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PARANOIA CONSTRUCTIVA

Actitudes ante el peligro • Una visita nocturna • Un accidente en barco • Tan solo un palo en la tierra • Arriesgarse • Riesgos y locuacidad

Actitudes ante el peligro

En uno de los primeros viajes que realicé a Nueva Guinea, cuando aún era inexperto e incauto, me pasé un mes estudiando pájaros con un grupo de papúes en una montaña boscosa. Tras una semana acampado a baja latitud elaborando un inventario de los pájaros que allí había, quise identificar las especies de aves que habitaban a latitudes más altas, así que cogimos nuestro equipo y nos trasladamos unos kilómetros más arriba. Para el lugar en el que estaríamos acampados esa semana elegí una magnífica ubicación en un bosque alto. Estaba situada en una larga cresta ascendente en un lugar en el que esta se aplanaba y se ensanchaba, que brindaba numerosos terrenos llanos por los que podía pasear y observar a los pájaros cómodamente. De un arroyo cercano podíamos conseguir agua sin necesidad de alejarnos. El campamento se encontraba en una cara de la cresta plana, y daba a una escarpada bajada hacia un valle profundo desde la que podría observar a vencejos, loros y halcones volando a gran altura. Para montar las tiendas elegí la base de un glorioso y gigantesco árbol cuyo recto y denso tronco estaba cubierto de musgo. Encantado con la idea de pasar una semana rodeado de tanta belleza, les pedí a mis compañeros papúes que construyeran una plataforma para las tiendas.

Para mi sorpresa, se pusieron muy nerviosos y se negaron a dormir allí. Me explicaron que ese árbol alto estaba muerto, y que podía caerse sobre el campamento y matarnos. Sí, yo también había visto que el árbol estaba muerto, pero su desmesurada reacción seguía sorprendiéndome y repliqué: «Es un árbol enorme. Todavía parece fuerte. No está podrido. El viento no podría con él y, aunque así fuera, aquí no hay viento. ¡Este árbol tardará años en caerse!». Pero mis amigos papúes seguían asustados. En lugar de dormir resguardados en una tienda bajo un árbol, afirmaron que preferían hacerlo a la intemperie, a distancia suficiente para que el árbol no les cayera encima y los matara.

En ese momento pensé que sus miedos eran una exageración absurda y que rozaban la paranoia. Pero a medida que fueron pasando los meses acampando en los bosques papúes me di cuenta de que al menos una vez al día oía caer un árbol en alguna parte del bosque. Escuché historias de papúes que habían muerto aplastados por árboles caídos, y reflexioné acerca de la idea de que esos papúes pasaban gran parte de su vida acampados en el bosque (quizá 100 noches al año, es decir, unas 4000 noches a lo largo de los 40 años que constituyen su esperanza de vida). Al final eché cuentas: si haces algo que implica una probabilidad muy reducida de que muera una persona —por ejemplo, solo una de cada 1000 veces que lo haces— pero lo haces 100 veces al año, es probable que mueras en unos 10 años, en lugar de vivir los 40 años que se supone que vas a vivir. El riesgo de que los árboles se caigan no disuade a los papúes de adentrarse en el bosque, pero sí reducen dicho riesgo cuidándose de dormir bajo árboles muertos. Su paranoia tiene todo el sentido del mundo: ahora la considero una «paranoia constructiva».

Este oxímoron aparentemente desagradable para describir una cualidad que admiro lo he elegido a propósito. Solemos utilizar la palabra «paranoia» en sentido peyorativo para referirnos a miedos enormemente exagerados y sin fundamento. Eso fue lo que pensé en un principio de las reacciones de los papúes ante la idea de acampar bajo árboles muertos, y es verdad que, por lo general, un árbol muerto concreto no cae precisamente la misma noche que una persona decida acampar junto a él. Pero, a la larga, esa aparente paranoia resulta constructiva: es esencial para sobrevivir en condiciones tradicionales.

Ninguna otra cosa de las que he aprendido de los papúes me ha afectado tanto como esa actitud. Está muy extendida en Nueva Guinea, y también se registra en muchas otras sociedades tradicionales en todo el mundo. Si hay un acto que conlleva un riesgo reducido en cada momento pero que se va a realizar con frecuencia, uno debería aprender a ser cuidadoso siempre si no quiere morir o quedarse paralítico a una edad temprana. Esa es una actitud que he aprendido a adoptar con respecto a los peligros que suponen un riesgo reducido pero que son frecuentes en la vida estadounidense, como, por ejemplo, conducir un coche, ducharse, subirse a una escalera para cambiar una bombilla, subir y bajar escaleras o caminar por aceras resbaladizas. Mi precavido comportamiento vuelve locos a algunos de mis amigos estadounidenses, que lo consideran ridículo. Los occidentales que más comparten mi paranoia constructiva son tres amigos cuyo estilo de vida ha hecho que ellos también estén alerta ante el peligro que revisten los acontecimientos repetidos que suponen un riesgo reducido: un amigo que pilotaba avionetas, otro que trabajaba de policía desarmado por las calles de Londres y un tercero que era guía de pesca y que dirigía balsas neumáticas por arroyos montañosos. Los tres aprendieron a base de ejemplos de amigos menos cuidadosos que al final fallecieron después de años de realizar ese trabajo o actividad.

Está claro que la vida de Nueva Guinea no es la única que entraña peligros: la occidental también tiene los suyos, aunque uno no sea piloto, policía o guía en un río. Pero existen diferencias entre los peligros de la vida moderna occidental y los de la vida tradicional. Obviamente, los tipos de peligros son distintos: coches, terroristas y ataques al corazón para nosotros; leones, enemigos y árboles caídos para ellos. Y lo que resulta más significativo: el grado total de peligro es mucho menor para nosotros que para ellos, ya que nuestra esperanza de vida media es el doble que la suya, lo cual significa que el riesgo medio anual al que nos enfrentamos nosotros equivale tan solo a la mitad del suyo. La otra diferencia importante es que los efectos de muchos o la mayoría de los accidentes que sufrimos los estadounidenses tienen remedio, mientras que en Nueva Guinea hay mucha más probabilidad de que terminen provocando una invalidez o la muerte. La única vez que me quedé incapacitado y no podía andar en Estados Unidos (por resbalarme en una acera helada de Boston y romperme el pie), me arrastré cojeando hasta una cabina de teléfonos que había cerca para llamar a mi padre, que es médico, y me recogió y me llevó al hospital. Pero cuando me lesioné la rodilla en el interior de la isla Bougainville de Nueva Guinea y no podía andar, me vi aislado a más de 30 kilómetros de la costa sin forma alguna de conseguir ayuda externa. Los papúes que se rompen un hueso no tienen acceso a un cirujano que se lo arregle, y es probable que acaben con un hueso mal soldado que los deje discapacitados de por vida.

En este capítulo describiré tres incidentes que me ocurrieron en Nueva Guinea y que ilustran la paranoia constructiva o la ausencia de ella. Cuando se produjo el primero, era demasiado inexperto incluso para reconocer los indicios de los peligros mortales que había cerca: me estaba comportando como un occidental normal, pero en un mundo tradicional eso requería una mentalidad distinta. En el siguiente percance, una década después —el que finalmente me enseñó a adoptar la paranoia constructiva—, me vi obligado a reconocer que había cometido un error que casi me cuesta la vida, mientras que otra persona más precavida que se hallaba ante esa misma elección en ese preciso instante no cometió mi error y, por tanto, no experimentó el trauma de una experiencia cercana a la muerte. En el último incidente, transcurrida otra década, me encontraba con un amigo papú que reaccionó con paranoia constructiva ante un detalle en apariencia intrascendente que yo había pasado por alto. Ni él ni yo logramos dilucidar nunca si el palo de apariencia inocente que había en el suelo y en el que mi amigo se había fijado implicaba realmente la presencia de gente hostil (tal y como temía él), pero yo me quedé impresionado con su prudente atención a detalles nimios. En el capítulo siguiente hablaré de los tipos de peligros a los que se enfrentan las sociedades tradicionales, así como de la forma que tiene la gente de estimar, subestimar y abordar un peligro.

Una visita nocturna

Una mañana partí de una aldea grande con un grupo de 13 papúes de las Tierras Altas para llegar hasta un pueblecito aislado a varios días de camino. La región estaba a poca altitud y tenía una de las densidades de población más reducidas de Nueva Guinea: por debajo de los poblados valles de las Tierras Altas —aptos para el cultivo intensivo de boniatos y malanga—, por encima de las Tierras Bajas en las que crecen bien las palmeras de sagú y abundan los peces de agua dulce y dentro del rango altitudinal con la incidencia más alta de malaria cerebral. Antes de partir me dijeron que nuestro viaje duraría cerca de tres días y que atravesaríamos de forma constante unos bosques deshabitados por completo. Toda la región tenía una población muy escasa y llevaba tan solo unos años bajo control gubernamental. La zona había estado en guerra hasta hacía poco tiempo, y supuestamente todavía se seguía practicando el «endocanibalismo» (comerse a sus propios parientes muertos). Algunos de mis compañeros papúes provenían de aquella región, pero la mayoría de ellos eran de otra parte de las Tierras Altas y no sabían nada de esta.

El primer día de camino no estuvo mal. Nuestra ruta iba serpenteando por las pendientes de una montaña, fue ganando altura progresivamente hasta cruzar una cresta y luego volvió a descender por el curso de un río. Pero el segundo día fue una de las marchas más extenuantes de mi época en Nueva Guinea. Ya estaba lloviznando cuando desmontamos el campamento a las ocho de la mañana. No había ningún sendero y, en su lugar, caminamos en paralelo a un torrente de montaña, trepando por enormes peñascos resbaladizos. Incluso para mis amigos papúes, que estaban acostumbrados al escabroso terreno de las Tierras Altas, el camino fue una pesadilla. Hacia las cuatro de la tarde habíamos descendido una altura de más de 600 metros a lo largo del río y estábamos exhaustos. Acampamos lloviendo, montamos las tiendas, cenamos arroz y pescado en conserva y nos fuimos a dormir sin que hubiera cesado de llover.

