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COMPENSACIÓN POR LA MUERTE DE UN NIÑO

Un accidente • Una ceremonia • ¿Qué habría ocurrido si…? • ¿Qué hizo el Estado? • Compensación en Nueva Guinea • Relaciones de por vida • Otras sociedades no estatales • Autoridad estatal • Justicia civil del Estado • Defectos en la justicia civil del Estado • Justicia penal del Estado • Justicia reparadora • Ventajas y su precio

Un accidente

A última hora de una tarde a finales de la temporada seca, un coche conducido por un hombre llamado Malo atropelló y mató accidentalmente a Billy, un joven estudiante, en una carretera de Papúa Nueva Guinea. Billy iba a casa en un minibús público (no un autobús escolar con distintivos), y su tío Genjimp lo esperaba al otro lado de la calle. Malo, chófer de una pequeña empresa local, llevaba al personal de la oficina a casa al final de la jornada e iba en dirección opuesta al minibús en el que viajaba Billy. Cuando este se apeó, vio a su tío Genjimp y atravesó corriendo la calzada. Sin embargo, al hacerlo, Billy no pasó por delante del minibús, de modo que el coche de Malo y el resto del tráfico pudiera verlo. Por el contrario, Billy pasó por detrás, y Malo no lo vio hasta que apareció en mitad de la carretera. Malo no pudo frenar a tiempo, y el capó del coche golpeó a Billy en la cabeza y lo lanzó por los aires. Su tío Genjimp llevó a Billy directamente a urgencias, pero el niño falleció horas después a causa de las múltiples lesiones en la cabeza.

En Estados Unidos, un conductor implicado en un accidente de gravedad debe permanecer en el lugar de los hechos hasta que llegue la policía: si se ausenta y no informa a las fuerzas del orden, se considera que se ha dado a la fuga, lo cual es un delito. En cambio, en Papúa Nueva Guinea, como en otros países, la ley permite y la policía y el sentido común alientan al conductor a no quedarse allí y a que se dirija a la comisaría más cercana. Ello obedece a que los transeúntes probablemente sacarán del coche al conductor que ha cometido el delito y lo lincharán en el lugar de los hechos, aunque el accidente haya sido culpa del viandante. Para mayor riesgo de Malo y sus pasajeros, este y Billy pertenecían a grupos étnicos diferentes, que en Papúa Nueva Guinea a menudo es sinónimo de tensión. Malo residía en una aldea cercana, pero Billy pertenecía a un grupo de habitantes de las Tierras Bajas que vivía a muchos kilómetros de distancia. Mucha gente originaria de las Tierras Bajas había emigrado a la zona en busca de trabajo y vivía cerca del lugar del accidente. Si Malo se hubiese detenido y salido para ayudar al niño, probablemente habría sido asesinado por transeúntes de las Tierras Bajas, y es posible que sus pasajeros hubieran corrido la misma suerte. Pero Malo tuvo la entereza de dirigirse a la comisaría local y entregarse. La policía encerró temporalmente a los pasajeros por su seguridad, y escoltó a Malo, por las mismas razones, hasta su aldea, donde permaneció varios meses.

Los acontecimientos posteriores ilustran cómo los papúes, como muchos otros pueblos tradicionales que viven eminentemente fuera del control efectivo de sistemas de justicia establecidos por gobiernos de Estado, imparten justicia y resuelven de manera pacífica los conflictos mediante mecanismos propios. Esos mecanismos para la resolución de conflictos probablemente funcionaron durante toda la prehistoria humana hasta el auge de los estados, con sus leyes codificadas, tribunales, jueces y policías, que aparecieron hace 5400 años. El caso de Billy y Malo contrasta con uno que relataré en el capítulo siguiente y que también se resolvió por medios tradicionales, aunque opuestos: asesinatos por venganza y guerra. Dependiendo de las circunstancias y de las partes involucradas, las disputas en las sociedades tradicionales pueden solventarse pacíficamente o mediante una guerra si el proceso pacífico fracasa o no se pone en práctica.

El proceso pacífico implica lo que denominamos «compensación». (Como veremos, la traducción habitual de un término papú es engañosa; sería imposible compensar la muerte de un niño, y no es ese el objetivo. El término en tok pisin, la lengua franca de Nueva Guinea, es sori money, que significa «dinero del perdón», y esa traducción es más apropiada, ya que describe correctamente el dinero como un pago por un pesar o unas disculpas compartidas por lo ocurrido.) El caso de la compensación tradicional tras la muerte de Billy me lo contó un hombre llamado Gideon, por aquel entonces director de la oficina local de la empresa en la que trabajaba Malo como chófer y participante en el proceso posterior. Resulta que los mecanismos tradicionales de justicia en Nueva Guinea tienen unos objetivos fundamentalmente distintos de los de los sistemas de justicia estatales. Aunque coincido en que la justicia estatal ofrece grandes ventajas y es absolutamente esencial para resolver muchas disputas entre ciudadanos, sobre todo si son desconocidos, ahora creo que los mecanismos tradicionales de justicia pueden tener mucho que enseñarnos cuando los contendientes no son desconocidos, sino que se verán atrapados en relaciones continuadas tras solventar la disputa: por ejemplo vecinos, personas vinculadas por una relación empresarial, padres en proceso de divorcio y hermanos enfrentados por una herencia.

Una ceremonia

Debido al riesgo de que los hombres del clan de Billy tomaran represalias contra Malo y Gideon y otros empleados de su empresa, este último pidió a la plantilla que no fuese a trabajar el día después del accidente. Gideon se quedó solo en su oficina, situada en un complejo vallado y vigilado, a solo cien metros de la casa en la que vivían Gideon y su familia. Ordenó a los guardias de seguridad que permanecieran alerta, que no permitieran la entrada a desconocidos y, sobre todo, que estuviesen atentos a la presencia de habitantes de las Tierras Bajas y les impidieran acceder al recinto. No obstante, en el transcurso de la mañana, Gideon levantó la vista de la mesa y, consternado, vio a tres hombres corpulentos, reconocibles como habitantes de las Tierras Bajas, frente a la ventana posterior de su despacho.

Lo primero que le vino a la cabeza fue sonreírles o echar a correr. Pero entonces pensó que su mujer y sus hijos pequeños se encontraban cerca de allí y que, huyendo, quizá solo se salvaría él. Logró esbozar una sonrisa y los tres hombres le correspondieron. Gideon se dirigió a la ventana posterior de la oficina y la abrió, a sabiendas de que podía ser mortal pero que no tenía otra elección, ya que la alternativa era aún peor. Uno de los tres hombres, que resultó ser Peti, el padre del niño muerto, le preguntó a Gideon: «¿Puedo entrar en su despacho y hablar con usted?». (El idioma de esta y de la mayoría de las conversaciones que recogeré es el tok pisin. Las palabras de Peti a Gideon en realidad fueron: «¿Inap mi kam insait long opis bilong yu na yumi tok-tok?».)

Gideon asintió, se dirigió al otro extremo del despacho, abrió la puerta e invitó a Peti a entrar solo y tomar asiento. Para tratarse de un hombre cuyo hijo acababa de morir y que se hallaba frente al jefe del autor de los hechos, la conducta de Peti fue impresionante: sin duda se encontraba aún en estado de shock, pero se mostró tranquilo, respetuoso y directo. Peti permaneció en silencio unos instantes y luego le dijo a Gideon: «Entendemos que ha sido un accidente y que no lo ha hecho intencionadamente. No queremos causar problemas. Solo necesitamos su ayuda para el funeral. Le pedimos un poco de dinero y comida para alimentar a nuestros familiares en la ceremonia». Gideon respondió ofreciendo sus condolencias en nombre de su empresa y de sus trabajadores y contrayendo un compromiso un tanto vago. Aquella misma tarde acudió al supermercado local para comprar los ingredientes habituales, esto es, arroz, carne en conserva, azúcar y café. Mientras se hallaba en la tienda, se encontró de nuevo con Peti y, una vez más, no hubo problemas.

El día posterior al accidente, Gideon habló con el jefe de su plantilla, un papú más longevo llamado Yaghean, que había nacido en un distrito diferente pero tenía experiencia en negociaciones de compensación en Nueva Guinea, y se ofreció a encargarse de ellas. Al día siguiente (día 3), Gideon convocó una reunión de la plantilla para debatir el proceso de actuación. El principal temor de todos era que la numerosa familia del niño muerto (sus parientes más lejanos y los miembros del clan) fuese violenta, aunque el padre había garantizado que la familia inmediata no causaría problemas. Alentado por la tranquila conducta de Peti durante sus dos encuentros, la primera intención de Gideon era dirigirse al asentamiento de la gente de las Tierras Bajas, buscar a la familia de Billy, «decir que lo sentía» (disculparse formalmente) y tratar de apaciguar la amenaza de la familia numerosa. Pero Yaghean insistió en que Gideon no debía hacerlo: «Me preocupa que, si va allí demasiado pronto, la numerosa familia y toda la comunidad de las Tierras Bajas esté todavía irascible. Deberíamos llevar a cabo el proceso de compensación adecuado. Mandaremos a un emisario, y ese seré yo. Hablaré con el concejal del distrito que alberga la comunidad de las Tierras Bajas. Ambos sabemos cómo debe llevarse a cabo el proceso de compensación. Solo una vez completado ese proceso, usted y su plantilla podrán organizar una ceremonia de petición de disculpas [tok-sori en tok pisin] con la familia».

Yaghean fue a hablar con el concejal, que organizó para el día siguiente (día 4) una reunión en la que participarían ambos, la familia de Billy y el numeroso clan. Gideon apenas sabe nada de lo que ocurrió en la reunión, al margen del informe de Yaghean, según el cual debatieron largo y tendido cómo solucionar la cuestión, y que la familia no tenía intención de recurrir a la violencia, aunque algunos hombres del asentamiento profesaban mucho aprecio a Billy y todavía parecían alterados. Yaghean le dijo a Gideon que debía comprar más comida para la ceremonia y el funeral, y que se había acordado un pago de compensación de 1000 kina (equivalentes a unos 230 euros) de la empresa de Gideon a la familia. (El kina es la moneda nacional de Papúa Nueva Guinea.)

La ceremonia de compensación tuvo lugar al día siguiente (día 5) con disposiciones formales y estructuradas. Primero, Gideon, Yaghean y el resto del personal de la oficina, excepto Malo, se dirigieron en el coche de empresa al asentamiento de los habitantes de las Tierras Bajas. Aparcaron, recorrieron el poblado y entraron en el patio trasero de la casa de la familia de Billy. Las ceremonias tradicionales de duelo en Nueva Guinea se ofician bajo algún tipo de cobijo para cubrir las cabezas de los dolientes; en este caso, la familia había montado un toldo, bajo el cual, todos —familia y visitantes— habían de congregarse. Cuando llegaban los visitantes, un tío del difunto les indicaba dónde debían sentarse, y hacía lo propio con los familiares.

Al principio de la ceremonia habló un tío de la víctima para agradecer a los visitantes su asistencia y expresar lo triste que era el fallecimiento de Billy. Después tomaron la palabra Gideon, Yaghean y otros trabajadores de la oficina. Al describirme los hechos, Gideon dijo: «Fue realmente espantoso tener que pronunciar ese discurso. Estaba llorando. En aquel momento yo también tenía hijos pequeños. Le dije a la familia que intentaba comprender la tristeza que sentían, que estaba tratando de entenderlo imaginando que el accidente le había sucedido a mi hijo. Su pesar debía de ser inimaginable. Les dije que la comida y el dinero que les entregaba no eran nada, simple basura, en comparación con la vida de su hijo».

Y añadió: «Después habló Peti, el padre de Billy. Sus palabras fueron muy sencillas. Tenía lágrimas en los ojos. Reconoció que la muerte de Billy había sido un accidente y no una negligencia por nuestra parte. Nos dio las gracias por estar allí y dijo que su gente no nos causaría ningún problema. Luego habló de Billy, mostró una fotografía suya y dijo: “Le echamos de menos”. La madre de Billy permaneció sentada en silencio detrás del padre mientras este hablaba. Otros tíos de Billy se levantaron y reiteraron: “No tendréis problemas con nosotros. Estamos satisfechos con vuestra respuesta y con la compensación”. Todo el mundo, mis compañeros, yo y toda la familia de Billy, estaba llorando».

