos: en la laguna interna, un lugar protegido y tranquilo, donde se vierte veneno en una zona y se recoge a los peces aturdidos o muertos; y en mar abierto, donde se pesca con lanza o canoa mientras se rema entre las olas. La pesca en la laguna es segura, fácil y ofrece unos resultados predecibles; la pesca en mar abierto es peligrosa e impredecible, con grandes bonanzas si hay un banco de peces en ese momento y lugar concretos, pero con escasos beneficios y un elevado riesgo personal si no se encuentra un banco ese día. Los isleños realizan elaborados rituales mágicos antes de embarcarse en la pesca en mar abierto para garantizar su seguridad y el éxito, ya que sigue habiendo muchas dudas aun después de haber pergeñado los mejores planes basados en la experiencia. Pero no existe ninguna magia asociada a la pesca en la laguna: simplemente lo hacen, sin incertidumbre o ansiedad por el predecible resultado.

Otro ejemplo son los cazadores !kung, cuya experiencia parece no dejar nada al azar. Los niños !kung juegan con pequeños arcos y flechas desde que empiezan a caminar y cazan con sus padres al llegar a la adolescencia. Por la noche, junto a la hoguera, los hombres relatan sus cacerías anteriores una y otra vez, escuchan sus respectivas historias sobre los animales que han visto en los últimos días y planean la próxima salida en consecuencia. Durante la cacería permanecen atentos a avistamientos y sonidos de animales y pájaros cuya conducta puede denotar la presencia de animales, además de escrutar huellas para saber qué animales han pasado por allí, dónde pueden encontrarlos y qué dirección pueden haber tomado. Cabría imaginar que esos maestros de la caza en el desierto no necesitan la magia. Sin embargo, cuando parten por la mañana, siempre reina un importante elemento de incertidumbre sobre dónde estará la presa aquel día en particular.

Algunos !kung afrontan la ansiedad consultando unos discos del oráculo que supuestamente profetizan la dirección más prometedora y para qué presa deberían estar preparados. Se trata de cinco o seis discos delgados de piel de antílope con un diámetro de entre 5 y 7 centímetros, cada uno con un nombre propio y una parte superior e inferior reconocibles. Todos los hombres poseen una serie de discos. La persona los amontona en la palma de la mano izquierda, con el más grande arriba de todo, los agita y sopla sobre ellos, formula una pregunta en voz alta y arroja el disco sobre un trozo de tela extendido en el suelo. Un adivino interpreta el patrón de los discos según características que incluyen si se solapan o no y qué discos caen boca arriba o boca abajo. La interpretación del patrón parece seguir pocas normas fijas, con la excepción de que si los números 1 a 4 caen boca abajo, predicen el sacrificio de un animal de caza.

Por supuesto, los discos no dicen nada a los !kung que no sepan ya, pues comprenden tan bien la conducta animal que su plan de caza tiene muchas posibilidades de éxito, con independencia del patrón. Por el contrario, el patrón de los discos parece ser interpretado de forma imaginativa como un test de Rorschach, y sirve para animar a los hombres ante un día de caza. El ritual de los discos resulta útil para ayudarlos a alcanzar un acuerdo a la hora de seguir una dirección; elegir una dirección, sea la que sea, y mantenerla es preferible a distraerse con discusiones.

Hoy en día, para nosotros la oración, el ritual y la magia no son algo tan extendido, ya que la ciencia y el conocimiento desempeñan un papel más importante en el éxito de nuestras empresas. Pero sigue habiendo muchas cosas que no podemos controlar, y muchas empresas y peligros en los que la ciencia y la tecnología no garantizan el éxito. En ese momento, nosotros también recurrimos a plegarias, ofrendas y rituales. Los principales ejemplos del pasado reciente eran las oraciones para la finalización de viajes marítimos, cosechas abundantes, el triunfo en la guerra y, sobre todo, la curación de una enfermedad. Cuando los médicos no pueden predecir el desenlace de un paciente con probabilidades altas, y especialmente cuando reconocen que no pueden hacer nada, es muy posible que la gente rece.

Dos ejemplos concretos ilustran la asociación entre los rituales u oraciones por un lado y un resultado incierto por otro. Quienes participan en un juego de azar a menudo siguen sus rituales personales antes de lanzar el dado, pero los jugadores de ajedrez no hacen lo propio antes de mover una pieza. Ello obedece a que los dados son juegos de azar, pero el ajedrez no: si nuestro movimiento nos cuesta la partida, no hay excusas, ha sido culpa nuestra por no prever la respuesta de nuestro oponente. Asimismo, los agricultores que quieren perforar un pozo para encontrar agua subterránea a menudo consultan a zahoríes del oeste de Nuevo México, donde la complejidad geológica de la región propicia una variación impredecible en la profundidad y cantidad de agua subterránea, de modo que ni siquiera los geólogos profesionales pueden predecir con exactitud la localización y profundidad a partir de las características de la superficie. Sin embargo, en el norte de Texas, donde la capa freática se encuentra a una profundidad uniforme de 40 metros, los agricultores se limitan a perforar un pozo a esa profundidad en el lugar más próximo adonde es necesaria el agua; nadie utiliza zahoríes, aunque la gente conoce el método. Es decir, los agricultores de Nuevo México y los jugadores de dados hacen frente a la imprevisibilidad recurriendo a rituales, al igual que hacen los pescadores de las Trobriand que faenan en el océano y los cazadores !kung, mientras que los agricultores del norte de Texas y los jugadores de ajedrez prescinden de ellos, tal como hacen los pescadores de la laguna de las Trobriand.

En resumen, los rituales religiosos (y también los no religiosos) siguen con nosotros para ayudarnos a combatir la ansiedad provocada por la incertidumbre y el peligro. Sin embargo, esta función de la religión era mucho más importante en las sociedades tradicionales que afrontaban una mayor incertidumbre y peligro que en las sociedades modernas occidentalizadas.

