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SAL, AZÚCAR, GRASA
Y PEREZA
Enfermedades no transmisibles • Nuestro consumo de sal • La sal y la presión sanguínea • Causas de la hipertensión • Fuentes alimenticias de la sal • La diabetes • Tipos de diabetes • Los genes, el entorno y la diabetes • Los indios pima y los habitantes de la isla de Nauru • La diabetes en la India • Los beneficios de los genes para la diabetes • ¿Por qué la incidencia de la diabetes es baja entre los europeos? • El futuro de las enfermedades no transmisibles
Enfermedades no transmisibles
Cuando empecé a trabajar en Papúa Nueva Guinea en 1964, la inmensa mayoría de los papúes seguían llevando un estilo de vida bastante tradicional en sus aldeas, cultivando sus propios alimentos y manteniendo una dieta baja en sal y en azúcar. Los productos alimentarios básicos en las Tierras Altas eran cultivos de raíces (boniato, malanga y ñame), que proporcionaban cerca del 90 por ciento del aporte calórico a sus habitantes, mientras que el producto básico de las Tierras Bajas eran los granos de almidón del corazón de las palmeras de sagú. Los que tenían algo de dinero compraban pequeñas cantidades de alimentos en comercios como si fueran artículos de lujo: galletas saladas, conservas de pescado y un poco de sal y azúcar.
Una de las muchas cosas que me impresionaron de los papúes fue su condición física: delgados, musculados y activos, todos parecían esbeltos culturistas occidentales. Cuando no estaban transportando ninguna carga, iban trotando por empinados senderos montañosos; y cuando llevaban cargas pesadas, caminaban todo el día al mismo ritmo que yo. Me acuerdo de una mujer pequeña que no debía de pesar más de 45 kilos y que llevaba un saco de arroz de 30 kilos a la espalda sujeto a la frente con una cuerda a través de montañas y lechos de ríos plagados de rocas. En esos primeros años en Nueva Guinea, nunca vi a ningún papú obeso ni con sobrepeso.
Los historiales hospitalarios en Nueva Guinea y los exámenes médicos realizados a los papúes confirmaban esa apariencia de buena salud, al menos en parte. Las enfermedades no transmisibles que acaban con la vida de la mayoría de los ciudadanos del Primer Mundo hoy en día —la diabetes, la hipertensión, la apoplejía, los ataques cardíacos, la arterioesclerosis, las enfermedades cardiovasculares en general y el cáncer— eran muy poco habituales o desconocidas entre los papúes tradicionales que vivían en las zonas rurales. La ausencia de dichas enfermedades no se debía solo a una corta esperanza de vida media, ya que seguían sin afectar a los papúes que superaban los 60, 70 y 80 años. Una evaluación realizada a principios de los años sesenta de 2000 ingresos en el hospital general de Puerto Moresby (la capital y la ciudad más grande) no detectó ni un solo caso de enfermedad de las arterias coronarias e identificó tan solo cuatro casos de hipertensión, los cuales eran todos pacientes de origen racial mixto y no papúes puros.
Pero con esto no quiero decir que los papúes tradicionales gozaran de una utopía sanitaria libre de preocupaciones; nada más lejos de mi intención. La esperanza de vida de la mayoría de ellos era y sigue siendo inferior a la occidental. Las enfermedades por las que morían —aparte de los accidentes y la violencia interpersonal— prácticamente han dejado de ser causas de muerte en el Primer Mundo: infecciones gastrointestinales que provocan diarrea, infecciones respiratorias, malaria, parásitos, desnutrición y afecciones secundarias que se aprovechan de las personas debilitadas por esas afecciones primarias. Es decir, que a pesar de haber reemplazado nuestro conjunto de enfermedades humanas tradicionales por un nuevo conjunto de enfermedades modernas, los occidentales gozamos de una mejor salud media y una vida más larga.