Los detalles sobre la disposición de nuestras dos tiendas son relevantes para comprender lo que sucedió aquella noche. Mis amigos papúes dormían bajo una gran lona extendida encima de una parhilera horizontal central elevada y tensada hasta el suelo a modo de «V» invertida en sección transversal. Los dos extremos de la lona estaban abiertos: uno podía entrar o salir de la lona por sus extremos frontal y trasero, y la parhilera era lo suficientemente alta como para poder ponerse de pie debajo del centro de la lona. La mía era una tienda de campaña Eureka de color verde chillón extendida sobre un ligero armazón de metal, con un lado más grande para la puerta delantera y otro más pequeño para la ventana trasera, las cuales cerré con cremallera. La puerta delantera daba a uno de los dos extremos abiertos (el «delantero») de la gran lona de los papúes, y se encontraba a pocos metros de ella. Todas las personas que salían por la parte delantera de la lona pasaban primero por delante de la puerta cerrada de mi tienda, la rodeaban por un lado y por último pasaban por la parte trasera con ventana, que también estaba cerrada. Pero para alguien que no estuviera familiarizado con las tiendas de campaña Eureka, después de abrir la cremallera de un lado no estaba claro si la entrada estaba por la puerta delantera cerrada o por la parte trasera con la ventana cerrada. Yo dormí con la cabeza en la parte trasera y los pies en la puerta delantera, pero no se me veía desde fuera de la tienda porque los laterales no eran transparentes. Los papúes habían encendido una hoguera dentro de la lona para calentarse.

Todos tardamos muy poco en dormirnos, exhaustos como estábamos después de un largo y riguroso día. No tengo ni idea del tiempo que había pasado cuando me despertaron un leve sonido de pisadas y una sensación de que el suelo se movía porque alguien pasaba por allí. El sonido y el movimiento obviamente se acallaron debido a que el desconocido se había detenido cerca de la parte trasera de mi tienda, donde yo tenía la cabeza. Supuse que uno de mis 13 compañeros acababa de salir del refugio enorme de lona para orinar. Me pareció extraño que no hubiera salido por la parte trasera de la lona, que estaba alejada de mi tienda para tener algo de intimidad, y que se hubiera dirigido hacia mi tienda, la hubiera bordeado por un lado y ahora estuviera de pie en la parte trasera, cerca de mi cabeza. Pero estaba medio dormido, no le di importancia al lugar que él había elegido para orinar y me dormí. Al poco tiempo me volví a despertar, esta vez por el ruido de unas voces provenientes del refugio de los papúes, que estaban hablando, y la brillante luz de su hoguera, la cual habían avivado. Eso era algo habitual: los papúes suelen despertarse en mitad de la noche y ponerse a hablar. Desde mi tienda les pedí que hablaran más bajo y volví a dormirme. Y ese fue todo el incidente nocturno aparentemente insignificante tal como yo lo experimenté.

Cuando me desperté a la mañana siguiente, abrí la puerta delantera de mi tienda y saludé a los papúes que estaban debajo de la lona, a unos pocos metros de distancia, disponiéndose a preparar el desayuno. Me dijeron que sus voces y el hecho de que avivaran el fuego por la noche obedecía a que varios de ellos se habían despertado a causa de la presencia de un desconocido situado en la parte delantera de su lona. Cuando el desconocido se dio cuenta de que lo estaban observando, hizo un gesto que pudieron distinguir a la luz de hoguera: extendió un brazo en horizontal y dejó caer la mano con laxitud a la altura de la muñeca. Ante ese gesto, algunos papúes gritaron aterrorizados (por motivos que en breve comentaré). Sus gritos fueron lo que, en mi duermevela, yo confundí con el rumor de su charla nocturna. Cuando oyeron dichos gritos, otros papúes se despertaron e incorporaron. Entonces el desconocido huyó a todo correr hacia la espesura de la noche lluviosa. Mis amigos papúes señalaron las huellas de unos pies descalzos que se apreciaban en el barro mojado en el que había estado el hombre. Pero no recuerdo que mis amigos dijeran nada que me alarmara.

La verdad es que no me esperaba que alguien se acercara a nuestro campamento en mitad de una noche lluviosa y en una zona deshabitada del bosque. No obstante, me había acostumbrado al hecho de que me ocurrieran cosas inesperadas en Nueva Guinea, y nunca había sentido que mi vida corriera peligro a manos de un papú. Cuando terminamos de desayunar y recogimos las tiendas, retomamos nuestro viaje, que ya iba por su tercer día. La ruta nos apartó del horrendo lecho del río y nos llevó por un amplio sendero despejado a través de unos magníficos bosques altos que discurrían por la orilla. Me sentía como si estuviera recorriendo boquiabierto el interior de una altísima catedral gótica. Me adelanté un poco a mis amigos papúes para identificar a los pájaros antes de que ellos los espantaran y para disfrutar en soledad de aquellos mágicos bosques que parecían una catedral. Al final llegué hasta un río más grande situado debajo de la aldea que era nuestro destino final y me senté a esperar a que llegaran mis amigos. Resultó que había recorrido una distancia considerable por delante de ellos.

Nuestra estancia de 10 días en aquella aldea aislada fue tan interesante a su manera que me olvidé del incidente del merodeador nocturno. Cuando por fin llegó la hora de volver al pueblo más grande del que habíamos partido, los oriundos de la región que figuraban entre mis 13 amigos papúes propusieron que siguiéramos una ruta totalmente distinta, que, según ellos, nos evitaría la terrible experiencia de vadear el río. Esa nueva ruta resultó un buen sendero seco que atravesaba los bosques. Solo tardamos dos jornadas en regresar a la aldea más grande, en lugar de los angustiosos tres días de la ida. Sigo sin tener ni idea de por qué nuestros guías locales habían impuesto la ruta con la extenuante experiencia de vadear el arroyo tanto a ellos mismos como a los demás.

Más tarde narré nuestras aventuras a un misionero que llevaba varios años viviendo en la zona y que también había visitado la aldea aislada. En años posteriores llegué a conocer mejor a dos de los oriundos de esa región que habían sido nuestros guías durante esa marcha. Según me contaron el misionero y los dos papúes, el merodeador nocturno era muy conocido en aquella zona: se trataba de un hechicero loco, peligroso y poderoso. En una ocasión amenazó con matar al misionero con su arco, y en otra intentó hacerlo con una lanza en la misma aldea remota que yo había visitado, riéndose mientras le clavaba la lanza. Al parecer había matado a muchas personas de esa región, incluidas dos de sus mujeres, además de su hijo de ocho años solo porque se había comido un plátano sin el permiso de su padre. Se comportaba como un auténtico paranoico, incapaz de distinguir entre la realidad y su imaginación. A veces residía en una aldea con otras personas, pero otras vivía solo en la zona del bosque en la que acampamos aquella noche, y donde había matado a mujeres que habían cometido el error de ir allí.

A pesar de que era muy evidente que el hombre estaba loco y era peligroso, los habitantes de la zona no se atrevían a entrometerse en sus asuntos, puesto que lo consideraban un gran y temible hechicero. Ese gesto que realizó por la noche cuando fue avistado por mis amigos —dejar caer la muñeca con el brazo extendido— simbolizaba tradicionalmente para los papúes de aquella zona al casuario, el pájaro más grande de Nueva Guinea, que, según la creencia, es un poderoso mago que puede transformarse en ave. El casuario no vuela, es un pariente lejano de los avestruces y los emúes, pesa entre 20 y 45 kilos y aterroriza a los papúes por sus robustas patas con unas garras afiladas como cuchillas, que utiliza para destripar a los perros o a las personas cuando lo atacan. Según la creencia, el gesto de dejar caer la muñeca con el brazo extendido que hizo el hechicero por la noche constituye una magia poderosa, e imita la forma del cuello y la cabeza del casuario en la posición en la que el pájaro está a punto de atacar.

¿Qué pretendía el hechicero cuando se acercó a nuestro campamento aquella noche? Aunque las conjeturas del lector son tan válidas como las mías, lo más probable es que sus intenciones no fueran amistosas. Sabía o podía inferir que la tienda de campaña verde albergaba a un europeo. En cuanto a por qué se acercó por la parte trasera en lugar de la parte delantera, supongo que obedeció a que no quería que lo descubrieran los papúes desde el refugio que daba a la puerta delantera de mi tienda cuando trató de colarse en ella o a que no comprendió su estructura y confundió la parte trasera (con la cremallera de la parte de la pequeña ventana cerrada) con la delantera, con su puerta grande. Si hubiera contado con la experiencia sobre Nueva Guinea que atesoro ahora, habría puesto en práctica la paranoia constructiva y habría llamado a gritos a los amigos papúes que estaban cerca en cuanto hubiera oído y sentido unas pisadas cerca de la parte trasera de mi tienda. Y, por supuesto, tampoco habría caminado solo al día siguiente muy por delante de mis amigos papúes. Echando la vista atrás, soy consciente de que mi comportamiento fue estúpido y me hizo correr peligro. Pero por aquel entonces no sabía lo suficiente como para interpretar los indicios del riesgo y hacer uso de la paranoia constructiva.

Un accidente en barco

En el segundo incidente, mi amigo papú Malik y yo estábamos en una isla junto a la costa de la región indonesia de Nueva Guinea y queríamos viajar con nuestro equipo hasta la isla principal, que estaba separada de la nuestra por un estrecho de unos 20 kilómetros de ancho. Era una tarde despejada, y a eso de las cuatro, poco menos de dos horas antes de que se pusiera el sol, nos subimos con otros cuatro pasajeros a una canoa de madera de unos tres metros y medio de largo con dos motores fueraborda en la popa y una tripulación formada por tres chicos jóvenes. Los otros cuatro pasajeros no eran papúes: eran un pescador chino que trabajaba en la isla principal de Nueva Guinea y tres hombres de las islas indonesias de Ambon, Ceram y Java, respectivamente. El cargamento de la canoa y la zona para los pasajeros estaban cubiertos por un toldo de plástico de algo más de un metro de altura tensado sobre un armazón que estaba parcialmente unido a cada lado de la canoa y que se extendía desde algo más de un metro en la popa hasta tres metros en la proa. Los tres miembros de la tripulación iban sentados en la popa, junto a los motores, y Malik y yo frente a ellos, mirando hacia la parte trasera. Los otros cuatro pasajeros estaban sentados dándonos la espalda, mirando hacia la proa.

La canoa partió, y la tripulación no tardó mucho en poner los motores a toda velocidad, surcando olas de más de un metro de altura. Empezó a salpicar un poco de agua y a penetrar en la canoa por dentro del toldo, luego un poco más, y el resto de pasajeros empezó a refunfuñar afablemente. A medida que fue entrando más cantidad de agua, uno de los miembros de la tripulación se puso a achicar agua enseguida delante de mí por uno de los lados sueltos del toldo. Empezó a entrar más y más agua, y el equipaje que se encontraba en la parte delantera de la canoa se mojó. Por protección guardé los prismáticos dentro de la pequeña mochila amarilla que llevaba en mi regazo y que contenía mi pasaporte, dinero y todas las notas de campo enrolladas y metidas en una bolsa de plástico. Por encima del rugido de los motores y del estrépito de las olas, Malik y el resto de pasajeros se pusieron a gritar al conductor —dejando a un lado el tono afable— que fuera más despacio y diera la vuelta. (Esta y el resto de las conversaciones durante todo el incidente fueron en indonesio, la lengua oficial y la lingua franca de Nueva Guinea occidental.) Pero él no aminoraba la marcha y el agua no paraba de salpicar. El peso acumulado del agua empezó a hacer que la canoa fuera tan a ras de la superficie que empezó a entrar por ambos lados.