Proporcionar consuelo

Pasemos ahora a una función de la religión que debió de expandirse durante los últimos 10 000 años: proporcionar consuelo, esperanza y significado cuando la vida es difícil. Un ejemplo concreto es consolarnos ante la perspectiva de nuestra muerte y la de un ser querido. Algunos mamíferos —los elefantes son un ejemplo sorprendente— parecen reconocer y llorar la muerte de un compañero. Pero no tenemos motivos para sospechar que ningún animal, a excepción de nosotros, sabe que algún día también morirá. Sin duda, nos dimos cuenta de lo que nos deparaba el futuro cuando adquirimos conciencia de nosotros mismos y una mayor capacidad de razonamiento, y cuando empezamos a generalizar al ver morir a los miembros de nuestra banda. Casi todos los grupos humanos observados y arqueológicamente atestiguados demuestran su comprensión sobre la importancia de la muerte, no solo al no desechar a sus muertos, sino proporcionándoles sepultura, una incineración, mortajas, momificación, alimento u otros medios.

Es aterrador ver a alguien que recientemente estaba caliente, se movía, hablaba y podía defenderse y que ahora está frío, inmóvil, callado e indefenso. También es aterrador pensar que nos ocurrirá a nosotros. La mayoría de las religiones ofrecen consuelo negando la realidad de la muerte y postulando algún tipo de más allá para un alma supuestamente asociada al cuerpo. El alma, junto con una réplica de nuestro cuerpo, puede ir a un lugar sobrenatural llamado cielo o de otro modo; o puede transformarse en pájaro o en otra persona que viva en la Tierra. Las religiones que proclaman un más allá a menudo lo utilizan no solo para negar la muerte, sino también para ofrecer la esperanza de algo mejor que nos aguarda tras ella, como la vida eterna, la reunión con nuestros seres queridos, la liberación de las preocupaciones, néctar y vírgenes hermosas.

Además del dolor ante la perspectiva de la muerte, hay muchos otros en la vida para los cuales la religión ofrece consuelo de varias maneras. Una es «explicar» un sufrimiento no considerándolo un acontecimiento aleatorio sin ningún significado, sino algo con un significado más profundo, por ejemplo, que ha servido para probar nuestra valía para el más allá o castigarnos por nuestros pecados o que era un sufrimiento infligido por una persona malévola a la cual debemos identificar y matar por medio de un brujo. Otra manera es prometer que habrá enmiendas en el más allá por nuestro sufrimiento: sí, has sufrido aquí, pero no temas, serás recompensado una vez muerto. Una tercera manera es prometer no solo que nuestro sufrimiento será compensado en una feliz vida posterior, sino también que quienes nos han causado dolor vivirán un más allá miserable. Aunque castigar a nuestros enemigos de la Tierra solo nos brinda una venganza y una satisfacción finitas, las exquisitas torturas eternas que sufrirán tras la muerte en el Infierno de Dante nos garantizarán toda la venganza y satisfacción que podamos anhelar. El infierno cumple una doble función: reconfortarnos destruyendo a los enemigos que no hemos podido aniquilar nosotros mismos en la Tierra y motivarnos para que obedezcamos los mandamientos morales de nuestra religión, amenazando con enviarnos también a nosotros allí si nos portamos mal. Por ello, el más allá postulado resuelve la paradoja de la teodicea (la coexistencia del mal y de un Dios bueno) asegurándonos que no nos preocupemos; todas las cuentas serán saldadas más tarde.

Esta función reconfortante de la religión debió de surgir al comienzo de nuestra historia evolutiva, en cuanto fuimos lo bastante inteligentes como para darnos cuenta de que moriríamos y para preguntarnos por qué la vida a menudo era dolorosa. Los cazadores-recolectores con frecuencia creen en la supervivencia después de la muerte en forma de espíritus. Pero esta función se amplió enormemente con el auge de las denominadas religiones que rechazan al mundo, que no solo afirman que existe un más allá, sino que es todavía más importante y duradero que la vida terrenal, y que el objetivo prioritario de esta última es conseguir la salvación y prepararnos para el más allá. Aunque el rechazo al mundo es marcado en la cristiandad, el islam y algunas formas de budismo, también caracteriza a algunas filosofías laicas (es decir, no religiosas) como la de Platón. Esas creencias pueden resultar tan atractivas que algunas personas religiosas rechazan la vida mundana. Los monjes y las monjas de órdenes de clausura lo hacen, en la medida en que viven, duermen y comen apartados del mundo secular, si bien pueden salir a diario para ejercer su ministerio, enseñar y rezar. Pero hay otras órdenes que se aíslan tanto como pueden del mundo secular. Entre ellas está la orden cisterciense, cuyos grandes monasterios, en Rievaulx, Fountains Abbey y Jerveaulx, en Inglaterra, siguen siendo las ruinas monásticas mejor conservadas del país, ya que fueron erigidos lejos de las ciudades y por tanto estaban menos expuestos a saqueos y reutilizaciones una vez abandonados. Todavía más extremo es el rechazo hacia el mundo que practicaban algunos monjes irlandeses que se instalaron como ermitaños en Islandia, un lugar por lo demás deshabitado.

Las sociedades a pequeña escala ponen mucho menos énfasis en el rechazo al mundo, la salvación y el más allá que las sociedades a gran escala, más complejas y recientes. Hay al menos tres razones para esta tendencia. En primer lugar, la estratificación y la desigualdad sociales han aumentado, desde sociedades a pequeña escala igualitarias a grandes sociedades complejas con sus reyes, nobles, élite, ricos y miembros de clanes destacados que contrastan con la masa de campesinos y trabajadores pobres. Si todos los que nos rodean sufren tanto como nosotros, no hay ninguna injusticia que explicar ni ningún ejemplo visible de la buena vida al que aspirar. Pero la observación de que algunas personas llevan una vida mucho más cómoda y pueden dominarnos requiere muchas explicaciones y consuelo, algo que la religión ofrece.

