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LEONES Y OTROS PELIGROS
Peligros de la vida tradicional • Accidentes • Estar en guardia • Violencia humana • Enfermedades • Respuestas a las enfermedades • Muerte por inanición • Escasez impredecible de alimentos • Desperdigar los terrenos • Estacionalidad y escasez de alimentos • Ampliar la dieta • Aglomeración y dispersión • Respuestas ante el peligro
Peligros de la vida tradicional
El antropólogo Melvin Konner estuvo viviendo dos años con cazadores-recolectores !kung en una zona remota del desierto del Kalahari en Botsuana, alejado de toda carretera o pueblo. El más cercano era uno pequeño con pocos vehículos a motor, tanto que por la carretera que lo atravesaba solo pasaba una media aproximada de un coche por minuto. Pero cuando Konner llevó a un amigo !kung llamado !Khoma al pueblo, estaba aterrorizado ante la idea de tener que cruzar la carretera, aunque no hubiera ningún coche a la vista en ninguno de los sentidos. El estilo de vida de ese hombre en el Kalahari consistía en ahuyentar leones y hienas de animales de caza muertos.
Sabine Kuegler, la hija de la pareja de misioneros alemanes que se crió con sus padres entre la tribu fayu en los bosques pantanosos de Nueva Guinea occidental, donde tampoco había carreteras, vehículos a motor ni pueblos, relataba una reacción parecida. A los 17 años se fue de Nueva Guinea para entrar en un internado en Suiza. «¡Aquí había muchísimos coches y ¡pasaban a toda velocidad haciendo un sonido atronador! […] Cada vez que tenía que cruzar una calle sin semáforo, me ponía a sudar. No podía calcular la velocidad de los coches, y me aterrorizaba pensar que podían atropellarme. […] Los coches iban a toda velocidad en ambos sentidos, y en cuanto hubo un pequeño hueco en el tráfico, mis amigos cruzaron la calle corriendo. Pero yo me quedé allí, como si estuviera petrificada. […] Estuve cinco minutos parada en el mismo sitio. El miedo que tenía era demasiado grande. Di un rodeo enorme hasta que por fin encontré un paso de cebra con semáforo. A partir de entonces, todos mis amigos sabían que conmigo tenían que planificar los cruces de calles con mucha antelación. Hoy en día sigo teniendo miedo del bullicioso tráfico de las ciudades». Y eso que Sabine Kuegler se había acostumbrado a tener cuidado con los jabalíes y los cocodrilos en los bosques pantanosos de Nueva Guinea.
Estas dos historias parecidas ejemplifican varios puntos. En cualquier sociedad la gente se enfrenta a peligros, pero los peligros concretos difieren entre una sociedad y otra. Nuestra percepción de los riesgos tanto desconocidos como conocidos suele ser poco realista. Tanto el amigo !kung de Konner como Sabine Kuegler tenían razón en cuanto al hecho de que los coches son realmente el peligro número uno de la vida occidental. Pero cuando a unos estudiantes universitarios y a unas votantes estadounidenses les pidieron que clasificaran por orden de importancia los peligros de la vida, ambos grupos opinaron que la energía nuclear era más peligrosa que los coches, a pesar de que la primera (aunque se incluyan las muertes provocadas por las dos bombas atómicas que se lanzaron a finales de la Segunda Guerra Mundial) ha matado a una fracción ínfima del número de personas que han muerto a causa de los coches. Los estudiantes universitarios estadounidenses también consideran que los pesticidas son extremadamente peligrosos (justo por detrás de las armas y el tabaco, en su opinión) y que las operaciones quirúrgicas son relativamente seguras, cuando en realidad son más peligrosas que los pesticidas.
Cabría añadir que, en general, los estilos de vida tradicionales son más peligrosos que el occidental, tal como refleja su esperanza de vida, que es mucho más reducida. No obstante, esa diferencia es en gran medida reciente. Antes de que un gobierno estatal eficaz empezara a reducir el impacto de las hambrunas hace unos 400 años y, sobre todo, antes de que las medidas sanitarias públicas y más tarde los antibióticos superaran ciertas enfermedades infecciosas hace menos de 200 años, la esperanza de vida en las sociedades estatales de Europa y Estados Unidos no era muy superior a la de las sociedades tradicionales.
Realmente, ¿cuáles son los principales retos de la vida tradicional? Ya veremos que los leones y los cocodrilos son solo parte de la respuesta. En cuanto a las reacciones ante los peligros, los pueblos modernos a veces respondemos de forma racional adoptando medidas eficaces a la hora de minimizar los peligros, pero en otros casos respondemos «de manera irracional» e ineficaz, por ejemplo, con la negación, la oración y otras prácticas religiosas. ¿Cómo responden los pueblos tradicionales a los peligros? Voy a hablar de los que considero que son los cuatro grupos principales de peligros a los que se enfrentan los pueblos tradicionales: los peligros medioambientales, la violencia humana, las enfermedades infecciosas y parasitarias y la muerte por inanición. Los dos primeros grupos siguen suponiendo un grave problema en las sociedades occidentales modernas; el tercero y, sobre todo, el cuarto, no tanto (aunque siguen siendo importantes en otras partes del mundo moderno). Luego hablaré brevemente de cómo están distorsionadas nuestras valoraciones de los riesgos, hasta el punto de que reaccionamos de forma exagerada ante los pesticidas y subestimamos el peligro de las operaciones.
Accidentes
Cuando nos imaginamos los riesgos a los que se enfrentan las sociedades tradicionales, lo primero en lo que pensamos suelen ser los leones y otros peligros medioambientales. En realidad, para la mayoría de las sociedades tradicionales los peligros medioambientales no son más que la tercera causa de muerte, por detrás de las enfermedades y la violencia humana. Pero los peligros medioambientales afectan más que las enfermedades al comportamiento de la gente, porque, en el caso de los primeros, la relación causa-efecto es mucho más rápida y resulta más fácil de percibir y de comprender.
En la tabla 8.1 aparece una lista de las principales causas de muerte accidental o lesiones en siete pueblos tradicionales de los que se llevan registros. Los siete viven en el trópico o cerca de él y practican la caza y la recolección en cierta medida, pero hay dos (los habitantes de las Tierras Altas de Nueva Guinea y los kaulong) que obtienen la mayor parte de sus calorías a través del cultivo. Está claro que cada pueblo tradicional debe enfrentarse a distintos peligros relacionados con su medio ambiente particular. Por ejemplo, ahogarse o irse a la deriva en un témpano de hielo constituye un riesgo para los inuit de la costa ártica, pero no para los !kung del desierto del Kalahari, mientras que ser aplastado por un árbol o mordido por una serpiente venenosa supone un riesgo para los pigmeos aka y los aché, pero no para los inuit. Caerse dentro de una caverna subterránea que se derrumbe es un riesgo para los kaulong, pero no para ninguno de los otros siete grupos de la tabla, porque solo los kaulong viven en un entorno con muchos orificios levemente techados. Asimismo, en la tabla 8.1 no quedan reflejadas las diferencias entre sexos ni rangos de edad dentro de una sociedad: los accidentes matan a más hombres que mujeres entre los aché, los !kung y muchos otros pueblos, no solo porque la caza de animales por parte de los hombres supone más peligros que la recolección de plantas por parte de las mujeres, sino también porque los hombres tienden a asumir más riesgos que las mujeres. Pero, aun así, la tabla 8.1 es suficiente para dejar entrever algunas conclusiones.
Antes que nada, cabe señalar que en la tabla 8.1 no se hace mención alguna de las principales causas de muerte accidental en las sociedades modernas occidentalizadas: en orden descendente de número de fallecimientos, nosotros morimos a causa de los coches (lámina 44), el alcohol, las armas, las operaciones quirúrgicas y las motocicletas, de las cuales ninguna supone un peligro para los pueblos tradicionales excepto el alcohol en contadas ocasiones. Deberíamos preguntarnos si simplemente no hemos cambiado nuestros antiguos peligros como los leones y los árboles caídos por otros nuevos como los coches y el alcohol. Pero hay otras dos grandes diferencias entre los peligros medioambientales de las sociedades modernas y los de las sociedades tradicionales aparte de los riesgos en cuestión. La diferencia es que el riesgo acumulado de muerte accidental quizá sea inferior en las sociedades modernas, porque ejercemos un control mucho mayor sobre nuestro entorno, aunque sí que contenga ciertos peligros de cosecha propia como los coches. La otra diferencia es que, gracias a la medicina moderna, el daño provocado por nuestros accidentes se suele reparar con mucha más frecuencia antes de que nos mate o nos deje con una discapacidad de por vida. Cuando me rompí un tendón de la mano, un cirujano me la entablilló, y la mano se curó y recuperé toda su movilidad en seis meses, pero algunos de mis amigos papúes que se han roto alguna vez un hueso o un tendón han terminado por no curárselo bien y han quedado tullidos para siempre.
TABLA 8.1. CAUSAS DE MUERTE ACCIDENTAL Y LESIONES

Esas dos diferencias son uno de los motivos por los que los pueblos tradicionales abandonan de tan buen grado su estilo de vida en la jungla, admirado en un sentido abstracto por los occidentales, que no tienen que vivir de ese modo. Por ejemplo, esas diferencias ayudan a explicar por qué hay tantos indios aché que reniegan de la libertad que les brinda su vida de cazadores en el bosque y se asientan en reservas, por muy degradantes que les puedan parecer a la gente de fuera. Del mismo modo, un amigo mío estadounidense recorrió la mitad del mundo para encontrarse con una banda recién descubierta de cazadores-recolectores de los bosques de Nueva Guinea, para luego descubrir que la mitad de ellos ya habían decidido mudarse a una aldea indonesia y llevaban camisetas, porque la vida allí era más segura y cómoda. «¡Arroz para comer y nada de mosquitos!» fue la breve explicación que dieron.
Al leer las siete filas de la tabla 8.1, verán algunos conjuntos comunes de peligros que son graves para muchos o la mayoría de los pueblos tradicionales, pero que son muy poco habituales o sorprendentes para nosotros, los pueblos modernos. Los animales salvajes constituyen de hecho una de las principales amenazas para los pueblos tradicionales (lámina 43). Por ejemplo, los jaguares son la causa del 8 por ciento de las muertes de los aché adultos. Los leones, leopardos, hienas, elefantes, búfalos y cocodrilos matan a africanos, pero el animal que más africanos mata es el hipopótamo. A los !kung y a los pigmeos africanos los matan, muerden, arañan y cornean no solo los carnívoros de gran tamaño, sino también los antílopes y otras presas heridas que cazan. Aunque a nosotros nos horrorice la idea de que los cazadores !kung ahuyenten a manadas de leones de las reses muertas, los !kung saben que el león más peligroso es en realidad una bestia solitaria demasiado vieja, enferma o herida para cazar presas veloces y obligada a atacar a seres humanos.
Las serpientes venenosas también constituyen uno de los principales peligros para los pueblos tropicales de la tabla 8.1. Provocan el 14 por ciento de las muertes de los aché adultos (es decir, más que los jaguares) e incluso más pérdidas de miembros. A casi todos los yanomami y aché adultos les han mordido al menos una vez. En un nivel superior en cuanto a peligro se refiere se encuentran los árboles, como consecuencia tanto de árboles o ramas que caen encima de las personas en el bosque (recuerden mi propia experiencia descrita al principio del capítulo 7) como de gente que se sube a un árbol para cazar o para recoger fruta y miel y se cae (lámina 42). Las hogueras para calentarse suponen un mayor riesgo que los incendios de matorrales, tanto que la mayoría de los habitantes de las Tierras Altas de Nueva Guinea y de los !kung presentan cicatrices de quemaduras por dormir cerca del fuego ya de adultos o por jugar alrededor de él cuando eran niños.
La muerte por exposición al frío o a la humedad es un peligro fuera del trópico y en alturas elevadas en Nueva Guinea y otros puntos del trópico. Incluso para los aché que viven en Paraguay, cerca del trópico de Capricornio, las temperaturas en invierno pueden bajar de cero, y un aché que esté en mitad del bosque por la noche sin una hoguera corre el riesgo de morir. En una de las montañas más altas de Nueva Guinea, mientras hacía senderismo bien preparado y con ropa de abrigo en medio de una lluvia helada y unos vientos huracanados a una altura de 3350 metros, me encontré con un grupo de siete colegiales papúes que habían salido de su casa esa mañana con el cielo despejado e iban en pantalón corto y camiseta. Cuando volví a verlos varias horas después, estaban tiritando sin parar, se tropezaban y no podían ni hablar. Unos hombres de la región que venían conmigo y que los llevaron hasta un refugio me enseñaron un montón de rocas que había cerca, detrás del cual se había guarecido del mal tiempo un grupo de 23 hombres el año anterior, que habían terminado muriendo de frío. Ahogarse y que te caiga un rayo son otros peligros medioambientales para los pueblos tanto tradicionales como modernos.
Los !kung, los papúes, los aché y muchos otros pueblos cazadores son legendarios por su capacidad de seguir rastros, leer pistas en el entorno y detectar un sendero sin apenas indicaciones. No obstante, incluso ellos, y sobre todo sus hijos, a veces cometen errores, se pierden y puede que no sepan regresar al campamento antes de que anochezca, lo cual conlleva unas consecuencias nefastas. Unos amigos míos se vieron envueltos en dos tragedias de ese tipo en Nueva Guinea, una en la que un chico que iba con un grupo de adultos se alejó y nunca lo encontraron a pesar de las exhaustivas búsquedas que realizaron ese mismo día y los siguientes; y otra en la que un hombre fuerte y con experiencia se perdió en una montaña al caer la tarde, no consiguió llegar a su aldea y murió congelado en el bosque por la noche.
Asimismo, otras causas de accidentes son nuestras propias armas y herramientas. Las flechas utilizadas por los cazadores !kung están embadurnadas de un potente veneno, por lo que un rasguño fortuito es la causa más grave de accidentes de caza para los !kung. Los pueblos tradicionales de todo el planeta se cortan por descuido con sus propios cuchillos y hachas, al igual que los cocineros y los carpinteros modernos.