Los segundos que siguieron, cuando la canoa fue hundiéndose cada vez más en el océano, constituyen un vago recuerdo que no puedo reconstruir en detalle. Tenía miedo de quedarme atrapado debajo del toldo de plástico de la canoa cuando se hundiera del todo. De alguna manera, yo y todos los demás conseguimos salir de la canoa; no sé si algunos de los que viajábamos en la parte trasera saltamos por el espacio que no estaba cubierto por el toldo o si, por el contrario, trepamos por los laterales del mismo, ni si los pasajeros que teníamos delante treparon por debajo del toldo o se arrastraron hasta el espacio descubierto en la parte delantera o en la parte trasera del toldo. Malik me contó más tarde que los primeros en salir de la canoa fueron los miembros de la tripulación, luego yo y después él.

El minuto posterior constituye un recuerdo aún más vago y angustioso en mi mente. Llevaba unas pesadas botas de montaña, una camisa de manga larga y unos pantalones cortos, y me vi en medio del agua a varios metros de la canoa, que había volcado. El peso de las botas me arrastraba hacia el fondo. Lo primero que se me pasó por la cabeza fue la vívida y asustada pregunta de «¿a qué puedo agarrarme para mantenerme a flote?». Cerca de mí había una persona aferrada a un salvavidas amarillo al que intenté agarrarme en medio del pánico, pero dicha persona me apartó de un empujón. Desde mi posición, flotando en medio del agua, las olas parecían altas. Había tragado un poco de agua. Aunque soy capaz de recorrer distancias cortas a nado en una piscina en calma, no habría podido nadar o flotar durante muchos minutos atravesando las olas. Me sobrecogió el miedo de que no hubiera nada con lo que mantenerme a flote: nuestro equipaje y el depósito de gasolina de la canoa que tenía cerca no flotaban lo suficiente como para soportar mi peso, el casco invertido de la canoa estaba un poco sumergido y temía que incluso se hundiera. La isla de la que habíamos partido parecía encontrarse a varios kilómetros de distancia, otra isla parecía estar a la misma distancia y no había ninguna otra embarcación a la vista.

Malik nadó hasta donde yo estaba, me agarró por el cuello de la camisa y me volvió a llevar hasta la canoa. La siguiente media hora la pasó de pie sobre el motor, que estaba sumergido y volcado, y aferrado a la popa de la canoa, mientras que yo me así al lateral izquierdo de la parte trasera, sujeto del cuello por Malik. Estiré los brazos por la parte inferior, suave y redondeada del casco, simplemente para estabilizarme, porque en el casco no había nada a lo que pudiera agarrarme con las manos. A veces sacaba la mano derecha para agarrarme a la parte sumergida del motor, pero para ello tenía que tener la cabeza a pocos centímetros del agua, y esta me salpicaba en la cara. La mayor parte del tiempo mis únicos puntos de agarre a la canoa eran mis pies, que estaban insertados o enganchados en el lateral izquierdo de la borda hundida. Como la canoa estaba volcada y mis pies se encontraban en la borda, esta estaba tan hundida que mi cabeza no sobresalía mucho de la superficie y a veces me cubrían las olas. En la borda había un trozo de madera o de toldo suelto, y con cada ola me rozaba y me hacía daño en la rodilla. Le pedí a Malik que me sujetara para desatarme con una mano los cordones de las pesadas botas que me arrastraban hacia el fondo, me las quité y las tiré.

De vez en cuando volvía la cabeza para ver las olas que venían hacia mí y para prepararme cuando eran especialmente grandes. A menudo, una de las piernas se me soltaba de la borda y me dejaba dando vueltas sin remedio sobre la otra pierna que seguía apoyada. En varias ocasiones se me soltaron ambas piernas, me llevaba la corriente y chapoteaba de vuelta hasta la canoa o Malik tiraba de mí en un angustioso intento de volver a agarrarme a la borda con las piernas. En todo momento desde que la canoa volcó, la lucha por sobrevivir entre una ola y la siguiente había resultado extenuante. Me dio la sensación de que la pugna no daba tregua. Cada ola amenazaba con soltarme por la fuerza. Y cada vez que me soltaba, me batía en una angustiosa lucha por tratar de volver a la canoa y agarrarme otra vez. Tenía la respiración entrecortada por el agua que me golpeaba en la cara.

Puesto que la postura de Malik sobre el motor parecía más segura que mi forma de agarrarme a la borda con los pies, terminé desplazándome de un lado de la canoa a la popa y me quedé de pie sobre el motor sumergido junto a Malik, inclinado hacia delante y descansando los brazos en el casco redondeado. Fue entonces cuando encontré unas barras de madera que estaban unidas al casco —probablemente un trozo medio roto de la borda— y me agarré a ellas con la mano derecha. Era el primer sostén firme que tenía desde que la canoa volcó. Al estar de pie sobre el motor e inclinado hacia delante encima del casco, tenía la ventaja de poder mantener la cabeza por encima de las olas, más que cuando me encontraba sobre la borda, que estaba sumergida a más profundidad, pero la desventaja era que notaba más tensión en la pierna y me cansaba más.

No parecía que nos estuviéramos acercando a ninguna de las dos islas que se veían a lo lejos. Sabía que no conseguiría mantenerme a flote durante más de un minuto si se hundía la canoa, que apenas sobresalía de la superficie. Le pregunté a Malik si la embarcación se estaba sosteniendo únicamente por el aire que había atrapado bajo el casco y si existía el riesgo de que se hundiera si ese aire se escapaba de alguna manera, pero respondió que la madera de la canoa flota por sí sola. No podía hacer nada más que aguantar, reaccionar ante cada ola, esperar (¿a qué?) y observar. No paraba de preguntarle a Malik si estaba bien, probablemente para asegurarme a mí mismo de que yo también lo estaba.

El equipaje se salió de debajo de la canoa y empezó a flotar. Una parte estaba amarrada a la canoa y se quedó flotando cerca de la proa, incluidas mis tres maletas. Pero otra parte del equipaje estaba suelta y se fue a la deriva, incluidos mi mochila roja, mis bolsas de deporte verdes y el equipaje de Malik. Lo primero que pensé fue que lo más importante era sobrevivir, y que, en comparación, lo que le pasara a mi equipaje era una nimiedad. No obstante, adopté mi habitual actitud de «¿qué pasa si…?», meditando cómo enfrentarme a los problemas que surgen en el transcurso de un viaje. Si perdiera el pasaporte, pensé, siempre podría hacerme otro, aunque sería un engorro tener que ir a la embajada estadounidense más cercana, que se encontraba en la capital de Indonesia, a más de 2500 kilómetros de distancia. Si perdía todo el dinero y los cheques de viaje, no sabía si llevaba un registro aparte de la numeración de estos últimos y, aun así, ese registro estaría flotando con el equipaje o a la deriva. Si al final nos rescataban, tendría que pedir prestado mucho dinero para coger un avión hasta la capital indonesia y hacerme un pasaporte nuevo: ¿cómo y a quién podría pedirle dinero? Mis más preciadas posesiones —ese pasaporte, el dinero y los cheques de viaje, así como las anotaciones que había realizado sobre los pájaros a lo largo de todo el viaje— estaban en mi mochila amarilla, que llevaba en el regazo cuando estábamos en la canoa y que ahora no veía. Si no conseguía recuperar la mochila, tal vez lograría reconstruir de memoria las listas de los pájaros de las principales localizaciones que había visitado. Entonces me di cuenta de que era absurdo estar pensando en el pasaporte, el dinero y las listas de los pájaros cuando no sabía si dentro de una hora iba a seguir vivo.

El escenario de nuestra lucha era paradójicamente bonito. Sobre nosotros se extendía un despejado cielo azul, a lo lejos se divisaban unas magníficas islas tropicales y unos pájaros sobrevolaban la zona. Incluso abstraído como estaba en mi lucha por sobrevivir seguía identificando a las aves: había charranes bengalíes (¿o eran charranes piquigualdos?), posiblemente una especie menor de charranes y una garcita azulada. Pero por primera vez en la vida me hallaba en una situación de la que no sabía si iba a salir con vida. No pensaba ni en lo que sentía ante la idea de morir, sino en lo mal que lo pasarían mi madre y mi prometida si yo moría. Recité para mis adentros el telegrama que imaginé que recibiría mi madre: «Lamentamos tener que comunicarle que su hijo Jared se ahogó ayer en el océano Pacífico».

En algún momento me dije que, si sobrevivía, dejaría de obsesionarme por aspectos de la vida que no fueran tan importantes como la supervivencia. ¿Qué cosas haría distintas el resto de mi vida si sobrevivía a ese accidente? Una idea fue dedicarme a tener hijos, algo sobre lo que había albergado mis dudas. (Posteriormente sí que decidí tenerlos.) ¿Volvería alguna vez a Nueva Guinea si sobrevivía? Los riesgos del país —asociados con embarcaciones como esta, con accidentes de avionetas de las que dependía para viajar y con lesiones o enfermedades que podrían dejarme incapacitado físicamente en una remota zona montañosa— pesaban más que el mero hecho de obtener una lista de pájaros de otra montaña que todavía no hubiera explorado. Quizá aquel era el fin de mi periplo por Nueva Guinea, aunque sobreviviera.

Pero entonces me recordé a mí mismo que tenía problemas más inmediatos que pensar en lo que haría si sobrevivía. Me acordé de que una de las maletas cerradas con candado que estaban flotando amarradas a la proa contenía dos colchones y dos almohadas hinchables que podrían servir perfectamente como salvavidas. Le dije a Malik que le pidiera a uno de los hombres que estaban encaramados a la proa de la canoa que abriera la maleta y sacara los colchones y las almohadas. Saqué la llave de la maleta del bolsillo y se la di a Malik para que él se la pasara a uno de los hombres pero, por algún motivo que desconozco, nadie llegó a abrir la maleta.