Una segunda razón por la que las grandes sociedades complejas ponen más énfasis en el consuelo y el más allá que las sociedades a pequeña escala es que las pruebas arqueológicas y etnográficas demuestran que la vida se volvió más difícil cuando los cazadores-recolectores se convirtieron en agricultores y se organizaron en sociedades más numerosas. Con la transición a la agricultura, el promedio de horas de trabajo diarias aumentó, la nutrición se deterioró, las enfermedades infecciosas y el desgaste corporal aumentaron y la vida se acortó. Las condiciones se deterioraron aún más para los proletariados urbanos durante la revolución industrial, ya que las jornadas se acrecentaron y la higiene, la salud y los placeres disminuyeron. Por último, como comentaré más adelante, la sociedades populosas y complejas tienen códigos morales más formalizados, un énfasis más marcado en el bien y el mal y mayores problemas resultantes de la teodicea: si estamos comportándonos virtuosamente y obedeciendo las leyes, ¿por qué quienes las incumplen y el resto del mundo pueden ser crueles con nosotros?

Estas tres razones denotan por qué la función reconfortante de la religión ha aumentado en las sociedades más populosas y recientes: simplemente, esas sociedades nos infligen más cosas negativas para las cuales buscamos consuelo. Este papel reconfortante de la religión contribuye a explicar la frecuente observación de que el infortunio tiende a hacer a la gente más religiosa y que los estratos, regiones y países más pobres suelen ser más religiosos que los ricos: necesitan más consuelo. Entre las naciones actuales, el porcentaje de ciudadanos que afirman que la religión es un elemento importante de su vida diaria es de un 80-99 por ciento en la mayoría de los países con un producto interior bruto (PIB) per cápita inferior a 10 000 dólares, pero de solo el 17-43 por ciento en el caso de aquellos con un PIB per cápita de más de 30 000 dólares. (No se incluye el elevado compromiso religioso del Estados Unidos rico, que mencionaré en el párrafo siguiente.) Solo en Estados Unidos parece haber más iglesias y asistencia a las mismas en las zonas pobres que en las ricas, pese a que en estas últimas existen más recursos y tiempo libre para construir y acudir a los templos. En la sociedad estadounidense, el mayor compromiso religioso y las ramas más radicales del cristianismo se encuentran entre los grupos sociales más marginados y menos privilegiados.

Al principio puede resultar sorprendente que la religión se haya mantenido o que incluso haya crecido en el mundo moderno, pese al auge de dos factores que la socavan, como ya he mencionado: la reciente usurpación del papel explicativo original de la religión por parte de la ciencia y una mayor tecnología y efectividad social para reducir los peligros que escapan a nuestro control y, por tanto, invitan a la oración. No obstante, el hecho de que la religión no dé señales de desaparecer puede deberse a nuestra persistente búsqueda de «significado». Los humanos siempre hemos buscado significado en nuestra vida, que de lo contrario puede parecer absurda, sin propósito y evanescente, y en un mundo plagado de acontecimientos desafortunados e impredecibles. Ahora llega la ciencia, que parece afirmar que el «significado» no es importante y que nuestra vida es absurda, sin propósito y evanescente; por el contrario, son paquetes de genes para los cuales la medida del éxito es su propagación. Algunos ateos sostendrían que el problema de la teodicea no existe; el bien y el mal son solo definiciones humanas; si un cáncer o un accidente de coche matan a X e Y pero no a A y B, es una catástrofe aleatoria; no hay más allá; y si hemos sufrido o sido insultados en la Tierra, no seremos compensados en la otra vida. Si respondemos a esos ateos: «No me gusta oír eso. Dime que no es cierto, demuéstrame de alguna manera que la ciencia tiene maneras de ofrecer significado», esos ateos nos contestarían: «Tu pregunta es inútil, supéralo. Deja de buscar significado, no lo hay. Es así. Tal como dijo Donald Rumsfeld sobre los saqueos durante la guerra en Irak: “¡A veces pasan cosas!”». Pero todavía conservamos nuestro viejo cerebro, que anhela el significado. Llevamos a cuestas varios millones de años de historia evolutiva que nos dice: «Aunque eso sea cierto, no me gusta y no me lo voy a creer: si la ciencia no me da significado, recurriré a la religión». Probablemente ese sea un factor importante en la persistencia e incluso el crecimiento de la religión en este siglo de auge de la ciencia y la tecnología. Ello puede aportar parte de la explicación —desde luego no toda, pero quizá parte de ella— sobre por qué Estados Unidos, que cuenta con la clase científica y tecnológica más desarrollada, también es el más religioso entre los países ricos del Primer Mundo. Aunque puede obedecer a la existencia de una brecha más amplia entre los ricos y los pobres en comparación con Europa.

Organización y obediencia

Las cuatro características restantes de la religión que comentaré —organización estandarizada, fomento de la obediencia política, regulación de la conducta hacia los desconocidos por medio de códigos morales formales y justificación de las guerras— estaban ausentes en las sociedades a pequeña escala, aparecieron con el auge de las jefaturas y los estados y han entrado en declive una vez más en los estados laicos modernos. Un rasgo definitorio de las religiones modernas que damos por sentado es la organización estandarizada. La mayoría de las religiones modernas cuentan con sacerdotes a tiempo completo, también conocidos como rabinos, ministros, imanes o cualquiera que sea su denominación, que reciben un salario o ven cubiertas las necesidades de la vida. Las religiones modernas también tienen iglesias (conocidas como templos, sinagogas, mezquitas, etc.). Dentro de cualquier secta, todas sus iglesias utilizan un libro sagrado (Biblia, Torá, Corán, etc.), rituales, arte, música, arquitectura y ropa estandarizados. Un católico practicante que se haya criado en Los Ángeles y visite Nueva York puede celebrar la misa dominical en una iglesia católica neoyorquina y encontrar todas esas características que le son familiares. En las religiones de las sociedades a pequeña escala, por su parte, todas esas características o bien no están estandarizadas (rituales, arte, música, ropa), o bien no existen (sacerdotes a tiempo completo, iglesias exclusivas, libros sagrados). Aunque las sociedades a pequeña escala pueden tener sus chamanes y algunos de ellos pueden recibir pagos o regalos, no son profesionales a tiempo completo: deben cazar, recolectar y cultivar como todos los adultos capaces de su banda o tribu.