Para la transferencia de alimentos, Gideon y sus compañeros realizaron la entrega y pidieron disculpas diciendo: «Esta comida es para ayudaros en estos momentos difíciles». Tras los parlamentos, la familia y los visitantes disfrutaron juntos de una comida sencilla a base de boniatos (el ingrediente básico de Nueva Guinea) y otras verduras. Al final de la ceremonia, muchos de los asistentes se estrecharon la mano. Le pregunté a Gideon si también hubo abrazos y si, por ejemplo, él y el padre se habían abrazado mientras lloraban. Pero la respuesta de Gideon fue: «No, la ceremonia estaba estructurada y fue muy formal». Aun así, me cuesta imaginar en Estados Unidos o en cualquier otra sociedad occidental una reunión similar de reconciliación, en la que la familia de un niño muerto y sus homicidas accidentales, que antes no se conocían, se sienten, lloren juntos y compartan una comida días después del fallecimiento. En lugar de eso, la familia del niño estaría planeando una demanda civil, y la del homicida accidental consultando con abogados y con su agente de seguros para preparar su defensa contra la demanda, además de posibles cargos delictivos.

¿Qué habría ocurrido si…?

El padre de la víctima y sus parientes coincidieron en que Malo no pretendía matar a Billy. Le pregunté a Malo y a Gideon qué habría sucedido si el primero lo hubiera matado intencionadamente, o si al menos hubiese actuado con negligencia inequívoca.

Malo y Gideon respondieron que, en ese caso, la cuestión podría haberse solucionado también mediante ese proceso de compensación. El resultado habría sido más incierto, la situación más peligrosa y la compensación requerida más abundante. Habría existido un mayor riesgo de que los familiares de Billy no esperaran el desenlace de las negociaciones de compensación o que hubiesen rechazado el pago y hubiesen cometido un asesinato por venganza, a ser posible matando al propio Malo, a alguien de su círculo familiar más próximo en caso de no conseguirlo, o a un miembro de su clan más lejano. Si, por el contrario, se convencía a los familiares de Billy para que esperaran el resultado del proceso, habrían exigido una compensación mucho más cuantiosa. Malo cifró dicha compensación (si era claramente responsable de la muerte de Billy) en unos cinco cerdos, además de 10 000 kina (equivalentes a unos 2300 euros) y una cantidad determinada de alimentos locales, entre ellos plátanos, malanga, boniatos, sagú, verduras de la huerta y pez desecado.

También me preguntaba qué habría ocurrido si Malo no fuese chófer de una empresa y esta no se hubiera visto involucrada. Malo respondió que las negociaciones de compensación no las habría llevado a cabo su compañero de oficina Yaghean, sino algún tío suyo y ancianos de su aldea. La compensación no habría sido abonada por la empresa, sino por toda la aldea de Malo, incluida su familia, su grupo y miembros de otros clanes a quienes tendría que haber recurrido para recaudar el dinero del pago. De ese modo, Malo habría contraído obligaciones con todas las personas que hubiesen realizado aportaciones. En algún momento, Malo habría tenido que realizar pagos a todos ellos por sus contribuciones, y a sus tíos por el duro trabajo que habrían conllevado las negociaciones. Si hubiese fallecido antes de ejecutar los pagos, los contribuyentes y sus tíos lo habrían reclamado a la familia de Malo y a su clan. Sin embargo, aparte de esas diferencias en quién llevaba a cabo las negociaciones y realizaba los pagos, el proceso de compensación en caso de que la empresa no hubiese estado involucrada se habría desarrollado de manera muy similar.

Qué hizo el Estado

La cadena de acontecimientos que acabo de relatar es un ejemplo de cómo los mecanismos tradicionales de Nueva Guinea pueden lidiar pacíficamente con una pérdida sufrida por unas personas a manos de otras, y contrasta con el modo en que los sistemas de justicia estatales de Occidente gestionan dichas pérdidas. En el caso de Billy y Malo, la respuesta del Estado de Papúa Nueva Guinea fue que la policía no se interesó por la tristeza o los sentimientos de venganza de los parientes de Billy, pero acusó a Malo de conducción temeraria. Aunque la familia de Billy, incluido su tío Genjimp, que había estado presente en el lugar del accidente, no atribuyeron los hechos a la conducción de Malo, la policía afirmó que este circulaba demasiado rápido. Durante muchos meses, Malo permaneció en su aldea, salvo cuando se desplazaba a la ciudad para hablar con la policía. Ello obedecía a que Malo seguía temiendo una posible represalia de jóvenes irascibles originarios de las Tierras Bajas. Los habitantes de la aldea de Malo estaban alerta y dispuestos a protegerlo en caso de que se produjera un ataque.

Tras el interrogatorio inicial de la policía, transcurrieron varios meses hasta que se produjo el segundo, en el cual se ordenó a Malo que acudiera dos veces por semana a la ciudad para recibir órdenes del agente de tráfico mientras aguardaba que su caso llegara a los tribunales. En cada una de esas visitas, Malo esperaba en la oficina de tráfico entre medio día y un día entero. Le fue retirado el carnet de conducir en la segunda entrevista. Puesto que Malo trabajaba como chófer en la empresa, la pérdida del carnet también le costó su empleo.

La acusación de conducción temeraria que pesaba sobre Malo finalmente fue sometida a juicio año y medio después. En ese tiempo, Malo siguió viviendo en el limbo en su aldea y sin empleo. Cuando se personó en el tribunal en la fecha señalada, resultó que el juez responsable estaba ocupado con otras obligaciones incompatibles y tuvieron que postergarlo tres meses. En esa segunda fecha, el juez tampoco pudo estar presente y se fijó el proceso para tres meses después. Esa tercera fecha y una cuarta hubieron de ser pospuestas por problemas con el magistrado. Por fin, en la quinta fecha establecida para el juicio, dos años y medio después del accidente, el juez hizo acto de presencia y se vio el caso. Pero el policía al que el fiscal llamó a declarar no apareció, así que el juez tuvo que sobreseer el caso. Con ello se puso fin a la intervención estatal en el proceso de Billy y Malo. Por si piensan que esas incomparecencias y postergaciones convierten al sistema judicial de Papúa Nueva Guinea en algo extraordinariamente ineficaz, un amigo íntimo que fue juzgado hace poco en Chicago experimentó un procedimiento y un resultado similares.

Compensación en Nueva Guinea

El proceso tradicional de compensación, ilustrado por la historia de Billy y Malo, tiene como objetivo la resolución rápida y pacífica del conflicto, una reconciliación emocional entre ambas partes y el restablecimiento de su relación anterior. Esto nos parece simple, natural y atractivo, hasta que reflexionamos sobre lo mucho que difiere del propósito de nuestros sistemas de justicia estatales. La Nueva Guinea tradicional no poseía un sistema de justicia estatal, un gobierno, un sistema político centralizado o líderes y burócratas profesionales y jueces que ejercieran poder sobre la toma de decisiones y un monopolio sobre el derecho a utilizar la fuerza. Los estados tienen intereses a la hora de solventar disputas e impartir justicia entre sus ciudadanos. Esos intereses no coinciden necesariamente con los de los participantes de una disputa. La justicia tradicional de Nueva Guinea, por el contrario, es autónoma y la llevan a cabo los propios contendientes y sus respectivos partidarios. El proceso de compensación es un elemento, el pacífico, de los dos que constituyen el sistema tradicional de resolución de conflictos. El otro elemento (capítulos 3 y 4) es buscar la venganza personal por medio de la violencia, lo cual tiende a desembocar en ciclos de represalias y, en última instancia, en una guerra.

Un hecho esencial que modela el proceso de compensación tradicional en Nueva Guinea y que lo distingue de las disputas occidentales es que los participantes de casi todos los enfrentamientos tradicionales se conocían con anterioridad, ya fuera porque mantenían algún tipo de relación personal o porque al menos se conocían por su nombre o el de su padre o por afiliación grupal. Por ejemplo, aunque un papú no conozca personalmente al hombre que vive en una aldea situada a unos pocos kilómetros de distancia y que ha matado a su cerdo mientras deambulaba por el bosque, sin duda sabe su nombre, a qué clan pertenece y quiénes son algunos miembros de ese clan. Ello se debe a que la Nueva Guinea tradicional consistía en sociedades localizadas a pequeña escala formadas por unas pocas decenas o centenares de individuos. La gente solía permanecer toda la vida en su lugar de residencia o se desplazaba cortas distancias por motivos concretos, por ejemplo, para casarse o reunirse con parientes. Los papúes tradicionales rara vez o nunca se topaban con completos «desconocidos», como sí ocurre a los ciudadanos de las sociedades estatales modernas. Pero los ciudadanos de los estados occidentalizados, a diferencia de los papúes, vivimos en sociedades de millones de personas, así que, por supuesto, cada día nos encontramos y debemos tratar con desconocidos. Incluso en zonas rurales poco habitadas en las que todos los habitantes se conocen, como la Gran Cuenca de Montana, donde pasaba los veranos de adolescente, suelen aparecer desconocidos, por ejemplo, una persona que pasa por el pueblo y se detiene a repostar. Asimismo, recorremos largas distancias para ir al trabajo o de vacaciones o solo por preferencia personal y, por tanto, nos sometemos a reemplazos casi completos de nuestro círculo de contactos en repetidas ocasiones a lo largo de nuestra vida.

A consecuencia de ello, mientras que en las sociedades estatales la mayoría de los enfrentamientos motivados por accidentes de tráfico o transacciones comerciales se producen con personas a las que nunca hemos visto y con las que jamás volveremos a tratar, en la Nueva Guinea tradicional, cualquier discrepancia implica a una persona con la que se seguirá manteniendo una relación real o potencial en el futuro. A lo sumo, la disputa será con alguien, por ejemplo, otro aldeano, con quien nos encontramos repetidamente y con quien no podemos evitar mantener un trato diario. Como mínimo, la otra parte será una persona con la que no tendremos que encontrarnos en repetidas ocasiones en el futuro (por ejemplo, ese aldeano que vive a unos kilómetros de distancia y que mató a nuestro cerdo), pero esa persona vive a una distancia que podemos recorrer y queremos estar seguros de que no habrá más problemas con ella. Por eso, el objetivo fundamental de la compensación tradicional en Nueva Guinea es restablecer la relación anterior, aunque fuese tan solo una «no relación» que consistía en no ocasionarse problemas el uno al otro a pesar de que hubiese potencial para que eso ocurriera. Pero ese propósito y los hechos subyacentes esenciales son sumamente distintos de los sistemas estatales para la resolución de conflictos en Occidente, ya que restablecer una relación por lo general es irrelevante, pues no la había antes y no la habrá en el futuro. Por ejemplo, en toda mi vida me he visto involucrado en tres disputas civiles —con un fabricante de armarios, con un contratista de piscinas y con un agente inmobiliario— en las cuales no conocía a la otra parte antes de la transacción problemática, en la que intervinieron armarios, una piscina o una finca, y no he vuelto a mantener contacto con ella ni recibido noticias suyas tras la resolución o abandono de la disputa.

Para los papúes, el elemento clave para reparar una relación dañada es reconocer y respetar los sentimientos del otro, de modo que ambas partes puedan atemperar lo mejor posible su ira dadas las circunstancias y seguir adelante con su relación o no relación. Si bien el pago que cimienta la relación restablecida es conocido universalmente en Papúa Nueva Guinea con el término «compensación», es una palabra engañosa. En realidad, el pago es un medio simbólico para restablecer la relación anterior: la parte A pide perdón a la parte B y reconoce sus sentimientos incurriendo en su propia pérdida, que consiste en la compensación abonada. Por ejemplo, en el caso de Billy y Malo, lo que en realidad quería el padre del difunto era que este último y sus jefes reconocieran la gran pérdida y la tristeza que habían sufrido. Tal como dijo Gideon explícitamente al padre de Billy al hacerle entrega de la compensación, el dinero no valía nada en comparación con la vida del niño; era solo una forma de pedir perdón y compartir la pérdida de la familia del difunto.