Las otras siete personas aparte de Malik y yo —los cuatro pasajeros y los tres miembros de la tripulación— estaban sentadas o aferradas a la parte delantera del casco de la canoa, que había volcado. El pasajero de Ceram buceó varias veces por debajo de la canoa en busca de algo que resultara de utilidad, logró sacar los tres salvavidas y se los entregó a las siete personas que había en la parte delantera. Nadie hizo nada para ayudarnos a Malik y a mí. El pasajero de Ambon no paraba de llorar y de decir: «¡No sé nadar, vamos a morir!». El pasajero de Java recitaba sus oraciones. El pescador chino dijo que temía la lluvia y el oleaje si seguíamos a flote y con vida una vez que anocheciera. «¡Que Dios nos ayude entonces!», añadió. Malik comentó que, si no nos rescataban en la hora que más o menos faltaba para que anocheciera, no teníamos esperanza alguna, ya que la dirección de las corrientes oceánicas nos estaba alejando de tierra firme y no sobreviviríamos una noche entera. No me planteé seriamente lo que nos pasaría si no nos rescataban antes de que anocheciera. Solo pensé que ya había sido duro estar mojado, temblando y aferrado a ese oscilante casco durante una hora a la luz del día, y que sería todavía más duro seguir haciéndolo durante 12 horas por la noche, en medio de la oscuridad. Pero los tres miembros de la tripulación y el hombre de Ceram parecían seguros y tranquilos. Uno de ellos estaba cantando, uno o dos se acercaban nadando al casco de vez en cuando y el hombre de Ceram estaba sentado en la embarcación comiéndose una fruta enorme llamada durian. Los pasajeros habían traído varias piezas, que flotaban a la deriva.

No dejábamos de mirar a nuestro alrededor en busca de otras embarcaciones. No había ninguna a la vista, a excepción de algunos veleros muy alejados en dirección a la isla principal de Nueva Guinea. Pasadas las 17.30, una hora antes de que anocheciera, divisamos las diminutas velas de tres canoas provenientes de la isla principal que iban a pasar por delante de nosotros aunque a lo lejos. Uno de mis compañeros cogió un palo, le ató una camisa, se puso de pie sobre el casco de la canoa y lo ondeó para atraer la atención de los tripulantes de aquellas canoas. El hombre de Ceram me pidió que me quitara la camisa azul que llevaba, y Malik la ató a otro palo y se puso a ondearla desde su posición. No parábamos de gritar tolong! («socorro» en indonesio), pero estábamos muy lejos del rango de escucha de las canoas que navegaban en la distancia.

Yo seguía de pie sobre el motor volcado y sumergido en la popa. Al menos me servía de plataforma segura para los pies, mientras que las otras siete personas sentadas o de pie sobre el suave casco redondeado que tenía delante —y a las que ahora se había sumado también Malik— no tenían nada a lo que agarrarse. Pero sabía que no iba a aguantar una noche entera en aquella postura tan incómoda, porque ya empezaba a sentir calambres en la pierna. Le pregunté a Malik a gritos si pensaba que sería más seguro que me sentara en el casco con él y el resto de los pasajeros en lugar de estar de pie sobre el motor y contestó que sí. Para llegar desde la popa hasta la parte delantera de la embarcación tenía que atravesar una zona que era mucho más insegura que la popa o la proa: debía caminar por el casco redondo de la cabeceante canoa. Trepé del motor al casco, me puse de pie e intenté caminar hacia delante. No tardé mucho en caer al mar, volví a escalar hasta el casco, acabé encontrando un hueco justo detrás del pescador chino y me senté a horcajadas pegado a él. No podía agarrarme a nada con las manos ni con los pies, tenía que mover el cuerpo cuando el casco oscilaba, unas cuantas veces me caí al mar y tuve que volver a trepar y me puse a tiritar porque mi cuerpo había dejado de estar parcialmente sumergido en el cálido mar. Resultaba irónico que corriera el riesgo de sufrir una hipotermia en el trópico: a pesar de que habría tenido calor si hubiera estado seco, el agua que me salpicaba sin parar, la humedad y el viento hacían que tuviera frío. Pero tenía la cabeza por encima de las olas, no estaba de pie sobre el motor sufriendo calambres en la pierna y pensaba que podría mantener esa nueva posición durante más tiempo.

Cuando el sol comenzó a descender en el horizonte, dos de los tres miembros de la tripulación cogieron sendos salvavidas y se fueron nadando en dirección a la isla de la que habíamos partido —que se encontraba a muchos kilómetros de distancia—, arguyendo que iban a buscar ayuda. Todavía no estaba claro si las tres canoas de vela que se divisaban a lo lejos seguían una ruta que pasaría lejos de nosotros, si no nos podían ver ni oír o si alguna de ellas estaba acercándose. Los hombres que permanecieron en el casco señalaron hacia el sol, preocupados por los minutos que faltaban para que anocheciera y por si las canoas de vela podían vernos o si les quedábamos a contraluz. Además de las canoas de vela, vimos una lancha a motor y lo que podía ser otra embarcación, pero estaban muy lejos.

Entonces la vela de la canoa más cercana pareció hacerse cada vez más grande. La embarcación se veía lo suficiente como para que fuera probable que ellos también nos hubieran visto a nosotros y se estuvieran acercando de verdad. Cuando estaba a unos 90 metros de nosotros, la canoa se paró y arrió la vela. En aquel momento pudimos ver que la embarcación era pequeña —rondaba los 3 metros de largo— y navegaba muy poco por encima del mar —tendría unos 15 centímetros de francobordo—. Cuando la pequeña canoa llegó a nuestro nivel, dos de los hombres que había en nuestro casco invertido y que se encontraban más cerca de ella —el hombre de Ambon que no sabía nadar y el de Java— se subieron de un salto sin mediar palabra. En la pequeña canoa no cabía nadie más de forma segura, y el barquero se alejó remando. Mientras lo hacía, quedó claro que la segunda y la tercera canoa estaban acercándose, y también arriaron la vela a una distancia de 90 metros. La segunda era más grande que la primera, y en ella había dos hombres que remaban en nuestra dirección. Cuando se acercó, esta vez hubo un debate entre aquellos dos hombres y nuestro grupo, y también entre los nuestros, para dilucidar cuánta gente cabía en la canoa y quiénes se subirían. Al principio, los dos hombres de la canoa de vela sugirieron que subiéramos solo dos o tres, ya que les preocupaba el bajo francobordo de su embarcación y el riesgo de que se anegara, pero al final accedieron a coger a cuatro de los cinco que quedábamos en el casco. Decidimos entre nosotros que la persona que se quedaría allí sería el tercer miembro de la tripulación, que seguía teniendo el salvavidas que quedaba.

Cuando puse un pie en la canoa, Malik me preguntó dónde tenía el pasaporte. Le contesté que estaba en la mochila amarilla, posiblemente en la bolsa de aire que había debajo del casco. El hombre de Ceram que ya se había sumergido varias veces por debajo del casco para coger los salvavidas volvió a hacerlo, salió con mi mochila amarilla y me la dio. A continuación, la canoa se impulsó en nuestro casco invertido para alejarse con seis personas a bordo: uno de los dos miembros de la tripulación en la parte delantera y los otros en la parte trasera; y, detrás de los tripulantes de proa, el pescador chino, yo, Malik y el hombre de Ceram, en ese orden. Cada poco tiempo miraba el reloj, que para mi sorpresa seguía funcionando a pesar de haberlo sumergido en el agua del mar. Marcaba las 18.15, a falta de un cuarto de hora para que anocheciera. Habíamos pasado dos horas en el agua o en nuestra canoa volcada.

Al poco tiempo empezó a oscurecer. Nuestros dos salvadores remaban hacia la extensión de tierra firme más cercana que se veía a lo lejos, que resultó ser la isla de la que habíamos partido esa misma tarde. La canoa de vela surcaba el agua a muy poca distancia de ella, con tan solo unos centímetros de francobordo, y uno de los hombres que tenía sentado detrás no paraba de achicar. Pensé que aquella canoa tan pequeña y cargada también podía volcar, pero que lo más probable era que estuviéramos a salvo. No sentí alivio ni ninguna emoción intensa; todo estaba sucediendo como si yo fuera un observador impasible.

Nuestra canoa siguió avanzando, y oímos unas voces en el agua a nuestra izquierda. Supuse que podían pertenecer a los dos miembros de la tripulación de nuestra canoa a motor que se habían alejado a nado con los salvavidas. No obstante, uno de mis compañeros entendía mejor que yo lo que estaban gritando las voces en indonesio. Resultó que los gritos eran de las tres personas que se habían ido en la primera canoa de rescate (su piloto y nuestros pasajeros de Ambon y Java), que se estaba hundiendo porque la sobrecarga había hecho que entrara demasiada agua. El francobordo de nuestra canoa estaba demasiado bajo para que pudiéramos recoger a otra persona. Alguien gritó algo a los tres hombres que había en el agua, y nuestros salvadores siguieron remando y los abandonaron a su suerte.

No sé cuánto tardamos en volver a la isla, puede que una hora. A medida que nos fuimos aproximando, vimos unas olas enormes que rompían y una hoguera encendida en la playa, y nos preguntamos qué significaba. Delante de mí oí una conversación en indonesio entre el pescador chino y uno de los remeros de la proa en la que no paraban de repetirse las palabras empat pulu ribu (que significa «40 000»). El pescador chino —que había recuperado una bolsa pequeña de nuestra canoa volcada— sacó dinero y se lo entregó al remero. En ese momento supuse que el remero estaba cansado y quería llevarnos hasta esa playa cercana en la que había un fuego encendido, y que el pescador le estaba ofreciendo 40 000 rupias indonesias como incentivo para que nos llevara más allá, hasta el muelle principal de la isla. Pero Malik me contó luego que lo que realmente había dicho el remero fue lo siguiente: «Si no me dais 10 000 rupias [unos cinco dólares] por cada uno de vosotros cuatro, vuelvo a llevaros hasta vuestra canoa volcada y os dejo allí».

Nuestra canoa rodeó un extremo de la isla y llegó hasta una resguardada bahía en la que había hogueras ardiendo en la playa. Detrás de nosotros, en la oscuridad, oímos el ruido de un motor y vimos una lancha con una luz brillante que se acercaba lentamente. Nuestra pequeña canoa se detuvo en las aguas poco profundas y Malik, el pescador chino, el hombre de Ceram y yo nos bajamos y fuimos andando por el agua hasta la lancha a motor, que casualmente era un bote que pertenecía a la familia del pescador chino. Habían salido a pescar, habían visto a los dos miembros de nuestra tripulación que se habían alejado a nado con los salvavidas, los habían recogido, habían venido a buscarnos, se habían encontrado con nuestra canoa volcada y habían recogido el equipaje que seguía flotando amarrado a la canoa (incluidas mis maletas, pero no el equipaje de Malik). Permanecimos en la lancha a motor mientras esta se acercaba lentamente a la isla principal de Nueva Guinea. Les hablamos a los conductores de la lancha de los tres hombres de la primera canoa de rescate que había volcado, cuyos gritos habíamos oído desde el agua. No obstante, cuando llegamos a la ubicación aproximada en la que los habíamos oído, pasaron de largo y no dieron ningún rodeo ni gritaron. Malik me contó luego que los conductores les explicaron que los tres hombres de la canoa de rescate volcada probablemente se las habrían arreglado para llegar hasta la costa.