Ya en 1964, las nuevas causas de muerte de los ciudadanos del Primer Mundo estaban empezando a hacer su aparición en Nueva Guinea entre aquellas poblaciones que habían mantenido un contacto más largo con europeos y que habían comenzado a adoptar las dietas y los estilos de vida occidentales. Hoy en día, esa occidentalización de las dietas, los estilos de vida y los problemas sanitarios de Nueva Guinea se encuentra en una fase de crecimiento explosivo. Decenas de miles —o quizá cientos de miles— de papúes son actualmente empresarios, políticos, pilotos de avión y programadores informáticos; obtienen sus alimentos en supermercados y restaurantes; y hacen poco ejercicio. En las ciudades, pueblos y entornos occidentalizados es común ver a papúes con sobrepeso u obesos. Una de las tasas de prevalencia de la diabetes más elevadas del mundo (estimada en un 37 por ciento) se da entre los wanigela, que fue la primera población papú que se occidentalizó notablemente. Ahora se registran ataques cardíacos entre los urbanitas. Desde 1998 he estado trabajando en un yacimiento de petróleo de Nueva Guinea en el que los empleados hacen sus tres comidas diarias en una cafetería de bufet, donde cada persona se sirve lo que quiere y en cada mesa hay un salero y un azucarero. Los papúes que se han criado con estilos de vida rurales tradicionales con una disponibilidad de alimentos limitada e impredecible reaccionan ante esta abundancia diaria y predecible de alimentos llenándose el plato hasta arriba en cada comida y vertiendo sin parar el salero y el azucarero por encima de sus filetes y ensaladas. De ahí que la empresa petrolera contratara a profesionales sanitarios papúes para educar a la plantilla acerca de la importancia de llevar una alimentación sana. Pero incluso aquellos profesionales sanitarios desarrollaron problemas de salud occidentales al poco tiempo.
Estos cambios que he estado presenciando en Nueva Guinea son tan solo un ejemplo de la oleada de epidemias de enfermedades no transmisibles (ENT) asociadas al estilo de vida occidental y que están arrasando el mundo actualmente. Dichas enfermedades son distintas de las enfermedades infecciosas (transmisibles) y parasitarias, que son provocadas por un agente infeccioso (como una bacteria o un virus) o un parásito y que se transmiten de una persona a otra por la propagación del agente. Muchas enfermedades infecciosas se desarrollan rápidamente en una persona después de ser infectada por el agente, hasta el punto de que en cuestión de semanas la víctima ha fallecido o está recuperándose. En cambio, las principales ENT (así como las enfermedades parasitarias y algunas infecciosas como el sida, la malaria y la tuberculosis) se desarrollan lentamente y persisten durante años o décadas hasta que llegan a un funesto final, se curan o se frenan, o hasta que la víctima muere por otra causa. Entre las principales ENT de la oleada actual se incluyen diversas enfermedades cardiovasculares (ataques cardíacos, apoplejías y enfermedades vasculares periféricas), la forma más frecuente de diabetes, algunos tipos de enfermedad renal y algunos tipos de cáncer, como el de estómago, el de mama y el de pulmón. La inmensa mayoría de los lectores de este libro —por ejemplo, el 90 por ciento de todos los europeos, estadounidenses y japoneses— morirán de alguna de estas ENT, mientras que la mayoría de los habitantes de los países de renta baja mueren por enfermedades transmisibles.