Restablecer relaciones lo es todo en la Nueva Guinea tradicional, y determinar culpabilidades, negligencias o castigos conforme a los conceptos occidentales no es lo primordial. Esa perspectiva ayuda a explicar la resolución, que me pareció asombrosa cuando la conocí, de una dilatada disputa entre varios clanes de las montañas de Nueva Guinea. Uno de ellos eran mis amigos de la aldea de Goti. Estos se habían visto envueltos con otros cuatro clanes en una serie de incursiones y asesinatos recíprocos, durante los cuales murieron el padre y un hermano mayor de mi amigo goti Pius. La situación se volvió tan peligrosa que la mayoría de mis amigos goti huyeron de sus tierras ancestrales y buscaron refugio entre sus aliados de una aldea vecina para evitar futuros ataques. Hasta que transcurrieron 33 años, los goti no se sintieron lo bastante seguros como para regresar a sus tierras. Tres años después, para acabar definitivamente con el temor a posibles ofensivas, celebraron una ceremonia goti de reconciliación, en la que compensaron con cerdos y otros productos a sus antiguos enemigos.

Cuando Pius me contó esa historia, al principio no podía creerme lo que estaba oyendo y estaba convencido de que lo había malinterpretado. «¿Vosotros pagasteis una compensación? —le pregunté—. Pero fueron ellos quienes mataron a tu padre y otros familiares. ¿Por qué no son ellos quienes pagan?» No, explicó Pius, no funciona así; el objetivo no era obtener un pago porque sí, ni fingir que se igualaban las cuentas si A recibía X cerdos de B después de que B infligiera Y muertes sobre A. Por el contrario, el objetivo era restablecer unas relaciones pacíficas entre enemigos recientes, y posibilitar una vida tranquila en la aldea de Goti. Los clanes enemigos manifestaron sus quejas por la invasión de sus tierras y por el asesinato de algunos miembros del pueblo goti. Tras las negociaciones, ambas partes se declararon satisfechas y dispuestas a aparcar cualquier acritud; basándose en ese acuerdo, por el cual los clanes enemigos recibieron cerdos y otras mercancías, el pueblo goti reclamó las que en su día fueron sus tierras, y ambas partes pudieron vivir en libertad y sin más ataques.

Relaciones de por vida

Puesto que las redes de relaciones sociales suelen ser más importantes y duraderas en la sociedad tradicional de Nueva Guinea que en las sociedades estatales de Occidente, las consecuencias de las disputas tienden a propagarse más allá de los participantes inmediatos en una medida que nos resulta difícil de comprender. A nosotros nos parece absurdo que los daños causados en el huerto de un miembro de un clan por un cerdo que pertenezca a un miembro de otro clan pueda desencadenar una guerra; para los montañeses de Nueva Guinea no es ninguna sorpresa. Los papúes suelen conservar toda la vida las relaciones importantes que les vienen dadas por nacimiento. Esas relaciones ofrecen a cada papú el apoyo de muchas otras personas, pero también conllevan obligaciones hacia mucha otra gente. Por supuesto, los occidentales modernos también mantenemos relaciones duraderas, si bien adquirimos y abandonamos vínculos a lo largo de nuestra vida con mucha más frecuencia que los papúes, y vivimos en una sociedad que recompensa a los individuos que desean seguir adelante. De ahí que, en las disputas en Nueva Guinea, las partes que reciben o pagan una compensación no son solo los involucrados inmediatos, como los padres de Malo y Billy, sino también personas más distantes: los miembros del clan de Billy, de quienes se temían asesinatos por venganza; los compañeros de trabajo de Malo, que eran los posibles objetivos de las represalias y cuyo jefe pagó la compensación; y cualquier miembro de la numerosa familia o el clan de Malo, que habrían sido blanco de la venganza y una fuente de pagos de compensación si este no hubiese sido empleado de una empresa. Asimismo, si en Nueva Guinea una pareja se plantea el divorcio, se ven afectadas otras personas, que participan mucho más en las conversaciones relativas a la separación que en Occidente. Esas otras personas incluyen a los parientes del marido, que pagó la dote de la novia y ahora exigirá un reembolso; a los familiares de la esposa, que recibieron la dote y ahora afrontarán la petición de reembolso; y a ambos clanes, para quienes el matrimonio puede haber representado una importante alianza política y, por tanto, el divorcio supondría una amenaza para dicha unión.

La otra cara de ese énfasis predominante en las relaciones por parte de las sociedades tradicionales es el interés más pronunciado en el individuo que muestran las sociedades estatales modernas, sobre todo Estados Unidos. No solo permitimos, sino que alentamos a los individuos a superarse, ganar y obtener ventajas a costa de los demás. En muchas de nuestras transacciones mercantiles aspiramos a maximizar nuestro beneficio sin importarnos los sentimientos de la persona que está sentada al otro lado de la mesa, a quien hemos logrado infligir una pérdida. Incluso los juegos de niños en Estados Unidos suelen ser competiciones con ganadores y perdedores. Eso no ocurre en la sociedad tradicional de Nueva Guinea, donde esos juegos implican colaboración, y no una victoria o una derrota.

Por ejemplo, la antropóloga Jane Goodale observó a un grupo de niños (del pueblo kaulong de Nueva Bretaña), que recibieron plátanos suficientes para que cada niño tuviese uno. Los niños empezaron a jugar. En lugar de iniciar una competición en la que cada niño tratara de conseguir el plátano más grande, todos ellos partieron el suyo en dos mitades iguales, se comieron una y ofrecieron la otra a un niño, y a su vez recibieron la mitad del plátano de ese niño. Luego cada niño cortó la mitad del plátano que aún no se había comido en dos cuartos iguales, se comió uno, ofreció el otro a un niño y recibió otro cuarto a cambio. El juego consistió en cinco ciclos, en los cuales se partió el trozo restante de plátano en octavos iguales y después en dieciseisavos, hasta que, por fin, cada niño se comía un fragmento que representaba una treintaidosava parte del plátano original, daba la otra treintaidosava parte a un compañero y recibía y consumía el último treintaidosavo del plátano de otro niño. Ese ritual formaba parte de la práctica con la cual los niños de Nueva Guinea aprenden a compartir y no a buscar provecho para sí mismos.

Otro ejemplo del escaso énfasis de la sociedad tradicional de Nueva Guinea en el provecho personal es un trabajador y ambicioso adolescente llamado Mafuk, que colaboró conmigo un par de meses. Cuando le pagué su salario y le pregunté qué pensaba hacer con el dinero, respondió que iba a comprar una máquina de coser para arreglar prendas rotas de otras personas. Les cobraría por los arreglos para recuperar y multiplicar su inversión inicial, y empezaría a acumular dinero para mejorar su suerte en la vida. Pero los familiares de Mafuk se indignaron por lo que consideraban un acto egoísta. Naturalmente, en esa sociedad sedentaria, la gente cuya ropa arreglaría Mafuk serían personas a las que ya conocía, en su mayoría parientes cercanos o lejanos. El hecho de que Mafuk progresara aceptando dinero de ellos violaba las normas sociales de Nueva Guinea. Por el contrario, se esperaba de él que arreglara la ropa gratuitamente y, a cambio, lo ayudarían de otras maneras a lo largo de su vida, por ejemplo, contribuyendo a la dote de la novia cuando se casara. De forma similar, los mineros de Gabón que no comparten el oro y el dinero con amigos y familiares celosos se convierten en objetivo de unos brujos que, según se cree, son responsables de que sus víctimas contraigan la fiebre hemorrágica del ébola, una enfermedad que suele ser mortal.

Cuando los misioneros occidentales que han vivido en Nueva Guinea con sus hijos pequeños regresan a Australia o Estados Unidos, o cuando los envían a cualquiera de esos países para ingresar en un internado, los niños me dicen que su mayor problema de adaptación es aceptar y adoptar las costumbres individualistas y egoístas de Occidente y dejar de cooperar y compartir, tal como han aprendido entre los pequeños papúes. Según afirman, se sienten avergonzados si participan en juegos competitivos para ganar, si tratan de destacar en el colegio o si buscan una ventaja u oportunidad que sus compañeros no consiguen.

Otras sociedades no estatales

¿Qué hay de las diferencias en la resolución de conflictos entre las sociedades no estatales? Aunque recurrir a la mediación, como en el caso de Billy y Malo, puede funcionar en aldeas tradicionales de Nueva Guinea, puede resultar innecesario o ineficaz en otros tipos de sociedades. Existe prácticamente una continuidad, desde las pequeñas sociedades sin una autoridad centralizada o un sistema de justicia, pasando por las jefaturas, en las cuales el jefe resuelve numerosas disputas, hasta los Estados débiles en los que los individuos a menudo se toman la justicia por su mano y los estados fuertes que ejercen una autoridad efectiva. Pensemos en la resolución pacífica de conflictos en cinco sociedades no estatales, desde algunas más pequeñas que las aldeas de Nueva Guinea hasta una gran sociedad con una incipiente centralización política (lámina 15).

Empezaré por las disputas en las sociedades más reducidas, que consisten en grupos locales con solo unas pocas decenas de miembros. Los !kung (lámina 6) impresionaron a un antropólogo que los visitó por ser una sociedad en la que la gente hablaba constantemente, en la que las disputas se dirimían en público y en la que la banda participaba siempre en las discrepancias entre dos de sus miembros. El antropólogo los visitó durante un mes, y había un matrimonio infeliz; otros miembros de la banda (todos ellos relacionados de algún modo con el marido, con la esposa o con ambos) intervenían continuamente en las discusiones de la pareja. Un año después, el antropólogo regresó una vez más y descubrió que la pareja seguía junta e infeliz y que otros miembros de la banda continuaban participando constantemente en las discusiones resultantes.

Se dice que los sirionó de Bolivia, que también vivían en grupos reducidos, discutían constantemente. Las discusiones se producían sobre todo entre marido y mujer, entre las coesposas del mismo marido, entre familias políticas y entre hijos de la misma familia numerosa. De 75 disputas de los sirionó, 44 fueron por la comida (por no compartirla, acapararla, robarla, consumirla a escondidas en un campamento por la noche o llevársela a un bosque); 19 giraban en torno al sexo, en especial el adulterio; y solo 12 fueron por otros motivos. En ausencia de un árbitro, la mayoría de las disputas de los sirionó eran solucionadas por los contendientes, a veces con la intervención de un familiar que se unía para respaldar a una parte. Si la animosidad entre dos familias del mismo campamento se recrudecía, una podía abandonarlo y vivir en el bosque hasta que la hostilidad remitiera. Si la enemistad persistía, una familia se escindía para unirse a otra banda o formar una nueva. Eso ilustra una generalización importante: entre los cazadores-recolectores nómadas y otros grupos móviles, las disputas dentro de un grupo pueden solucionarse mediante la separación de los contendientes. Esa opción es difícil para los agricultores sedentarios que han realizado una gran inversión en sus huertas, y aún más para los ciudadanos occidentales, que estamos ligados a nuestros trabajos y casas.

En otro grupo reducido, los indios piraha de Brasil (lámina 11), la presión para que se respeten las normas sociales y para que se resuelvan las disputas se aplica mediante un ostracismo gradual. Este comienza excluyendo a alguien del reparto de comida durante un día, después durante varios días y luego obligando a la persona a vivir a cierta distancia, en el bosque, privada del comercio y los intercambios sociales habituales. La sanción piraha más severa es el ostracismo absoluto. Por ejemplo, Tukaaga, un adolescente piraha, mató a un indio apurina llamado Joaquim, que vivía cerca de allí y, por tanto, expuso a los piraha a posibles represalias. Tukaaga se vio forzado a vivir separado de todas las aldeas piraha, y al cabo de un mes murió en extrañas circunstancias, supuestamente a causa de un resfriado, aunque es posible que lo asesinara otro piraha que se sentía amenazado por la fechoría del joven.

Mi penúltimo ejemplo versa sobre los fore, un grupo de las Tierras Altas de Nueva Guinea con el que trabajé en los años sesenta. Los fore viven en densidades de población considerablemente más altas y, por tanto, parecen más agresivos que los !kung, los sirionó o los piraha. Los fore fueron estudiados entre 1951 y 1953 por el matrimonio integrado por Ronald y Catherine Berndt, una pareja de antropólogos, en una época en la que todavía se producían enfrentamientos en la zona. Sin una autoridad central o un mecanismo formal para dirimir los delitos, la resolución de conflictos dentro de un clan o un linaje fore era de tipo autónomo. Por ejemplo, la responsabilidad de defender una propiedad de los robos recaía en el propietario. Si bien el robo se condenaba conforme a los criterios de la comunidad, estaba en manos del propietario solicitar compensación, ya fueran cerdos u otras mercancías. La magnitud de la compensación no dependía del valor del objeto robado, sino de la fuerza relativa del delincuente y la víctima, de rencores pasados y del concepto que tuviesen los familiares del ladrón y si había posibilidad de que lo respaldaran.