Menos heroicas y más comunes que los leones y los rayos como causas de muerte accidental o lesiones son las pequeñas picaduras de insectos y rasguños con espinas. En el trópico húmedo, cualquier picadura o rasguño —aunque sea de un jején, una sanguijuela, un piojo, un mosquito o una garrapata— es probable que se infecte y que, si no se trata, se convierta en un absceso que deje impedida a la persona. Por ejemplo, una vez que volví a ver a un amigo de Nueva Guinea que se llamaba Delba y con el que había pasado varias semanas haciendo senderismo por el bosque dos años antes, me quedé anonadado al encontrarlo encerrado en casa e incapaz de andar a consecuencia de un simple rasguño que se había infectado y que luego reaccionó rápidamente a los antibióticos que yo llevaba pero que los habitantes de Nueva Guinea no poseen. Las hormigas, las abejas, los ciempiés, los escorpiones, las arañas y las avispas no solo pican o arañan, sino que también inoculan venenos que a veces resultan mortales. Junto con los árboles caídos, las picaduras de avispas y hormigas son los peligros que más temen mis amigos de Nueva Guinea en el bosque. Algunos insectos dejan un huevo debajo de la piel de la persona, del que se incuba una larva que produce un absceso enorme que te desfigura irremediablemente.
Aunque esas causas de accidentes en sociedades tradicionales son variadas, permiten ciertas generalizaciones. Las consecuencias graves de los accidentes no solo implican la muerte en sí, sino también, incluso si uno sobrevive, la posibilidad de ver reducida su capacidad física de forma temporal o permanente, lo que puede conllevar una reducción en las habilidades para sustentar a sus propios hijos y a otros parientes, una resistencia inferior ante enfermedades, cojera y amputación de algún miembro. Son estas consecuencias «menores» —y no el riesgo de muerte— las que hacen que mis amigos papúes y yo tengamos tanto miedo a las hormigas, a las avispas y a los rasguños de espinas infectadas. Aunque una persona sobreviva al mordisco de una serpiente venenosa, puede que le cause gangrena y la deje paralizada o lisiada o que pierda el brazo o la pierna que le haya mordido.
Al igual que el omnipresente riesgo de muerte por inanición del que hablaré más adelante en este capítulo, los peligros medioambientales influyen en el comportamiento de las personas mucho más de lo que uno podría imaginarse por el número de muertes o lesiones provocadas. De hecho, puede que el número de muertes sea reducido precisamente por todo el comportamiento que se invierte a la hora de combatir dichos peligros. Por ejemplo, los leones y otros carnívoros de gran tamaño son responsables tan solo de 5 de cada 1000 muertes entre los !kung, y esto podría llevar a la errónea conclusión de que los leones no son un factor importante en la vida de los !kung. En realidad, esa reducida tasa de mortalidad refleja la profunda influencia que tienen los leones en la vida de los !kung. Los papúes cazan de noche porque viven en un entorno sin carnívoros peligrosos; pero los !kung no, porque resulta complicado detectar a animales peligrosos y sus rastros y porque los propios carnívoros peligrosos están más activos por la noche. Las mujeres !kung siempre van a cazar en grupo, hacen ruido constantemente y hablan en voz alta para asegurarse de que los animales no se encuentren con ellas por sorpresa, buscan rastros y evitan correr (porque eso incita a un depredador a atacar). Si se ve a un depredador en las proximidades, los !kung pueden llegar a restringir sus viajes fuera del campamento durante uno o dos días.
La mayoría de los accidentes —los provocados por animales, serpientes, árboles caídos, precipitarse desde un árbol, fuegos en arbustos, frío, perderse, ahogarse, picaduras de insectos y rasguños de espinas— están relacionados con las salidas para cazar o cultivar alimentos. Por tanto, la mayoría de los accidentes se podrían evitar quedándose en casa o en el campamento, pero entonces no se conseguiría comida. De ahí que los peligros medioambientales ilustren el principio modificado de Wayne Gretzky: si uno no tira nunca a puerta, no fallará ningún tiro, pero seguro que no marcará ningún gol. Los cazadores y agricultores tradicionales, incluso más que Wayne Gretzky, deben sopesar los peligros con respecto a la necesidad preponderante de conseguir un torrente constante de goles. Del mismo modo, los urbanitas modernos podríamos evitar el principal peligro de la vida en la ciudad —los accidentes de coche— quedándonos en casa y no exponiéndonos a miles de conductores que circulan por las autopistas de forma impredecible a velocidades entre 100 y 160 kilómetros por hora. Pero la mayoría de nosotros dependemos del coche para ir al trabajo o a comprar. Wayne Gretzky diría: «Sin conducir, no hay nómina y no hay comida».
Estar en guardia
¿Cómo responden los pueblos tradicionales a su realidad, esto es, a una vida que siempre está a merced de los peligros medioambientales? Sus respuestas incluyen la paranoia constructiva que he expuesto en el capítulo 7, las respuestas religiosas de las que hablaré en el capítulo 9 y otras prácticas y actitudes.
Los !kung están siempre en guardia. Cuando están fuera cazando o caminando entre los matorrales, están observando y escuchando, atentos a la presencia de animales y personas, y analizan los rastros en la arena para deducir qué animal o qué persona los ha dejado, en qué dirección iba, a qué velocidad, hace cuánto tiempo y si, por tanto, deberían modificar sus planes y cómo. Tampoco deben bajar la guardia en el campamento, a pesar del poder disuasorio de las personas, el ruido y el fuego, porque a veces hay animales que se adentran en ellos, sobre todo las serpientes. Si los !kung encuentran una serpiente venenosa de gran tamaño conocida como mamba negra en su campamento, es probable que se marchen de allí en lugar de tratar de matarla. Puede que parezca una reacción exagerada, pero la mamba negra es una de las serpientes más peligrosas de África por su gran tamaño (hasta 2,5 metros de largo), sus rápidos movimientos, sus largos colmillos y su potente veneno neurotóxico; la mayoría de sus picaduras son mortíferas.
En cualquier entorno peligroso, la experiencia enseña pautas de comportamiento para minimizar los riesgos, pautas que merece la pena seguir aunque una persona ajena las considere una reacción exagerada. Lo que Jane Goodale escribió sobre la actitud del pueblo kaulong en las selvas tropicales de Nueva Bretaña podría aplicarse a la perfección a los pueblos tradicionales de todo el mundo, simplemente sustituyendo los ejemplos concretos: «La prevención de accidentes es importante, y el conocimiento de cómo, cuándo y en qué circunstancias acometer o no un esfuerzo concreto es necesario para el éxito y la supervivencia personales. Cabe mencionar que la innovación en cualquier técnica o comportamiento relacionados con el entorno natural está considerada como algo extremadamente peligroso. Hay un rango de comportamiento correcto bastante estrecho más allá del cual existe el riesgo distintivo y muy citado de que de repente el suelo se abra bajo tus pies, de que se te caiga un árbol encima cuando pases por debajo o de que aumenten de pronto las aguas de crecida cuando estás tratando de cruzar a la otra orilla. Por ejemplo: me dijeron que dejara de saltar piedras en la superficie de nuestro río (“se inundará”); que no jugara con fuego (“se abrirá la tierra” o “el fuego te quemará a ti y no te cocinará la comida”); que no dijera el nombre de los murciélagos de las cuevas mientras los cazaba (“la cueva se vendrá abajo”); y muchas otras cosas con sanciones parecidas impuestas por el entorno natural». Esa misma actitud subyace en la filosofía de vida que un amigo papú me resumió de este modo: «Todo pasa por algo, así que hay que ser precavido».
Una reacción occidental común ante el peligro que jamás he visto entre los papúes experimentados es hacerse el macho, buscar situaciones peligrosas o disfrutar de ellas o fingir que uno no tiene miedo y tratar de ocultarlo. Marjorie Shostak observó la ausencia de esas actitudes occidentales entre los !kung: «Las cacerías suelen ser peligrosas. Los !kung se enfrentan al peligro con valentía, pero no lo buscan ni asumen riesgos solo para demostrar su coraje. Evitar activamente situaciones peligrosas está considerado algo prudente, no cobarde o poco masculino. Además, no se espera que los chicos jóvenes dominen su miedo y actúen como adultos. Ante riesgos innecesarios, los !kung afirman: “¡Pero podría morir alguien!”».
Shostak pasó a describir cómo un chico !kung de 12 años llamado Kashe, su primo y su padre narraron una exitosa cacería en la que el padre había ensartado en una lanza a un órice de El Cabo, un antílope que se defendía con sus largos cuernos afilados como cuchillas. Cuando Shostak le preguntó a Kashe si había ayudado a su padre a matarlo, Kashe se rió y respondió orgulloso: «¡No, yo estaba subido a un árbol!». «Su sonrisa se transformó en una risa fácil. Confusa, le volví a preguntar, y él repitió que tanto su primo como él se habían subido a un árbol en cuanto el animal dejó de correr y les plantó cara. Yo me burlé de él diciéndole que todo el mundo se habría muerto de hambre si su primo y él hubieran tenido que encargarse del animal. Él se volvió a reír y dijo: “¡Sí, pero teníamos mucho miedo!”. No había ni pizca de vergüenza ni necesidad de explicar lo que, en nuestra cultura, podría haberse considerado un comportamiento carente de coraje. […] Ya tendría tiempo suficiente para aprender a enfrentarse a animales peligrosos y a matarlos y no le cabía ninguna duda (ni a su padre tampoco, a juzgar por la expresión de su rostro) de que algún día lo haría. Cuando le pregunté al padre, este sonrió: “¿Subidos a un árbol? Claro. No son más que niños. Podrían haberse hecho daño”».
Los papúes, los !kung y otros pueblos tradicionales se narran unos a otros largas historias sobre los peligros encontrados, no solo a modo de entretenimiento en ausencia de la televisión y los libros, sino también por su valor educativo. Kim Hill y A. Magdalena Hurtado ofrecen algunos ejemplos de las conversaciones de los aché en torno a las hogueras: «A veces se cuentan historias de muertes accidentales por la noche, cuando los miembros de la banda relacionan lo que ha sucedido en el día con acontecimientos pasados. Los niños se quedan fascinados con estas historias y es probable que extraigan lecciones de gran valor en cuanto a los peligros del bosque, lecciones que contribuyen a su propia supervivencia. Un chico murió porque se le olvidó pellizcarle la cabeza a una larva de palmera antes de tragársela. Las mandíbulas de la larva se le quedaron clavadas en la garganta y se asfixió. En varias ocasiones, un adolescente se alejó demasiado de los adultos durante la cacería y nunca lo volvieron a ver o lo encontraron muerto días después. Un cazador que estaba excavando la madriguera de un armadillo se cayó en el agujero de cabeza y se asfixió. Otro se cayó de un árbol desde una altura de casi 40 metros cuando estaba tratando de recuperar una flecha que había disparado a un mono, y falleció. Una niña pequeña se cayó en un agujero que había dejado un árbol botella que se había podrido y se rompió el cuello. Varios hombres fueron atacados por unos jaguares. Encontraron algunos de sus restos, pero otros sencillamente desaparecieron. Por la noche, en el campamento, a un niño le mordió una serpiente venenosa en la cabeza mientras dormía. Murió al día siguiente. Una mujer mayor murió aplastada por un árbol que una adolescente había talado para conseguir leña. En lo sucesivo, la niña pasó a ser conocida como “Leña caída”, un apodo que le recordaba todos los días la fechoría que había cometido. A un hombre le mordió un coatí, y posteriormente murió a causa de esa herida. En un incidente similar, un cazador sufrió una mordedura en la muñeca en 1985. Sus principales venas y arterias estaban perforadas, y no cabe duda de que habría muerto si no llega a recibir atención médica. Una niña pequeña se cayó a un río mientras cruzaba por un puente de troncos y se la llevó la corriente. […] Por último, en un percance que parece un golpe de mala suerte totalmente aleatorio, murieron seis personas de una banda cuando un rayo cayó sobre el campamento durante una tormenta».
Violencia humana
Las sociedades tradicionales presentan una gran variación respecto a la frecuencia y las formas de muerte por violencia humana, que suele ser la primera o la segunda causa de fallecimiento (después de las enfermedades). Un factor significativo inherente a esta variación es el grado de interferencia estatal o externa a la hora de suprimir o disuadir el uso de la violencia. En cierto modo, los tipos de violencia se pueden dividir de forma arbitraria en un producto de la guerra (mencionado en los capítulos 3 y 4) u homicidio, donde la guerra en su forma más evidente queda definida como la lucha colectiva entre distintos grupos, mientras que el homicidio consiste en el asesinato de individuos dentro de un mismo grupo. No obstante, esta dicotomía se desdibuja cuando hay que decidir si los asesinatos entre grupos vecinos que suelen mantener buena relación deberían considerarse homicidios dentro de un grupo o una guerra entre grupos. Otras ambigüedades son los tipos de asesinatos que se deben contar: por ejemplo, las tablas publicadas relativas a la violencia de los aché incluyen el infanticidio y el gerontocidio, pero las tablas publicadas de los !kung no, y los autores difieren en sus opiniones sobre la frecuencia del infanticidio entre estos últimos. La elección de las víctimas y la relación entre la víctima y el asesino también varían enormemente entre una sociedad y otra. Por ejemplo, las víctimas aché eran principalmente bebés y niños, mientras que las !kung eran sobre todo adultos.
Los estudios sobre la violencia entre los !kung resultan aleccionadores por varios motivos. Las primeras observaciones de los !kung realizadas por antropólogos los describían como un pueblo pacífico y no violento, tanto que un famoso libro publicado en 1959, a comienzos de la historia de los estudios modernos de los !kung, se titulaba The Harmless People. Durante los tres años que vivió entre los !kung en los años sesenta, Richard Lee observó 34 peleas en las que hubo golpes pero ninguna muerte, y sus informadores le contaron que en realidad no se había producido ninguna defunción durante esos años. Después de que Lee pasara 14 meses en la región y conociera mejor a sus informadores, estos accedieron a hablarle de las muertes que habían acontecido antes. Cuando por fin empezaron a hablar, contrastando los relatos de distintos informadores, Lee consiguió elaborar una lista fiable con el nombre, el sexo y la edad de los asesinos y las víctimas, la relación entre asesino y víctima, así como las circunstancias, el motivo, la estación, la hora del día y las armas utilizadas en 22 asesinatos entre 1920 y 1969. Esa lista no incluía casos de infanticidio ni gerontocidio, que Lee pensaba que eran muy poco habituales, pero las entrevistas que realizó Nancy Howell a mujeres !kung indican que sí se produjeron infanticidios. Lee concluyó que esos 22 casos representaban el número total de muertes por violencia en su área de estudio entre 1920 y 1969.