El viaje en lancha a motor hasta la isla principal duró cerca de hora y media. Yo estaba sin camiseta y temblando. Llegamos hacia las diez de la noche y encontramos a toda una multitud esperándonos en el muelle, ya que, por alguna razón, la noticia de nuestro accidente nos había precedido. Entre la muchedumbre me llamó enseguida la atención una mujer mayor de escasa estatura, posiblemente proveniente de Java por su aspecto. En mi vida he visto una cara que expresara tanto sentimiento como aquella, a excepción de los actores de cine. Parecía sobrecogida por una mezcla de tristeza, pavor e incredulidad por alguna cosa horrible que hubiera sucedido y por un agotamiento total. La mujer salió de entre la muchedumbre y empezó a hacernos preguntas. Resultó que era la madre del hombre de Java que estaba en la primera canoa de vela que había volcado.

Me pasé todo el día siguiente en una pequeña pensión, aclarando el agua salada de mis maletas y de su contenido. Aunque mi equipo —los prismáticos, las grabadoras, los altímetros, los libros y el saco de dormir— se había echado a perder y era insalvable, logré rescatar mi ropa. Malik perdió todo lo que llevaba. Según las normas locales, no podíamos denunciar a la tripulación de la canoa cuyo negligente manejo del motor había provocado el accidente.

La noche siguiente, a eso de las seis, me subí al tejado de un edificio que había cerca para volver a experimentar lo rápido que se había ido oscureciendo el día para dar paso a la noche. Cerca del ecuador oscurece mucho más rápido que en las zonas templadas, porque el sol se pone en vertical y no en un ángulo inclinado con respecto al horizonte. A las 18.15, la hora en la que nos habían rescatado el día anterior, el sol estaba justo por encima del horizonte y su luz se atenuaba. Anocheció a las 18.30, y a las 18.40 estaba demasiado oscuro para que alguien de otra embarcación nos hubiera divisado a nosotros y nuestra canoa volcada incluso a una distancia de tan solo unos cientos de metros. Escapamos por poco y nos rescataron justo a tiempo.

Cuando me bajé del tejado en medio de la oscuridad, me sentí indefenso y aún incapaz de comprender lo que me habían hecho los temerarios miembros de la tripulación. Había perdido un equipo valioso, y casi pierdo la vida. Mi prometida, mis padres, mi hermana y mis amigos casi me pierden. Tenía las rodillas en carne viva y con marcas de rozaduras al golpearme las olas con la borda cuando me agarraba a ella. Y todo eso por la temeridad de tres jóvenes que deberían haber sido más listos, que navegaban demasiado rápido con unas olas enormes, que hicieron caso omiso del agua que entraba en la canoa, que se negaron a ir más despacio y a detenerse cuando se les pidió que lo hicieran en repetidas ocasiones, que se alejaron a nado con dos de los tres salvavidas, que no pidieron perdón en ningún momento y que no mostraron el menor signo de arrepentimiento por la angustia y la pérdida que nos habían infligido y por lo cerca que habían estado de matarnos. ¡Menudos desgraciados!

Ensimismado en esos pensamientos, me crucé con un hombre en la planta baja del edificio a cuyo tejado me había subido para ver anochecer. Me puse a hablar con él y le conté por qué había subido al tejado y lo que nos había sucedido el día anterior. Él me contestó que casualmente también había estado en esa misma isla el día anterior y que también quería ir a la isla principal. Había visto la canoa que contratamos —con sus grandes motores—, a los jóvenes miembros de la tripulación y su actitud chulesca y despreocupada, a qué velocidad ponían los motores y cómo manejaban la canoa cuando llegaban a la costa en busca de pasajeros. Tenía mucha experiencia con embarcaciones, y había decidido que no quería poner en peligro su vida con esa tripulación y esa embarcación, y había esperado a que llegara otra más grande y más lenta para ir hasta la isla principal.

Esa reacción me sobresaltó. ¡Entonces yo también había sido un temerario! Los chulescos miembros de la tripulación no habían sido los únicos que habían estado a punto de acabar con mi vida. Yo era el que se había metido en su canoa; nadie me había obligado a hacerlo. En última instancia, el accidente había sido responsabilidad mía. Evitar que me sucediera había estado por completo en mi mano. En lugar de preguntar por qué habían sido tan estúpidos los miembros de la tripulación, debería haberme preguntado a mí mismo por qué había sido tan estúpido yo. El hombre que decidió esperar a que llegara una embarcación más grande había puesto en práctica la paranoia constructiva al estilo de Nueva Guinea y, gracias a ello, había escapado a una experiencia traumática y casi mortal. Yo también debería haber utilizado la paranoia constructiva, y a partir de ese momento lo haría durante el tiempo que me quedara de vida.

Tan solo un palo en la tierra

El más reciente de los tres incidentes que se narran en este capítulo tuvo lugar muchos años después de que mi accidente en canoa me convenciera de las virtudes de la paranoia constructiva. En las Tierras Bajas de Nueva Guinea se alzan muchas zonas montañosas aisladas que resultan interesantes a los biólogos porque parecen «islas» de hábitats montañosos rodeadas de un «mar» de tierras bajas en lo que a la distribución de las especies confinadas a los hábitats montañosos se refiere. Las partes más altas de la mayoría de las zonas montañosas aisladas no están habitadas por personas. Hay dos formas posibles de llegar hasta esa altura y observar los pájaros y otros animales y plantas que hay allí. Una es volar hasta allí directamente en helicóptero, pero es difícil conseguir uno de alquiler en Nueva Guinea y aún lo es más encontrar un claro para aterrizar en una montaña boscosa. El otro método es encontrar una aldea lo suficientemente cerca de la montaña como para que se pueda llevar el material en avión, helicóptero o barco, y luego ir a pie desde la aldea para escalar la montaña. Las dificultades que presenta el terreno de Nueva Guinea son tales que no es práctico llevar tu equipo hasta un campamento de montaña que esté a más de 8 kilómetros de una aldea. Otro problema práctico es que, en el caso de muchos picos aislados, los mapas existentes no muestran la ubicación ni la altura del pico más alto o de la aldea más cercana; esa información geográfica se ha de obtener en un vuelo de reconocimiento.

A mí me interesaba una zona montañosa en concreto porque, aunque decían que no era especialmente elevada, se encontraba aislada. Por ello, al final de uno de mis viajes a Nueva Guinea, mientras empezaba a planear el viaje del año siguiente, alquilé una avioneta para realizar un vuelo de reconocimiento por toda la extensión de esa zona montañosa e identifiqué su pico más alto. No había ninguna aldea a menos de 40 kilómetros del pico en ninguna dirección, ni ningún claro o cualquier otro signo de presencia humana cerca. Por tanto, la opción de llegar hasta el pico desde la aldea quedaba descartada y, en su lugar, se requería una operación en helicóptero, lo que a su vez precisaba encontrar un claro natural en el que aterrizar. (Algunos helicópteros pueden sostenerse en el aire por encima de las copas de los árboles mientras los pasajeros descienden junto al cargamento en cabestrante hasta el suelo a través de las copas, pero eso requiere unos aparatos y una formación específicos.) Aunque la primera impresión que uno se puede llevar de los bosques de Nueva Guinea es que son una extensión continua de árboles verdes, a veces se encuentra algún que otro claro natural en zonas de desprendimiento en las que un terremoto ha hecho que se venga abajo una parte del bosque, o en un pantano, un estanque seco, la orilla de un río o un estanque o un volcán de lodo seco. En ese viaje de reconocimiento me alegró divisar un claro enorme en una zona de desprendimiento, a unos 4 kilómetros de distancia del pico y unos pocos miles de metros más abajo. Según la costumbre en Nueva Guinea, esa distancia es demasiado grande para montar un campamento en una zona de desprendimiento y poder caminar cada día hasta el pico para observar a los pájaros. En su lugar sería necesario llevar el equipo en helicóptero hasta un primer campamento en la zona de desprendimiento, despejar un sendero y llevar el equipo a cuestas hasta un segundo campamento en el bosque cerca del pico: una tarea ardua, pero factible al fin y al cabo.

Ahora que el problema de encontrar una zona de aterrizaje probablemente estaba solucionado, el otro inconveniente era obtener el permiso y la ayuda de los propietarios papúes de la región. Pero ¿cómo iba a hacerlo si no había indicios de presencia humana cerca del pico? ¿Con quién debía ponerme en contacto? Por mi experiencia personal sabía que había nómadas que merodeaban a una altura más baja en la cara este de la zona montañosa. Se decía —aunque no había información definitiva al respecto— que era posible que los nómadas de la zona llegaran más al oeste, cerca del pico, pero yo no había divisado indicios de su presencia desde la avioneta. También sabía por experiencia que los nómadas que viven en zonas montañosas aisladas suelen quedarse siempre o casi siempre a baja altura, que es donde crece su alimento cotidiano: la palmera de sagú. A gran altura no hay comida suficiente para sustentar a una población humana que viva allí. Como mucho, puede que los nómadas realizaran partidas de caza ocasionales a alturas más elevadas por encima del techo altitudinal de las palmeras de sagú, pero había estado en varias zonas montañosas en las que los nómadas ni siquiera hacen eso y en las que los animales que viven a gran altura son mansos porque nunca han visto a ningún ser humano ni han sido cazados.

El hecho de no conseguir localizar ningún rastro de los nómadas cerca del pico que quería visitar trajo consigo dos consecuencias. La primera fue que no encontré a ningún papú que reclamara estar en posesión de la montaña y a quien pedirle permiso. La segunda fue que para mi trabajo de campo en Nueva Guinea necesito a gente de la zona que monte y dirija un campamento, despeje senderos y me ayude a encontrar e identificar pájaros, pero allí no había ninguna persona disponible. El segundo problema se podía solucionar simplemente llevando a papúes que ya conocía de otra región del país. El posible gran problema era el primero: el del permiso.

En Nueva Guinea, todos los terrenos son reivindicados por algún grupo, aunque ni siquiera los visiten, y algo que no se puede hacer bajo ningún concepto es adentrarse en terreno ajeno sin permiso. Si te descubren, pueden robarte, asesinarte o violarte. Yo me he visto en situaciones desagradables en las que había solicitado permiso al pueblo más cercano a la zona que quería visitar y me lo había concedido, para luego encontrarme con que otro grupo había reivindicado la propiedad de esa zona y se sentía ultrajado porque estuviera allí sin su permiso. Para colmo, en este caso no solo iba a ir yo solo, sino que iba a llevar conmigo a varios papúes de otra región de Nueva Guinea. Eso podía desairar aún más a los propietarios de la zona: a diferencia de mí, los papúes podían estar allí para robarles a las mujeres y los cerdos y para asentarse.