Históricamente, las características organizativas de la religión surgieron para resolver un nuevo problema que apareció cuando las sociedades humanas se hicieron más ricas y populosas, y ambas cosas les permitieron ser más centralizadas. Las bandas y sociedades tribales son demasiado pequeñas e improductivas para generar excedentes de alimentos que puedan sustentar a sacerdotes a tiempo completo, jefes, recaudadores de impuestos, alfareros, chamanes o especialistas de cualquier índole. Por el contrario, todos los adultos deben conseguir su comida cazando, recolectando o cultivando. Solo las sociedades más grandes y productivas generan excedentes que pueden ser utilizados para alimentar a jefes y otros líderes o artesanos especializados, ninguno de los cuales cultiva o caza.

¿Cómo surgió esa diferencia alimentaria? Se plantea un dilema por la confluencia de tres hechos evidentes: las sociedades populosas probablemente derrotarán a las pequeñas; las sociedades populosas requieren líderes y burócratas a tiempo completo, ya que 20 personas pueden sentarse en torno a una hoguera y llegar a un consenso, pero 20 millones no; y los líderes y burócratas a tiempo completo deben ser alimentados. Pero ¿cómo consigue el jefe o rey que los campesinos toleren lo que constituye básicamente el robo de su comida por parte de clases de parásitos sociales? Este problema es habitual para los ciudadanos de cualquier democracia, que se formulan la misma pregunta en cada proceso electoral: ¿qué han hecho los aspirantes desde las últimas elecciones para justificar los abultados salarios que se adjudican ellos mismos de las arcas públicas?

La solución ideada por todas las jefaturas bien entendidas y las primeras sociedades estatales —desde el Egipto y la Mesopotamia antiguos hasta el Hawai polinesio y el Imperio inca— fue proclamar una religión organizada con los siguientes dogmas: el jefe o rey está relacionado con los dioses o incluso es un dios, y puede interceder con las divinidades en nombre de los campesinos, por ejemplo, para enviar lluvia o garantizar una buena cosecha. El jefe o rey también ofrece servicios valiosos organizando a los campesinos para construir obras públicas, tales como carreteras, sistemas de irrigación y almacenes que benefician a todo el mundo. A cambio de esos servicios, los campesinos deben alimentar al jefe, además de sus sacerdotes y recaudadores de impuestos. Los rituales estandarizados, que se llevan a cabo en templos también estandarizados, sirven para enseñar esos dogmas religiosos a los campesinos a fin de que obedezcan al jefe y a sus lacayos. Asimismo se alimenta con comida recaudada entre los campesinos a los ejércitos obedientes al jefe o rey, con los que estos pueden conquistar territorios vecinos y de ese modo adquirir más tierras para sus campesinos. Esos ejércitos brindan otras dos ventajas al rey: las guerras contra vecinos pueden contar con la energía de ambiciosos nobles jóvenes que de lo contrario podrían conspirar para derrocar al jefe, y los ejércitos están dispuestos a aplastar revueltas de los campesinos. A medida que los primeros estados teocráticos se convirtieron en los imperios de la antigua Babilonia y Roma y se incautaban cada vez de más alimentos y mano de obra, los ornamentos arquitectónicos de las religiones de Estado se volvieron más elaborados. Por eso Karl Marx consideraba que la religión era el opio del pueblo (tabla 9.1) y un instrumento de opresión de clase.

Por supuesto, en los últimos siglos del mundo judeocristiano esta tendencia se ha invertido, y la religión es mucho menos que antes la servidora del Estado. Ahora, los políticos y las clases altas recurren a otros medios distintos de las aseveraciones de divinidad para persuadir o coaccionarnos a nosotros, los campesinos. Pero la fusión de religión y Estado persiste en algunos países musulmanes, en Israel y (hasta hace poco) en Japón e Italia. Incluso el gobierno de Estados Unidos invoca a Dios en su divisa e incluye a capellanes oficiales en el Congreso y las fuerzas armadas, y todos los presidentes del país (ya sean demócratas o republicanos) entonan «Dios bendiga América» al término de sus discursos.

Códigos de conducta hacia los desconocidos

Otro atributo de la religión que cobró importancia en las sociedades de Estado pero que no existía en las más pequeñas era dictar conceptos morales de conducta hacia los desconocidos. Todas las grandes religiones del mundo enseñan lo que está bien, lo que está mal y cómo debemos comportarnos. Pero este vínculo entre religión y moralidad es más débil o no existe, sobre todo con respecto al comportamiento hacia los desconocidos, en las sociedades de Nueva Guinea que conozco. Por el contrario, las obligaciones sociales allí dependen sobremanera de las relaciones. Puesto que una banda o tribu contiene respectivamente solo unas pocas decenas o centenares de individuos, todo el mundo conoce a los demás y sus relaciones. La persona profesa diferentes obligaciones a distintos parientes consanguíneos, a los familiares políticos, a los miembros de su clan y a otros aldeanos que pertenezcan a un clan distinto.

Esas relaciones determinan, por ejemplo, si podemos referirnos a las personas por su nombre, casarnos con ellas o exigir que compartan su comida y su casa con nosotros. Si nos peleamos con otro miembro de la tribu, todos los demás están relacionados con nosotros o nos conocen y se disponen a separarnos. El problema de comportarse pacíficamente con individuos desconocidos no surge, ya que los únicos son los miembros de las tribus enemigas. Si nos encontramos con un desconocido en el bosque, obviamente intentaremos matarlo o huir; nuestra costumbre moderna de saludar e iniciar una conversación amistosa sería un suicidio.

Por ello, surgió un nuevo problema hace unos 7500 años, cuando algunas sociedades tribales se convirtieron en jefaturas que comprendían a miles de individuos, una cifra mucho mayor de la que cualquier persona puede conocer por nombre y relación. Las jefaturas y los estados incipientes afrontaban grandes problemas de inestabilidad potencial, ya que las viejas normas de conducta tribales ya no bastaban. Si nos encontrábamos con un miembro desconocido de nuestra jefatura y luchábamos con él de acuerdo con las normas de conducta tribales, se produciría una reyerta, ya que nuestros familiares se pondrían de nuestra parte y los suyos harían lo propio. Una muerte en una reyerta de ese tipo desencadenaría el intento por parte de los familiares de la víctima de matar a uno de los asesinos a modo de venganza. ¿Qué puede salvar a la sociedad de desmoronarse en una orgía incesante de reyertas y asesinatos por venganza?