Esas 22 muertes de !kung deberían considerarse homicidios en lugar de una guerra. En algunos casos, la víctima y el asesino se hallaban en el mismo campamento, mientras que en otros estaban en campamentos distintos, pero ningún asesinato consistía en un grupo de personas de un campamento que tratara de matar a un grupo de gente de otro campamento (es decir, una «guerra»). De hecho, no había ningún acontecimiento que indicara la existencia de una guerra entre los !kung en la región de Lee durante el período comprendido entre 1920 y 1969. Pero los !kung afirmaron que solían realizar incursiones —en apariencia parecidas a las «guerras» atestiguadas en otros pueblos tradicionales— durante la generación de los abuelos de los !kung de más edad, es decir, antes de que los pastores tswana empezaran a realizar visitas anuales a los !kung y a comerciar con ellos en el siglo XIX. En el capítulo 4 hemos visto que las visitas de los comerciantes a los inuit también tuvieron el efecto de acabar con las guerras, aunque ni los comerciantes que visitaban a los inuit ni los de los !kung terminaran con ellas a propósito. Por el contrario, los inuit abandonaron la guerra por su propio interés, para tener más oportunidades de beneficiarse del comercio, y puede que los !kung hicieran lo mismo.
En cuanto a la tasa de homicidios de los !kung, 22 asesinatos en el transcurso de 49 años supone uno cada dos años. Eso parece totalmente insignificante para los lectores de los periódicos urbanos estadounidenses, que si abren uno cualquier día, pueden enterarse de todos los asesinatos cometidos en la ciudad en las últimas 24 horas. Lo que explica sobre todo esta diferencia es, evidentemente, que la población base dentro de la cual tienen lugar los asesinatos es de millones de personas en el caso de la ciudad estadounidense, mientras que la población !kung observada por Lee era de 1500 habitantes. En referencia a esa población base, la tasa de homicidios para los !kung asciende a 29 homicidios por cada 100 000 personas-año, lo cual supone el triple de la tasa de homicidios en Estados Unidos y entre 10 y 30 veces más que en Canadá, el Reino Unido, Francia y Alemania. Se podría objetar que el cálculo de Estados Unidos excluye las muertes violentas en conflictos, lo que incrementaría esa tasa. No obstante, la tasa de los !kung tampoco incluye las muertes en «guerras» (es decir, sus incursiones, a las que se puso fin hace más de un siglo), cuyo número es completamente desconocido para los !kung, pero que se sabe que es elevado en el caso de muchos otros pueblos tradicionales.
La cifra de 22 homicidios !kung en 49 años resulta instructiva por otra razón. Un homicidio cada 27 meses implica que, para un antropólogo que durante un año lleve a cabo un estudio de campo sobre un pueblo, es muy poco probable que suceda un homicidio durante ese período, y el antropólogo consideraría que ese pueblo es pacífico. Aunque el antropólogo residiera allí durante cinco años, un período lo suficientemente largo como para que pudiera producirse un asesinato teniendo en cuenta la tasa de homicidios de los !kung, es muy poco probable que tuviera lugar bajo la mirada del antropólogo, cuya valoración de la frecuencia de la violencia dependería de si sus informadores deciden contárselo. Del mismo modo, aunque Estados Unidos está considerada una de las sociedades con más homicidios del Primer Mundo, yo nunca he sido testigo ocular de ninguno, y solo he oído unas pocas historias de primera mano dentro de mi círculo de conocidos. Los cálculos de Nancy Howell indican que la violencia era la segunda causa de muerte de los !kung, por detrás de las enfermedades infecciosas y parasitarias, pero por delante de las afecciones degenerativas y los accidentes.
También resulta instructivo plantearse por qué se acabaron recientemente las muertes violentas entre los !kung. El último homicidio del que Lee tuvo noticia se produjo en la primavera de 1955, cuando dos hombres !kung mataron a un tercero. Los dos asesinos fueron arrestados por la policía, llevados a juicio y encarcelados, y no volvieron a su región natal. Este suceso tuvo lugar solo tres años después del primer caso en el que intervino la policía para encarcelar a un asesino !kung. Desde 1955 hasta que Lee publicó su análisis en 1979, no hubo ningún homicidio más en su área de estudio. Este curso de los acontecimientos ilustra la función de control que desempeña un gobierno estatal fuerte a la hora de reducir la violencia. Esa misma función se pone de manifiesto en los hechos clave de la historia colonial y poscolonial de Nueva Guinea en los últimos 50 años, a saber, la pronunciada disminución de la violencia tras el establecimiento del control australiano e indonesio en zonas remotas de Nueva Guinea oriental y occidental respectivamente, que antes carecían de gobierno estatal; el nivel de violencia constantemente bajo en Nueva Guinea occidental gracias al riguroso control gubernamental que allí se mantuvo; y el ocasional resurgimiento de la violencia en Papúa Nueva Guinea después de que el gobierno colonial australiano diera paso paulatinamente a un gobierno independiente menos riguroso. Esa tendencia a que la violencia disminuya bajo el control gubernamental de un Estado no refuta el hecho de que las sociedades tradicionales tengan medios no violentos para resolver con éxito la mayoría de sus disputas antes de que estas adquieran un carácter enconado (capítulo 2).
Los detalles de los 22 homicidios de los !kung son los siguientes. Todos los asesinos y 19 de las 22 víctimas eran hombres adultos de edades comprendidas entre los 20 y los 55 años; solo tres de las víctimas eran mujeres. En todos los casos, el asesino !kung conocía a la víctima, que era un pariente lejano; los !kung no habían asesinado a ningún desconocido, algo que es habitual en Estados Unidos en casos de robos o asaltos en carreteras. Todos los asesinatos tuvieron lugar públicamente en campamentos, en presencia de otras personas. Tan solo 5 de los 22 asesinatos de !kung fueron premeditados. Por ejemplo, en un dramático caso que tuvo lugar hacia 1948, un conocido asesino posiblemente psicótico llamado /Twi, que ya había matado a dos hombres, fue objeto de una emboscada, y un hombre llamado /Xashe le lanzó una flecha envenenada. /Twi, herido, consiguió acertar a una mujer llamada //Kushe en la boca con una lanza y le disparó una flecha envenenada por la espalda a su marido, N!eishi, antes de que mucha de la gente que se había arremolinado le lanzara flechas envenenadas a /Twi hasta que acabó pareciendo un puercoespín y luego clavaran lanzas en el cuerpo sin vida. Sin embargo, los otros 17 asesinatos de los !kung sucedieron durante peleas espontáneas. Por ejemplo, estalló una reyerta en N≠wama cuando un hombre se negó a permitir que otro se casara con la hermana pequeña de la mujer del primero. En la enorme discusión que se desencadenó a consecuencia de ello, el marido le lanzó una flecha a su cuñada; el pretendiente de la cuñada, su padre y su hermano y el marido y sus aliados se lanzaron flechas y lanzas entre ellos; y, en medio de varias peleas paralelas, el padre del pretendiente quedó herido de muerte por una flecha envenenada que se le clavó en el muslo y una lanza en las costillas.
La mayoría de los asesinatos de los !kung (15 de 22) forman parte de contiendas en las que una muerte llevó a otra y luego a otra en el transcurso de hasta 24 años; dichos ciclos de asesinatos por venganza también caracterizan la guerra tradicional (capítulos 3 y 4). Entre los motivos de los asesinatos de los !kung, aparte de la venganza por un asesinato previo, el adulterio es uno de los más mencionados. Por ejemplo, un marido cuya mujer se había acostado con otro atacó e hirió al adúltero, que luego se las arregló para matar al marido. Otro marido engañado apuñaló y mató a su mujer con una flecha envenenada, después huyó de la región y no volvió nunca.
En cuanto a otras sociedades a pequeña escala, algunas son menos violentas que los !kung (por ejemplo, los pigmeos aka o los sirionó), mientras que otras son o eran más violentas (por ejemplo, los aché, los yanomami o los nórdicos de Groenlandia e Islandia). Cuando los aché vivían todavía en el bosque como cazadores-recolectores antes de 1971, la violencia era la causa de muerte más común, superando incluso a las enfermedades. Más de la mitad de las muertes violentas de los aché fueron a manos de paraguayos no aché, pero los asesinatos por parte de otros aché seguían suponiendo un 22 por ciento de las defunciones. En un marcado contraste con el patrón de violencia de los !kung, dirigido en exclusiva contra los !kung adultos, la mayoría (un 81 por ciento) de las víctimas aché de homicidios eran niños o bebés (por ejemplo, niños —predominantemente niñas— asesinados para acompañar a un adulto muerto a la tumba, niños que fueron asesinados o murieron por negligencia tras la muerte o abandono de su padre o bebés asesinados porque habían nacido tras un período de tiempo demasiado corto con respecto al hermano mayor más cercano). También en contraste con los !kung, la forma más común de asesinatos de adultos aché dentro de un grupo no era una pelea espontánea con las armas que por casualidad estuvieran a mano, sino un enfrentamiento ritualizado y planificado de antemano con garrotes hechos especialmente para la ocasión. Al igual que en el caso de los !kung, la intervención estatal hizo que disminuyeran considerablemente los niveles de violencia entre los aché: desde que empezaron a vivir cada vez más en reservas a partir de 1977 y quedaron bajo la influencia directa o indirecta del Estado paraguayo, los asesinatos de adultos aché por otros aché han cesado y los de niños y bebés aché por parte de su propio pueblo se han reducido.
¿Cómo se protege la gente en las sociedades tradicionales del peligro constante de la violencia sin un gobierno estatal ni policía? En gran parte, la respuesta es que adoptan muchas formas de paranoia constructiva. Una norma muy extendida es la de tener cuidado con los desconocidos: tratar de matar o ahuyentar a cualquier desconocido que veamos en nuestro territorio, ya que podría estar allí para explorar la zona o para matar a un miembro de nuestra tribu. Otra norma es tener cuidado con la posibilidad de que nos traicionen nuestros supuestos aliados, o (al contrario) practicar la traición con carácter preventivo en contra de aliados potencialmente veleidosos. Por ejemplo, una táctica de guerra entre los yanomami es invitar a gente de un pueblo vecino a un festín y luego matarlos una vez que han depuesto las armas y están comiendo. Don Richardson comenta que el pueblo sawi, de una región suroccidental de Nueva Guinea, considera la traición un ideal: mejor que matar a un enemigo directamente es convencerlo de nuestra amistad, invitarlo a que venga a vernos varias veces en el transcurso de los meses y compartir con él nuestra comida y luego ver su mueca de terror cuando, justo antes de matarlo, le decimos: «Tuwi asonai makaerin!» (¡Hemos estado cebándote con amistad para la matanza!).
Otra táctica para atenuar el riesgo de ataque es que las ubicaciones de los pueblos se suelen elegir con el objetivo de defenderse o de tener una buena vista de los alrededores. Por ejemplo, los pueblos montañosos de Nueva Guinea suelen estar situados en la cima de las colinas, y muchos asentamientos anasazi de la última fase en una región suroccidental de Estados Unidos estaban en lugares a los que solo se podía acceder por una escalera que se podía retirar para impedir la entrada. Aunque esas ubicaciones obligan a los habitantes a recorrer largas distancias para llevar agua desde el río que surca el valle hasta la cima de la colina, tal esfuerzo se considera preferible al riesgo de ser sorprendido por un ataque a orillas del río. A medida que aumentan la densidad de población o las peleas, la gente suele pasar de vivir en cabañas dispersas y desprotegidas a agruparse para defenderse en grandes pueblos empalizados.
Los grupos se protegen a sí mismos estableciendo una red de alianzas con otros grupos, y los individuos se alían con otros individuos. Una función de la conversación constante que me sorprendió en Nueva Guinea —y que ha sorprendido a otros visitantes de otras sociedades tradicionales— es saber lo máximo posible de cada individuo en el universo de contactos de cada uno, así como supervisar constantemente las actividades de la gente. Unas fuentes de información especialmente adecuadas son las mujeres que han nacido en el propio grupo y que han sido enviadas a otro grupo cuando se casaron, según el patrón tradicional acuñado como «residencia patrilocal» (es decir, que las esposas se mudan al grupo de su marido, en lugar de que sea el marido el que se una al grupo de la mujer). Dichas mujeres casadas suelen avisar a sus parientes consanguíneos en su sociedad natal de que su marido y otros miembros de su familia política están planificando un ataque. Por último, al igual que las interminables conversaciones nocturnas sobre accidentes junto a la hoguera no solo sirven para entretenerse, sino también para educar a los niños (y a todos los demás) sobre los riesgos medioambientales, las charlas incesantes sobre incursiones y personas alertan a los que las escuchan de los peligros que entrañan otros humanos, al tiempo que constituyen un apasionante entretenimiento.
Enfermedades
Dependiendo de la sociedad tradicional en cuestión, las enfermedades suelen estar clasificadas como el primer peligro para la vida humana (por ejemplo, entre los agta y los !kung, donde son responsables de entre un 50 y un 86 por ciento y un 70 y un 80 por ciento de todas las muertes, respectivamente) o el segundo peligro más importante después de la violencia (por ejemplo, en el caso de los aché, entre los cuales «solo» una cuarta parte de las muertes en condiciones de vida forestal obedecían a enfermedades). No obstante, cabe añadir que los pueblos desnutridos son más proclives a las infecciones, y que la escasez de alimentos es, por tanto, un factor que contribuye a las numerosas muertes cuya causa se registra como enfermedad infecciosa.