Todas estas ENT son poco habituales o inexistentes en las sociedades a pequeña escala con estilos de vida tradicionales. Aunque la existencia de algunas de estas enfermedades ya se documenta en textos antiguos, no adquirieron un carácter frecuente en Occidente hasta hace unos siglos. Su asociación con la actual propagación explosiva por todo el mundo del estilo de vida occidental moderno queda patente por sus epidemias en cuatro tipos de poblaciones. En el caso de algunos países que se han vuelto ricos reciente y repentinamente, y la mayoría de cuyos habitantes «gozan» de un estilo de vida occidental —Arabia Saudí y el resto de países árabes productores de petróleo, además de varios países isleños de repente prósperos como Nauru o Mauricio—, toda la población nacional está en peligro. (Por ejemplo, de los ocho países del mundo con una tasa de prevalencia de la diabetes por encima del 15 por ciento, todos son o países árabes productores de petróleo o países isleños prósperos.) Otras epidemias están afectando a ciudadanos de países en vías de desarrollo que emigraron al Primer Mundo y que, de pronto, cambiaron su estilo de vida espartano por uno occidental y, a consecuencia de ello, están desarrollando tasas de prevalencia de ENT superiores a las de sus compatriotas que se quedaron en el país y que conservaron su estilo de vida tradicional, así como a las de las personas que ya llevaban mucho tiempo viviendo en los países a los que llegaron. (Algunos ejemplos son chinos e indios que han emigrado al extranjero [a Reino Unido, Estados Unidos, Mauricio y otros destinos más prósperos que China o la India] o judíos yemeníes y etíopes que han emigrado a Israel.) Se están registrando epidemias urbanas en muchos países en vías de desarrollo como Papúa Nueva Guinea, China y numerosos países africanos en personas que emigran de las zonas rurales a las ciudades y, por tanto, adoptan un estilo de vida sedentario y consumen más alimentos adquiridos en establecimientos. Por último, hay otras epidemias que implican a grupos de ciudadanos no europeos que han adoptado un estilo de vida occidental sin emigrar y que, a consecuencia de ello, se han hecho tristemente famosos por tener una de las tasas de prevalencia de la diabetes y de otras ENT más elevadas del mundo. Entre los ejemplos que suelen citarse en los manuales se encuentran los indios pima de Estados Unidos, el pueblo wanigela de Nueva Guinea y numerosos grupos de aborígenes australianos.
Estos cuatro conjuntos de experimentos naturales ilustran cómo la adopción de un estilo de vida occidental —independientemente de su origen— por pueblos que antes llevaban un estilo de vida tradicional tiene como consecuencia la aparición de epidemias de ENT. Lo que no nos cuentan estos experimentos naturales sin realizar un análisis más profundo es qué componente o componentes concretos del estilo de vida occidental desencadenan la epidemia. Ese estilo de vida incluye muchos componentes que coinciden en el tiempo: poca actividad física, alto consumo calórico, aumento de peso u obesidad, tabaco y elevado consumo de alcohol y de sal. La composición de la dieta suele pasar a incluir un bajo consumo de fibra y un elevado consumo de azúcares simples (sobre todo fructosa), grasas saturadas y grasas insaturadas trans. La mayoría de estos cambios o todos ellos tienen lugar simultáneamente cuando una población se occidentaliza, y eso hace que resulte difícil identificar la importancia relativa de cada uno de ellos a la hora de provocar una epidemia de ENT. En el caso de algunas enfermedades, las pruebas son claras: el tabaco es un factor muy importante en el desarrollo del cáncer de pulmón, y el consumo de sal es una causa muy importante de hipertensión y apoplejías. Pero para el resto de enfermedades —incluidas la diabetes y varias enfermedades cardiovasculares— todavía no sabemos cuáles de estos factores de riesgo coincidentes son los más relevantes.
Nuestro conocimiento de este ámbito se ha desarrollado principalmente gracias a la pionera labor de S. Boyd Eaton, Melvin Konner y Marjorie Shostak. Estos autores recopilaron información sobre nuestra «dieta paleolítica» —es decir, la dieta y el estilo de vida de nuestros ancestros cazadores-recolectores y de los cazadores-recolectores supervivientes modernos— y sobre las diferencias entre las principales enfermedades que afectaban a nuestros antepasados y las que afectan a las poblaciones modernas occidentalizadas. Llegaron a la conclusión de que nuestras enfermedades no transmisibles propias de la civilización surgen a raíz de un desequilibrio entre la constitución genética de nuestro cuerpo —que sigue estando en gran medida adaptado a nuestra dieta y a nuestro estilo de vida paleolíticos— y nuestra dieta y nuestro estilo de vida actuales. Propusieron pruebas de sus hipótesis y ofrecieron recomendaciones en materia de dieta y estilo de vida para reducir nuestra exposición a nuestras nuevas enfermedades propias de la civilización. Las referencias a los originales de sus artículos y el libro se encuentran en el apartado de «Lecturas complementarias» correspondiente a este capítulo.