La solución a este dilema de las grandes sociedades es el utilizado en la nuestra y documentado en todas las jefaturas y los primeros estados de los cuales disponemos de información. Las normas de conducta pacífica son aplicables entre todos los miembros de la sociedad, con independencia de si un individuo con el que nos encontramos es conocido o desconocido. Las normas son puestas en práctica por los líderes políticos (jefes o reyes) y sus agentes, que las justifican mediante una nueva función de la religión. Los dioses o agentes sobrenaturales supuestamente son los autores de las normas, recogidas en códigos formales de moralidad. Desde la infancia se enseña a la gente a obedecer las normas y a esperar un castigo severo por incumplirlas (porque ahora un ataque a otra persona también es una ofensa contra los dioses). Algunos ejemplos conocidos para judíos y cristianos son los Diez Mandamientos.

En las sociedades laicizadas recientemente, esas normas de conducta dentro de la sociedad van más allá de sus orígenes religiosos. Los motivos por los que los ateos, así como muchos creyentes, ahora no matan a sus enemigos se derivan de los valores inculcados por la sociedad y del temor a la poderosa mano de la ley, y no del miedo a la ira de Dios. Pero, desde el auge de las jefaturas hasta el reciente ascenso de los estados laicos, la religión justificó los códigos de conducta y de ese modo permitió a la gente vivir armoniosamente en grandes sociedades en las que nos encontramos con desconocidos de manera frecuente. Las funciones de permitir que los desconocidos vivan juntos pacíficamente y enseñar a las masas a obedecer a sus líderes políticos constituyen dos aspectos muy debatidos sobre el papel de la religión a la hora de mantener el orden social. Como observaba Voltaire con cinismo: «Si Dios no existiera, habría que inventarlo». Dependiendo de nuestra perspectiva, esos papeles de la religión han sido considerados positivos (fomentar la armonía social) o negativos (fomentar la explotación de las masas por parte de las élites opresivas).

Justificar la guerra

Otro nuevo problema al que hicieron frente las jefaturas y los estados emergentes, pero no las bandas y tribus de la historia previa, eran las guerras. Puesto que las tribus utilizan principalmente la relación por sangre o matrimonio y no la religión para justificar las normas de conducta, sus miembros no afrontan dilemas morales al matar a personas de otras tribus con las que no mantienen relación. Pero una vez que un Estado invoca la religión para exigir una conducta pacífica hacia otros conciudadanos con los que uno no mantiene relación, ¿cómo puede convencer a su población de que ignore esos mismos preceptos en tiempos de guerra? Los estados permiten y, de hecho, ordenan a sus ciudadanos que roben y maten a ciudadanos de otros estados contra los cuales se ha declarado la guerra. Después de que un Estado pase 18 años enseñando a un chico que no mate, ¿cómo puede cambiar de parecer y decirle: «Debes matar en las siguientes circunstancias» sin que sus soldados se sientan perdidamente confusos y proclives a matar a la persona equivocada (por ejemplo, a conciudadanos suyos)?

De nuevo, en la historia reciente, al igual que en la antigua, la religión sale al rescate con una nueva función. Los Diez Mandamientos solo son aplicables a nuestro comportamiento hacia los conciudadanos de la jefatura o el Estado. La mayoría de las religiones afirman tener un monopolio sobre la verdad, y todas las demás están equivocadas. En el pasado era habitual, y ocurre con demasiada frecuencia en el presente, que se enseñara a los ciudadanos que no solo les estaba permitido, sino que en realidad era una obligación, matar y robar a los creyentes de esas religiones erróneas. Esa es la cara oscura de todos esos llamamientos patrióticos: por Dios y por el país, por Dios y por España, Gott mit uns, etcétera. Ello no atenúa en absoluto la culpabilidad de la hornada actual de fanáticos religiosos asesinos, que son herederos de una larga y extendida tradición de vileza.

El Antiguo Testamento de la Biblia está lleno de exhortaciones a ser cruel con los paganos. El Deuteronomio 20,10-18, por ejemplo, explica la obligación del pueblo de Israel de practicar el genocidio: cuando vuestro ejército se aproxime a una ciudad lejana, debéis esclavizar a todos sus habitantes si se rinde, y matar a todos sus hombres, esclavizar a sus mujeres y niños y robarles el ganado y todo lo demás si no lo hace. Pero si es una ciudad de cananeos o hititas o cualquiera de esos seres abominables que creen en otras divinidades, el verdadero Dios nos ordena que matemos todo cuanto respire allí. El libro de Josué describe con aprobación cómo este se convirtió en héroe cumpliendo esas instrucciones, aniquilando a todos los habitantes de más de 400 ciudades. El libro de comentarios rabínicos conocido como el Talmud analiza las posibles ambigüedades surgidas de los conflictos entre esos dos principios: «No matarás [a los creyentes de tu Dios] y «Debes matar [a los creyentes de otro dios]». Por ejemplo, según algunos comentaristas talmúdicos, un israelita ha pecado si mata intencionadamente a otro israelita, pero es inocente si mata a sabiendas a un no israelita, y también si mata a un israelita cuando lanza una piedra a un grupo que consiste en nueve israelitas y un pagano (porque es posible que apuntara a ese único pagano).

Para ser justos, esta perspectiva es más característica del Antiguo Testamento que del Nuevo, cuyos principios morales han avanzado en la definición de nuestro trato hacia cualquiera, al menos en teoría. Pero, en la práctica, por supuesto, algunos de los mayores genocidios de la historia fueron cometidos por colonialistas cristianos europeos contra no europeos, que recurrieron a modo de justificación moral al Nuevo y el Antiguo Testamento.