Era probable que una disputa entre los fore arrastrara a más personas, aparte de las dos involucradas inicialmente. En caso de disensión entre un marido y una mujer, intervenían los familiares de ambos, pero también podían aflorar conflictos de intereses. Aunque un hombre perteneciente al mismo clan que el marido podía apoyar a su compañero y posicionarse en contra de la esposa, también podía hacer lo opuesto porque había contribuido a la dote para adquirir a la mujer para el clan. De ahí que las disputas dentro de un linaje normalmente debieran resolverse con rapidez, ya fuese mediante el pago de una compensación, el intercambio de regalos o la celebración de un banquete para conmemorar el restablecimiento de las relaciones amistosas. Las disputas entre dos linajes de la misma región también podían solventarse mediante el pago de una compensación, pero (como veremos en los dos capítulos siguientes) el riesgo de recurrir a la violencia era mayor que si la disputa se producía en el seno de un mismo linaje, ya que no había tanta presión por parte de otro pueblo para que se llegara a un acuerdo.

La última de las sociedades no estatales que compararé aquí son los nuer de Sudán (lámina 7), que ascendían a unas 200 000 personas (divididas en muchas tribus) cuando fueron estudiados por el antropólogo E. E. Evans-Pritchard en los años treinta. De las cinco sociedades, esta es la más numerosa, la que presenta la preeminencia más marcada de violencia formalizada y la única con un líder político reconocido oficialmente, que recibe el nombre de «jefe con piel de leopardo». Los nuer se sienten insultados con facilidad y, para resolver disputas en una aldea, les parece admirable que se combata con palos hasta que un hombre resulta herido de gravedad o (normalmente) hasta que intervienen otros aldeanos y separan a los contendientes.

El delito más grave para los nuer es un asesinato, que desencadena una reyerta familiar: si X mata a Y, los parientes de este último están obligados a buscar venganza matando a X o a uno de sus familiares cercanos. Por ello, un asesinato no constituye solo una disputa entre el autor y la víctima, sino también entre todos los parientes cercanos de ambos, y entre toda su comunidad. Inmediatamente después de un crimen, el asesino, consciente de que es blanco de una venganza, busca asilo en casa del jefe, donde es inmune a un ataque, pero sus enemigos lo vigilan para arremeter con sus lanzas si comete el error de abandonar su refugio. El jefe espera unas semanas a que se calmen los ánimos (algo similar a la demora, en este caso más breve, de la muerte de Billy en Nueva Guinea que he relatado antes) y después inicia las negociaciones entre los familiares del asesino y de la víctima. La compensación habitual por una muerte son entre 40 y 50 vacas.

Sin embargo, es crucial comprender que un jefe nuer no posee autoridad para gobernar, decidir las cuestiones de una disputa o imponer una solución. Por el contrario, es un simple mediador al que se recurre solo si ambas partes quieren llegar a un acuerdo y volver al estado anterior de las cosas. El jefe recibe una propuesta de una parte, que la otra suele rechazar. Al final, el jefe alienta a una parte a aceptar la oferta de la otra, y la primera lo hace demostrando cierta renuencia, insistiendo en que lo hace solo para honrar al líder. Es decir, el jefe ofrece una opción digna para que se acepte un compromiso necesario por el bien de la comunidad. No se puede tolerar una reyerta dentro de una aldea, y es difícil soportarla mucho tiempo entre poblaciones cercanas. Pero, a mayor distancia entre los dos linajes implicados, más difícil es resolver el enfrentamiento (ya que el deseo de restablecer las relaciones normales es menor) y más probable es que el asesinato inicial degenere en más violencia.

El jefe con piel de leopardo de los nuer también puede ser utilizado para mediar en disputas menores, como los robos de ganado, que una persona golpee a otra con un palo o que, tras un divorcio, la familia de la novia no devuelva las vacas que recibió en concepto de dote en el momento de la unión. Con todo, las disputas de los nuer no plantean decisiones claras entre el bien y el mal. Si, por ejemplo, el enfrentamiento es por un robo de ganado, el ladrón no niega dicho robo, sino que lo justifica osadamente invocando una cuenta pendiente: un robo de ganado previo por parte del propietario actual o sus familiares, o una deuda (por ejemplo, en compensación por un adulterio, por una lesión, por mantener relaciones sexuales con una chica soltera, por un divorcio, por un presunto pago insuficiente o la no devolución de una dote o por la muerte de una mujer durante el parto que se considere responsabilidad del marido). Del mismo modo que la compensación nuer no contempla el concepto del bien y el mal, la parte afectada no logrará obtener su compensación a menos que esté dispuesta a emplear la fuerza y que se tema que él y su familia recurran a la violencia si no quedan satisfechos. Al igual que sucede con los fore, la autonomía o las medidas improvisadas constituyen la base de la resolución de conflictos entre los nuer.

En comparación con las otras cuatro sociedades no estatales comentadas aquí, el papel de los jefes nuer es un primer paso hacia la resolución de conflictos. Pero merece la pena recalcar las características de la resolución estatal de conflictos que todavía están ausentes entre los nuer, al igual que en la mayoría de las sociedades no estatales, con la salvedad de las jefaturas bien afianzadas. El jefe nuer carece de autoridad para resolver la disputa y es solo un mediador, una figura que sirve para salvaguardar la dignidad y fomentar un período de apaciguamiento si ambas partes así lo desean, como sucedió con el papel de Yaghean en la disputa entre la familia de Billy y el jefe de Malo. El jefe nuer no ejerce un monopolio sobre la fuerza, ni dispone de medio alguno para aplicarla; las partes enfrentadas siguen siendo las únicas que pueden emplearla. El objetivo de la resolución de conflictos entre los nuer no es discernir el bien del mal, sino restablecer unas relaciones normales en una sociedad en la que todo el mundo conoce a los demás o al menos sabe quiénes son, y en la que la persistencia de rencores entre dos miembros pone en peligro la estabilidad. Todas esas limitaciones de los jefes tribales nuer cambian cuando nos encontramos con jefaturas más populosas (como las de las grandes islas de la Polinesia y los sistemas gubernamentales de los nativos americanos), cuyos jefes atesoran un poder político y judicial auténtico, ejercen un monopolio sobre el uso de la fuerza y representan posibles fases intermedias hacia los orígenes del gobierno de Estado.

Autoridad estatal

Comparemos ahora esos sistemas no estatales para la resolución de conflictos con los de los estados. Del mismo modo que los diversos sistemas no estatales que he comentado difieren en ciertos rasgos, los estatales comparten otros rasgos en medio de su diversidad. Mis comentarios sobre la resolución estatal de conflictos estarán basados eminentemente en el sistema que mejor conozco, el de Estados Unidos, pero mencionaré algunas diferencias de otros sistemas estatales.

Tanto la resolución estatal de conflictos como la no estatal cuentan con dos procedimientos alternativos: mecanismos para llegar a un acuerdo mutuo entre las partes enfrentadas y, después (si esos mecanismos fracasan), mecanismos para llegar a una solución impugnada. En las sociedades no estatales, la alternativa al proceso de compensación para alcanzar un acuerdo mutuo es una escalada de violencia (capítulos 3 y 4). Las sociedades no estatales carecen de mecanismos centrales de signo formal para impedir que los individuos insatisfechos intenten cumplir sus objetivos por medios violentos. Puesto que un acto de violencia suele provocar otro, esta se intensifica y se convierte en una amenaza endémica para la paz en las sociedades no estatales. Por ello, una de las prioridades de un gobierno de Estado efectivo es garantizar o al menos mejorar la seguridad pública impidiendo que los ciudadanos utilicen la fuerza entre ellos. Para mantener la paz y la seguridad internas, la autoridad central del Estado se adjudica prácticamente un monopolio sobre el derecho a utilizar la fuerza de represalia: solo se permite al Estado y a su policía (con causa suficiente) emplear medidas violentas contra sus ciudadanos. Sin embargo, los estados sí permiten a los ciudadanos el uso de la fuerza para defenderse: por ejemplo, si son atacados primero, o si tienen motivos razonables para pensar que ellos o sus propiedades corren un peligro grave e inminente.

A los ciudadanos se les disuade de recurrir a la violencia privada de dos maneras: por temor al poder superior del Estado y convenciéndolos de que es innecesaria, ya que se ha instaurado un sistema de justicia considerado imparcial (al menos en teoría) que les garantiza la seguridad de su persona y sus propiedades, y calificando de malhechores y castigando a quienes amenacen la seguridad de los demás. Si el Estado cumple esas tareas con eficacia, los ciudadanos agraviados pueden sentir menos necesidad o ninguna de recurrir a la justicia personal, al estilo de Nueva Guinea y los nuer. (Pero en lugares más débiles donde los ciudadanos no confían en que el Estado vaya a responder eficientemente, como la Papúa Nueva Guinea actual, es probable que conserven prácticas tribales tradicionales de violencia privada.) Mantener la paz en una sociedad es uno de los servicios más importantes que puede prestar un Estado. Ese servicio contribuye en gran medida a explicar la aparente paradoja de que, desde la aparición de los primeros gobiernos de Estado en el Creciente Fértil hace unos 5400 años, la gente haya renunciado más o menos voluntariamente (no solo bajo coacción) a parte de sus libertades individuales, aceptado la autoridad de los gobiernos, pagando impuestos y sustentado un estilo de vida cómodo para los líderes y autoridades del Estado.

Un ejemplo de la conducta que los gobiernos de Estado pretenden impedir a toda costa fue el caso de Ellie Nesler en la pequeña ciudad de Jamestown, California, situada unos 150 kilómetros al este de San Francisco. Ellie (lámina 35) era madre de William, de seis años, a quien un monitor llamado Daniel Driver presuntamente sometió a abusos sexuales en un campamento cristiano de verano. En una vista preliminar celebrada el 2 de abril de 1993, en la que Daniel fue acusado de abusar de William y otros tres niños, Ellie disparó cinco balas a bocajarro que impactaron en la cabeza del imputado y lo mataron en el acto. Eso constituía una represalia: Ellie no estaba defendiendo a su hijo de un abuso en curso, ni de la posibilidad inminente de un abuso, sino que estaba vengándose tras un presunto hecho. En su defensa, Ellie declaró que su hijo estaba tan consternado por los abusos que vomitaba y era incapaz de testificar contra Daniel. Temía que este quedara libre y no tenía fe en un sistema de justicia ineficaz que había permitido que un depredador sexual con un historial de conductas de esa índole anduviera suelto y siguiera cometiendo delitos.

El caso de Ellie motivó un debate nacional sobre el revanchismo, en el que sus defensores lo alabaron por impartir justicia y sus detractores lo condenaron por ese mismo hecho. Cualquier padre entenderá la indignación de Ellie y mostrará cierta simpatía hacia ella, y es probable que la mayoría de los progenitores de un niño que haya padecido abusos fantaseen con hacer exactamente lo mismo. Pero la opinión del estado de California era que solo él poseía autoridad para juzgar y castigar al autor de los abusos y que (por comprensible que fuese la ira de Ellie) el gobierno se desmoronaría si los ciudadanos se tomaban la justicia por su mano, tal como hizo Ellie. La madre fue juzgada y condenada por asesinato y cumplió 3 años de un total de 10 antes de ser puesta en libertad tras apelar alegando una mala praxis del jurado.

Por tanto, el objetivo primordial de la justicia estatal es mantener la estabilidad de la sociedad ofreciendo una alternativa obligatoria a la justicia por iniciativa propia. El resto de objetivos de la justicia del Estado son secundarios a este. En particular, el Estado muestra un interés menor o nulo en el objetivo primordial de la justicia en las sociedades no estatales a pequeña escala: restablecer una relación o no relación preexistente (por ejemplo, fomentando un intercambio de sentimientos) entre partes enfrentadas que ya se conocían o sabían de la existencia de la otra y que deben seguir manteniendo trato. De ahí que la resolución de conflictos no estatales no pueda considerarse un sistema de justicia en el sentido estatal: es decir, un sistema para discernir entre el bien y el mal conforme a las leyes de un Estado. Teniendo en cuenta esos objetivos primordiales ¿qué similitudes guarda la manera de proceder de los sistemas estatales y no estatales para la resolución de conflictos?