Puede que las enfermedades no transmisibles relacionadas con el estilo de vida occidental ofrezcan el ejemplo más eminentemente práctico incluido en este libro sobre las lecciones que se pueden extraer de los estilos de vida tradicionales. En general, los pueblos tradicionales no desarrollan el conjunto de ENT que he mencionado, mientras que la mayoría de las personas occidentalizadas morirán de dichas enfermedades. Está claro que no estoy sugiriendo que adoptemos de forma general un estilo de vida tradicional, que acabemos con los gobiernos estatales ni que volvamos a matarnos unos a otros, a cometer infanticidios, a librar guerras por motivos religiosos o a pasar hambre periódicamente. Por el contrario, nuestro objetivo consiste en identificar y adoptar aquellos componentes concretos del estilo de vida tradicional que nos protegen contra las ENT. Aunque habrá que esperar a que haya más investigación para obtener una respuesta completa, una apuesta segura es que la respuesta incluirá el bajo contenido en sal, pero no la falta de un gobierno estatal del estilo de vida tradicional. Decenas de millones de personas en todo el mundo ya están utilizando conscientemente nuestro conocimiento actual de los factores de riesgo para llevar una vida más sana. En lo que queda de este capítulo hablaré con detalle de dos epidemias de ENT: las consecuencias de un consumo elevado de sal y la diabetes.
Nuestro consumo de sal
Aunque existen muchos compuestos químicos distintos que se incluyen en la categoría que los expertos denominan «sales», para los legos la «sal» es el cloruro de sodio. Esa es la sal que ansiamos, con la que sazonamos nuestros alimentos, que consumimos en exceso y que nos provoca enfermedades. En la actualidad, la sal proviene de un salero que hay en todas las mesas y, en última instancia, del supermercado, es barata y está disponible en cantidades prácticamente ilimitadas. El principal problema que tiene nuestro cuerpo con la sal es deshacerse de ella, algo que hacemos copiosamente en nuestra orina y nuestro sudor. El consumo diario medio de sal en el mundo se encuentra entre los 9 y los 12 gramos, con un rango que oscila entre los 6 y los 20 gramos (superior en Asia que en otras partes del mundo).
No obstante, antiguamente la sal no provenía de los saleros, si no que debía extraerse del entorno. Imaginen cómo era el mundo antes de que los saleros se volvieran omnipresentes. Nuestro principal problema con la sal por aquel entonces era adquirirla en lugar de deshacernos de ella. Ello obedece a que la mayoría de las plantas contienen muy poco sodio, pero los animales requieren sodio en grandes concentraciones en todos sus fluidos extracelulares. Por tanto, mientras que los carnívoros obtienen fácilmente el sodio que necesitan comiendo herbívoros llenos de sodio extracelular, los herbívoros tienen problemas para obtener dicho sodio. Ese es el motivo por el que los animales que vemos acercarse a depósitos de sal son los ciervos y los antílopes, no los leones ni los tigres. Los cazadores-recolectores humanos que consumían mucha carne, como los inuit y los san, obtenían así su dosis necesaria de sal sin problemas, aunque su consumo total de sal era únicamente de entre 1 y 2 gramos al día, ya que gran parte de la sangre rica en sodio de sus presas y otros fluidos extracelulares se perdían en el transcurso de las matanzas y la preparación de la comida. Entre los cazadores-recolectores y los agricultores tradicionales que consumen una dieta rica en alimentos vegetales y con poca carne, los que viven en la costa o cerca de depósitos de sal interiores también tienen fácil el acceso a la sal. Por ejemplo, el consumo diario medio de sal ronda los 10 gramos entre el pueblo lau de las islas Salomón, que vive en la costa y utiliza agua salada para cocinar, igual que entre los pastores nómadas qashqa’i de Irán, cuya región natal tiene depósitos de sal naturales en la superficie.
No obstante, en el caso de decenas de otros cazadores-recolectores y agricultores tradicionales de los cuales se ha calculado el consumo diario de sal, está por debajo de los 3 gramos. El menor valor registrado es el de los indios yanomami de Brasil, cuyo alimento básico son los plátanos bajos en sodio y que, de media, expulsan tan solo 50 miligramos de sal al día, es decir, 1/200 de la excreción de sal del estadounidense medio. Un sencillo Big Mac analizado por Consumer Reports contenía 1,5 gramos (1500 miligramos) de sal, lo que representa el consumo de sal mensual de un yanomami, mientras que una lata de sopa de tallarines con pollo (que contiene 2,8 gramos de sal) constituye prácticamente dos meses del consumo de sal de los yanomami. Puede que el récord lo ostente un restaurante sino-estadounidense que hay cerca de mi casa en Los Ángeles. Según un análisis que se llevó a cabo, se supone que su plato combinado de tallarines dobles fritos contiene el equivalente a un año y tres meses del consumo de sal de los yanomami: 18,4 gramos.