Curiosamente, entre los papúes, la religión nunca es invocada para justificar los asesinatos o los enfrentamientos con miembros de un grupo externo. Muchos de mis amigos papúes me han descrito su participación en ataques genocidas contra tribus vecinas. En todos esos relatos, nunca he oído el menor atisbo de motivación religiosa, de morir por Dios o por la religión verdadera, ni de sacrificarse por cualquier razón idealista. Por el contrario, las ideologías respaldadas por la religión que acompañaron el auge de los estados infundió en sus ciudadanos la obligación de obedecer al gobernante designado por Dios, de respetar preceptos morales como los Diez Mandamientos solo en relación con los conciudadanos y de estar dispuesto a sacrificar la propia vida en la lucha contra otros estados (es decir, paganos). Eso es lo que hace tan peligrosas a las sociedades de fanáticos religiosos: una ínfima minoría de sus adeptos (por ejemplo, 19 de ellos el 11 de septiembre de 2001) muere por la causa, y toda la sociedad de fanáticos logra matar a muchos más enemigos percibidos (por ejemplo, 2996 el 11 de septiembre de 2001). Las normas de mala conducta hacia los grupos externos alcanzaron su punto álgido en los últimos 1500 años, cuando cristianos y musulmanes fanáticos infligieron muerte o esclavitud o se impusieron la conversión entre ellos y a los paganos. En el siglo XX, los estados europeos añadieron razones laicas para justificar la muerte de millones de ciudadanos de otros estados europeos, pero el fanatismo religioso sigue estando afianzado en otras sociedades.

Emblemas de compromiso

Las personas laicas se muestran confusas e inquietas por varios rasgos de la religión. Entre los más importantes figuran su asociación habitual con creencias sobrenaturales irracionales, por ejemplo, que cada religión cuenta con varias creencias de esa índole y se adhiere firmemente a ellas pero desprecia las de otras religiones; el frecuente fomento de conductas costosas, e incluso automutilaciones y suicidios, que dan la sensación de que las personas son menos religiosas y no a la inversa; y su aparente hipocresía al predicar un código moral y a menudo afirmar su universalidad mientras se excluye a mucha o la mayoría de la gente de la aplicación de ese código y se propugna su muerte. ¿Cómo pueden explicarse esas paradojas problemáticas? Hay dos soluciones que me resultan útiles.

Una solución es reconocer la necesidad de que los adeptos de una religión en particular muestren algún «emblema» de compromiso fiable con dicha religión. Los creyentes se pasan la vida juntos y cuentan con los demás para obtener apoyo en un mundo en el que muchos o la mayoría se adhieren a otras religiones, pueden ser hostiles con la nuestra o mostrarse escépticos con todas. Nuestra seguridad, prosperidad y vida dependerán de que identifiquemos correctamente a los otros creyentes y de que los convenzamos de que pueden confiar en nosotros como nosotros confiamos en ellos. ¿Qué pruebas de nuestro y de su compromiso son creíbles?

Para ser creíbles, las pruebas deben ser cosas visibles que nadie pueda falsificar para obtener una ventaja traicionera y temporal. Por eso, los «emblemas» religiosos siempre son costosos: grandes inversiones de tiempo para aprender y practicar rituales, oraciones y canciones de forma habitual y emprender peregrinaciones; elevados compromisos de recursos, entre ellos dinero, regalos y sacrificios de animales; adoptar en público unas creencias inverosímiles que otros tacharán de absurdas; y practicarse o mostrar en público signos de mutilación corporal permanente y dolorosa, incluidos cortes y sangrado de partes sensibles, operaciones desfiguradoras de los genitales y amputación de falanges de los dedos. Si vemos a alguien que ha contraído esos costosos compromisos con consecuencias de por vida, nos ha convencido con mucha más eficacia que si simplemente nos dijera: «Confía en mí, estoy contigo, llevo el sombrero adecuado (aunque puede que lo comprara ayer y que lo tire mañana)». Básicamente por la misma razón, los biólogos evolutivos reconocen que numerosas señales animales (como la cola de los pavos reales) han evolucionado para ser costosas precisamente porque ello los hace creíbles. Cuando una hembra ve a un pavo real mostrándole una gran cola, puede estar segura de que este, capaz de crecer y sobrevivir con una cola tan voluminosa, debe de poseer genes de más calidad y estar mejor alimentado que un macho que finja ser superior pero tenga una cola pequeña.

Un ejemplo interesante de cómo fomenta la religión la cooperación entre grupos y el compromiso son las tasas de supervivencia en las comunas estadounidenses. Durante toda la historia de Estados Unidos hasta los tiempos modernos, la gente ha experimentado con la creación de comunas en las que pueden vivir con otras personas elegidas porque comparten sus ideales. Algunas de esas comunas comparten ideales religiosos y otras tienen motivaciones no religiosas; en los años sesenta y setenta se formaron numerosas comunas no religiosas en el país. Pero todas están sometidas a presiones económicas, prácticas, sociales, sexuales y de otra índole, y a la competencia por las atracciones del mundo exterior. La gran mayoría de las comunas se disuelven, ya sea de forma gradual o explosiva, durante la vida de sus fundadores. Por ejemplo, en los años sesenta, una amiga mía fue una de las fundadoras de una comuna en una zona hermosa y tranquila pero remota del norte de California. Paulatinamente, los otros miembros fundadores se fueron debido al aislamiento, el aburrimiento, las tensiones sociales y otros motivos, hasta que mi amiga acabó siendo la única persona que quedaba. Ella todavía vive allí, pero ahora lo hace en solitario y ya no forma parte de una comuna.

Richard Sosis comparaba el destino de varios centenares de comunas religiosas y laicas estadounidenses fundadas en los siglos XIX y principios del XX. Casi todas terminaron disolviéndose, excepto las colonias extremadamente prósperas del grupo religioso conocido como huteritas: las 20 colonias que figuraban en la muestra de Sosis sobrevivieron. Dejando al margen a los huteritas, 199 colonias acabaron disolviéndose o desapareciendo, siempre precedidas de una pérdida de fe en la ideología del grupo, y en ocasiones también de desastres naturales, la muerte de un líder carismático o la hostilidad de quienes no formaban parte de ellas. Sin embargo, la probabilidad anual de disolución era cuatro veces mayor en el caso de las comunas laicas. Sin duda, las ideologías religiosas son más eficaces que las laicas a la hora de convencer a los miembros de que mantengan un compromiso probablemente irracional, de que se abstengan de desertar aunque tenga sentido hacerlo y de que afronten los constantes desafíos que entraña la vida en un grupo con una propiedad común y que corre un gran riesgo de sufrir abusos por parte de miembros aprovechados. En Israel, donde durante décadas han existido kibutzim religiosos y un número muy superior de laicos, los primeros han sido más prósperos que los segundos todos los años, pese a los elevados costes que imponen las prácticas religiosas (por ejemplo, abstenerse de trabajar un día a la semana).