Entre las enfermedades, la importancia relativa de las distintas categorías de afecciones para los pueblos tradicionales varía enormemente según el estilo de vida, la ubicación geográfica y la edad. En general, las enfermedades infecciosas son más importantes entre los bebés y los niños pequeños y siguen siendo relevantes a todas las edades. Las enfermedades parasitarias cobran la misma importancia que las enfermedades infecciosas en la infancia. Las enfermedades asociadas a gusanos parásitos (como el anquilostoma o la tenia) y a los protozoos parásitos nacidos a partir de insectos (como la malaria y el agente que provoca la enfermedad del sueño) son más un problema para los pueblos de los climas tropicales cálidos que para los pueblos del Ártico, los desiertos y las cimas montañosas de clima frío, donde a los propios gusanos y a los insectos vectores de los protozoos les cuesta sobrevivir al entorno. En etapas posteriores de la vida van cobrando importancia las enfermedades degenerativas de los huesos, las articulaciones y el tejido blando —como la artritis, la osteoartritis, la osteoporosis, las fracturas óseas y el desgaste de los dientes—. El estilo de vida de los pueblos tradicionales, mucho más exigente desde el punto de vista físico que el de los pueblos modernos, que se pasan el día tumbados en el sofá, hace que los primeros sean más proclives que los segundos a las enfermedades degenerativas a cierta edad. Llama la atención que todas las enfermedades responsables de la mayoría de las muertes en el Primer Mundo actualmente son muy poco habituales o inexistentes entre los pueblos tradicionales: la enfermedad de las arterias coronarias y otras formas de arterioesclerosis, los infartos y otras consecuencias de la hipertensión, la diabetes de aparición en adultos y la mayoría de los cánceres. Hablaré de las razones que explican esta sorprendente diferencia entre el Primer Mundo y los patrones sanitarios tradicionales en el capítulo 11.
Las enfermedades infecciosas no han perdido relevancia en el Primer Mundo como causas de muerte humana hasta los dos últimos siglos. Las razones que explican esos cambios recientes incluyen la apreciación de la importancia de la salubridad; la instalación de reservas de agua limpia por parte de los gobiernos estatales; la introducción de las vacunas y otras medidas de sanidad pública; el incremento del conocimiento científico con respecto a los microbios como agentes de enfermedades infecciosas, lo que permite diseñar de forma racional medidas eficaces para luchar contra ellas; y el descubrimiento y el diseño de los antibióticos. Una higiene insuficiente permitía (y sigue permitiendo hoy en día) la transmisión de enfermedades infecciosas y parasitarias entre los pueblos tradicionales, que suelen utilizar las mismas reservas de agua para beber, cocinar, bañarse y lavarse, así como defecar cerca de ellas, y no entienden la importancia de lavarse las manos antes de tocar la comida.
Por mencionar solo un ejemplo de higiene y enfermedad que me impresionó personalmente, en un viaje a Indonesia durante el cual pasé la mayor parte de los días observando pájaros solo en senderos que salían de un campamento que compartía con unos compañeros indonesios me quedé desconcertado al descubrir que estaba sufriendo ataques repentinos de diarrea a una hora que variaba de forma impredecible de un día para otro. Me devané los sesos para darme cuenta de lo que estaba haciendo mal y de la posible causa de la variación horaria de los ataques. Al final lo entendí: todos los días, un compañero indonesio muy amable que se sentía responsable de mi bienestar salía del campamento y me seguía por el sendero que había tomado ese día hasta que me encontraba para asegurarse de que no hubiera sufrido un accidente ni me hubiera perdido. Me daba unas galletas que había tenido la consideración de traer del campamento como aperitivo, hablaba conmigo unos minutos para cerciorarse de que estaba bien y regresaba al campamento. Una tarde, me di cuenta de repente de que mi ataque de diarrea empezaba cada día una media hora después de que mi amable amigo se reuniera conmigo y me hubiera comido las galletas que me daba ese día: si me veía a las 10.00, el ataque me sobrevenía a las 10.30; y si me veía a las 14.30, el ataque lo tenía a las 15.00. A partir del día siguiente le di las gracias por las galletas, me deshice discretamente de ellas después de que se hubiera dado la vuelta y no volví a sufrir más ataques. El problema se debía más a que mi amigo había tocado las galletas que a las galletas en sí, que conservábamos en nuestro campamento en sus paquetes originales de celofán y que nunca me habían hecho enfermar cuando yo abría el paquete. La causa de los ataques debían de ser unos patógenos intestinales transmitidos de los dedos de la mano de mi amigo a las galletas.
Los tipos predominantes de enfermedades infecciosas difieren de manera asombrosa entre, por un lado, pequeñas poblaciones de cazadores-recolectores nómadas y sociedades agrícolas a nivel familiar y, por otro, grandes poblaciones modernas y recientemente occidentalizadas y sociedades agrícolas tradicionales del Viejo Mundo densamente pobladas. Las enfermedades características de los cazadores-recolectores son la malaria y otras fiebres transmitidas por artrópodos, la disentería y otras enfermedades gastrointestinales, enfermedades respiratorias e infecciones de la piel. Inexistentes entre los cazadores-recolectores —a menos que hayan sido infectados recientemente por visitantes occidentales— son las temidas enfermedades infecciosas de las poblaciones civilizadas: la difteria, la gripe, el sarampión, las paperas, la tos ferina, la rubeola, la viruela y la fiebre tifoidea. A diferencia de las enfermedades infecciosas de los cazadores-recolectores, que están presentes de forma crónica o son intermitentes, las enfermedades de las poblaciones densas se propagan en epidemias agudas: mucha gente de la misma zona cae enferma en un breve período de tiempo y o se recupera con rapidez o muere, y luego la enfermedad desaparece en esa zona durante un año o más.
Las razones por las que dichas enfermedades epidémicas podrían surgir y mantenerse solo en poblaciones humanas elevadas se han esclarecido en estudios epidemiológicos y microbiológicos realizados en las últimas décadas. Dichas razones consisten en que las enfermedades se transmiten de forma eficaz, tienen una evolución aguda, confieren inmunidad de por vida a las víctimas que sobreviven a ellas y están confinadas a la especie humana. La gente sana se infecta al tocar a un paciente o un objeto que haya sido tocado por el paciente, al respirar el aliento exhalado por el enfermo o al beber agua contaminada. La evolución aguda de la enfermedad significa que, a las pocas semanas de infección, un paciente muere o se recupera. La combinación de la transmisión eficaz y la evolución aguda implica que, en un breve período de tiempo, todos los miembros de una población local han quedado expuestos a la enfermedad y están muertos o se han recuperado. La inmunidad de por vida adquirida por los supervivientes implica que ningún otro miembro vivo de la población podría contraer la enfermedad hasta años posteriores, cuando haya nacido una nueva generación de bebés que no hayan estado expuestos a ella. El confinamiento de la enfermedad a los seres humanos implica que no hay ningún animal ni reserva de tierra en los que la enfermedad pueda mantenerse: se extingue a nivel local y no puede volver hasta que se propague de nuevo una infección desde una fuente distante. Todas esas características combinadas implican que esas enfermedades infecciosas están limitadas a grandes poblaciones humanas, lo suficientemente numerosas como para que la enfermedad pueda sustentarse dentro de la población trasladándose constantemente de una zona a otra, extinguiéndose a nivel local, pero sobreviviendo en una parte más alejada de la población. En el caso del sarampión, se sabe que la población mínima necesaria es de varios cientos de miles de personas. De ahí que las enfermedades se puedan resumir como «enfermedades infecciosas, epidémicas, inmunizantes y agudas de masas de seres humanos» o, para abreviar, enfermedades de masas.
Las enfermedades de masas no podrían haber existido antes de los orígenes de la agricultura, hace aproximadamente 11 000 años. Fue el crecimiento demográfico explosivo posibilitado por la agricultura el que hizo que las poblaciones humanas alcanzaran las elevadas cotas necesarias para sustentar nuestras enfermedades de masas. La adopción de la agricultura permitió a los entonces cazadores-recolectores nómadas asentarse en pueblos permanentes abarrotados e insalubres —conectados con otros pueblos a través del comercio— que brindaban las condiciones ideales para la rápida transmisión de los microbios. Unos estudios recientes realizados por biólogos moleculares han demostrado que los microbios responsables de muchas y, probablemente, de la mayoría de las enfermedades de masas que ahora están limitadas a los humanos surgieron como enfermedades de masas de nuestros animales domésticos como los cerdos y el ganado, con los que manteníamos un estrecho contacto habitual, idóneo para que los microbios se transmitieran de animales a humanos al comienzo de la domesticación hace aproximadamente 11 000 años.
Está claro que la ausencia de enfermedades de masas en poblaciones pequeñas de cazadores-recolectores no significa que los cazadores-recolectores estén exentos de enfermedades infecciosas. Sí que las padecen, pero las suyas se diferencian de las enfermedades de masas en cuatro aspectos. En primer lugar, los microbios causantes de sus enfermedades no se limitan a la especie humana, sino que son compartidos con los animales (como el agente causante de la fiebre amarilla, que comparten con los monos) o son capaces de sobrevivir en la tierra (como los agentes causantes del botulismo y el tétanos). En segundo lugar, muchas de las enfermedades no son agudas, sino crónicas, como la lepra y el pian. En tercer lugar, algunas de las enfermedades tienen una probabilidad reducida de transmisión entre las personas, como, una vez más, la lepra y el pian. Por último, la mayoría de las enfermedades no confieren una inmunidad permanente: una persona que se haya recuperado de un brote de una enfermedad puede volver a contraer esa misma enfermedad. Esos cuatro hechos implican que esas enfermedades se pueden mantener en poblaciones humanas pequeñas, infectando en repetidas ocasiones a víctimas a partir de reservas animales y de tierra, así como de enfermos crónicos.
Los cazadores-recolectores y las poblaciones agrícolas pequeñas no son inmunes a las enfermedades de masas; simplemente son incapaces de mantener por sí solas dicho tipo de enfermedades. De hecho, lo trágico es que las poblaciones pequeñas son especialmente proclives a las enfermedades de masas cuando reciben la visita de alguien proveniente del mundo exterior. Que sean más proclives se debe a que al menos algunas enfermedades de masas suelen presentar tasas de mortalidad superiores en adultos que en niños. En densas poblaciones urbanas del Primer Mundo, todas las personas (hasta hace poco) se exponían al sarampión en la infancia, pero en una población pequeña y aislada de cazadores-recolectores, los adultos no han estado expuestos al sarampión y es probable que mueran de él si se contagian. Existen numerosas historias terroríficas de poblaciones de inuit, indígenas americanos y aborígenes australianos que han sido literalmente exterminadas por enfermedades epidémicas introducidas a través del contacto europeo.
Respuestas a las enfermedades
Para las sociedades tradicionales, las enfermedades se diferencian de los otros tres tipos principales de peligros por el conocimiento que tiene la gente acerca de los mecanismos subyacentes y, por tanto, de las formas efectivas de curación o de las medidas preventivas. Cuando alguien se lesiona o muere en un accidente, por violencia o de hambre, la causa y el proceso subyacente están claros: la víctima fue aplastada por un árbol que se cayó, fue alcanzada por una flecha enemiga o se murió de hambre por falta de comida. La forma de curación o la medida preventiva adecuadas son igual de claras: no dormir bajo árboles muertos, permanecer alerta ante los enemigos o matarlos primero y asegurarse unas reservas de alimentos fiables. No obstante, en el caso de las enfermedades, el conocimiento empírico y sólido de las causas —así como las medidas preventivas y las formas de curación con una base científica— tan solo ha alcanzado un éxito notable en los últimos dos siglos. Hasta entonces, las sociedades estatales, así como las sociedades tradicionales a pequeña escala, sufrían enormes pérdidas a causa de las enfermedades.
Esto no significa que los pueblos tradicionales hayan estado completamente indefensos a la hora de prevenir o curar enfermedades. Es obvio que los sirionó entienden que existe una relación entre las heces humanas y enfermedades como la disentería o el anquilostoma. Las madres sirionó se apresuran a limpiar las heces de su bebé cuando defeca, las guardan en una cesta y posteriormente tiran el contenido en el bosque. Pero ni siquiera los sirionó son rigurosos con su higiene. El antropólogo Allan Holmberg cuenta que vio a un bebé sirionó defecar sin que su madre estuviera atenta, yacer sobre sus propias heces, restregárselas por el cuerpo y metérselas en la boca. Cuando al fin su madre se dio cuenta de lo que estaba pasando, le metió el dedo al bebé en la boca, le sacó las heces, limpió pero no bañó al bebé sucio y siguió comiendo sin lavarse las manos. Los indios piraha permiten que sus perros coman a la vez del mismo plato que ellos: esa es una buena forma de contraer gérmenes y parásitos caninos.
Por prueba y error, muchos pueblos tradicionales identifican plantas de la zona que, a su juicio, ayudan a curar dolencias concretas. Mis amigos papúes me señalan con frecuencia ciertas plantas que, según ellos, utilizan para tratar la malaria, otras fiebres o disentería, así como para provocar un aborto. Los etnobotánicos occidentales han estudiado ese conocimiento farmacológico tradicional, y las empresas farmacéuticas occidentales han elaborado medicamentos a base de esas plantas. No obstante, en términos generales, la eficacia del conocimiento médico tradicional, por muy interesante que resulte, suele ser limitada. La malaria sigue siendo una de las causas de enfermedad y muerte más comunes en las Tierras Bajas y en las montañas de Nueva Guinea. Hasta que los científicos no determinaron que la malaria viene provocada por un protozoo del género Plasmodium transmitido por los mosquitos del género Anopheles y que se podía curar con distintos fármacos, no se logró reducir el porcentaje de ataques de malaria que sufrían los habitantes de las Tierras Bajas de Nueva Guinea del 50 por ciento a niveles inferiores al 1 por ciento.
Las opiniones acerca de las causas de las enfermedades y los intentos de medidas preventivas y formas de curación resultantes difieren entre unos pueblos tradicionales y otros. Algunos —pero no todos— tienen curanderos especializados, denominados «chamanes» por los occidentales, y la gente implicada les pone epítetos específicos. Los !kung y los aché suelen ver la enfermedad con una actitud fatalista, como algo que depende del destino y no se puede evitar. En otros casos, los aché ofrecen explicaciones biológicas: por ejemplo, que las enfermedades intestinales mortales en la infancia se deben al destete y a la ingestión de comida sólida y que las fiebres vienen provocadas por comer carne en mal estado, demasiada miel, miel no mezclada con agua, demasiadas larvas de insectos u otros alimentos peligrosos o por exposición a la sangre humana. Puede que cada una de estas explicaciones sea correcta a veces, pero no sirven para proteger a los aché de una elevada tasa de mortalidad por dicha enfermedad. Los daribi, fayu, kaulong, yanomami y muchos otros pueblos achacan ciertas enfermedades a alguna maldición, magia o hechicero que se pueden contrarrestar con saqueos, asesinatos o pagando al hechicero responsable. Los dani, daribi y !kung atribuyen otras enfermedades a fantasmas o espíritus con los que los curanderos !kung tratan de mediar entrando en trance. Los kaulong, los sirionó y muchos otros pueblos buscan explicaciones morales o religiosas a las enfermedades, como, por ejemplo, que la víctima ha atraído ella misma la enfermedad por descuido, por cometer una ofensa contra la naturaleza o por violar un tabú. Por ejemplo, los kaulong atribuyen las enfermedades respiratorias de los hombres a la contaminación por parte de las mujeres, cuando un hombre ha cometido el peligroso error de entrar en contacto con el objeto contaminado por una mujer que esté menstruando o dando a luz, o cuando un hombre ha pasado por debajo de un árbol caído o un puente o ha bebido de un río (porque puede que una mujer haya caminado por encima del árbol, del puente o a través del río). Antes de que los occidentales menospreciemos las teorías de los kaulong acerca de la enfermedad respiratoria masculina, deberíamos plantearnos la frecuencia con la que nuestras propias víctimas de cáncer tratan de identificar su responsabilidad moral o el origen de su cáncer, cuya causa específica es igual de recóndita para nosotros que la causa de la enfermedad respiratoria masculina para los kaulong.