De ahí que los pueblos tradicionales ansíen comer sal y hagan lo imposible para obtenerla. (Nosotros somos iguales: intenten comer por un día únicamente alimentos frescos, no procesados y sin salar, y luego verán lo bien que sabe la sal cuando por fin te echas un poco en la comida.) Los habitantes de las Tierras Altas orientales de Nueva Guinea con los que he trabajado y cuya dieta consiste en hasta un 90 por ciento de boniatos bajos en sodio me contaron los esfuerzos que solían realizar para obtener sal hace unas décadas, antes de que los europeos la llevaran como mercancía comercial. Recolectaban hojas de ciertas especies vegetales, las quemaban, raspaban las cenizas, filtraban agua a través de ellas para disolver las partículas sólidas y, finalmente, evaporaban el agua para obtener pequeñas cantidades de sal amarga. El pueblo dani de Dugum, de las Tierras Altas de Nueva Guinea occidental, obtenía sal de las únicas dos salinas naturales de su valle sumergiendo un trozo esponjoso de tronco de un platanero en la salina para que se empapara de salmuera, extrayéndolo y dejándolo secar al sol, quemándolo hasta reducirlo a cenizas y luego rociándolo con agua y trabajando la masa húmeda para elaborar pasteles que se consumían o con los que se comerciaba. Después de todo ese esfuerzo tradicional para obtener pequeñas cantidades de sal impura y con sabor amargo, no resulta sorprendente que los papúes que comen en cantinas al estilo occidental no puedan resistirse a coger el salero de la mesa y echarse un torrente de sal pura en el filete o en la ensalada en cada comida.
Con el desarrollo de los gobiernos estatales, la sal empezó a estar disponible de forma generalizada y a producirse a escala industrial (como sigue ocurriendo en la actualidad) mediante bandejas de secado de agua salada, minas de sal o depósitos superficiales. A su uso como elemento sazonador se le añadió otro uso supuestamente descubierto en China hace unos 5000 años: la conservación de la comida para almacenarla durante el invierno. El bacalao o el arenque a la sal se convirtieron en partes integrantes de la dieta europea, y la sal pasó a ser el producto básico más comercializado y más gravado del mundo. A los soldados romanos se les pagaba con sal, de ahí que nuestra palabra «salario» no se derive de la raíz latina de «dinero» o «moneda», sino de la raíz latina de la palabra «sal» (sal). Se han librado guerras por motivo de la sal; han estallado revoluciones por gravámenes sobre la sal; y Mahatma Gandhi unificó a los indios para luchar contra lo que consideraban una injusticia del dominio colonial británico marchando durante un mes hacia el océano, violando las leyes británicas al producir sal de forma ilegal para sí mismos en la playa a partir del agua salada que estaba a su libre disposición y negándose a pagar a los británicos el impuesto por la sal.
Como consecuencia de la adopción relativamente reciente de una dieta con un elevado contenido en sal por parte de nuestros cuerpos, que en gran medida siguen siendo tradicionales y están adaptados a una dieta con un bajo contenido en sal, el elevado consumo de sal es un factor de riesgo de casi todas las enfermedades no transmisibles modernas. Muchos de los efectos perjudiciales de la sal se deben a su función de incrementar la presión sanguínea, de la que hablaré más adelante. Una presión sanguínea elevada (también denominada «hipertensión») es uno de los principales factores de riesgo de las enfermedades cardiovasculares en general, así como de las apoplejías, la insuficiencia cardíaca congestiva, la enfermedad de las arterias coronarias y los infartos de miocardio en concreto, además de la diabetes tipo 2 y la enfermedad renal. Asimismo, el consumo de sal tiene efectos perjudiciales que no están relacionados con su función de incrementar la presión sanguínea, ya que espesa la sangre de las arterias y las endurece, aumenta la aglutinación de plaquetas sanguíneas e incrementa la masa del ventrículo izquierdo del corazón, y todo ello contribuye al riesgo de padecer enfermedades cardiovasculares. Otros efectos adicionales del consumo de sal que no están relacionados con la presión sanguínea son los riesgos de padecer apoplejías y cáncer de estómago. Por último, el consumo de sal contribuye de forma indirecta pero significativa a la obesidad (que, a su vez, es otro factor de riesgo de muchas enfermedades no transmisibles) al incrementar nuestra sed, que muchas personas aplacan en parte consumiendo refrescos azucarados con un alto contenido calórico.