Medidas del éxito religioso

La otra solución que me ha parecido útil para resolver las paradojas de la religión es el planteamiento del biólogo evolutivo David Sloan Wilson. Este señala que una religión sirve para definir a un grupo humano que compite con otros adoptando diferentes religiones. La medida más sencilla del éxito relativo de una religión es su número de adeptos. ¿Por qué actualmente hay en el mundo más de 1000 millones de católicos, unos 14 millones de judíos y ningún maniqueo albigense (miembros de una secta cristiana en su día numerosa que creía en la existencia dual de fuerzas sobrenaturales buenas y malignas atrapadas en una lucha eterna)?

Wilson prosigue reconociendo que el número de adeptos de una religión depende del equilibrio entre varios procesos que tienden a incrementar la cifra y de otros que tienden a reducirlo. El número de adeptos se ve incrementado por los creyentes que procrean y crían a sus hijos en esa fe, y por las conversiones de adeptos de otras religiones o de personas antes no religiosas. El número se ve reducido por la muerte de los adeptos o por la pérdida de los mismos debido a su conversión a otras religiones. Podríamos detenernos en este punto y decir: «Claro, eso es obvio. ¿Y qué? ¿En qué sentido me ayuda el hecho de comprender por qué los católicos que creen en la resurrección de Cristo son más que los judíos que no lo hacen?». La solidez del planteamiento de Wilson es que ofrece un contexto para evaluar efectos independientes de las creencias o prácticas de una religión en esos procesos que incrementan o reducen el número de adeptos. Algunos resultados son claros y otros sutiles. Resulta que las religiones practican estrategias muy distintas para lograr el éxito.

Por ejemplo, la religión estadounidense conocida como movimiento shaker fue muy próspero durante un período del siglo XIX, pese a que exigía el celibato a sus creyentes y, por tanto, carecía por completo del método más habitual por el cual se propagan las religiones (teniendo hijos). Los shakers lograron el éxito ganando conversos durante muchas décadas. En el extremo opuesto, el judaísmo ha persistido durante varios miles de años pese a que no busca conversos. Como cabría esperar, la cristiandad y el islam, que sí hacen proselitismo, tienen muchos más adeptos que el judaísmo, pero este ha resistido gracias a otros factores que contribuyen a su crecimiento demográfico: unas tasas de natalidad relativamente altas, unas tasas de mortalidad bajas excepto en tiempos de persecución, un énfasis en la educación para generar oportunidades económicas, una sólida ayuda mutua y escasas pérdidas de conversos a otras religiones. En cuanto a los maniqueos albigenses, su aparición obedeció solo indirectamente a la creencia de que las fuerzas del bien y el mal libran una batalla eterna. No es que esa creencia desalentara a los albigenses a tener hijos o que fuese tan inverosímil que impidiera que ganasen conversos. Por el contrario, era odiosa para los católicos mayoritarios, que declararon la guerra santa contra los albigenses, sitiaron y acabaron conquistando su bastión y quemaron a todos los albigenses que permanecían allí.

En el contexto de Wilson se aprecian razones más sutiles para responder a uno de los mayores interrogantes de la historia religiosa occidental. ¿Por qué, entre las innumerables sectas judías que competían entre sí y con grupos no judíos dentro del Imperio romano en el siglo I d. C., la que se convirtió en el cristianismo fue la religión dominante tres siglos después? En tiempos romanos tardíos, las características distintivas de la cristiandad que contribuyeron a ese desenlace incluyeron su proselitismo activo (a diferencia del judaísmo mayoritario), el hecho de que sus prácticas fomentaran tener más hijos y permitieran que sobrevivieran más (a diferencia de la sociedad romana contemporánea), sus oportunidades para las mujeres (a diferencia del judaísmo y el paganismo romano de la época y de la cristiandad posterior), sus instituciones sociales, que propiciaban unas tasas más bajas de mortalidad entre los cristianos que entre los romanos a causa de las plagas, y la doctrina cristiana del perdón. Esa doctrina, que a menudo es malinterpretada como la idea simplista de poner la otra mejilla indiscriminadamente, en realidad forma parte de un complejo sistema de respuestas que dependen del contexto y que van desde el perdón hasta la revancha. En determinadas circunstancias, las pruebas experimentales que consisten en juegos de simulación demuestran que perdonar a alguien que nos ha causado algún daño es la respuesta que con más probabilidades nos brindará ventajas en el futuro.

Otro ejemplo del uso del contexto de Wilson es el éxito del mormonismo, que ha sido una de las religiones que más rápido han crecido en los dos últimos siglos. Los no mormones suelen dudar de la afirmación ya mencionada anteriormente del fundador del mormonismo, Joseph Smith, según el cual, el ángel Morini se le apareció el 21 de septiembre de 1823 para mostrarle unas láminas de oro enterradas en una colina cerca de Manchester, al oeste del estado de Nueva York, y que esperaban traducción (tabla 9.2). Los no mormones también cuestionan las afirmaciones juradas de 11 testigos (Oliver Cowdery, Christian Whitmer, Hiram Page y 8 más) que aseguraban haber visto y tocado las láminas. Por ello, los no mormones pueden preguntarse: ¿cómo han llevado esas aseveraciones aparentemente inverosímiles al crecimiento explosivo del mormonismo?

El planteamiento de Wilson conlleva la idea de que el éxito de una religión a la hora de aumentar el número de adeptos no depende de si sus dogmas son ciertos, sino de si esos dogmas y prácticas asociadas motivan a los adeptos de la religión a concebir y criar hijos, a ganar conversos, a constituir una sociedad que funcione sin trabas o a todo a la vez. En palabras de Wilson: «Incluso las creencias enormemente ficticias pueden ser adaptativas, siempre y cuando fomenten conductas que lo sean en el mundo real. […] El conocimiento factual no siempre basta para motivar una conducta adaptativa. En ocasiones, un sistema de creencias simbólicas que parte de la realidad factual es más próspero».