Justicia civil del Estado

Un punto de partida es ser conscientes de que la justicia estatal se divide en dos sistemas, que a menudo emplean diferentes tribunales, jueces, abogados y organismos legales: la justicia penal y la justicia civil. La justicia penal administra los delitos contra las leyes de la nación, punibles por parte del Estado. La justicia civil aborda los perjuicios no penales infligidos por un individuo (o grupo) a otro, y a su vez se subdivide en dos tipos de acciones: casos de incumplimiento de un contrato, que suelen implicar asuntos monetarios; y casos de agravio, resultantes del daño causado a una persona o su propiedad por la acción de otra persona. La distinción que realiza el Estado entre acciones penales y civiles es difusa en una sociedad no estatal, que dispone de normas sociales de conducta entre los individuos, pero no de leyes codificadas que definan los delitos contra una institución formalmente definida como es el Estado. Un hecho que acentúa esa indefinición es que un daño causado a un individuo probablemente afectará a otros, y a las sociedades de pequeña envergadura le interesan mucho más esos efectos en otras personas que a las sociedades estatales, como ejemplifica el caso que he relatado, en el cual una banda !kung se veía afectada por las discusiones entre un matrimonio infeliz e intervenía en ellas. (Imaginen que un juez de un tribunal de lo familiar en California tuviese que recabar testimonios sobre cómo afectaría el divorcio a todos los habitantes de la ciudad.) En Nueva Guinea se utiliza básicamente el mismo sistema para negociar una compensación por el asesinato de una persona o la devolución de una dote tras un divorcio y para juzgar los daños que ha causado el cerdo de un individuo en el huerto del otro (respectivamente, un delito, un caso de incumplimiento de contrato y un caso de agravio en los tribunales occidentales).

Empecemos comparando los sistemas estatal y no estatal para las disputas civiles. Una similitud es que ambos utilizan a terceras partes para mediar, separar a los contendientes y, de ese modo, fomentar un apaciguamiento. Esos intermediarios son negociadores experimentados como Yaghean, de Nueva Guinea, los jefes con piel de leopardo del pueblo nuer y los abogados de los tribunales estatales. De hecho, los estados cuentan con otros tipos de intermediarios al margen de los abogados: muchas disputas son dirimidas fuera del sistema judicial por terceras partes, tales como árbitros, mediadores y agentes de seguros. Pese a la fama que atesoran los estadounidenses de ser litigiosos, la gran mayoría de las disputas civiles en Estados Unidos se resuelven fuera de los tribunales o antes de ir a juicio. Ciertas profesiones que consisten en un número reducido de miembros que monopolizan un recurso —como los pescadores de langostas de Maine, los ganaderos y los comerciantes de diamantes— acostumbran a solucionar ellos mismos las disputas entre sus miembros sin la intervención estatal. Solo si la negociación de terceras partes es incapaz de encontrar una solución aceptable para las partes implicadas recurren al método social, esto es, gestionar una disputa sin acuerdo mutuo: la violencia o la guerra en una sociedad no estatal y un juicio o sentencia formal en una sociedad estatal.

Otra similitud es que tanto las sociedades estatales como las no estatales a menudo reparten la cifra que adeuda la parte infractora entre muchos otros contribuyentes. En las sociedades estatales contratamos pólizas de seguros de automóviles y viviendas que sufragan los costes en caso de que nuestro coche lesione a una persona o cause daños a otro vehículo, o de que alguien resulte herido al caerse por las escaleras de nuestra casa que, por negligencia nuestra, estaban resbaladizas. Nosotros y muchos otros pagamos primas que permiten a la compañía abonar esos costes, de modo que, en la práctica, otros titulares de pólizas comparten nuestra responsabilidad, y viceversa. Asimismo, en las sociedades no estatales, los familiares y otros miembros del clan comparten los pagos que adeuda un individuo: por ejemplo, Malo me contó que los demás habitantes de su aldea habrían contribuido a la compensación por la muerte de Billy si él no hubiera trabajado para una empresa que podía correr con los gastos.

En las sociedades estatales, los casos civiles cuyo rumbo es muy similar al de una negociación de compensación en Nueva Guinea son disputas mercantiles entre varias partes que han mantenido una relación a largo plazo. Cuando surge un problema que esas partes no pueden solventar por sí solas, una de ellas puede enojarse y consultar con un abogado. (Eso es mucho más probable en Estados Unidos que en Japón y otros países.) Sobre todo en una relación a largo plazo en la que la confianza ha ido en aumento, las partes agraviadas consideran que se han aprovechado de ellas o que han sido traicionadas, y se sienten incluso más molestas que si la suya fuese una relación «excepcional» (esto es, el primer encuentro comercial). Al igual que en una negociación de compensación en Nueva Guinea, canalizar las conversaciones a través de un abogado atempera la disputa, sustituyendo (cabe esperar) las recriminaciones personales de las partes por las afirmaciones pausadas y razonadas de los magistrados, lo cual reduce el riesgo de que las posiciones enfrentadas se endurezcan. Cuando las partes tienen la posibilidad de mantener una relación de negocios provechosa en el futuro, sienten la motivación de aceptar una solución digna, como les ocurre a los papúes de la misma aldea o de poblaciones vecinas que seguirán encontrándose unos a otros el resto de su vida. No obstante, algunos amigos abogados me dicen que unas disculpas y una conclusión emotiva al estilo de Nueva Guinea son infrecuentes incluso en las disputas comerciales, y que, normalmente, lo máximo que cabe esperar es una disculpa programada fruto de una táctica resolutiva en una fase final. Si, por el contrario, las partes mantienen una relación comercial puntual y no esperan volver a tratar la una con la otra nunca más, su motivación para alcanzar un acuerdo amistoso es menor (como ocurre con las disputas en Nueva Guinea o el pueblo nuer cuando se trata de miembros de tribus distantes), y aumenta el riesgo de que el desacuerdo se convierta en el equivalente estatal de una guerra: un juicio. Sin embargo, los juicios y las adjudicaciones son caros y sus resultados impredecibles, e incluso los contendientes que han realizado negocios puntualmente se sienten presionados a alcanzar un pacto.

Otro paralelismo entre la resolución de conflictos estatal y no estatal son las discrepancias internacionales entre estados (en oposición a las disputas entre ciudadanos del mismo Estado). Aunque algunos conflictos actualmente se dirimen en el Tribunal Penal Internacional mediante acuerdos entre los gobiernos implicados, otros se resuelven eminentemente a través de un planteamiento tradicional efectuado a gran escala: negociaciones directas o mediadas entre las partes, conscientes de que un fracaso en las conversaciones puede poner en marcha el mecanismo negativo de la guerra. Algunos ejemplos destacados son la disputa que mantuvieron en 1938 la Alemania de Hitler y Checoslovaquia por la región fronteriza de los Sudetes, con una mayoría étnica alemana, que se resolvió gracias a la mediación de Gran Bretaña y Francia (que presionaron a su aliado checo para que llegara a un acuerdo); y las diversas crisis europeas en los años previos a la Primera Guerra Mundial, todas ellas resueltas temporalmente mediante negociaciones, hasta que la provocada en 1914 por el asesinato del archiduque Francisco Fernando terminó en conflicto bélico.

Esos son algunos paralelismos entre la resolución de conflictos no estatal y la justicia civil del Estado. En cuanto a las diferencias, la más básica es que, si un caso pasa de la fase de negociación a un juicio, el interés del Estado en el proceso legal no es una satisfacción emocional, restablecer las buenas relaciones o fomentar una comprensión mutua de los sentimientos entre las partes enfrentadas, aunque estas sean hermanos, cónyuges separados, padres e hijos o vecinos que comparten una enorme inversión emocional y tal vez deban mantener un vínculo el resto de su vida. Por supuesto, en muchos o la mayoría de los casos que se dan en sociedades estatales populosas, consistentes en millones de ciudadanos que no se conocen, los implicados no mantenían una relación previa, no preveían ningún trato en el futuro y se han encontrado de manera puntual por el hecho que ha motivado el caso: un cliente y un comerciante, dos conductores implicados en un accidente de tráfico, un delincuente y una víctima, etcétera. Sin embargo, el hecho subyacente y el proceso judicial posterior generan un legado de sentimientos en ambos desconocidos, y el Estado hace poco o nada por aplacarlos.

Por el contrario, en un juicio, el interés primordial del Estado es determinar qué está bien y qué está mal (lámina 16). Si en el caso interviene un contrato, ¿lo incumplió o no el acusado? Si se trata de un caso de agravio, ¿fue negligente el acusado o fue al menos el autor de dicho agravio? Nótese el contraste entre la primera pregunta formulada por el Estado y el caso de Malo y Billy. Los familiares del difunto aceptaron que Malo no había sido negligente, pero aun así solicitaron compensación, ya que el objetivo de ambas partes era restablecer una relación anterior (en este caso, una no relación anterior), y no discernir el bien del mal. Ese rasgo del proceso de pacificación que impera en Nueva Guinea es aplicable a muchas otras sociedades tradicionales. Por ejemplo, según Robert Yazzie, presidente del Tribunal Supremo de la Nación Navajo, una de las comunidades de nativos más pobladas de Norteamérica: «El proceso occidental es una búsqueda de lo que ocurrió y quién lo hizo; la pacificación navajo ahonda en el efecto de lo sucedido. ¿Quién resultó herido? ¿Cómo se siente por ello? ¿Qué se puede hacer para reparar el daño?».

Una vez que el Estado ha resuelto ese primer paso para determinar si el acusado es legalmente responsable en una disputa civil, procede a la segunda fase, que consiste en calcular los daños que el imputado adeuda si se estima que ha incumplido el contrato o ha sido negligente o responsable. El objetivo del cálculo es descrito como «desagraviar al demandante», esto es, en la medida de lo posible, devolverlo a la condición en la que se habría encontrado si no se hubiese producido incumplimiento o negligencia. Por ejemplo, supongamos que un vendedor ha firmado un contrato para ofrecer al comprador 100 pollos a 7 dólares cada uno, que el vendedor ha incumplido el contrato al no entregar los pollos y que el comprador ha tenido que adquirir otros 100 ejemplares a 10 dólares cada uno en el mercado libre, cosa que lo ha obligado a gastar 300 dólares más de la cifra que figuraba en el contrato. En un juicio, se ordenaría al vendedor que abonara al comprador esos daños por valor de 300 dólares, además de los costes en los que hubiera incurrido para cerrar el nuevo contrato y tal vez los intereses por la no utilización de esos 300 dólares, lo cual devolvería al comprador (al menos sobre el papel) a la posición en la que se habría encontrado si el vendedor no hubiese incumplido el contrato. Asimismo, si se trata de un agravio, el tribunal tratará de calcular los daños, aunque es más difícil hacerlo en el caso de un perjuicio físico o emocional a una persona que en el de una propiedad. (Recuerdo a un amigo mío abogado que defendía a un propietario de una lancha motora cuya hélice le había cercenado la pierna a un nadador anciano y que alegó ante el jurado que el valor del miembro arrancado era modesto por la avanzada edad de la víctima y por la poca esperanza de vida que le quedaba incluso antes del accidente.)

A simple vista, el cálculo de daños efectuado por el Estado parece similar a la compensación negociada en Nueva Guinea o entre los nuer. Pero eso no es necesariamente cierto. Mientras que la compensación estándar por algunos delitos en Nueva Guinea o el pueblo nuer (por ejemplo, entre 40 y 50 vacas nuer por quitarle la vida a una persona) podría interpretarse como daños y perjuicios, en otros casos la compensación no estatal se calcula en función de la cantidad que las partes enfrentadas estipulen como base para dejar atrás su dolor y retomar la relación: por ejemplo, los cerdos y otras mercancías que mis amigos de la aldea de Goti accedieron a pagar a los clanes que habían asesinado al padre de mi amigo Pius.

Defectos en la justicia civil del Estado

Los defectos de nuestro sistema estatal de justicia civil son debatidos en profundidad por abogados, jueces, demandantes y acusados por igual. Las imperfecciones del sistema estadounidense son más o menos marcadas en otras sociedades estatales. Un problema es que la resolución de conflictos civiles en los tribunales suele llevar mucho tiempo, a menudo hasta cinco años, ya que los casos penales tienen preferencia sobre los civiles, y es posible que se reasigne a un juez del tribunal civil para que se encargue de los casos penales. Por ejemplo, cuando redactaba este párrafo, en el condado de Riverside, al este de Los Ángeles, mi ciudad natal, no estaban juzgándose casos civiles debido a la acumulación de casos penales. Eso significa cinco años de irresolución, vivir en el limbo y un tormento emocional si lo comparamos con los cinco días que llevó solucionar el caso de la muerte accidental de Billy a manos de Malo. (Sin embargo, la guerra de clanes que podría haberse desencadenado si dicho caso no se hubiese resuelto mediante negociaciones podría haber durado mucho más de un lustro.)