La sal y la presión sanguínea
Detengámonos un momento para realizar un curso acelerado sobre presión sanguínea e hipertensión que nos ayudará a entender lo que significan esas cifras que aparecen cuando el médico infla un brazalete de goma alrededor de nuestro brazo, escucha, desinfla el brazalete y, por último, afirma: «Su presión sanguínea es de 120/80». La presión sanguínea se expresa en unidades de milímetros de mercurio: la altura hasta la que nuestra presión sanguínea empujaría una columna de mercurio en el caso —que Dios no lo quiera— de que nuestras arterias estuvieran de repente conectadas a una columna vertical de mercurio. Por naturaleza, la presión sanguínea cambia con cada ciclo de bombeo del corazón: aumenta cuando el corazón se contrae y baja cuando el corazón se relaja. De ahí que el médico calcule primero un número y luego otro (por ejemplo, 120 y 80 milímetros de mercurio), que se refieren respectivamente a la presión máxima de cada bombeo del corazón (denominada «presión sistólica») y a la presión mínima entre latidos (denominada «presión diastólica»). La presión sanguínea varía en cierta medida según la posición, la actividad y el nivel de ansiedad, por lo que se suele calcular cuando la persona está descansando boca arriba y supuestamente tranquila. En dichas condiciones, la presión media de los estadounidenses es de 120/80. No hay ningún límite mágico entre la presión sanguínea normal y una presión sanguínea alta. No obstante, cuanto más elevada tenga una persona la presión sanguínea, más probabilidades hay de que sufra un ataque al corazón, una apoplejía, una insuficiencia renal o una ruptura aórtica. Por lo general, una presión superior a 140/90 se suele definir de forma arbitraria como hipertensión, pero algunas personas con presiones inferiores morirán de una apoplejía a los 50 años, mientras que otras con presiones más elevadas morirán en un accidente de coche con buena salud a los 90 años.
A corto plazo, la presión sanguínea aumenta a la par que el nivel de ansiedad de la persona o al realizar un ejercicio intenso. No obstante, a largo plazo se incrementa debido a otros factores, sobre todo el consumo de sal (por los motivos mencionados anteriormente) y (en nuestro caso, el de los pueblos modernos occidentalizados, que no en el de los pueblos tradicionales) con la edad. El primer indicio de la relación entre el consumo de sal y la presión sanguínea fue registrado hace más de 2000 años en un texto médico chino llamado Huang di nei jing: Su wen, que dice: «Por tanto, si se consumen grandes cantidades de sal, el pulso se agarrotará y se endurecerá». En unos experimentos realizados recientemente con chimpancés cautivos, nuestros parientes animales más cercanos, su presión sanguínea al consumir una dieta de Purina Monkey Chow que les proporcionaba entre 6 y 12 gramos de sal al día (al igual que la mayoría de los seres humanos modernos que llevan una dieta occidental) era totalmente sana (120/50), pero aumentaba con la edad (al igual que los seres humanos modernos con una dieta occidental). Después de un año y siete meses llevando una dieta con un elevado contenido en sal de hasta 25 gramos al día, la presión sanguínea de los chimpancés aumentó hasta 155/60, por lo que se los consideraría hipertensos según el criterio humano, al menos a juzgar por su presión sanguínea sistólica.