Muerte por inanición
En febrero de 1913, cuando el explorador británico A. F. R. Wollaston descendía alegremente los bosques montañosos de Nueva Guinea después de lograr alcanzar la línea de la nieve de la montaña más alta del país, se quedó horrorizado al encontrar en su camino dos cuerpos que habían muerto hacía poco. Durante los dos días posteriores, que él describió como los peores de su vida, se encontró con otros 30 cuerpos más procedentes de un pueblo de montaña de Nueva Guinea, la mayoría de ellos mujeres y niños, solos o en grupos de hasta 5 personas, yaciendo sobre unos toscos refugios junto al sendero. En uno de los grupos, formado por una mujer y dos niños, había una pequeña de unos tres años que seguía con vida y a la que Wollaston llevó hasta su campamento y alimentó con leche, pero que murió en cuestión de unas horas. Al campamento llegó otro grupo formado por un hombre, una mujer y dos niños, de los cuales fallecieron todos menos uno de los niños. Todo el grupo, que ya sufría una desnutrición crónica, había agotado sus reservas de boniatos y cerdos y no había encontrado ningún alimento silvestre que comer en el bosque a excepción del corazón de unas palmeras y, al parecer, los más débiles murieron de hambre.
En comparación con los accidentes, la violencia y las enfermedades, que se suelen reconocer y mencionar como causas de muerte en las sociedades tradicionales, la muerte por inanición tal y como la presenció Wollaston no se cita tan a menudo. Cuando sucede, lo más probable es que eso implique muertes en masa, porque los habitantes de las sociedades a pequeña escala comparten la comida, así que, o bien nadie muere de hambre o bien mucha gente lo hace a la vez. Pero la inanición está muy subestimada como factor que contribuye a la muerte. En la mayoría de las circunstancias, cuando la gente está muy desnutrida, hay otra cosa que los mata antes de que puedan morir simplemente de inanición y de nada más. Les falla la resistencia corporal, se vuelven susceptibles a las enfermedades y quedan registrados como si hubieran muerto de una enfermedad de la que una persona sana se habría recuperado. A medida que se van debilitando físicamente, se vuelven más propensos a sufrir accidentes como caerse de un árbol o ahogarse o a que los maten enemigos sanos. La preocupación de las sociedades a pequeña escala por la comida, así como las diversas y complejas medidas a las que recurren para garantizar sus reservas de alimentos y que explicaré en las páginas siguientes, atestigua su omnipresente inquietud por la inanición como uno de los riesgos principales de la vida tradicional.
Asimismo, la escasez de alimentos no solo implica inanición en el sentido de una insuficiencia calórica, sino también una falta de vitaminas concretas (lo que provoca enfermedades como el beriberi, la pelagra, la anemia perniciosa, el raquitismo o el escorbuto), de minerales concretos (lo que provoca bocio endémico y anemia por carencia de hierro) y de proteínas (lo que provoca kwashiorkor). Esas enfermedades específicas debidas a carencias son más frecuentes entre los agricultores que entre los cazadores-recolectores, cuya dieta suele ser más variada que la de los primeros. Al igual que la inanición por falta de calorías, es probable que las enfermedades específicas debidas a carencias contribuyan a que la causa de muerte de una persona quede registrada como un accidente, violencia o enfermedad infecciosa antes de que la persona muera de la propia enfermedad debida a una carencia.
La inanición es un riesgo en el que los ciudadanos acomodados del Primer Mundo ni siquiera pensamos, ya que nuestro acceso a la comida sigue siendo el mismo de un día para otro, de una temporada para otra y de un año para otro. Obviamente, tenemos algunos alimentos que son de temporada y que solo están disponibles unas pocas semanas al año, como las cerezas locales recién recolectadas, pero la cantidad total de comida disponible prácticamente no varía. No obstante, para las sociedades a pequeña escala hay días buenos y malos impredecibles, alguna temporada al año en la que se acusa una escasez predecible de alimentos y que la gente espera con aprensión y años buenos o malos imposibles de pronosticar. Por tanto, la comida es un tema de conversación fundamental y casi constante. Al principio me sorprendió que mis amigos fore se pasaran tanto tiempo hablando de los boniatos, a pesar de que acababan de comer hasta hartarse. Para los indios sirionó de Bolivia, la principal preocupación es la comida, hasta tal punto que dos de las expresiones sirionó más comunes son «tengo el estómago vacío» y «dame algo de comer». La importancia del sexo y la comida está invertida entre los sirionó y los occidentales: el principal motivo de ansiedad para los sirionó es la comida, ya que practican el sexo casi cuando quieren y compensa el hambre, mientras que lo que más nos preocupa a nosotros es el sexo, ya que tenemos comida prácticamente cuando queremos, y comer compensa la frustración sexual.
A diferencia de nosotros, muchas sociedades tradicionales, sobre todo las que viven en entornos áridos o árticos, se enfrentan a una escasez de alimentos predecible o impredecible, y su riesgo de morir de hambre es muy superior al nuestro. Las razones que explican esta diferencia son claras. Muchas sociedades tradicionales tienen pocos o ningún excedente de alimentos del que echar mano porque no producen excedentes que almacenar, porque el clima cálido y húmedo hace que la comida se estropee con rapidez o porque su estilo de vida es nómada. Los grupos que sí podrían almacenar excedentes de alimentos se arriesgan a perderlos durante los saqueos. Las sociedades tradicionales se ven amenazadas por la falta de alimentos en la zona, porque solo pueden integrar los recursos alimentarios de una pequeña zona, mientras que los ciudadanos del Primer Mundo transportamos los alimentos por todo el país y los importamos de países muy lejanos. Sin nuestros vehículos motorizados, carreteras, redes ferroviarias y barcos, las sociedades tradicionales no pueden transportar alimentos a largas distancias y solo pueden adquirirlos a través de sus vecinos cercanos. Las sociedades tradicionales carecen de nuestros gobiernos estatales, que organizan el almacenamiento, el transporte y el intercambio de alimentos entre grandes regiones. No obstante, veremos que las sociedades tradicionales tienen otras muchas formas de enfrentarse al riesgo de la hambruna.
Escasez impredecible de alimentos
La escala temporal más corta y la escala espacial más pequeña de variación en las reservas alimentarias tribales implican variaciones diarias en el éxito personal de la caza. Las plantas no se mueven y se pueden recolectar de forma más o menos predecible entre un día y otro, pero los animales sí que se mueven, por lo que cualquier cazador se arriesga a no atrapar a ningún animal un día concreto. La solución a esa incertidumbre que ha sido adoptada de forma casi universal por los cazadores-recolectores es vivir en bandas que incluyan a varios cazadores que ponen en común sus presas para compensar las grandes fluctuaciones diarias en las presas de cada cazador por separado. Richard Lee describió esa solución por su propia experiencia con los !kung del desierto del Kalahari, pero también estaba generalizando para los cazadores-recolectores de todos los continentes y de todos los entornos cuando escribió: «La comida nunca se consume únicamente en familia; siempre se comparte (de forma real o potencial) con los miembros de un grupo o banda de hasta 30 (o más) miembros. Aunque solo una fracción de los cazadores sanos salen a cazar cada día, la cantidad de carne obtenida y los alimentos recolectados cada día se dividen de tal manera que cada miembro del campamento reciba una parte equitativa. La banda de cazadores o el campamento es una unidad en la que las cosas se comparten». Su principio de puesta en común y de compensación entre los cazadores-recolectores también se aplica a muchas sociedades agrícolas y ganaderas a pequeña escala, como el pueblo nuer de Sudán estudiado por E. E. Evans-Pritchard, que comparte la carne, la leche, el pescado, los cereales y la cerveza: «Aunque cada hogar posee sus propios alimentos, se hace su propia comida y se encarga de forma independiente de cubrir las necesidades de sus miembros, los hombres —y, en mucha menor medida, las mujeres y los niños— comen en las casas de los demás hasta tal punto que, vista desde fuera, toda la comunidad parece estar compartiendo unas reservas conjuntas. Las normas de hospitalidad y las convenciones sobre la división de la carne y el pescado conllevan una compartición mucho más amplia de los alimentos que lo que podría dejar entrever una simple declaración de los principios de propiedad».
La siguiente escala más extensa de variación en las reservas alimentarias implica una variación impredecible en la disponibilidad de los alimentos que afecta a todo un grupo local. Una racha de mal tiempo que dure varios días hace que para los indios aché sea infructuoso y arriesgado salir a cazar, y provoca no solo que estén hambrientos, sino también que corran el riesgo de morir de frío y de sufrir infecciones respiratorias. La maduración de los cultivos locales de plátanos y frutas de la palma melocotonero, que son alimentos básicos de los indios yanomami, tiene lugar de forma impredecible: o no hay nada que comer o se da un excedente a nivel local. La cosecha de mijo de los nuer puede quedar arruinada por la sequía, los elefantes, las lluvias torrenciales, las langostas o los tejedores. Las fuertes sequías que provocan hambrunas afectan a los cazadores-recolectores !kung de forma impredecible una vez cada cuatro años más o menos, y son poco habituales pero temidas entre los agricultores de las islas Trobriand. Las heladas acaban con las cosechas de boniato —otro alimento básico— aproximadamente una vez cada 10 años entre los agricultores de las Tierras Altas de Nueva Guinea. Unos destructivos ciclones afectan a las islas Salomón a intervalos irregulares de entre una y varias décadas.
Las sociedades a pequeña escala tratan de enfrentarse a esta impredecible escasez local de productos de varias maneras, que incluyen cambiar de campamento, guardar alimentos en sus propios cuerpos, llegar a acuerdos con diferentes grupos locales y desperdigar los terrenos para producir alimentos. La solución más simple para los cazadores-recolectores nómadas que no están ligados a huertas fijas y que se enfrentan a una escasez local de alimentos es trasladarse a otra ubicación en la que la disponibilidad en ese momento sea superior. Si problemas como la putrefacción de la comida o los saqueos enemigos impiden guardar alimentos en un contenedor o en una alacena, se engorda siempre que sea posible, pues al menos se pueden almacenar como parte de la grasa corporal propia, que no se pudrirá ni se puede robar. En el capítulo 11 incluiré algunos ejemplos de sociedades a pequeña escala que se atiborran de comida siempre que hay abundancia hasta un grado inimaginable para los occidentales, excepto para aquellos que hayamos participado en concursos de comer perritos calientes. De ese modo, la gente engorda y adquiere una mayor capacidad para sobrevivir a períodos posteriores de escasez de alimentos.
Aunque atiborrase de comida puede ayudarnos a superar unas pocas semanas de escasez, no nos protege ante un año de inanición. Una solución a largo plazo es cerrar acuerdos recíprocos con grupos vecinos para compartir comida cuando una zona del grupo tiene alimento suficiente y otra está acusando escasez. La disponibilidad local de alimentos fluctúa con el tiempo en cualquier zona. Pero es probable que las fluctuaciones en la disponibilidad de los alimentos de dos zonas situadas a una distancia lo suficientemente grande estén invertidas. Eso brinda la oportunidad a nuestro grupo de llegar a un acuerdo mutuamente ventajoso con otro, de forma que nos permitan entrar en sus terrenos o nos envíen comida cuando ellos tienen suficiente y nosotros no, y que nuestro grupo les devuelva el favor cuando sea el otro al que le falta comida.
Por ejemplo, en una zona del desierto del Kalahari ocupada por los !kung san, las precipitaciones en un mes cualquiera varían hasta en un factor de 10 entre distintas ubicaciones. Según palabras de Richard Lee, la consecuencia es que «el desierto puede estar floreciendo en una zona y, a tan solo unas horas de distancia, puede que la tierra siga reseca». A modo de ejemplo, Lee comparó las precipitaciones mensuales en cinco ubicaciones de la región de Ghanzi durante los 12 meses comprendidos entre julio de 1966 y junio de 1967. Las precipitaciones anuales totales variaban en menos de un factor de 2 entre distintas ubicaciones, pero las precipitaciones en un mes concreto variaban entre ubicaciones desde ninguna precipitación hasta 254 mm. La ubicación de Cume tenía el número de precipitaciones anuales más elevado pero, sin embargo, fue la más seca de las cinco en mayo de 1967 y la segunda más seca en noviembre de 1966 y en febrero de 1967. En cambio, Kalkfontein presentaba el número de precipitaciones anuales más bajo, si bien fue la segunda ubicación más húmeda en marzo de 1967 y en mayo de ese mismo año. Por tanto, en cualquier ubicación, un grupo que esté confinado a ella probablemente sufrirá sequías y escasez de alimentos en algún momento, pero por lo general podría encontrar a otro grupo cuya ubicación esté húmeda y floreciente —siempre y cuando los dos grupos hayan accedido a ayudarse mutuamente en los momentos difíciles—. De hecho, dicha reciprocidad generalizada es fundamental para la capacidad de supervivencia de los !kung en su entorno desértico impredecible a nivel local.