Un segundo defecto de la justicia civil en Estados Unidos es que, en la mayoría de los casos, no exige a la parte perdedora que abone las costas del abogado de la parte ganadora, a menos que se haya especificado desde el principio en el contrato que ha motivado la disputa. Ese defecto, según se suele argumentar, genera una asimetría que favorece a la parte más adinerada (ya sea el demandante o el demandado) y somete a presión al demandante menos acomodado, que acepta una compensación inferior a la pérdida real, y al acusado con menos posibilidades económicas, que accede a pagar por una reclamación frívola. Ello obedece a que las partes adineradas amenazan con un litigio muy costoso, adoptan tácticas de demora y presentan interminables pruebas para agotar económicamente a la otra parte. Es ilógico que en Estados Unidos el objetivo de la justicia civil sea satisfacer a la parte agraviada pero que no se exija al perdedor que pague la minuta del abogado contrario. En cambio, los sistemas legales en Gran Bretaña y otros países sí requieren que el perdedor abone al menos parte de las costas del ganador.

El otro defecto de la justicia civil del Estado es el más relevante: que en ella priman los daños, y la compensación emocional y la reconciliación son secundarias o irrelevantes. En las disputas civiles que enfrentan a desconocidos que nunca más volverán a verse (por ejemplo, dos personas cuyos coches han colisionado), a veces se podría hacer algo para fomentar la compensación emocional y evitar un legado de irresolución de por vida, aunque consistiese solo en brindar a ambas partes la oportunidad (si lo aceptan) de airear sus sentimientos y percibirse como seres humanos con sus propias motivaciones y sufrimientos. Ello es posible incluso en circunstancias tan extremas como cuando una de las partes ha asesinado a un familiar cercano de la otra. Fue mejor que la ausencia absoluta de un intercambio emocional lo que sucedió entre Gideon y el padre de Billy, o entre el senador Edward Kennedy y los padres de Mary Jo Kopechne, cuando Kennedy, por iniciativa propia, tuvo la valentía de visitar y mirar a la cara a los padres cuya hija había fallecido a causa de su enorme negligencia.

Lo peor de todo son los innumerables casos civiles en los que las partes de una disputa potencialmente mantendrán una relación continuada, en especial las parejas con hijos que inician procesos de divorcio, los hermanos involucrados en disputas hereditarias, los socios comerciales y los vecinos. Lejos de resolver sus sentimientos, los procesos legales suelen empeorarlos aún más. Todos conocemos a contendientes cuya relación se ha envenenado para el resto de su vida por su experiencia en los tribunales. En la que es tan solo la última de una larga lista de historias similares que han vivido algunas personas conocidas, un amigo íntimo y su hermana fueron citados por un caso de herencias entre su hermano y su padre, que se habían denunciado mutuamente. La amargura que dejó aquel proceso judicial fue tal que mi amigo y su hermana han sido demandados por su madrastra y ambos esperan no volver a ver a su otro hermano en la vida.

Un argumento que se suele proponer para mitigar este defecto de nuestra justicia civil es realizar un mayor uso de los programas de mediación. Existen, y a menudo resultan útiles. Pero no disponemos de suficientes mediadores y jueces de familia, nuestros mediadores no poseen una formación adecuada y nuestros tribunales de familia carecen de personal y de financiación suficientes. A consecuencia de ello, las parejas que se divorcian a menudo acaban hablando solo a través de sus abogados. Una persona que haya visitado repetidamente un tribunal de familia sabe que la escena puede ser horrenda. Las partes enfrentadas en un caso de divorcio, sus abogados y sus hijos pueden verse obligados a esperar en la misma sala, junto a contendientes de casos de herencias. Para mediar con efectividad, lo primordial es que las partes se sientan cómodas, algo imposible si llevan horas observándose en la misma sala de espera. Los niños se ven atrapados en las discusiones entre los padres que se hallan en proceso de divorcio.

Un juez puede y con frecuencia pide a las partes que participen en un simulacro de audiencia de conciliación antes de permitir que el caso llegue a juicio. Pero un mediador necesita tiempo y destreza para que una mediación o audiencia de conciliación funcionen. La mediación a menudo requiere mucho más tiempo del que se permite para una audiencia obligatoria de conciliación. Aunque las partes involucradas en la disputa no vayan a mantener relación nunca más, una mediación satisfactoria disminuiría las futuras cargas para el sistema judicial: las resultantes de que las partes incurran en los gastos de un juicio, de que no estén satisfechas con la decisión y regresen con más quejas o de que no lleguen a un acuerdo hasta haber mantenido un largo y costoso enfrentamiento.

Si nuestras sociedades estatales invirtieran más en mediación y jueces de familia, es posible que muchos casos de divorcio y herencias se resolvieran de manera más económica y con menos acritud y más rapidez, ya que es probable que el gasto extra, la energía emocional y el tiempo necesarios para la mediación sean menores que el gasto extra, la energía y el tiempo necesarios para unos amargos procedimientos judiciales en ausencia de la mediación. Las parejas que se divorcien y puedan permitírselo tienen la opción de obtener esas ventajas renunciando al sistema de tribunales de familia y contratando a jueces ya retirados para que solventen el conflicto. El juez jubilado celebra un pseudojuicio y solicita una elevada tarifa horaria, que quedaría en nada si la comparamos con varias semanas de minutas de un abogado. El juez está allí para sacar adelante un pacto para todo el mundo y no tiene tanta prisa como los jueces de los tribunales de familia. La vista se programa de manera predecible: las partes saben que se celebrará a cierta hora y no es necesario que se personen horas antes porque ignoran si el juez se demorará por otras causas pendientes, como suele suceder en los casos de divorcio.

No quiero otorgar una relevancia excesiva a la mediación o insinuar que es la panacea, ya que también plantea numerosos inconvenientes. El resultado puede quedar en secreto y, por tanto, no sentar un precedente judicial o satisfacer un propósito educativo más general. Las partes en litigio que aceptan la mediación saben que, en caso de que esta fracase, el caso se dirimirá conforme a los criterios habituales del bien, el mal, la culpabilidad y la responsabilidad legales, de modo que los mediadores no tienen libertad absoluta para adoptar criterios diferentes. Muchas partes enfrentadas quieren que su caso sea visto en un tribunal, no desean la mediación y no les gusta que las presionen o las obliguen a mediar.

Por ejemplo, en un célebre caso basado en un incidente acontecido en Nueva York el 22 de diciembre de 1984, un hombre llamado Bernhard Goetz se topó con cuatro jóvenes a los que tomó por atracadores. Goetz sacó una pistola, les disparó a los cuatro, presuntamente en defensa propia, y fue condenado por un gran jurado por intento de asesinato. Su caso provocó un acalorado y divergente debate ciudadano; algunos lo alababan por tener el valor de tomar represalias, mientras que otros lo condenaban por excederse y tomarse la justicia por su mano. Más tarde salió a la luz la verdad: Goetz había sido atracado cuatro años antes por tres jóvenes que lo persiguieron y lo golpearon con dureza. Cuando uno de los asaltantes fue detenido, el astuto malhechor presentó una demanda en la que aseguraba que había sido atacado por Goetz. Por ello, el tribunal invitó a este a una vista de mediación con el atracador. Goetz declinó la invitación, y jamás le fue notificado que el asaltante había sido encarcelado tras cometer otro atraco. Goetz decidió comprarse una pistola, ya que había perdido la fe en un sistema legal que solo parecía ofrecer mediación entre los atracadores y sus víctimas. Si bien el caso de Goetz es inusual, es tristemente cierto que nuestros tribunales están tan sobrecargados que, con frecuencia, proponen u ordenan la mediación a partes que se oponen insistentemente a que su caso sea sometido a dicho proceso. Pero esos hechos no deben hacernos perder de vista el valor potencial de la mediación en muchos casos y la escasa inversión que realizamos en esa vía.

Concluiré estas observaciones sobre la mediación y el desagravio emocional citando unos comentarios sobre los pros y los contras realizados por un abogado y compañero, el profesor Mark Grady, de la Facultad de Derecho de la UCLA: «Mucha gente argumenta que no es asunto del Estado intervenir en relaciones personales y sentimientos dañados. Afirman que solo un “estado niñera” se ocuparía de esa tarea y que el hecho de que un Estado intente reparar relaciones personales y sentimientos dañados constituye una amenaza para la libertad. También aducen que obligar a las personas a solventar sus diferencias con malhechores infringe su libertad. Por el contrario, las víctimas deberían tener derecho a que el Estado juzgue a sus adversarios y, una vez obtenido el veredicto, distanciarse de aquellos que les han causado algún daño.

»Una respuesta es que los estados mantienen unos costosos sistemas de justicia que cumplen unos propósitos muy evolucionados y característicos en sociedades masificadas en las que no se habla frente a frente. No obstante, podemos aprender algo valioso de los papúes sin poner en peligro los objetivos característicos de nuestros sistemas judiciales. Una vez que el Estado obtiene la jurisdicción sobre un litigio, incurre en un coste para resolverlo. ¿Por qué no brindar a las partes implicadas al menos la opción de solventar el pleito tanto en un nivel personal como legal? Nadie debería exigir a los contendientes que se procuren unos sistemas de mediación que el Estado podría ofrecerles, y los sistemas no reemplazarían necesariamente los procedimientos habituales de enjuiciamiento a menos que las partes aceptaran que deben hacerlo. Por el contrario, los sistemas de mediación serían un complemento y un posible sustituto para un sistema legal más formal, que seguiría estando en vigor. No habría nada de malo en ofrecer a la gente esa posibilidad, y podría resultar muy beneficioso. El peligro, que ilustra muy bien el sistema de Nueva Guinea, es que podría coaccionarse a la gente para que aceptara la mediación en circunstancias que comprometieran su dignidad y libertad y que podrían acrecentar incluso la injusticia del perjuicio original. El sistema reformado debería constituir una protección contra esos abusos, pero la posibilidad de dichos abusos no es razón para negar que un perjuicio humano pueda ser resuelto en un nivel también humano».

Justicia penal del Estado

Una vez comparados los sistemas de resolución de conflictos estatal y no estatal con respecto a la justicia civil, pasemos a la justicia penal. Aquí nos encontramos de inmediato con dos diferencias básicas entre los sistemas estales y no estatales. En primer lugar, la justicia penal estatal castiga delitos conforme a las leyes del Estado. El propósito del castigo impartido por el Estado es fomentar la obediencia de las leyes y mantener la paz en su territorio. Una condena de cárcel impuesta al delincuente por el Estado no compensa ni pretende compensar a la víctima por sus lesiones. En segundo lugar, a consecuencia de ello, la justicia civil y la justicia penal del Estado son sistemas independientes, al contrario que en las sociedades no estatales, que por lo común pretenden compensar a individuos o grupos por los daños sufridos, con independencia de si esos daños serían considerados un delito, un agravio o un incumplimiento de contrato en una sociedad estatal.

Al igual que sucede en un caso civil en un Estado, un caso penal se desarrolla en dos fases. En la primera, el tribunal evalúa si el acusado es culpable de uno o más cargos. Eso parece blanco o negro y pedir una respuesta de «sí o no». En la práctica, la decisión no es tan absoluta, ya que puede haber cargos alternativos que difieran en gravedad: un criminal puede ser declarado culpable de asesinato con premeditación, de asesinato de un agente de policía de servicio, de asesinato durante un intento de secuestro, de asesinato en un acto espontáneo de pasión, de asesinato por creer sincera aunque irracionalmente que la víctima suponía un peligro inminente y grave para él o de asesinato en un acto de locura transitoria o en condiciones de responsabilidad reducida, lo cual conllevaría diferentes castigos. En realidad, muchos casos penales se resuelven mediante un acuerdo entre el acusado y el demandante antes de llegar a juicio. Pero, si llega a juicio, la acusación sigue requiriendo un veredicto de culpabilidad o no culpabilidad: Ellie Nesler fue hallada culpable de matar a Daniel Driver, aunque su motivo, que era vengar los abusos que había sufrido su hijo, le granjearon la simpatía de gran parte de la ciudadanía. En cambio, en las sociedades no estatales, una lesión infligida suele verse como algo difuso: sí, lo maté, pero estaba justificado porque practicó la brujería con mi hijo, o su primo mató a mi tío paterno, o su cerdo estropeó mi huerta y se negó a pagar los daños, así que no debo a sus familiares ninguna compensación o les debo una más baja. (Pero circunstancias mitigadoras similares son muy relevantes en el momento de la sentencia de un juicio penal en Occidente.)