En el caso de los seres humanos está claro que el consumo de sal sí que influye en la presión sanguínea, al menos en los extremos opuestos de un consumo de sal muy bajo o muy elevado. El proyecto internacional INTERSALT de los años ochenta utilizó una metodología uniforme para calcular el consumo de sal y la presión sanguínea en 52 poblaciones de todo el mundo. La población que ya he mencionado y que tenía el consumo de sal más bajo registrado del mundo —los indios yanomami de Brasil— también presentaba la presión sanguínea media más baja del mundo, las cifras sorprendentemente reducidas de 96/61. Las dos poblaciones que le siguen en menor consumo de sal —los indios xingu de Brasil y los habitantes del valle Asaro en las Tierras Altas de Nueva Guinea— tenían las siguientes dos presiones sanguíneas más bajas (100/62 y 108/63). Estas tres poblaciones, así como otras decenas de sociedades de todo el mundo con estilos de vida tradicionales y un bajo consumo de sal, no mostraron un incremento en la presión sanguínea con la edad, en contraste con el aumento a medida que se envejece en el caso de los estadounidenses y de las demás poblaciones occidentalizadas.
En el extremo opuesto, los médicos consideran Japón como «la tierra de la apoplejía» por la elevada frecuencia de apoplejías mortales (es la principal causa de muerte en el país, cinco veces más frecuente que en Estados Unidos), relacionada con una elevada presión sanguínea y lo salada que es su comida. Dentro de Japón, esos factores se radicalizan en la prefectura septentrional de Akita, famosa por su sabroso arroz, que los agricultores sazonan con sal, acompañan con una sopa de miso salada y alternan con pepinillos salados entre comidas. De los 300 adultos de Akita estudiados, ninguno consumía menos de 5 gramos de sal al día (el equivalente al consumo de tres meses de un indio yanomami), el consumo medio de un adulto akita era de 27 gramos y el individuo al que más le gustaba la sal consumía la increíble cantidad de 61 gramos (lo suficiente como para devorar el contenido del paquete habitual de tres cuartos de kilo de los supermercados estadounidenses en tan solo 12 días). Ese adulto de Akita que tenía el récord consumía al día la misma cantidad de sal que el indio yanomami medio en tres años y tres meses. La presión sanguínea media de un adulto de Akita de 50 años era de 151/93, por lo que la hipertensión era la norma general. No era sorprendente que la frecuencia de muerte por apoplejía fuera el doble que la media japonesa, y en algunos pueblos de dicha región, el 99 por ciento de la población falleció antes de los 70 años.
Por tanto, resulta evidente que las variaciones extremas en el consumo de sal tienen unos efectos considerables sobre la presión sanguínea: un consumo de sal muy bajo tiene como consecuencia una presión sanguínea muy baja, y un consumo de sal muy elevado tiene como consecuencia una presión sanguínea muy elevada. No obstante, la mayoría de nosotros nunca seguiremos una dieta tan extrema como la de los indios yanomami o la de los agricultores de Akita. En cambio, nos gustaría saber si unas variaciones más moderadas del consumo de sal —en la parte central del rango de consumo de sal mundial— tienen al menos algunos efectos moderados sobre la presión sanguínea. Por varios motivos no es sorprendente que siga habiendo cierta controversia en torno a los efectos de la variación dentro de este rango medio. El rango medio abarca únicamente un espectro reducido del consumo de sal: por ejemplo, 48 de las 52 poblaciones que formaron parte del estudio INTERSALT (todas las poblaciones excepto los yanomami y los otros tres valores atípicos con un bajo consumo en sal) presentaban un consumo medio de sal de entre 6 y 14 gramos al día. La variación individual en el consumo de sal y en la presión sanguínea dentro de la mayoría de las poblaciones es considerable y tiende a enmascarar las diferencias medias entre poblaciones. El propio consumo de sal tiene fama de ser difícil de calcular a menos que se confine a las personas en una sala metabólica de un hospital durante una semana y se midan los niveles de sal de todos los alimentos que consumen y de la orina que producen. Hacer eso resulta completamente imposible en el caso de los indios yanomami en la selva, así como en el de la mayoría de los urbanitas que queremos llevar una vida normal fuera de salas metabólicas. En su lugar, el consumo de sal suele calcularse con muestras de orina cada 24 horas, pero esos valores están sujetos a una enorme variación de un día a otro, dependiendo de si uno come un Big Mac o una lata de sopa de tallarines con pollo un día concreto.