La reciprocidad (salpicada algunas veces de hostilidad) está muy extendida entre las sociedades tradicionales. Las aldeas de las islas Trobriand distribuyen comida para compensar la escasez de alimentos a nivel local. Entre los iñupiat del norte de Alaska, en épocas de hambruna local algunas familias concretas se iban a vivir con parientes o compañeros de otra región. Los frutos más importantes consumidos por los indios yanomami de Sudamérica provienen de bosques de palmeras, melocotoneros y plataneros, los cuales (sobre todo el primero) producen mucho más de lo que un grupo local puede consumir por sí solo. Los frutos se estropean después de ponerse maduros y no se pueden almacenar, así que hay que comérselos mientras están maduros. Cuando un grupo local se encuentra con un excedente, invita a los vecinos a comer, con la esperanza de que dichos vecinos les devuelvan el favor cuando sean ellos los que tengan un excedente de alimentos.
Desperdigar los terrenos
Otra solución habitual a largo plazo ante el riesgo impredecible de la escasez local de alimentos es desperdigar las parcelas cultivadas. Me encontré con ese fenómeno en Nueva Guinea, cuando, un día que estaba avistando pájaros, me topé con la huerta de un amigo papú en medio del bosque, 1,6 kilómetros al noreste de su aldea y a varios kilómetros del resto de sus huertas, desperdigadas al sur y al oeste de su lugar de residencia. ¿Qué demonios estaría pensando, me pregunté, cuando eligió esa aislada ubicación para su nueva huerta? Parecía muy poco eficaz obligarse a perder tanto tiempo en desplazamientos, y la lejanía de la huerta hacía que resultara complicado protegerla de los cerdos y los ladrones que merodearan por allí. Pero los papúes son unos horticultores inteligentes y expertos. Si los vemos haciendo algo que al principio no comprendemos, suele acabar habiendo una razón. ¿Qué motivo tenía él?
Otros estudiosos y expertos en desarrollo occidentales se han mostrado igual de desconcertados con otros casos de terrenos desperdigados en otras partes del planeta. El ejemplo del que más se suele hablar es el de los campesinos ingleses medievales que labraban decenas de diminutas parcelas dispersas. Según los modernos historiadores de la economía, «obviamente» era una mala idea por el tiempo de desplazamiento y transporte perdido y por las inevitables franjas sin arar entre las parcelas. Otro caso moderno similar de terrenos desperdigados pertenecientes a pequeños agricultores andinos cerca del lago Titicaca, estudiado por Carol Goland, llevó a los expertos en desarrollo a escribir exasperados: «La eficacia agrícola acumulada de los campesinos resulta tan vergonzosa […] que nos sorprende que esta gente pueda tan siquiera sobrevivir. […] Como las tradiciones en materia de herencia y de matrimonio no dejan de fragmentar y desperdigar los terrenos de un campesino entre distintos pueblos, el campesino medio se pasa tres cuartas partes del día caminando entre campos que en ocasiones miden menos de un par de decímetros cuadrados». Los expertos propusieron el intercambio de tierras entre agricultores para consolidar sus propiedades.
Pero el estudio cuantitativo de Goland en los Andes peruanos reveló que, en realidad, esa aparente locura tiene un método. En la región de Cuyo Cuyo, los pequeños agricultores a los que Goland estudió cultivaban patatas y otros productos en terrenos desperdigados: de los 17 terrenos de media (hasta un máximo de 26) por agricultor, cada uno tenía un tamaño medio de 15 por 15 metros. Como en ocasiones los agricultores alquilan o compran terrenos, sería factible que consolidaran sus propiedades de esa forma, pero no lo hacen. ¿Por qué no?
Una pista en la que reparó Goland era la variación en la cosecha entre un terreno y otro, y de un año para otro. Tan solo una pequeña parte de dicha variación es predecible a partir de los factores medioambientales de la elevación, la pendiente y la exposición del terreno, así como de factores relacionados con el trabajo y bajo el control de los campesinos (como sus esfuerzos para fertilizar y desherbar los distintos terrenos, la densidad de las semillas y la fecha de plantación). La mayor parte de esa variación, no obstante, resulta impredecible e incontrolable y de alguna manera está relacionada con la cantidad total y las épocas de precipitaciones de ese año, las heladas, las enfermedades de las cosechas, las plagas y los robos por parte de otras personas. En cualquier año se aprecian grandes diferencias entre las cosechas de distintos terrenos, pero un campesino no puede predecir qué terreno concreto dará una buena producción en un año en particular.
Lo que tiene que hacer a toda costa una familia de campesinos de Cuyo Cuyo es evitar acabar cualquier año con una baja cosecha que haga que su familia pase hambre. En la región de Cuyo Cuyo, los agricultores no pueden producir en un buen año excedentes suficientes de alimentos que se puedan almacenar para aguantar un mal año posterior. De ahí que el objetivo del campesino no sea producir la mayor cosecha posible a lo largo de muchos años. Si nuestra cosecha media a lo largo del tiempo es increíblemente alta gracias a una combinación de nueve años excelentes y un año de mala cosecha, nos moriremos de hambre ese año de mala cosecha antes de que podamos echar la vista atrás para felicitarnos por la excelente cosecha media a lo largo del tiempo. Por el contrario, el objetivo del campesino es asegurarse de producir cada año una cosecha que esté por encima del nivel de inanición, aunque la cosecha media a lo largo del tiempo no sea la más elevada. Por eso podría tener sentido desperdigar los terrenos. Si solo tienes un terreno grande, no importa lo bueno que sea de media, morirás de hambre cuando llegue el inevitable año en el que tu único terreno genere muy poca cosecha. Pero si tienes muchos terrenos distintos que varían entre sí de forma independiente, en cualquier año algunos de tus terrenos producirán una buena cosecha cuando haya otros que no estén dando mucha.
Para poner a prueba esa hipótesis, Goland calculó las cosechas de todos los terrenos de 20 familias —488 en total— en dos años consecutivos. A continuación calculó cuál habría sido la cosecha total de cada familia —resultado de la suma de todos sus terrenos— si, aunque siguieran cultivando la misma superficie total de terrenos, hubieran concentrado todos sus terrenos en una de sus ubicaciones, o si, en su lugar, hubieran desperdigado sus terrenos en dos, tres, cuatro, etcétera, y hasta catorce ubicaciones distintas. Resultó que, cuanto más numerosas eran las ubicaciones desperdigadas, menor era la cosecha media calculada a lo largo del tiempo, pero también menor era el riesgo de caer por debajo del nivel de inanición. Por ejemplo, calculó que una familia que Goland etiquetó como la familia Q —formada por un hombre de mediana edad, su mujer y su hija de 15 años— necesitaba 1,35 toneladas de patatas por acre de terreno al año para evitar morirse de hambre. Para dicha familia, cultivar en una única ubicación habría implicado un riesgo elevado (¡un 37 por ciento!) de morirse de hambre cualquier año. Cuando estuvieran muriéndose de hambre en un mal año —lo que suele ocurrir cada tres años aproximadamente—, a la familia Q no le habría servido de consuelo pensar que la elección de una única ubicación les habría proporcionado una cosecha media máxima a lo largo del tiempo de 3,4 toneladas por acre, más del doble del nivel de inanición. Solo si plantaban en siete o más ubicaciones se reducía a cero su riesgo de morir de hambre. Bien es verdad que su cosecha media en siete o más ubicaciones se reducía a 1,9 toneladas por acre, pero nunca caía por debajo de 1,5 toneladas por acre, por lo que nunca se morían de hambre.
De media, las 20 familias de Goland cultivaban en realidad entre dos y tres terrenos más de los que ella había calculado que debían plantar para evitar morirse de hambre. Está claro que el hecho de que los terrenos estuvieran desperdigados los obligaba a quemar más calorías andando y transportando útiles. No obstante, Goland calculó que las calorías adicionales quemadas en dichas acciones suponían tan solo un 7 por ciento de las calorías totales de su cosecha, un precio aceptable para evitar morir de inanición.
En resumen, por experiencia de muchos años y sin utilizar estadísticas ni análisis matemáticos, los campesinos andinos de Goland habían descubierto cómo desperdigar sus terrenos lo suficiente como para protegerse del riesgo de morir de hambre debido a la impredecible variación local de las cosechas. La estrategia de los campesinos concuerda con el precepto de «no apostarlo todo al mismo número». Es probable que planteamientos de este tipo explicasen las parcelas dispersas en el caso de los campesinos ingleses medievales. Esos mismos planteamientos podrían explicar por qué los campesinos del lago Titicaca —que tan duras críticas habían recibido por parte de los exasperados investigadores de desarrollo agrícola por su vergonzosa ineficacia— en realidad eran inteligentes, y por qué lo que era realmente vergonzoso era el consejo de intercambiar terrenos ofrecido por los estudiosos. En cuanto a mi amigo papú, cuya huerta aislada a varios kilómetros de sus otras tierras me dejó perplejo al principio, su aldea mencionó cinco razones para desperdigarlas: reducir los riesgos de que todas las huertas sean devastadas a la vez por un vendaval, una enfermedad de los cultivos, cerdos o ratas y para obtener una mayor variedad de cultivos al plantar en tres alturas distintas con diferentes zonas climáticas. Esos agricultores papúes se asemejan a los agricultores andinos de Goland, con la excepción de que cultivan menos huertas pero más grandes (de media, siete huertas con un rango de entre 5 y 11 para los papúes, en comparación con los 17 terrenos con un rango de entre 9 y 26 para los agricultores andinos).
Demasiados inversores estadounidenses olvidan la diferencia —reconocida por los pequeños agricultores de todo el mundo— entre maximizar la cosecha media a lo largo del tiempo y asegurarse de que la cosecha nunca caiga por debajo de un nivel crítico. Si inviertes dinero y estás seguro de que no lo vas a necesitar en breve, sino que quieres gastarlo en un futuro lejano o en lujos, resulta apropiado tratar de maximizar tu cosecha media a lo largo del tiempo, independientemente de si la cosecha es nula o negativa en algunos años malos. Pero si dependes de las ganancias de tu inversión para pagar tus gastos actuales, tu estrategia debería ser la de los campesinos: asegurarte de que tus ganancias anuales superan el nivel necesario para que puedas subsistir, aunque eso implique tener que contentarse con una cosecha media menor a lo largo del tiempo. Mientras escribo estas líneas, algunos de los inversores más inteligentes de Estados Unidos están sufriendo las consecuencias de hacer caso omiso a esa diferencia. La Universidad de Harvard tiene la mayor dotación y ha contado con la mayor proporción media de dotación-ganancias a lo largo del tiempo de todas las universidades estadounidenses. Los gestores de su dotación se han hecho legendarios por su capacidad, su éxito y su voluntad a la hora de explorar tipos de inversión rentables que antiguamente eran rechazados por los directores conservadores de las inversiones universitarias. El sueldo de un gestor de Harvard estaba vinculado a la tasa de crecimiento media a largo plazo de la porción de la cartera de Harvard de la que el gestor era responsable. Por desgracia, los ingresos por inversión de Harvard no se reservan para lujos o para una mala racha, sino que suponen cerca de la mitad del presupuesto operativo de toda la universidad. Durante la crisis económica internacional de 2008-2009, el capital y los ingresos de dotación de Harvard se desplomaron, al igual que tantas otras inversiones cuyo objetivo era maximizar los beneficios a largo plazo, de forma que Harvard se vio obligada a congelar las contrataciones y a posponer indefinidamente su plan multimillonario de construir un nuevo campus científico. En retrospectiva, los gestores de Harvard deberían haber seguido la estrategia practicada por muchos pequeños agricultores (lámina 45).
Estacionalidad y escasez de alimentos
He mencionado cómo se enfrentan los pueblos tradicionales al peligro de morir de hambre originado por las impredecibles fluctuaciones en las reservas de alimentos. Está claro que también se producen fluctuaciones estacionales predecibles. Los habitantes de las zonas templadas están familiarizados con las diferencias entre la primavera, el verano, el otoño y el invierno. Incluso hoy en día, cuando el almacenamiento y el transporte de alimentos a larga distancia ha compensado la mayor parte de la variación estacional en cuanto a la disponibilidad de alimentos en supermercados, las frutas y las verduras frescas locales siguen estando disponibles según un calendario predecible. Por ejemplo, cerca de mi casa de Los Ángeles hay un mercado en el que solo se venden productos de temporada cultivados en la región, como espárragos en abril y mayo, cerezas y fresas en mayo y junio, melocotones y albaricoques en junio y julio, refrescos naturales de julio a enero y caquis de octubre a enero. En las zonas templadas de Norteamérica y Eurasia, la disponibilidad de otros alimentos aparte de las frutas y verduras frescas también solían fluctuar entre una estación y otra, hasta que el almacenamiento y el transporte modernos eliminaron dichas fluctuaciones. Había carne en abundancia en otoño, cuando los animales de granja se sacrificaban y se llevaban a la matanza; de leche en primavera y verano, cuando las vacas y las ovejas daban a luz; de pescados como el salmón y el arenque, que tienen épocas predecibles en los que sus ejemplares nadan río arriba o junto a la costa; y de animales salvajes migratorios de caza como el reno y el bisonte en ciertas temporadas.
Por tanto, algunos meses del año de las regiones templadas eran épocas de abundancia, y otros meses eran épocas de escasez predecibles en las que la gente sabía que los alimentos almacenados podrían acabarse y que, como mínimo, deberían apretarse el cinturón o, en el peor de los casos, correr el riesgo de morir de hambre. Para los nórdicos de Groenlandia, esa época de escasez llegaba cada año al final del invierno, cuando estaban a punto de terminarse el queso, la mantequilla y la carne seca almacenados del año anterior, pero cuando sus vacas, ovejas y cabras todavía no habían dado a luz y, por tanto, no estaban produciendo leche, las manadas de focas migratorias aún no habían llegado a la costa y las focas comunes que vivían en la región todavía no habían subido a las playas a dar a luz. Parece que todos los habitantes de uno de los dos asentamientos nórdicos de Groenlandia murieron de hambre a finales de un invierno de ese tipo alrededor de 1360.