Si el acusado es hallado culpable de un delito, el Estado procede a la segunda fase, en la que impone un castigo, como una condena de cárcel. Los castigos cumplen tres objetivos, en los cuales el énfasis relativo difiere entre distintos sistemas nacionales de justicia: disuasión, represalia y rehabilitación. Esos tres objetivos se distinguen del propósito esencial de la resolución de conflictos no estatal, esto es, compensar a la víctima. Aunque Daniel Driver hubiese sido condenado a ir a la cárcel, ello no habría compensado a Ellie Nesler y a su hijo por el trauma de los abusos sexuales.

Uno de los objetivos primordiales del castigo por cometer un delito es la disuasión: evitar que otros ciudadanos incumplan las leyes del Estado y generen más víctimas. Los deseos de la víctima actual y sus parientes, o del delincuente y sus familiares, son en buena medida irrelevantes. El castigo pretende cumplir esa finalidad del Estado como representante del resto de los ciudadanos. A lo sumo, la víctima, el delincuente y sus familiares y amigos pueden dirigirse al juez en el momento de la condena y expresar su deseo sobre la misma, pero el magistrado es libre de ignorarlos.

Esos deseos independientes del Estado y de la víctima quedan ilustrados en un caso penal muy publicitado que presentó el estado de California. El director de cine Roman Polanski fue acusado de drogar, violar y sodomizar a una niña de 13 años (Samantha Geimer) en 1977, y al año siguiente fue declarado culpable de haber mantenido relaciones sexuales con una menor, pero huyó a Europa antes de que pudiera ser condenado. La víctima de Polanski, que ahora es una mujer de más de 40 años, dice que le ha perdonado y no quiere que lo condenen ni lo encarcelen. Ha presentado una declaración en los tribunales en la que pide que el caso sea sobreseído. Aunque a primera vista nos puede resultar paradójico que el estado de California intente encarcelar a un delincuente contra el deseo explícito de su víctima, las razones para hacerlo fueron expuestas con rotundidad en un editorial publicado por Los Angeles Times: «El proceso contra Polanski no fue iniciado para satisfacer su deseo de justicia o su necesidad [de la víctima] de concluir el asunto. Fue emprendido por el estado de California en nombre del pueblo de California. Que Geimer ya no le guarde rencor a Polanski no significa que no constituya un peligro permanente para otros. […] Los delitos no solo se cometen contra individuos, sino contra la comunidad. […] La gente acusada de delitos graves debe ser apresada y juzgada y, en caso de ser condenada, debe cumplir la sentencia».

Un segundo objetivo del castigo, al margen de la disuasión, es la represalia, permitir que el Estado proclame: «Nosotros, el Estado, castigamos al delincuente para que usted, la víctima, no tenga excusa para intentar infligir el castigo usted misma». Por razones muy debatidas, los índices de encarcelamiento son más elevados y los castigos más severos en Estados Unidos que en otros países occidentales. Estados Unidos es el único país occidental que todavía aplica la pena de muerte. Mi país a menudo impone largas condenas de cárcel o incluso la cadena perpetua, que en Alemania está reservada para los crímenes más atroces (por ejemplo, el peor caso de asesinatos en serie en la Alemania de posguerra, en el que una enfermera fue acusada de matar a 28 pacientes en un hospital inyectándoles mezclas letales de medicamentos). Aunque las condenas prolongadas en Estados Unidos tradicionalmente han estado reservadas a delitos graves, la política de «a la tercera va la vencida» que ha adoptado el estado de California exige a los jueces que impongan largas condenas a los individuos que hayan cometido un tercer delito tras dos faltas graves, aunque la tercera sea tan leve como el robo de una pizza. A consecuencia de ello, el dinero que gasta California en su red de prisiones se aproxima a la inversión que realiza en educación superior en sus universidades. Los californianos que se oponen a esta adjudicación presupuestaria no solo lo consideran una revocación de las prioridades humanas, sino también una mala política económica. Argumentan que los tan publicitados problemas económicos de California podrían verse atenuados si se gastara menos dinero en mantener a gente encerrada mucho tiempo por delitos menores y se invirtiera más en rehabilitarlos y ofrecerles rápidamente un empleo productivo, además de gastar más en la educación de los californianos no encarcelados para que pudieran ocupar puestos con unos salarios altos. No está claro que esos castigos severos en Estados Unidos sean eficaces para fomentar la disuasión.

El otro objetivo del castigo a los delincuentes es rehabilitarlos para que puedan reintegrarse, retomar una vida normal y realizar una aportación económica a la sociedad en lugar de imponerle un enorme gasto monetario como internos de nuestra costosa red de prisiones. La rehabilitación, y no la represalia, es el elemento fundamental del planteamiento europeo para el castigo a los delincuentes. Por ejemplo, un tribunal alemán prohibió la emisión de un documental que describía con precisión el papel de un delincuente en un célebre crimen, ya que el derecho del delincuente a demostrar su rehabilitación y a tener la posibilidad de emprender un retorno saludable a la sociedad tras cumplir su condena era considerado incluso más sagrado que la libertad de expresión o el derecho de la ciudadanía a estar informada. ¿Refleja esta perspectiva una mayor preocupación de los europeos por la dignidad humana, la educación y la compasión y un interés menor por la represalia del Antiguo Testamento y la libertad de expresión en comparación con Estados Unidos? ¿Y hasta qué punto es eficaz la rehabilitación? Por ejemplo, su validez parece limitada en el caso de los pedófilos.

Justicia reparadora

Hasta el momento, en nuestras observaciones sobre el propósito del castigo penal del Estado no se han mencionado los objetivos primordiales de la justicia civil estatal (desagraviar a la parte afectada) y la resolución de conflictos no estatal (restablecer relaciones y lograr una satisfacción emocional). Ambos objetivos, que abordan las necesidades de la víctima de un delito, no son las aspiraciones máximas de nuestro sistema de justicia penal, aunque existan algunas disposiciones en ese sentido. Además de aportar testimonios útiles para condenar a un acusado, es posible que en el momento de la sentencia se permita a la víctima o a sus familiares dirigirse al tribunal en presencia del delincuente y describir el impacto emocional de sus actos. En cuanto al desagravio de la víctima, existen algunos fondos de compensación estatales, pero normalmente son reducidos.

Por ejemplo, el caso más publicitado en la historia reciente de Estados Unidos fue el juicio a la ex estrella del fútbol O. J. Simpson por el asesinato de su esposa Nicole y su amigo Ron Goldman. Tras un juicio que se prolongó ocho meses, Simpson fue hallado no culpable. Pero las familias de Nicole y Ron ganaron un juicio civil contra Simpson en nombre de los hijos de este y de Nicole y de sus respectivas familias, donde lograron (pero tuvieron poco éxito a la hora de cobrar) un veredicto que ascendía a unos 43 millones de dólares. Por desgracia, los casos en los que se obtiene una compensación por un proceso civil son excepcionales, ya que la mayoría de los delincuentes no son ricos ni poseen activos importantes que puedan aportar. En las sociedades tradicionales, las posibilidades que tiene la víctima de obtener una compensación son mayores gracias a la filosofía tradicional de la responsabilidad colectiva: como en el caso de Malo, no solo el autor, sino también sus familiares, los miembros de su clan y sus socios, están obligados a pagar una compensación. Por el contrario, la sociedad estadounidense pone énfasis en la responsabilidad individual por encima de la colectiva. En Nueva Guinea, si mi primo es abandonado por su esposa, yo exigiría con rotundidad al clan de esta la devolución del porcentaje de su dote que aboné para adquirirla; como estadounidense, me alegro de no compartir la responsabilidad del éxito de los matrimonios de mis primos.

Una opción prometedora para alcanzar una satisfacción emocional en algunos casos, tanto para un delincuente que no haya sido condenado a muerte como para la víctima superviviente o el pariente más cercano del difunto, es un programa denominado justicia reparadora. Esta ve el crimen como un delito contra la víctima o la comunidad, y también contra el Estado; reúne a delincuente y víctima para que hablen directamente (siempre y cuando ambos estén dispuestos a hacerlo) en lugar de separarlos y hacer que los abogados hablen por ellos; asimismo, alienta a los delincuentes a aceptar su responsabilidad y a las víctimas a expresar cómo se han visto afectadas, en lugar de disuadir esas manifestaciones o brindarles pocas oportunidades. El delincuente y la víctima (o el familiar de esta) se reúnen en presencia de un mediador profesional, que estipula unas normas, por ejemplo, no interrumpir ni utilizar un lenguaje ofensivo. La víctima y el delincuente se sientan frente a frente, se miran a los ojos y se turnan para relatarse historias de su vida y expresar sus sentimientos, sus motivaciones y el efecto que ha tenido el delito en su vida posterior. El delincuente obtiene una visión descarnada del daño que ha causado; la víctima ve al delincuente como un ser humano con una historia y unas motivaciones, y no como un monstruo incomprensible; y el malhechor puede llegar a atar los cabos de su historia y comprender qué lo llevó por el camino de la delincuencia.

Por ejemplo, uno de esos encuentros en California unió a Patty O’Reilly, una viuda de 41 años, y su hermana, Mary, con Mike Albertson, un prisionero de 49 años. Mike estaba cumpliendo una condena de 14 años de cárcel por matar a Danny, el marido de Patty, dos años antes. Mike arrolló a Danny con su camión mientras este último circulaba en bicicleta. Durante cuatro horas, Patty le expuso a Mike sus sentimientos iniciales de odio y detalles de las últimas palabras que le dedicó su marido, y le explicó que ella y sus dos hijas pequeñas conocieron la noticia de Danny a través de un ayudante del sheriff y que todavía recordaba a diario a su marido por cosas triviales como escuchar una canción por la radio o ver a un ciclista. Mike le habló de los abusos sexuales a los que lo sometía su padre y de su adicción a las drogas; le contó que se había fracturado la espalda, que la noche del homicidio se había quedado sin analgésicos, que llamó a su novia y fue rechazado, que se dirigió borracho al hospital y que vio a un ciclista. Asimismo, confesó que era posible que arrollara a Danny a propósito por la ira que sentía hacia su padre, que lo había violado en repetidas ocasiones, y hacia su madre, que no lo había impedido. Al término de las cuatro horas, Patty resumió el proceso diciendo: «Perdonar es difícil, pero no hacerlo aún lo es más». Durante la semana siguiente se sintió liberada y fortalecida por haber visto que, al otro lado de la mesa, el asesino de su marido era consciente de la devastación que había causado. A partir de entonces, Mike se sintió en ocasiones consumido, deprimido y animado por el deseo de Patty de conocerlo y perdonarlo. Conservaba en su mesita de noche una tarjeta de Siobhan, la hija de Patty: «Querido Sr. Albertson, hoy es 16 de agosto y el 1 de septiembre cumpliré 10 años. Solo quiero que sepa que le perdono. Todavía echo de menos a mi padre, creo que me pasará toda la vida. Espero que esté usted bien. Adiós. Siobhan».

Esos programas de justicia reparadora han funcionado desde hace más de 20 años en Australia, Canadá, Nueva Zelanda y el Reino Unido, y en diversos estados de Estados Unidos. Todavía se plantean numerosas dudas, por ejemplo, en torno a si en la reunión solo deben participar el delincuente y la víctima o también los familiares, amigos y profesores; si debe producirse en una fase temprana (poco después de la detención) o tardía (en la cárcel, como es el caso de Patty y Mike); y si se aprecia un esfuerzo de restitución por parte del delincuente a la víctima. Existen muchas crónicas anecdóticas sobre los desenlaces, y pruebas que asignan aleatoriamente a los delincuentes a uno de los diversos programas alternativos o a un grupo de control sin tales programas, y que luego evalúan los resultados mediante estadísticas. Los resultados favorables de análisis estadísticos acumulativos realizados por algunos programas incluyen un número más reducido de delitos cometidos por el condenado, delitos menos graves en caso de ser cometidos, una atenuación de los sentimientos de ira y temor de la víctima y un incremento de su sensación de seguridad y desagravio. Como cabría esperar, se obtienen mejores resultados en los casos en que el delincuente está dispuesto a conocer a la víctima, en los que participa activamente en la reunión y en los que se da cuenta del daño que ha causado que en aquellos en los que el delincuente participa a regañadientes en una reunión ordenada por los tribunales.