¿Qué iba a hacer yo si, después de que el helicóptero me dejara en la zona de desprendimiento, se fuera y me dejara allí durante tres semanas, acababa encontrándome a unos nómadas? Mi helicóptero tendría que realizar varios vuelos de transbordo para traer mis provisiones y a mis colaboradores a la zona de desprendimiento, por lo que revelaría mi presencia. Si hubiera algún nómada a unos kilómetros a la redonda, oirían y verían el helicóptero, se enterarían de que había aterrizado allí y vendrían a por nosotros. Y lo que sería aún peor en esta situación: los nómadas de esa zona, si es que los había, podrían ser «no contactados», es decir, que quizá nunca hubieran visto a un hombre, un misionero o un responsable gubernamental blancos. El primer contacto con tribus a las que no se conoce con anterioridad es aterrador. Ninguna de las partes sabe lo que quiere o lo que va a hacer la otra. Es difícil o imposible transmitir una intención pacífica mediante el lenguaje gestual a pueblos con los que no se ha mantenido contacto con anterioridad y cuya lengua se desconoce, aunque esperen el tiempo suficiente para permitirnos que intentemos comunicarnos. El riesgo es que no quieran esperar; puede que estén aterrorizados o furiosos, que les entre el pánico y que empiecen a lanzar flechas de inmediato. ¿Qué haría si me encontraban unos nómadas?

Después de ese vuelo de reconocimiento, volví a Estados Unidos para planificar una expedición en helicóptero a aquella zona de desprendimiento y la cumbre el año siguiente. Casi todas las noches de aquel año, antes de quedarme dormido, repasaba mentalmente posibles vías de actuación si me encontraba con nómadas en ese bosque. En uno de los escenarios me sentaría y levantaría las manos para demostrar que no iba armado y que no era una amenaza, forzaría una sonrisa, sacaría de mi mochila una barrita de chocolate, ingeriría un trozo para demostrar que no era peligrosa y que era comestible y les ofrecería el resto. Pero puede que se enfadaran enseguida o que les entrara el pánico cuando me vieran rebuscar en la mochila, como si fuera a sacar una pistola. Otra posibilidad era imitar las llamadas de los pájaros papúes de la zona para demostrar que estaba allí únicamente para estudiarlos. Esa suele ser una buena forma de romper el hielo con los papúes. Pero puede que sencillamente pensaran que estaba loco o que trataba de lanzarles algún sortilegio relacionado con los pájaros. O, si estuviera con los papúes con los que había viajado y nos encontráramos a un único nómada, a lo mejor podríamos convencerle de que se quedara en nuestro campamento y hacernos amigos suyos, empezar a aprender su lengua y animarle a que no se fuera y a que trajera a algunos de sus compañeros nómadas antes de que nos recogieran y nos marcháramos en helicóptero unas semanas después. Pero ¿cómo alentaríamos a un nómada aterrorizado a que se quedara en nuestro campamento varias semanas con esos otros intrusos papúes?

Tuve que reconocer que ninguno de esos escenarios con final feliz que me estaba imaginando era remotamente posible. Esa idea no hizo que abandonara todo el proyecto. Todavía parecía bastante probable que no nos encontráramos con ningún nómada, porque desde el aire no había visto indicios de que hubiera cabañas y porque mi experiencia previa era que los nómadas de las Tierras Bajas no suelen ir a las cumbres de las montañas. Pero cuando por fin volví a Nueva Guinea un año después para llevar a cabo la exploración de la cumbre que había planificado seguía sin tener un plan de cuya eficacia estuviera convencido si al final nos encontrábamos con unos nómadas.

Por fin llegó el día, un año después, en el que el proyecto estaba listo para comenzar. Reuní a cuatro amigos papúes de unas montañas a varios cientos de kilómetros de distancia y media tonelada de provisiones para volar en una avioneta de alquiler hasta la pista de aterrizaje más cercana, una pequeña pista de tierra en un pueblo situado 60 kilómetros al sur del pico que era nuestro objetivo. A medida que sobrevolábamos las estribaciones de la zona montañosa, divisamos ocho cabañas dispersas junto a los ríos en la base de las colinas de la parte oriental de la región, pero la última cabaña seguía encontrándose 37 kilómetros al este de nuestro pico. Al día siguiente llegó nuestro pequeño helicóptero de alquiler a la pista de aterrizaje para llevarnos en cuatro tandas al claro de la zona de desprendimiento que habíamos visto en nuestro viaje anterior. En el primer viaje se fueron dos de los papúes, con una tienda, hachas y algo de comida en previsión de que tuvieran algún accidente y el helicóptero no pudiera volver durante un tiempo. Tan solo una hora después, el helicóptero volvió a nuestra pista de aterrizaje con una nota suya en la que nos daban una emocionante noticia. Al sobrevolar el pico, habían descubierto una ubicación mucho mejor para un campamento: una pequeña zona de desprendimiento a tan solo un kilómetro del pico y a mayor altura que la zona de desprendimiento más grande. Eso significaba que podríamos ir y venir de nuestro campamento al pico en cuestión de unas horas, sin necesidad de cargar con nuestro equipo desde la zona de desprendimiento grande y montar un campamento más cercano. En dos vuelos más, el helicóptero llevó a los otros dos papúes y más provisiones desde la pista de aterrizaje hasta el lugar elegido para el campamento.

En el último vuelo del helicóptero fui yo con el resto de provisiones hasta la ubicación del campamento. Durante el vuelo miré atentamente hacia abajo en busca de indicios de presencia humana. Unos 16 kilómetros al norte de la pista de aterrizaje y 43,5 kilómetros al sur del pico había otra aldea junto a un riachuelo. Pasada esa aldea divisé dos cabañas aisladas que aparentemente pertenecían a unos nómadas y que todavía pertenecían a las Tierras Bajas antes de llegar a la primera serie de crestas que se adentraban en la zona montañosa. Cuando llegamos a las crestas, no había absolutamente ningún indicio de presencia humana: ni cabañas, ni huertas ni nada. En Nueva Guinea, una distancia de 43,5 kilómetros desde nuestro campamento atravesando un terreno abrupto era prácticamente como estar al otro lado del océano en lo que a visitantes no deseados se refiere. ¡A lo mejor teníamos suerte y esas montañas estaban realmente deshabitadas e inexploradas!

El helicóptero dio una vuelta alrededor del lugar en el que teníamos pensado acampar, donde vi a los cuatro papúes saludándonos desde abajo. El claro resultó un pequeño barranco empinado cuyas lomas al parecer se habían venido abajo en un desprendimiento (desencadenado, probablemente, por alguno de los frecuentes terremotos de dicha región), de modo que la base del barranco estaba formada por tierra sin vegetación, perfecta para el aterrizaje de un helicóptero. Aparte de nuestra pequeña zona de desprendimiento y de la grande que estaba más lejos y que había sido nuestro objetivo inicial, todo lo que quedaba a la vista estaba cubierto de bosque. El piloto y yo aterrizamos y dejamos el último cargamento; luego volví a subirme al helicóptero y le pedí que se dirigiera al cercano pico para que pudiéramos planear dónde abrir un sendero. Desde la cima de nuestro barranco veíamos una cresta que llevaba directamente hasta el pico, pero no era lo suficientemente empinada como para suponer un problema. La cima en sí era muy empinada en sus últimos 60 metros en sentido vertical, y era posible que la escalada resultara difícil. Pero seguía sin haber indicio alguno de presencia humana, cabañas o huertas. Entonces el helicóptero me dejó en el campamento y se marchó, tras acordar que volvería a recogernos 19 días después.

Eso fue un acto de fe por nuestra parte, pues por lo que veíamos del terreno habría sido totalmente imposible recorrer a pie los 60 kilómetros que nos separaban de la pista de aterrizaje. Aunque me había llevado una radio pequeña, en ese accidentado terreno no podía recibir ni enviar mensajes desde o a la base del helicóptero, situada a 240 kilómetros de distancia. En su lugar, como medida de precaución en caso de accidente o de una enfermedad que requiriera una evacuación de emergencia, le pedí al piloto de una avioneta cuya ruta pasaba no muy lejos de nuestro campamento que se desviara de su camino y diera una vuelta alrededor de nuestro campamento cada cinco días. Podríamos intentar hablar con el piloto por radio para confirmar que estábamos bien, y convenimos en que dejaríamos un colchón inflable de color rojo intenso en la zona de desprendimiento si teníamos una emergencia.

Nos pasamos todo el segundo día montando el campamento. Nuestro más grato descubrimiento fue que seguía sin haber señales de presencia humana: si algunos nómadas habían sido alertados por nuestro helicóptero y venían a por nosotros, todavía no había sucedido. Alrededor del barranco volaban grandes aves, impasibles ante nuestra presencia a tan solo unas decenas de metros de distancia. Eso significaba que los pájaros no temían a las personas, y constituía una prueba más de que los nómadas no merodeaban por esa zona.

Al tercer día por fin estaba listo para subir al pico, siguiendo a mis amigos papúes Gumini y Paia, que estaban despejando el sendero. Al principio ascendimos 150 metros desde nuestro barranco hasta la cresta, que albergaba una pequeña extensión de hierba y arbustos con árboles bajos. Supuse que era una zona de desprendimiento más antigua que estaba llenándose de maleza. Subiendo por la cresta, al poco tiempo nos internamos en un bosque cerrado e iniciamos la subida sin grandes dificultades. Observar a los pájaros resultaba emocionante a medida que empecé a ver y oír a las especies de montaña, incluidas algunas inusuales y poco conocidas como el sedosito variable o el mielero oscuro. Cuando por fin llegamos a la pirámide de la cumbre, resultó muy empinada, tal como aparentaba desde el aire. Pero logramos llegar hasta arriba agarrándonos a las raíces de los árboles. En la cima divisé a un tilopo de pecho blanco y a un pitohuí con capucha, dos especies de montaña que no se encontraban abajo. Al parecer, este pico estaba lo suficientemente elevado como para albergar tan solo a unos pocos ejemplares de cada especie. Pero no había visto otras especies de montaña que son comunes y ruidosas a esta altura en otras partes de Nueva Guinea; a lo mejor no había porque la zona de aquella montaña era demasiado pequeña para albergar a una población viable de dichas especies. Envié a Paia de vuelta al campamento, mientras que Gumini y yo descendimos lentamente por nuestro sendero, avistando pájaros por el camino.

Hasta ese momento me sentía complacido y aliviado. Todo marchaba bien. Los problemas que me temía no se habían materializado. Habíamos logrado encontrar un lugar para que nuestro helicóptero aterrizara en el bosque, habíamos montado un campamento confortable y habíamos despejado un sendero corto y sencillo hasta la cumbre. Y lo mejor de todo: no habíamos hallado indicios de visitas nómadas. Los 17 días que nos quedaban nos daban un amplio margen de tiempo para determinar qué especies de aves de montaña había y cuáles no estaban presentes. Gumini y yo descendimos por nuestro recién despejado sendero muy animados y salimos del bosque para dar a un pequeño espacio abierto que yo había tomado por un claro de una antigua zona de desprendimiento en la cresta que estaba por encima de nuestro campamento.