Los estadounidenses, europeos y otros habitantes de regiones templadas suelen asumir que en las regiones tropicales, sobre todo cerca del ecuador, no hay diferencias entre unas estaciones y otras. Aunque la temperatura sin duda es mucho menos variable entre un mes y otro en el trópico que en las regiones templadas, la mayoría de las regiones tropicales sí tienen unas marcadas estaciones húmedas y secas. Por ejemplo: el municipio de Pomio, en Papúa Nueva Guinea, se encuentra solo unos cientos de kilómetros al sur del ecuador, es muy húmedo (6604 mm de precipitaciones al año) y presenta 152,4 mm de precipitaciones incluso en el mes más seco. No obstante, los meses más húmedos de Pomio (julio y agosto) son siete veces más húmedos que los meses más secos (febrero y marzo), y eso tiene consecuencias importantes para la disponibilidad de los alimentos y las condiciones de vida en la zona. De ahí que la gente que vive a alturas bajas o incluso en el ecuador se enfrente a épocas de escasez predecibles, igual que los pueblos tradicionales de las regiones templadas. En muchos casos, esa época de escasez coincide con la temporada seca local, que suele tener lugar alternativamente entre los meses de septiembre y octubre para los !kung del Kalahari y los daribi de las colinas de Papúa Nueva Guinea, entre diciembre y febrero para los pigmeos mbuti del bosque del Ituri en el Congo y en enero para el pueblo kaulong de Nueva Bretaña. Pero otros pueblos que viven a bajas alturas experimentan una época de escasez durante sus meses más húmedos, que son entre diciembre y marzo en el caso de los aborígenes ngarinyin del noroeste de Australia y entre junio y agosto para los nuer de Sudán.
Los pueblos tradicionales afrontaban la predecible escasez estacional de alimentos principalmente de tres formas: almacenando alimentos, ampliando su dieta y dispersándose y agrupándose. El primero de estos métodos es habitual en las sociedades modernas: almacenamos comida en la nevera, en congeladores, en latas, en botellas y en paquetes en seco. Asimismo, muchas sociedades tradicionales apartaban los excedentes de alimentos acumulados durante una temporada de abundancia (como la época de cosecha otoñal en las regiones templadas) y consumían dichos alimentos en tiempos de escasez (como los inviernos en las regiones templadas). El almacenamiento de alimentos era una práctica de las sociedades sedentarias que vivían en entornos marcadamente estacionales con una alternancia entre épocas de abundancia y de escasez de alimentos. Era poco común entre los cazadores-recolectores nómadas con cambios frecuentes de campamento, porque no podían llevar consigo muchos alimentos (a menos que dispusieran de embarcaciones o trineos tirados por perros), y el riesgo de hurtos por parte de animales u otras personas hacía que no fuera seguro que dejaran alimentos sin vigilancia en un campamento al que tuvieran pensado regresar posteriormente. (No obstante, algunos cazadores-recolectores, como los ainu de Japón, los indios de la costa noroeste del Pacífico, los shoshones de la Gran Cuenca y algunos pueblos árticos, eran sedentarios o estacionalmente sedentarios y almacenaban grandes cantidades de alimentos.) Incluso entre los pueblos sedentarios, algunos de los que vivían en grupos familiares pequeños almacenaba n escasos alimentos porque eran demasiado pocos para defender una alacena de posibles asaltantes. El almacenamiento de alimentos estaba más extendido en regiones templadas o frías que en el trópico húmedo y cálido, donde la comida se estropea rápidamente. La tabla 8.2 ofrece algunos ejemplos.
TABLA 8.2. ALMACENAMIENTO TRADICIONAL DE ALIMENTOS EN TODO EL MUNDO


El principal problema práctico que hay que solventar a la hora de almacenar alimentos es evitar que estos se pudran a causa de la descomposición por acción de los microorganismos. Como los microbios, al igual que otras criaturas vivas, requieren temperaturas moderadas y agua, muchos métodos de almacenamiento de alimentos incluyen conservarlos en frío (lo que no era viable en el trópico antes de la invención del frigorífico) o secarlos.
Algunos alimentos al natural presentan un contenido en agua lo suficientemente bajo como para que puedan almacenarse durante meses e incluso años tal y como están o después de un breve proceso de secado. Entre estos alimentos se incluyen muchos frutos secos, cereales, algunas raíces y tubérculos como las patatas o los nabos y la miel. La mayoría de estos alimentos se guardan en contenedores o despensas construidos a tal efecto, pero muchas raíces se pueden «almacenar» o amontonar mediante el sencillo método de dejarlas en el suelo durante meses hasta que se necesitan.
No obstante, muchos otros alimentos, como la carne, el pescado, las frutas jugosas y las bayas, tienen un contenido en agua lo suficientemente alto como para requerir un largo proceso de secado, colocándolos al sol en rejillas o ahumándolos con fuego. Por ejemplo, el salmón ahumado, que ahora se incluye en la categoría de las delicatessen, era un producto básico preparado en grandes cantidades por los indios de la costa noroeste del Pacífico. La carne de bisonte seca —combinada con grasa y bayas secas para almacenarla en una mezcla llamada pemmican— también era un producto básico de las Grandes Llanuras norteamericanas. Los indios andinos secaban grandes cantidades de carne, pescado, patatas y oca mediante deshidratación por congelación (un proceso que alterna la congelación y el secado al sol).
No obstante, otros alimentos secos se obtienen cogiendo una materia prima húmeda y extrayendo los componentes nutritivos sin la mayor parte del agua original. Algunos ejemplos modernos conocidos de dichos alimentos son el aceite de oliva, el queso elaborado a partir de leche y la harina de trigo. Respectivamente, los pueblos mediterráneos tradicionales, los pastores y los agricultores eurasiáticos, llevan miles de años preparando y almacenando esos mismos productos. Extraer la grasa en una forma con bajo contenido en agua era una práctica muy extendida entre los cazadores maoríes de pájaros de Nueva Zelanda, los indios americanos cazadores de bisontes y los cazadores árticos de mamíferos marinos. Los indios de la costa noroeste del Pacífico extraían la grasa de una especie de eperlano tan aceitosa que en inglés se denomina candlefish, porque cuando estaba seco el pez se podía quemar como una vela. El producto básico de las Tierras Bajas de Nueva Guinea es el almidón de sagú, que se obtiene extrayendo el almidón de la médula de las palmeras de sagú. Los polinesios y los ainu de Japón también extraían almidón de las raíces, al igual que lo hacían los indios shoshones de la Gran Cuenca con las vainas de mezquite.
Muchos otros métodos de conservación de los alimentos no requerían secarlos. Un método sencillo de las regiones árticas y del norte de Europa con temperaturas invernales bajo cero era congelar los alimentos en invierno y enterrarlos en el suelo o en cámaras subterráneas llenas de hielo donde se mantenían congelados hasta el verano siguiente. Descubrí un vestigio de dicha práctica cuando, estudiando en la Universidad de Cambridge, Inglaterra, realicé una excursión por la zona rural de Anglia Oriental con unos amigos británicos con los que compartía la afición de la espeleología (explorar cuevas). Mientras charlábamos con un terrateniente local, nos invitó a ver un extraño edificio que había en sus tierras y cuya función no entendía nadie. Resultó que era una cúpula construida a base de hileras de ladrillo antiguo magníficamente dispuestas y con una puerta cerrada con candado que ese hombre abrió para nosotros. En el interior vimos ante nosotros un agujero vertical forrado de ladrillo de tres metros de diámetro con una escalerilla de madera que desaparecía en su interior y tan profundo que no se veía el fondo.
El fin de semana siguiente volvimos con nuestras cuerdas de sujeción para explorar cuevas, sopletes de acetileno, cascos y monos. Claro está, esperábamos que hubiera una fosa profunda, galerías laterales y un tesoro olvidado. Como yo era el único estadounidense y el miembro que menos pesaba del grupo, mis amigos británicos me eligieron para ser el primero que descendiera por la escalera de madera que estaba pudriéndose. Para mi desilusión, la escalera daba a un suelo de tierra de una profundidad de tan solo nueve metros, sin galerías laterales, tesoro ni ningún otro indicio que nos dejara entrever su función: solo más hileras de ladrillo antiguo. A mi vuelta a Cambridge esa tarde narré nuestro misterioso descubrimiento durante la cena. Uno de los compañeros que estaba sentado a mi mesa, un anciano ingeniero que se pasaba los fines de semana dando paseos por el campo exclamó: «¡Está claro que eso es una nevera!». Me contó que esos edificios solían ser elementos habituales de las haciendas británicas hasta que empezaron a reemplazarlos los frigoríficos a finales del siglo XIX. Estaban excavadas a una profundidad muy por debajo de la cálida capa superficial de la tierra, se llenaban de alimentos y de bloques de hielo en invierno y conservaban la comida congelada hasta el verano siguiente. La cantidad de alimentos que debía de poder almacenar la nevera que habíamos redescubierto era enorme.
Otro método tradicional para conservar los alimentos es hervirlos para matar los microbios y luego cerrar herméticamente el envase cuando aún está caliente y estéril. Hasta la Segunda Guerra Mundial, el gobierno estadounidense instaba a los habitantes de las ciudades a ahorrar reservas de alimentos para nuestros soldados cultivando patrióticamente huertos en el patio trasero en honor a la victoria y almacenando los productos hervidos en tarros herméticos. En la casa en la que me críe en Boston, mis padres tenían una habitación en el sótano que mi madre llenaba de tarros de tomates y pepinos recogidos en otoño y que mis padres, mi hermana y yo consumíamos durante todo el invierno. Mi infancia está salpicada por las numerosas explosiones de la antigua olla a presión en la que mi madre hervía los productos antes de introducirlos en los tarros, así como por la pasta de verduras que saltaba al techo de la cocina. Del mismo modo, los maoríes neozelandeses conservaban la carne cocinándola y transfiriéndola mientras seguía caliente a envases cerrados herméticamente con grasa derretida que evitaba que entraran los microbios. Sin saber nada acerca de los microbios, los maoríes descubrieron ese método de alguna manera.
El último método no conserva los alimentos secándolos, congelándolos o hirviéndolos, sino haciéndolos en escabeche o fermentándolos con sustancias que impidan la aparición de microbios. Entre estas sustancias se incluyen la sal o el vinagre añadidos a los alimentos o el alcohol, el vinagre o el ácido láctico que se desarrollan durante la fermentación de los propios alimentos. Entre los distintos ejemplos se encuentran la cerveza, el vino y otras bebidas alcohólicas; el producto básico de la dieta coreana llamado kimchee, que se sirve en todas las comidas coreanas y que está hecho a base de repollo, nabos y pepinos fermentados en salmuera; la leche de burra fermentada de los pastores asiáticos; la leche de malanga fermentada y el fruto del árbol del pan de Polinesia; y el pescado fermentado del pueblo itenm’i de Kamchatka.
Por último, también se pueden almacenar los excedentes de alimentos convirtiéndolos en objetos no comestibles que se puedan volver a transformar en alimentos en una temporada de hambruna posterior. Los agricultores de nuestra economía monetaria moderna lo hacen vendiendo sus productos por dinero durante la cosecha o la matanza, depositando el dinero en el banco y, al final, reconvirtiendo el dinero en alimentos en el supermercado. La cultura porcina de los habitantes de las Tierras Altas de Nueva Guinea constituye en la práctica una forma de finanzas alimentarias, porque el producto básico de las Tierras Altas —los boniatos— se puede almacenar durante tan solo unos meses. No obstante, alimentando a los cerdos con boniatos y esperando varios años antes de matarlos, los habitantes de las Tierras Altas están —por así decirlo— depositando en el banco los boniatos, transformándolos en carne de cerdo y conservándolos de forma eficaz durante mucho más tiempo que unos cuantos meses.
Ampliar la dieta
Aparte del almacenamiento de los alimentos, otra estrategia para enfrentarse a la escasez estacional de comida es ampliar la dieta y consumir alimentos menospreciados en épocas de abundancia. En el capítulo 6 he mencionado un ejemplo de la isla de Rennell, donde la gente clasifica las plantas salvajes comestibles en dos categorías: las que se comen normalmente y las que solo se comen en caso de desesperación después de que un ciclón haya arrasado las huertas. Pero los habitantes de la isla de Rennell suelen obtener la mayor parte de sus alimentos vegetales de las huertas, y su clasificación de las plantas silvestres no es muy elaborada. Las preferencias por alimentos vegetales silvestres están clasificadas de una forma mucho más refinada entre los !kung, porque, por tradición, eran cazadores-recolectores y no labraban la tierra. Ellos tienen nombres para al menos 200 especies vegetales silvestres de la zona, de las cuales consideran comestibles como mínimo 105, que dividen según una jerarquía de preferencias con seis categorías. Sus favoritas son las plantas muy abundantes, que se encuentran en muchos lugares, que están disponibles durante todos los meses del año, que son fáciles de recolectar y sabrosas y que están consideradas nutritivas. El número uno en la jerarquía —porque cumple todos estos criterios— es la nuez de mongongo, que proporciona cerca de la mitad de las calorías vegetales consumidas por los !kung y cuya popularidad solo se ve igualada por la carne. En un estadio inferior de preferencia figuran aquellas plantas que escasean, que se encuentran solo en algunas zonas, que están disponibles solo en ciertos meses del año, que tienen un sabor desagradable y que son difíciles de digerir o que están consideradas poco nutritivas. Cuando los !kung se trasladan a un nuevo campamento, empiezan recolectando las nueces de mongongo y sus otras 13 especies vegetales favoritas hasta que no queda ninguna en los alrededores. A continuación, tienen que descender al siguiente peldaño de su escala de preferencias alimentarias y contentarse con alimentos cada vez menos deseables. En los cálidos y secos meses de septiembre y octubre, en los que hay menos alimentos disponibles, los !kung se agachan a recoger las fibrosas e insípidas raíces de las que hacen caso omiso en otras épocas del año y que desentierran y consumen sin entusiasmo. Alrededor de 10 especies de árboles exudan resinas comestibles que están clasificadas dentro de los rangos más bajos, que son consideradas difíciles de digerir y que se recogen de forma puntual si surge la ocasión. En el estrato inferior de la escala alimentaria se encuentran aquellos alimentos que solo se comen unas pocas veces al año, como una fruta abundante que supuestamente provoca náuseas y alucinaciones y la carne de vacas que han muerto por ingerir hojas tóxicas. Por si piensan que esa escala de preferencias alimentarias de los !kung es irrelevante para la vida de los ciudadanos modernos del Primer Mundo, muchos europeos adoptaron prácticas parecidas durante la escasez de la Segunda Guerra Mundial: por ejemplo, mis amigos británicos me contaron que por aquel entonces comían ratones, que servían como «ratón a la crema».