En el caso del mormonismo, sus dogmas y prácticas han sido extremadamente exitosos a la hora de fomentar el crecimiento demográfico. Los mormones suelen tener muchos hijos. Forman una sociedad muy colaboradora e interdependiente que ofrece una vida social plena y satisfactoria e incentiva el trabajo. Asimismo, ponen énfasis en el proselitismo; los jóvenes mormones deben dedicar hasta dos años de su vida a ganar conversos, ya sea en el extranjero o cerca de casa. Los mormones han de pagar a su iglesia un diezmo anual que equivale a un 10 por ciento de sus ingresos (además de abonar los habituales impuestos federales, estatales y locales de Estados Unidos). Esas elevadas exigencias de compromiso en forma de tiempo y recursos garantizan que quienes decidan convertirse en mormones o seguir siéndolo se tomen en serio su fe. En cuanto a la supuesta inverosimilitud de las afirmaciones de Joseph Smith y sus 11 testigos sobre las revelaciones divinas transmitidas a través de las láminas de oro ¿cuál es la diferencia entre dichas afirmaciones y los relatos bíblicos sobre las revelaciones divinas a Jesús y Moisés, con la salvedad de los años de diferencia y unos escepticismos particulares derivados de una educación diferente?

¿Qué tiene que decir Wilson acerca de la hipocresía básica habitual entre las religiones, que predican nobles principios morales a la vez que alientan a matar a los creyentes de otras confesiones? La respuesta de Wilson es que el éxito de una religión (o su «salud», por utilizar el lenguaje de la biología evolutiva) es relativo y solo puede definirse en comparación con el éxito de otras religiones. Nos guste o no, las religiones pueden aumentar, como a menudo han hecho, su «éxito» (definido como su número de adeptos) matando o convirtiendo forzosamente a adeptos de otras religiones. Como escribe Wilson: «Siempre que inicio una conversación sobre la religión, es probable que reciba una letanía de males perpetrados en nombre de Dios. En la mayoría de los casos, son horrores cometidos por grupos religiosos contra otros grupos. ¿Cómo puedo tildar de adaptativa a la religión ante esas pruebas? La respuesta es “fácilmente”, siempre que interpretemos la salud en términos relativos. Es importante insistir en que una conducta puede explicarse desde una perspectiva evolutiva sin condonarla moralmente».

Cambios en las funciones de la religión

Por último, volvamos a mi pregunta inicial sobre las funciones y la definición de religión. Ahora vemos por qué la religión es tan difícil de definir: porque ha cambiado sus funciones a medida que evolucionaba, al igual que lo han hecho los órganos eléctricos. De hecho, ha modificado sus funciones aún más que los órganos eléctricos, que han adoptado solo seis funciones, en comparación con las siete que caracterizan a las religiones de forma variable (figura 9.1). De esas siete funciones, cuatro estaban totalmente ausentes en una fase de la historia de la religión y cinco seguían presentes pero en declive en otra fase.

Dos funciones ya habían surgido y se encontraban en su punto álgido en el momento de la aparición de humanos inteligentes e inquisitivos antes de 50 000 a. C., y han sufrido un declive constante en milenios recientes: la explicación sobrenatural (en un declive más pronunciado) y la atenuación de la ansiedad ante peligros incontrolables a través del ritual (en un declive menos marcado). Las otras cinco funciones estaban ausentes (cuatro de ellas) o eran débiles (la quinta) en los primeros humanos inteligentes, alcanzaron su apogeo en las jefaturas y los primeros estados (tres de ellas) o los estados del Renacimiento tardío (dos de ellas) y han disminuido un poco o marcadamente desde ese apogeo.

Esos cambios de función hacen que resulte más difícil definir la religión que los órganos eléctricos, ya que estos al menos comparten el rasgo de crear campos eléctricos detectables en el medio circundante, mientras que no existe ninguna característica única que compartan todas las religiones. A riesgo de formular otra definición que podamos añadir a las de la tabla 9.1, ahora propondría: «La religión es una serie de rasgos que distinguen a un grupo social humano que comparte esos rasgos de otros grupos que no los atesoran de forma idéntica. Entre esas características compartidas siempre figuran una o más, y a menudo estas tres: explicación sobrenatural, atenuar la ansiedad ante peligros incontrolables a través del ritual y ofrecer consuelo por el dolor de la vida y la posibilidad de la muerte. Las religiones, al margen de las primeras, fueron absorbidas para fomentar la organización estandarizada, la obediencia política, la tolerancia a los desconocidos no pertenecientes a nuestra religión y la justificación de las guerras contra grupos de otras confesiones». Esta definición mía es al menos tan torturada como las más torturadas ya incluidas en la tabla 9.1, pero creo que se corresponde con la realidad.

FIGURA 9.1. FUNCIONES DE LA RELIGIÓN Y SU CAMBIO CON EL TIEMPO

Tabla

¿Qué hay del futuro de la religión? Depende de cómo esté el mundo dentro de 30 años. Si el nivel de vida aumenta en todo el mundo, las funciones de la religión 1 y 4-7 de la figura 9.1 seguirán en declive, pero las funciones 2 y 3 probablemente persistirán. La religión tiene muchas posibilidades de seguir siendo adoptada porque afirma ofrecer sentido para la vida individual y la muerte, cuyo significado puede parecer insignificante desde una perspectiva científica. Aunque la respuesta científica a la búsqueda de significado sea cierta, y aunque el significado de la religión sea una ilusión, a mucha gente seguirá disgustándole la respuesta de la ciencia. Si, por otro lado, gran parte del mundo sigue atrapado en la miseria o si (lo que es aún peor) la economía del mundo y el nivel de vida y la paz se deterioran, todas las funciones de la religión, tal vez incluso la explicación sobrenatural, pueden experimentar un resurgimiento. La generación de mis hijos experimentará las respuestas a esas preguntas.