Naturalmente, la justicia reparadora no es la panacea para todos los delincuentes y las víctimas. Requiere un coordinador profesional. Algunos delincuentes no muestran arrepentimiento, y algunas víctimas se sentirían traumatizadas en lugar de ayudadas al revivir los hechos en presencia del delincuente. La justicia reparadora es mejor como auxiliar y no como sustituto de nuestro sistema de justicia penal. Pero es prometedora.

Ventajas y su precio

¿Qué conclusiones podemos extraer de esas comparaciones entre la resolución de conflictos en estados y sociedades a pequeña escala? Por un lado, en este ámbito de la resolución de conflictos, como en los otros que trataré en capítulos posteriores de este libro, no debemos idealizar con ingenuidad a las sociedades a pequeña escala, verlas como algo uniformemente admirable, sobredimensionar sus ventajas y castigar al gobierno estatal por considerarlo, en el mejor de los casos, un mal necesario. Por otro lado, muchas sociedades a pequeña escala poseen algunas características que podríamos incorporar de manera provechosa a nuestras sociedades estatales.

Para empezar, permítanme evitar malentendidos y reiterar que la resolución de conflictos, incluso en los estados industriales modernos, ya contempla algunos ámbitos que utilizan mecanismos propios de las tribus. Cuando tenemos una disputa con un comerciante, la mayoría no contratamos enseguida a un abogado o presentamos una denuncia; empezamos hablando y negociando con él, y puede que incluso le pidamos a un amigo que se ponga en contacto con el comerciante en nuestro nombre si nos sentimos demasiado enojados o indefensos. Ya he mencionado a los numerosos profesionales y grupos de las sociedades industriales que cuentan con procesos cotidianos para la resolución de conflictos. En zonas rurales y otros enclaves pequeños en los que todo el mundo se conoce y espera que las relaciones sean para toda la vida, la motivación y la presión para resolver las disputas informalmente son marcadas. Incluso cuando recurrimos a abogados, algunos contendientes que esperan una relación continuada —como los padres en proceso de divorcio o los socios u homólogos en los negocios— acaban utilizándolos para restablecer una relación no hostil. Muchos estados, al margen de Papúa Nueva Guinea, son lo bastante nuevos o débiles como para que gran parte de la sociedad siga funcionando según sus costumbres tradicionales.

Con ello como telón de fondo, identifiquemos ahora tres ventajas inherentes a la justicia estatal cuando funciona con eficacia. En primer lugar, un problema fundamental de casi todas las sociedades a pequeña escala es que, debido a que carecen de una autoridad política central que ejerza un monopolio sobre la fuerza compensatoria, no pueden impedir que los miembros recalcitrantes perjudiquen a otros, ni tampoco evitar que los miembros agraviados se tomen la justicia por su mano y traten de conseguir sus metas por medio de la violencia. Pero la violencia invita a represalias. Como veremos en los dos capítulos siguientes, gran parte de las sociedades a pequeña escala se ven atrapadas en ciclos de violencia y guerra. Los gobiernos estatales y las jefaturas fuertes prestan un enorme servicio al romper esos ciclos y reafirmar el monopolio de la fuerza. Por supuesto, no digo que cualquier Estado sea absolutamente competente a la hora de impedir la violencia, y reconozco que, en desigual medida, la emplean contra sus ciudadanos. Me refiero a que, cuanto más eficaz es el control ejercido por el Estado, más limitada es la violencia no estatal.

Esa es una ventaja inherente del gobierno de Estado, y uno de los principales motivos por los que las grandes sociedades en las que los desconocidos se encuentran periódicamente suelen desarrollar jefes fuertes y, más tarde, un gobierno estatal. Siempre que sintamos la inclinación de admirar la resolución de conflictos en las sociedades a pequeña escala, debemos recordar que consiste en dos vertientes, de las cuales una es una admirable negociación pacífica y la otra la violencia y la guerra, ambas deplorables. La resolución de conflictos estatal también presenta dos vertientes. Una de ellas es la negociación pacífica, pero la controvertida segunda vertiente del Estado es simplemente un juicio. Incluso el juicio más terrible es preferible a una guerra civil o un ciclo de asesinatos por venganza. Ese hecho puede hacer que los miembros de las sociedades a pequeña escala estén más dispuestos que los de las sociedades estatales a resolver sus disputas por medio de una negociación y a centrar dichas negociaciones en el equilibrio emocional y el restablecimiento de las relaciones, y no en la reivindicación de derechos.

Una segunda ventaja o ventaja potencial de la justicia administrada por el Estado respecto de la justicia tradicional autónoma tiene que ver con las relaciones de poder. Un contendiente que pertenezca a una sociedad a pequeña escala debe tener aliados si pretende que su posición negociadora sea creíble y si realmente quiere recibir ese ganado que el jefe con piel de leopardo nuer ha propuesto como compensación adecuada. Esto me recuerda un influyente artículo sobre la justicia de Estado en Occidente, titulado «Negociar a la sombra de la ley», lo cual significa que la mediación en los estados se produce teniendo en cuenta que ambas partes saben que, en caso de fracasar, la disputa se resolverá en un tribunal aplicando las leyes. De igual modo, las negociaciones de compensación en las sociedades a pequeña escala se producen «a la sombra de la guerra», lo cual significa que ambas partes saben que, en caso de no llegar a buen puerto, la alternativa es la guerra o la violencia. Esa idea genera un terreno de juego desigual en las sociedades a pequeña escala y concede una gran ventaja negociadora a la parte que en principio podría reunir a más aliados en caso de conflicto.

En teoría, la justicia estatal pretende crear un terreno de juego igualado, ofrecer una justicia equitativa a todo el mundo e impedir que una parte poderosa o rica abuse de su poder para obtener un acuerdo injusto. Por supuesto, yo y todos los lectores protestaremos de inmediato: «¡En teoría, pero…!». En la práctica, un litigante adinerado cuenta con ventaja en casos civiles y penales. Puede permitirse contratar abogados caros y testigos expertos. Puede presionar a un adversario con menos posibles para que llegue a un acuerdo presentando numerosas pruebas que eleven las costas legales y demandas que posean escasos méritos pero resulten caras para la otra parte. Algunos sistemas de justicia estatales son corruptos y favorecen a las partes ricas o políticamente bien relacionadas.

Sí, por desgracia es cierto que el contendiente más poderoso goza de una ventaja injusta en los sistemas legales del Estado, al igual que en las sociedades a pequeña escala. Pero los estados al menos ofrecen cierta protección a las partes débiles, mientras que las sociedades a pequeña escala les procuran poca o ninguna. En los estados bien gobernados, una víctima débil puede dar parte de un delito a la policía y a menudo o normalmente será escuchada; una persona pobre que funde una empresa puede solicitar ayuda al Estado para hacer cumplir los contratos; a un acusado pobre en un caso penal le es asignado un abogado de oficio; y un demandante pobre con unos argumentos sólidos puede encontrar un abogado privado que esté dispuesto a aceptar el caso por honorarios condicionados (recibir un porcentaje de la indemnización si se gana).

Una tercera ventaja de la justicia estatal es el objetivo de determinar el bien y el mal y castigar o evaluar penas civiles para los malhechores a fin de disuadir a otros miembros de la sociedad de que cometan delitos o fechorías. La disuasión es un propósito explícito de nuestro sistema de justicia penal. En la práctica, también es un objetivo del sistema de agravios de la justicia civil, que escruta las causas y la responsabilidad de los daños y que, de ese modo, pretende desalentar conductas perjudiciales haciendo que todo el mundo tome conciencia de los juicios civiles que puede verse obligado a pagar si muestra ese comportamiento. Por ejemplo, si Malo hubiese sido demandado por daños civiles por la muerte de Billy conforme al sistema de justicia estatal, sus abogados habrían argumentado (con abundantes posibilidades de éxito) que la responsabilidad del fallecimiento de la víctima no era de Billy, que obró adecuadamente, sino del conductor del minibús que dejó a Billy frente al tráfico que circulaba en sentido contrario, y de su tío Genjimp, que lo esperaba al otro lado de la concurrida calzada. Un caso real que se produjo en Los Ángeles y que es análogo al de Billy y Malo fue el de «Schwarzt contra Helms Bakery». Un niño fue atropellado mortalmente por un coche mientras corría por una calle abarrotada para comprar un donut de chocolate en una camioneta de Helms Bakery; el niño le había pedido al conductor que lo esperara mientras cruzaba la calle a toda prisa para coger dinero de su casa; el conductor aceptó y permaneció aparcado esperando al niño en aquella calle atestada; y el tribunal sostenía que el jurado debía decidir si Helms Bakery era en parte responsable de la muerte del chico por la negligencia del conductor.

Esos casos de agravio presionan a los ciudadanos de las sociedades estatales para que estén permanentemente alerta ante la posibilidad de que su negligencia pueda contribuir a un accidente. Por el contrario, la resolución negociada en privado entre el clan de Billy y los compañeros de Malo no incentivó a los adultos y conductores de minibús de Nueva Guinea a que reflexionaran sobre los riesgos que entraña que los colegiales crucen la calle. Pese a los millones de desplazamientos de vehículos que se producen a diario en las calles de Los Ángeles, y pese a los pocos coches de policía que patrullan, la mayoría de sus ciudadanos viven casi siempre tranquilos, y solo un porcentaje ínfimo de esos millones de desplazamientos diarios acaban en accidentes o lesiones. Una razón es el poder disuasorio de nuestros sistema de justicia civil y penal.

Pero permítanme evitar de nuevo cualquier malentendido: no estoy alabando a la justicia estatal como algo uniformemente superior. Los estados pagan un precio por esas tres ventajas. Los sistemas de justicia penal existen sobre todo para fomentar los objetivos del Estado: reducir la violencia privada, alentar la obediencia de las leyes, proteger a la ciudadanía en su conjunto, rehabilitar a delincuentes y castigar y disuadir los delitos. El interés que muestra el Estado en esos objetivos tiende a disminuir su atención hacia los de los ciudadanos involucrados en la resolución de conflictos en sociedades a pequeña escala: el restablecimiento de las relaciones (o no relaciones) y el desagravio emocional. No es inevitable que el Estado ignore esos objetivos, pero a menudo lo hace debido a su interés en otras metas. Asimismo, los sistemas de justicia estatales presentan otros defectos que no son tan inherentes pero sí generalizados: una compensación limitada o inexistente a través del sistema de justicia penal para las víctimas de un delito (a menos que se celebre un juicio civil paralelo); y, en los procesos civiles, la lentitud de la resolución, la dificultad de monetizar daños personales y emocionales, la ausencia de medidas (en Estados Unidos) para que el demandante que gana el caso recupere las costas de su abogado y la falta de reconciliación (o, lo que es peor, a menudo una acentuación del malestar) entre los contendientes.

Hemos visto que las sociedades estatales podrían mitigar esos problemas adoptando prácticas inspiradas en algunos procedimientos de las sociedades a pequeña escala. En nuestro sistema de justicia civil podríamos destinar más dinero a la formación y contratación de mediadores y la disponibilidad de los jueces. Podríamos invertir más esfuerzos en la mediación. En determinadas circunstancias podríamos conceder el pago de las minutas a los demandantes que ganen un caso. En nuestro sistema de justicia penal podríamos experimentar más con su vertiente reparadora. En el sistema de justicia penal estadounidense, podríamos reevaluar si los modelos europeos que ponen mayor énfasis en la rehabilitación que en la represalia tienen más sentido para los delincuentes, para la sociedad en su conjunto y para la economía.

Todas esas propuestas han sido debatidas en profundidad y plantean sus propias dificultades. Espero que, con un mejor conocimiento de la resolución de conflictos en las sociedades a pequeña escala, los estudiosos de la legislación averigüen cómo incorporar mejor esos admirados procedimientos en nuestros sistemas.