Cuatrocientos ochenta kilómetros al este de los !kung, con una densidad demográfica cien veces mayor que estos, se encuentran los agricultores gwembe tonga. Cuando hay una mala cosecha, los cuantiosos agricultores se deleitan mucho más con las plantas silvestres del entorno que los !kung, un pueblo relativamente poco numeroso, así que los tonga tienen que bajar muchos más peldaños de la escala de preferencias que los !kung. Así, ellos consumen 21 especies de plantas que casualmente también se encuentran en la región de los !kung, pero que estos ni siquiera consideran comestibles. Una de esas plantas es la acacia, cuyas abundantes vainas con semillas son tóxicas. Los !kung podrían recolectar toneladas de esas vainas cada año, pero deciden no hacerlo. Sin embargo, en épocas de hambruna, los tonga sí que las recogen, las sumergen en agua, las hierven y las filtran durante un día para que expulsen las toxinas y luego se comen las vainas.
Mi último ejemplo de ampliación de la dieta proviene del pueblo kaulong de la isla de Nueva Bretaña, donde la malanga cultivada en las huertas es el producto básico y la carne de cerdo tiene una importancia ceremonial. Lo que los kaulong llaman taim bilong hanggiri en tok pisin (es decir, «época que pertenece al hambre») es la temporada seca local de octubre a enero, donde hay poca comida disponible en las huertas. En esa época, los kaulong se adentran en el bosque para cazar, recoger insectos, caracoles y pequeños animales, y recolectar plantas silvestres que no les entusiasman, como es comprensible. Una de esas plantas es un fruto seco silvestre y tóxico que debe prepararse dejándolo varios días en remojo para que expulse el veneno. Otra de esas plantas de segunda opción es una palmera silvestre cuyo tronco se tuesta y se come y que, en otras épocas del año, se considera únicamente comida para los cerdos.
Agrupación y dispersión
Junto con el almacenamiento de los alimentos y la ampliación de la dieta, la última solución tradicional al problema provocado por la escasez estacional predecible de comida es seguir un ciclo anual de movimiento demográfico: agrupación y dispersión. Cuando apenas hay recursos alimentarios y estos se concentran en unas pocas zonas, la gente se agrupa para vivir allí. En épocas favorables del año en las que los recursos están distribuidos uniformemente por muchos lugares, la gente se dispersa por todo el territorio.
Un famoso ejemplo europeo es que los agricultores de los Alpes pasan el invierno en sus casas de labranza en los valles. En primavera y en verano siguen de cerca cómo crece la hierba nueva y cómo la nieve se derrite y cubre las lomas de las montañas para llevar a sus vacadas o rebaños de ovejas hasta los pastos alpinos. Se registran unos ciclos estacionales parecidos de agrupación y dispersión en otras muchas sociedades de agrícolas de todo el mundo, así como en numerosas sociedades de cazadores-recolectores como los aborígenes australianos, los inuit, los indios de la costa noroeste del Pacífico, los shoshones de la Gran Cuenca, los !kung y los pigmeos africanos. Las épocas de concentración demográfica durante la escasez dan lugar a ceremonias anuales, bailes, iniciaciones, negociaciones de matrimonio y otros actos de vida social en grupo. Los dos ejemplos siguientes ilustran cómo se desarrollan estos ciclos entre los shoshones y los !kung.
Los indios shoshones de la Gran Cuenca del oeste de Estados Unidos viven en un entorno desértico extremadamente estacional en el que los veranos son secos y calurosos (las temperaturas diurnas oscilan entre los 32 °C y los 37 °C), los inviernos son fríos (suelen estar bajo cero todo el día) y la mayor parte de las escasas precipitaciones (menos de 254 mm al año) caen en invierno en forma de nieve. Los principales alimentos que se consumen en invierno —que es la temporada de escasez— son piñones y almidón de mezquites almacenados previamente. En otoño, la gente se concentra alrededor de los pinares para recolectar, procesar y almacenar grandes cantidades de piñones en un breve período de tiempo. Posteriormente, grupos de entre 2 y 10 familias emparentadas pasan el invierno en un pinar con una fuente de agua. En primavera, cuando las temperaturas se van suavizando y vuelven a fomentar el crecimiento vegetal y la actividad animal, los campamentos se dividen en familias nucleares que se desperdigan por el territorio hacia diferentes alturas. Los extendidos y variados recursos alimentarios que hay durante el verano permiten a los shoshones ampliar enormemente su dieta: buscan semillas, raíces, tubérculos, bayas, frutos secos y otros alimentos vegetales; recogen saltamontes, larvas de moscas y otros insectos comestibles; cazan conejos, roedores, reptiles y otros animales pequeños, así como ciervos, ovejas montañesas, antílopes, alces y bisontes; y también pescan. Al final del verano vuelven a juntarse en torno a sus pinares y se reagrupan en campamentos de invierno. En otro entorno desértico, este en el sur de África, los !kung siguen un ciclo anual similar, dictado por la disponibilidad del agua y por los recursos alimentarios dependientes del agua. Durante la estación seca se concentran en las escasas fuentes de agua permanentes que existen, y durante la estación húmeda se desperdigan por las 308 fuentes de agua menos fiables o estacionales.
Respuestas ante el peligro
Por último, ahora que he expuesto los peligros tradicionales y las respuestas ante esos peligros, comparemos las medidas reales del peligro (independientemente de cómo se midan) con nuestras respuestas (es decir, hasta qué punto nos preocupamos por los peligros y en qué medida nos defendemos de ellos). Una expectativa inocente podría ser que somos totalmente racionales, que estamos bien informados y que nuestras reacciones ante los distintos peligros son proporcionales a su gravedad, determinada por el número de personas a las que cada tipo de peligro mata o lesiona cada año. Esta expectativa ingenua no se sostiene por, como mínimo, cinco conjuntos de razones.
En primer lugar, el número de personas muertas o lesionadas al año por cierto tipo de peligro podría verse reducido precisamente porque somos muy conscientes de él y porque realizamos grandes esfuerzos para minimizar nuestro riesgo. Si fuéramos totalmente racionales, puede que una manera más adecuada de evaluar el peligro que el número de muertes causadas por él cada año (algo fácil de calcular) fuese el número de muertes que se habrían producido cada año si no se hubieran adoptado esas medidas de protección (algo difícil de estimar). Hay dos ejemplos que destacan entre los que hemos visto en este capítulo. En las sociedades tradicionales, pocas personas suelen morir de hambre, precisamente porque muchas prácticas de la sociedad van encaminadas a reducir el riesgo de que eso ocurra. Pocos !kung mueren al año a manos de los leones, no porque estos no sean peligrosos, sino porque son tan peligrosos que los !kung adoptan intrincadas medidas para protegerse de ellos: no abandonan el campamento de noche; buscan constantemente huellas o indicios de la presencia de leones cuando salen del campamento por el día; hablan siempre en voz alta y viajan en grupo cuando las mujeres están fuera del campamento; se guardan de los leones viejos, heridos, hambrientos o solitarios, etcétera.
Una segunda razón que explica la desigualdad entre el peligro real y nuestra aceptación del riesgo es una versión modificada del principio de Wayne Gretzky: nuestra voluntad a exponernos al peligro aumenta enormemente con los beneficios que se pueden obtener de una situación peligrosa. Los !kung ahuyentan a leones que se encuentran junto a reses muertas con carne que comer, pero no ahuyentan a leones que están descansando en lugares sin reses muertas. La mayoría de nosotros no entraríamos en una casa ardiendo por diversión, pero sí lo haríamos para rescatar a nuestro hijo si estuviera atrapado dentro. Muchos estadounidenses, europeos y japoneses se están replanteando angustiosamente la idea de construir centrales nucleares porque, por un lado, el accidente de la central de Fukushima en Japón pone de manifiesto los peligros de la energía nuclear pero, por otro, dichos peligros se compensan con los beneficios de frenar el calentamiento global reduciendo el uso del carbón, el petróleo y el gas.
En tercer lugar, la gente subestima los riesgos por sistema (al menos en el mundo occidental, donde los psicólogos han realizado extensos estudios sobre este fenómeno). Cuando a los estadounidenses les preguntan por los peligros del mundo actual, es probable que mencionen en primer lugar a los terroristas, los accidentes de avión y los accidentes nucleares, aunque esos tres peligros hayan matado a muchos menos estadounidenses a lo largo de las últimas cuatro décadas que los coches, el alcohol y el tabaco juntos en un solo año. Cuando se comparan las clasificaciones de los riesgos realizadas por los estadounidenses con las causas reales de muerte anuales (o con la probabilidad de una muerte por hora de la actividad arriesgada en cuestión), resulta que la gente sobrestima enormemente el riesgo de los accidentes en reactores nucleares (clasificado como el peligro número uno por parte de universitarios y mujeres votantes estadounidenses), al igual que sobrestiman los riesgos de las tecnologías basadas en el ADN, otras tecnologías químicas nuevas y los aerosoles. Los estadounidenses subestiman los riesgos del alcohol, los coches y el tabaco, así como (en menor medida) de las operaciones quirúrgicas, los electrodomésticos y los conservantes alimentarios. Tras estos prejuicios se oculta el hecho de que tememos especialmente aquellos acontecimientos que se escapan a nuestro control, acontecimientos en los que puede morir mucha gente y situaciones que implican riesgos nuevos, desconocidos y difíciles de calcular (de ahí nuestro miedo a los terroristas, a los siniestros de avión y a los accidentes en reactores nucleares). En cambio, acatamos erróneamente riesgos conocidos y antiguos que parecen estar bajo nuestro control, que aceptamos de forma voluntaria y que matan individualmente y no a grupos de personas. Esa es la razón por la que subestimamos los riesgos que entrañan los coches en movimiento, el alcohol, el tabaco y subirse a unas escaleras de tijera: decidimos hacer esas cosas, pensamos que las controlamos y sabemos que matan a otras personas, pero creemos que no nos matarán a nosotros porque nos consideramos precavidos y fuertes. Tal y como lo expresó Chauncey Starr: «Nos resistimos a permitir que los demás nos hagan cosas que nosotros nos hacemos a nosotros mismos alegremente».
En cuarto lugar, algunos individuos aceptan o incluso buscan y disfrutan del peligro más que otras personas. Entre esas personas se incluyen los aficionados al paracaidismo, quienes practican puenting, los jugadores compulsivos y los conductores temerarios. Las bases de datos elaboradas por las aseguradoras confirman nuestra idea intuitiva de que los hombres buscan el peligro más que las mujeres y de que la pasión masculina por el riesgo alcanza su apogeo entre los 20 y los 30 años y luego va disminuyendo con la edad. Hace poco volví de ver las cataratas Victoria en África, en las que el enorme río Zambeze, de 1,6 kilómetros de ancho, se precipita 108 metros hasta una estrecha grieta que se desagua por una garganta aún más estrecha hasta una piscina (cuyo acertado apodo es la «olla hirviendo») a la que cae todo el cauce del río. El rugido de las cataratas, la negrura de las paredes rocosas, la neblina que cubre toda la grieta y la garganta y los remolinos que forma el agua debajo de la catarata dejan entrever cómo debe de ser la entrada al infierno, si es que existe. Justo por encima de la «olla hirviendo», la garganta queda atravesada por un puente por el que las personas pueden cruzar a pie entre los países de Zambia y Zimbabue, cuya frontera está constituida por el río. Desde ese puente, los turistas aficionados a ello hacen puenting tirándose a la negra y ensordecedora garganta cubierta de espuma. Cuando observé dicha escena, ni siquiera logré llegar hasta el puente a pie, y pensé que no podría practicar puenting allí ni aunque me dijeran que es la única manera de salvarles la vida a mi mujer y a mis hijos. Pero luego nos visitó uno de los compañeros de mi hijo de 22 años, un joven que se llamaba Lee y que sí que había hecho puenting en esa garganta arrojándose desde el puente de cabeza con una cuerda atada a los tobillos. Me quedé estupefacto por el hecho de que Lee pagara voluntariamente por hacer algo que me resultaba tan aterrador, puesto que yo habría entregado todos mis ahorros para evitarlo, hasta que pensé en las experiencias igual de horribles a las que yo había decidido someterme cuando estudiaba espeleología a su misma edad, cuando sentía la misma pasión por el riesgo.
Por último, algunas sociedades son más tolerantes a la hora de aceptar riesgos que otras más conservadoras. Dichas diferencias son conocidas entre las sociedades del Primer Mundo y se han documentado entre los indios americanos y entre las tribus de Nueva Guinea. Solo por mencionar un ejemplo actual: en unas operaciones militares realizadas recientemente en Irak, se dijo que los soldados estadounidenses asumían más riesgos que los franceses y alemanes. Unas explicaciones especulativas de esta diferencia serían las lecciones que aprendieron los alemanes y los franceses de la muerte de casi siete millones de ciudadanos durante las dos guerras mundiales en operaciones militares en las que, a menudo, se corrían riesgos temerarios, así como la fundación de la sociedad estadounidense moderna de la mano de emigrantes provenientes de otros territorios que estaban dispuestos a aceptar los riesgos del desarraigo para trasladarse a una nueva y desconocida patria, dejando atrás a los compatriotas que eran reacios al riesgo en su país de origen.
Por tanto, todas las sociedades humanas afrontan peligros, aunque haya distintos tipos de riesgos acechando a las personas de distintas localidades o con diferentes estilos de vida. Yo me preocupo por los coches y por las escaleras; mis amigos de las Tierras Bajas de Nueva Guinea por los cocodrilos, los ciclones y los enemigos; y los !kung por los leones y las sequías. Cada sociedad ha adoptado un espectro de medidas para mitigar los peligros concretos que reconoce. Pero nosotros, los ciudadanos de las sociedades WEIRD, no siempre nos planteamos los retos a los que nos enfrentamos con la seriedad que deberíamos. Nuestra obsesión por los peligros de las tecnologías basadas en el ADN y los aerosoles debería centrarse más bien en los conocidos peligros de los cigarrillos y de montar en bicicleta sin casco. Todavía está por estudiar si los pueblos tradicionales subestiman de forma parecida los peligros de su vida. ¿Seremos las sociedades WEIRD modernas especialmente propensas a subestimar los riesgos porque la mayor parte de la información nos llega por terceros a través de la televisión y de otros medios de comunicación que hacen hincapié en accidentes sensacionalistas pero poco habituales y en muertes en masa? ¿Calcularán los pueblos tradicionales los riesgos con más precisión porque, en cambio, aprenden únicamente a base de experiencias de primera mano, de sus parientes y de sus vecinos? ¿Podemos aprender a plantearnos los peligros de una forma más realista?