De repente, Gumini se detuvo, se inclinó hacia delante y se quedó mirando fijamente algo que había en el suelo. Cuando le pregunté qué le resultaba tan interesante, solo me contestó «mira», y señaló. Lo que estaba señalando no era más que un pequeño tallo o un retoño de un árbol de menos de un metro de altura con unas cuantas hojas. Yo le dije: «Eso no es más que un árbol joven. ¿Ves? Hay otros muchos árboles jóvenes que crecen en este claro. ¿Qué tiene ese de especial?».

Gumini respondió: «No, no es un árbol joven. Es un palo clavado en la tierra». Yo discrepé: «¿Qué te hace pensar eso? Es solo un retoño que crece de la tierra». En respuesta, Gumini lo agarró y lo arrancó. Salió con facilidad, sin que hiciera falta realizar un gran esfuerzo para romper o arrancar las raíces. Cuando lo sacó, vimos que en la base del palo no había raíces y que estaba roto con un corte limpio. Pensé que quizá Gumini había roto las raíces al arrancarlo, pero escarbó alrededor del agujero que había dejado el palo y me enseñó que no había ninguna. Debía de ser un pequeño palo roto clavado en la tierra, tal como él había repetido varias veces. ¿Cómo había llegado hasta allí y cómo se había clavado?

Ambos levantamos la vista hacia los pequeños árboles de cuatro metros y medio que teníamos encima. Yo sugerí: «Se habrá roto una rama de ese árbol de ahí arriba, se habrá caído y se habrá quedado hincada en la tierra». Pero Gumini replicó: «Si esa rama se hubiera roto y se hubiese caído, lo más probable es que no hubiera aterrizado con el extremo roto justo hacia abajo y las hojas hacia arriba. Además, la rama no pesa mucho, no lo suficiente como para clavarse varios centímetros en la tierra. A mí me parece que alguien la ha quebrado y la ha introducido en la tierra por el extremo roto dejando las hojas hacia arriba, a modo de señal».

Me entró un escalofrío y se me erizó el vello de la nuca cuando pensé en Robinson Crusoe, que, tras naufragar en su isla supuestamente deshabitada, de pronto se encontró con una huella humana. Gumini y yo nos sentamos, cogimos el palo, lo sostuvimos en el aire y miramos a nuestro alrededor. Nos quedamos allí sentados una hora hablando de las distintas opciones posibles. Si realmente lo había hecho una persona, ¿por qué no había ningún otro indicio de actividad humana aparte de ese palito roto? Si lo había plantado una persona, ¿cuánto tiempo hacía que había estado allí? No había sido ese mismo día, porque las hojas ya estaban un poco mustias. Pero tampoco había pasado mucho tiempo, porque las hojas seguían verdes, no se habían ni marchitado ni secado. ¿Era ese espacio abierto realmente un claro de una zona de desprendimiento con maleza como yo había supuesto? Quizá fuera una antigua huerta que se había llenado de malas hierbas. Seguía pensando que ningún nómada habría caminado hasta allí hacía unos días desde una cabaña a 43,5 kilómetros de distancia, habría roto y plantado un palo y se habría ido sin dejar ningún otro rastro. Gumini no dejaba de insistir en que un palo roto no se clava por sí solo en la tierra, como si imitara lo que hace una persona.

Recorrimos el corto camino que nos llevaba hasta el campamento, donde estaban los demás papúes, y les contamos lo que habíamos descubierto. Nadie más había visto ningún atisbo de presencia humana. Ahora que había llegado hasta ese paraíso con el que llevaba soñando un año, no iba a desplegar el colchón rojo en señal de emergencia para que nos evacuaran en el primer vuelo de reconocimiento tres días más tarde simplemente por un palo en la tierra que carecía de explicación. Eso habría sido llevar la paranoia constructiva demasiado lejos. Lo más probable era que ese palo tuviera alguna explicación natural, me dije. Quizá daba la casualidad de que había caído en vertical con la fuerza suficiente para clavarse, o a lo mejor no habíamos visto sus raíces rotas cuando lo arrancamos. Pero Gumini era un gran conocedor de los bosques, uno de los mejores que había conocido en Nueva Guinea, y no era probable que hubiera malinterpretado los indicios.

Lo único que podíamos hacer era tener cuidado, estar alerta ante otros indicios de presencia humana y no hacer nada que revelara nuestra presencia a cualquier nómada que pudiera estar al acecho en las proximidades. Era posible que los cuatro ruidosos vuelos en helicóptero para montar nuestro campamento hubieran alertado a cualquier nómada a decenas de kilómetros a la redonda. Probablemente no tardaríamos en averiguar si había alguno. Como medida de precaución no nos gritábamos unos a otros desde lejos. Me esforcé en estar especialmente callado cuando iba a avistar pájaros a una altura inferior al campamento, donde era más probable que hubiera algún nómada. Para que el humo no revelara nuestra presencia desde lejos, solo preparábamos un fuego grande para tareas importantes de cocina una vez que había anochecido. Un día, después de encontrarnos algunos varanos grandes merodeando por nuestro campamento, pedí a mis amigos papúes que fabricaran arcos y flechas para defendernos. Ellos accedieron, pero con poco entusiasmo (quizá porque con la madera verde recién cortada no se podían hacer arcos y flechas de calidad o porque cuatro arcos y flechas verdes en manos de mis cuatro papúes no servirían de mucho si realmente teníamos a una banda de nómadas furiosos a nuestro alrededor).

A medida que fueron pasando los días, no apareció ningún otro palo roto misterioso, y no hubo ningún indicio sospechoso de presencia humana. En cambio vimos a canguros arborícolas por el día que no tenían miedo ni huían al vernos. Los canguros arborícolas son los mamíferos autóctonos más grandes de Nueva Guinea y el primer objetivo de los cazadores locales, así que en las zonas habitadas no tardan en dispararles. Los ejemplares que sobreviven aprenden a estar activos solo por la noche, son muy tímidos y huyen al ser vistos. Tampoco nos tenían miedo los casuarios —el ave no voladora más grande de Nueva Guinea—, que también son uno de los principales objetivos de los cazadores y son poco frecuentes y muy tímidos en zonas habitadas. Las palomas y los loros de gran tamaño que había por allí tampoco tenían miedo. Todo apuntaba a que en aquel lugar los animales nunca habían visto a cazadores ni a visitantes humanos.

Cuando nuestro helicóptero volvió y nos evacuó, según el plan, a los 19 días de haber llegado, el misterio del palo roto seguía irresoluto. No habíamos visto ningún otro indicio de presencia humana aparte de ese palito. Ahora que lo pienso, creo que es poco probable que los nómadas de las Tierras Bajas, situadas a muchos kilómetros de distancia, subieran varios cientos de metros, plantaran una huerta, volvieran un año o dos más tarde, clavaran un palo por casualidad un par de días antes de nuestra llegada de forma que las hojas siguieran todavía verdes y no dejaran ni rastro. Aunque no sé explicar cómo llegó hasta allí el palo, me atrevería a decir que, en este caso, la paranoia constructiva de Gumini era injustificada.

Pero entiendo perfectamente cómo adoptó Gumini esa actitud. Su región llevaba poco tiempo bajo el control gubernamental. Hasta entonces se habían librado luchas tradicionales. Paia, que tenía 10 años más que Gumini, se había criado fabricando herramientas de piedra. En la sociedad de Gumini y Paia, la gente que no prestaba una atención exagerada a los indicios de la presencia de desconocidos en el bosque no vivía muchos años. No hace mal a nadie ser suspicaz con respecto a un palo para el que no se encuentra fácilmente una explicación natural, pasarse una hora analizándolo y hablando de él y luego estar alerta ante la presencia de otros palos. Antes de mi accidente en canoa, habría tachado la reacción de Gumini de exagerada, como tildé de exageradas las reacciones de los papúes ante el árbol muerto bajo el cual había acampado anteriormente en mi viaje por Nueva Guinea. Pero ahora llevaba el tiempo suficiente en el país para entender la reacción de Gumini. Más vale prestar atención 1000 veces a unos palos que al final parecen haber caído por sí solos en una posición antinatural que cometer el craso error de ignorar un palo que sí han clavado unos desconocidos. La paranoia constructiva de Gumini era una reacción apropiada de un papú experimentado y precavido.

Arriesgarse

Aunque la cautela subyacente que yo denomino paranoia constructiva me ha sorprendido a menudo entre los papués, no quiero dejar la falsa impresión de que eso los paraliza o les infunde dudas a la hora de actuar. Para empezar, hay papúes precavidos e incautos, igual que hay estadounidenses precavidos e incautos. Por tanto, los precavidos son perfectamente capaces de sopesar los riesgos y actuar. Realizan algunas tareas que saben que son arriesgadas, pero no obstante deciden hacerlas en repetidas ocasiones y con la cautela necesaria. Ello obedece a que hacer esas tareas es esencial para conseguir comida y tener éxito en la vida o porque las valoran. Eso me ha recordado una cita atribuida al gran jugador de hockey Wayne Gretzky sobre los riesgos de tratar de marcar tiros difíciles que puede que no entren en la portería: «¡El 100 por ciento de los tiros que no intentas no entran!».

Mis amigos papúes entenderían la ocurrencia de Gretzky y le añadirían dos notas al pie. En primer lugar, una analogía más cercana a la vida tradicional sería que te penalizaran por fallar un tiro, pero uno seguiría tirando, solo que de una forma más precavida. En segundo lugar, un jugador de hockey no puede esperar eternamente la oportunidad perfecta para tirar a puerta, porque un partido tiene una duración limitada de una hora. Del mismo modo, las vidas tradicionales también tienen un límite temporal: en cuestión de pocos días te mueres de sed si no te arriesgas para encontrar agua, en cuestión de semanas te mueres de hambre si no te arriesgas para conseguir comida y en menos de un siglo te morirás hagas lo que hagas. De hecho, la esperanza media de vida en un entorno tradicional es considerablemente inferior a la de los pueblos modernos del Primer Mundo debido a factores incontrolables como las enfermedades, las sequías y los ataques enemigos. Con independencia de lo precavida que pueda ser una persona en una sociedad tradicional, es probable que muera antes de alcanzar los 55 años, y eso puede implicar tener que soportar niveles de riesgo superiores a los de las sociedades del Primer Mundo con una esperanza de vida media de 80 años (del mismo modo que Wayne Gretzky tendría que lanzar más veces a puerta si un partido de hockey durara solo treinta minutos en lugar de una hora). A continuación se describen tres ejemplos de riesgos calculados que las personas de las sociedades tradicionales aceptan pero que a nosotros nos horrorizan.

Unos cazadores !kung, armados únicamente con unos arcos pequeños y flechas envenenadas, agitan unos palos y gritan para espantar a unos grupos de leones o hienas de unas reses muertas. Cuando un cazador logra herir a un antílope, la pequeña flecha no mata por el impacto en sí, sino que la presa huye, los cazadores la persiguen y para cuando la presa se ha caído por el efecto retardado del veneno horas o un día después, es probable que los leones o las hienas hayan encontrado primero el cuerpo sin vida. Los cazadores que no estén preparados para ahuyentar a esos depredadores mueren de hambre indefectiblemente. Pocas cosas me resultan más suicidas que la idea de acercarme a un grupo de leones que se están dando un festín mientras agito un palo para intimidarlos. No obstante, los cazadores !kung lo hacen decenas de veces al año durante décadas. Tratan de minimizar el riesgo desafiando a leones que estén saciados, con la tripa visiblemente hinchada y listos para retirarse y no a leones hambrientos o escuálidos que acaben de descubrir la res muerta y probablemente les planten cara.

Las mujeres de la región fore, en las Tierras Altas orientales de Nueva Guinea, se mudan de su pueblo natal al pueblo de su marido al casarse. Cuando, una vez casadas, vuelven a su pueblo natal para ver a sus padres o a sus parientes consanguíneos, pueden viajar con su marido o solas. En épocas tradicionales de guerra constante, una mujer que viajaba sola corría el riesgo de que la violaran o la asesinaran al atravesar territorio enemigo. Las mujeres trataban de minimizar dichos riesgos buscando la protección de otros parientes que vivieran en el territorio por el que transitaban. No obstante, tanto los peligros como la protección resultaban difíciles de predecir. A una mujer la podían atacar en represalia por un asesinato que hubiera tenido lugar hacía una generación, o sus protectores podían verse superados en número por los que buscaban venganza o podían reconocer que esa sed de venganza era justa.

Por ejemplo, el antropólogo Ronald Berndt contaba la historia de una joven llamada Jumu, de la aldea de Ofafina, que se casó con un hombre de Jasuvi. Para volver a Ofafina con su hijo a ver a sus padres y a sus hermanos, Jumu tenía que pasar por la región de Ora, en la que unos habitantes de Ofafina habían asesinado recientemente a una mujer llamada Inusa. Por tanto, la familia política de Jasuvi aconsejó a Jumu que pidiera protección a un pariente de Ora llamado Asiwa, que, casualmente, era sobrino de la fallecida Inusa. Por desgracia, después de encontrar a Asiwa en su huerta, Jumu fue detectada por unos hombres de Ora, que engañaron y presionaron a Asiwa para que permitiera que uno de ellos violara a Jumu en su presencia y luego los matara a ella y a su hijo. Al parecer, Asiwa no estaba muy por la labor de proteger a Jumu, porque consideraba que el asesinato de Jumu y de su hijo constituían una venganza legítima por la muerte de Inusa. En cuanto a por qué Jumu cometió el que resultó ser el craso error de encomendarse a la protección de Asiwa, Berndt comentó: «Las luchas, la venganza y la “contravenganza” son tan habituales que la gente se ha acostumbrado a ese estado de cosas». Es decir, que Jumu no estaba dispuesta a abandonar para siempre la esperanza de volver a ver a sus padres, aceptó los riesgos que aquello implicaba y trató de minimizarlos.

Mi último ejemplo del frágil equilibrio entre la paranoia constructiva y la asunción de riesgos conscientes está relacionado con los cazadores inuit. Uno de los métodos inuit más comunes para cazar focas en invierno consiste en permanecer de pie, a veces durante horas, sobre un orificio de respiración de una plataforma de hielo marino con la esperanza de que un ejemplar salga unos instantes a la superficie y lo puedan arponear. Esa técnica entraña el riesgo de que la plataforma se rompa y se vaya a la deriva, por lo que el cazador queda aislado en el hielo y probablemente muera ahogado, de frío o de hambre. Para los cazadores sería mucho más seguro permanecer en tierra y no correr ese riesgo. Pero eso, a su vez, acrecentaría las posibilidades de que murieran de hambre, porque la caza en tierra no ofrece recompensas comparables a matar focas en orificios de respiración. Aunque los cazadores inuit tratan de elegir plataformas heladas cuya probabilidad de romperse sea mínima, ni siquiera el más precavido puede predecir con certeza si la plataforma se romperá o no, y otros peligros de la vida ártica hacen que la esperanza de vida media para los cazadores tradicionales inuit sea reducida. Es decir, que si un partido de hockey durara solo 20 minutos, uno tendría que arriesgarse a tirar a puerta aunque los tiros fallidos fueran penalizados.

Riesgos y locuacidad

Por último me gustaría especular acerca de una posible relación entre dos aspectos de la vida tradicional: sus riesgos y lo que yo he experimentado como la locuacidad de los pueblos tradicionales. Desde mi primer viaje a Nueva Guinea, me quedé impresionado con el tiempo que los papúes se pasan hablando en comparación con los estadounidenses o los europeos. Realizan comentarios continuos sobre lo que está sucediendo ahora mismo, lo que ha pasado esta mañana y lo que pasó ayer, quién ha comido qué y cuándo, quién ha orinado dónde y cuándo y detalles minuciosos sobre quién dijo qué sobre alguien o qué le hizo a alguien. No solo charlan durante el día: por la noche de vez en cuando se despiertan y siguen hablando. Eso hace que sea difícil para un occidental como yo, acostumbrado a dormir de un tirón por la noche sin conversaciones nocturnas puntuales, descansar bien en una cabaña compartida con muchos papúes. Otros occidentales han comentado en términos parecidos la locuacidad de los !kung, los pigmeos africanos y otros muchos pueblos tradicionales.

Entre los innumerables ejemplos hay uno que se me quedó grabado en la mente. Una mañana, durante mi segundo viaje a Nueva Guinea, me encontraba en una tienda con dos hombres de las Tierras Altas, mientras otros miembros del campamento estaban en el bosque. Los dos hombres pertenecían a la tribu fore y estaban hablando en dicha lengua. Me gustaba aprender su lengua, y la conversación era bastante repetitiva y sobre un tema del que ya había adquirido vocabulario, así que pude entender gran parte de lo que decían. Estaban hablando del alimento básico de las Tierras Altas, el boniato, que en fore se denomina isa-awe. Uno de los hombres miró hacia el voluminoso montón de boniatos situado en un rincón de la tienda, adoptó una expresión triste y le dijo al otro: «Isa-awe kampai» («no quedan boniatos»). Luego contaron cuántos isa-awe había realmente en el montón utilizando el sistema de cálculo fore, que contabiliza objetos con los diez dedos de las dos manos, luego los diez dedos de los pies y, por último, una serie de puntos a lo largo de los brazos. Cada uno de los hombres comentó al otro cuántos isa-awe se había comido esa mañana. Luego cruzaron comentarios sobre cuántos isa-awe se había comido el «hombre rojo» esa mañana (es decir, yo: los fore se refieren a los europeos como tetekine, literalmente «hombre rojo», en lugar de «hombre blanco»). El hombre que había hablado primero dijo que tenía ganas de comer isa-awe, aunque había desayunado hacía tan solo una hora. A continuación, se pusieron a calcular cuánto tiempo duraría ese montón de isa-awe y se preguntaron cuándo compraría más el hombre rojo (otra vez yo). Esa conversación es de lo más corriente: se me quedó grabada únicamente porque reforzó de forma indeleble mi recuerdo de la palabra fore isa-awe y porque me sorprendió el tiempo que aquellos hombres pudieron mantener una conversación que versaba sobre distintas variantes de un único tema: isa-awe.

Puede que nos sintamos tentados a tachar dichas conversaciones de «meros cotilleos». Pero los cotilleos cumplen una función para nosotros y para los papúes también. En Nueva Guinea, una de sus funciones es que los pueblos tradicionales no tienen formas de entretenimiento pasivo a las que dedicar un tiempo desmedido como la televisión, las películas, los libros, los videojuegos e internet. En su lugar, hablar es la principal forma de distracción en Nueva Guinea. Otra función de las conversaciones en Nueva Guinea es mantener y desarrollar las relaciones sociales, que son igual de importantes o más para los papúes que para los occidentales.

Además, creo que su torrente constante de conversación ayuda a los papúes a afrontar la vida en el peligroso mundo que los rodea. Hablan de todo: detalles minuciosos de lo que sucede, lo que ha cambiado desde ayer, lo que podría pasar a continuación, quién ha hecho qué y por qué lo ha hecho. Nosotros obtenemos la mayor parte de la información sobre el mundo que nos rodea a través de los medios de comunicación; los papúes tradicionales obtienen toda la información a partir de sus observaciones y de los demás. La vida es más peligrosa para ellos que para nosotros. Al hablar constantemente y adquirir la mayor cantidad de información posible, los papúes están intentando entender su mundo y prepararse para controlar mejor los peligros de la vida.

Obviamente, la conversación también cumple la función de evitarnos riesgos. Nosotros también hablamos, pero tenemos menos necesidad de hacerlo, porque nos enfrentamos a menos peligros y disponemos de más fuentes de información. Recuerdo a una amiga estadounidense a la que llamaré Sara y a la que admiraba por sus esfuerzos a la hora de enfrentarse al peligroso mundo que la rodeaba. Sara era madre soltera, trabajaba a tiempo completo, vivía con un sueldo modesto y a duras penas cubría las necesidades de su hijo pequeño y las suyas propias. Como persona inteligente y sociable que era, le interesaba conocer al hombre adecuado para que compartiera la vida con ella, que fuera un padre para su hijo, que los protegiera y que contribuyera económicamente.

Para una madre soltera, el mundo de los hombres estadounidenses está lleno de peligros que son difíciles de evaluar con precisión. Sara ya se había encontrado con muchos hombres que acabaron siendo deshonestos o violentos. Pero eso no la disuadió de seguir teniendo citas. No obstante, al igual que los cazadores !kung que no se rinden cuando se encuentran a unos leones junto a una res muerta, sino que utilizar toda su experiencia para evaluar rápidamente los peligros que suponen esos leones en concreto, Sara había aprendido a calar rápidamente a los hombres y a estar alerta a leves signos de peligro. Pasaba mucho tiempo hablando con amigas que se encontraban en situaciones parecidas para compartir experiencias relativas a los hombres y otras oportunidades y riesgos de la vida, y, de esa forma, podían ayudarse mutuamente a entender sus observaciones.

Wayne Gretzky comprendería por qué Sara seguía explorando el mundo de los hombres a pesar de los muchos tiros fallidos. (Me alegra poder decir que Sara está ahora felizmente casada en segundas nupcias con un buen hombre que era padre soltero cuando ella lo conoció.) Y mis amigos papúes entenderían la paranoia constructiva de Sara, así como todo el tiempo que dedicaba a comentar con sus amigas los detalles de su vida diaria.