A pesar de estos factores de incertidumbre, muchos experimentos naturales, así como experimentos de manipulación, me llevan a pensar que las variaciones en el consumo de sal dentro del rango normal sí que afectan a la presión sanguínea. La variación regional, la migración y la variación individual ofrecen experimentos naturales. El consumo de sal es superior en el caso de los pueblos costeros que en el de los pueblos del interior de Terranova y de las islas Salomón, y es superior en el caso de los nigerianos que viven cerca de un lago salino que en el de los nigerianos rurales que no viven cerca de un lago salino; en ambos casos, la población que consume más sal tiene una presión sanguínea media más elevada. Cuando los keniatas o los chinos emigran a la ciudad, su consumo de sal suele aumentar, al igual que su presión sanguínea. El consumo de sal en Japón es prácticamente el doble en el sur que en el norte, y esa tendencia relativa a la sal viene acompañada de una tendencia a la hipertensión y a las muertes por apoplejía. Entre los japoneses de una única ciudad (Takayama), las muertes por hipertensión y apoplejía aumentan con el consumo de sal.
En el caso de los experimentos de manipulación, tanto los estadounidenses que seguían una dieta con un consumo de sal (relativamente) bajo durante 30 días como los papúes que siguieron una dieta con un consumo de sal (relativamente) elevado durante 10 días y los chinos que siguieron una dieta con un consumo de sal (relativamente) bajo o elevado durante 7 días experimentaron un aumento o un descenso en la presión sanguínea paralelos al aumento o al descenso experimentales en el consumo de sal. En un barrio residencial de La Haya (Holanda) y con la colaboración de las madres de 476 niños recién nacidos, unos expertos en epidemiología asignaron al azar a los bebés (la mayoría de ellos, lactantes) durante seis meses dos dietas distintas de suplementos alimenticios que diferían en un factor de 2,6 en el contenido de sal. La presión sanguínea de los bebés con un consumo de sal ligeramente más elevado aumentó progresivamente con respecto a la presión sanguínea de los bebés con un consumo de sal ligeramente inferior al cabo de seis meses, cuando terminó la intervención experimental y los bebés empezaron a comer lo que quisieron durante los siguientes 15 años. Cabe señalar que los efectos de esos seis meses de consumo de sal en la primera infancia resultaron permanentes: en la adolescencia, los niños que habían tenido un consumo de sal ligeramente más elevado seguían teniendo presiones sanguíneas superiores a las de los niños que habían tenido un consumo de sal ligeramente más bajo (quizá porque se habían condicionado de manera permanente a elegir comidas más saladas). Por último, en al menos cuatro países que son famosos por sus elevados niveles medios de consumo de sal y las correspondientes muertes por apoplejía (China, Finlandia, Japón y Portugal), unas campañas gubernamentales de sanidad pública que duraron varios años o décadas consiguieron reducir en el ámbito local o nacional la presión sanguínea y la mortalidad por apoplejía. Por ejemplo, una campaña finlandesa para reducir el consumo de sal que duró 20 años logró rebajar la presión sanguínea media y, por consiguiente, reducir en un 75 por ciento o un 80 por ciento el número de muertes por apoplejías y enfermedad cardíaca coronaria e incrementó entre cinco y seis años la esperanza de vida de los finlandeses.
Causas de la hipertensión
Para poder abordar el problema de la presión sanguínea alta, debemos entender qué otros factores pueden provocarla aparte de un elevado consumo de sal, y por qué un elevado consumo de sal puede provocarla en algunas personas y no en otras. ¿Por qué algunas personas tenemos la presión sanguínea mucho más alta que otras? En el caso del 5 por ciento de los pacientes hipertensos se ha demostrado que hay una única causa claramente identificable, como el desequilibrio hormonal o el uso de métodos anticonceptivos orales. No obstante, en el caso del 95 por ciento restante de los pacientes no hay una causa evidente. El eufemismo clínico para nuestra ignorancia en dichos casos es «hipertensión esencial».
Podemos valorar el papel que desempeñan los factores genéticos en la hipertensión esencial comparando las diferencias entre la presión sanguínea de parientes más o menos lejanos. Entre las personas que viven en la misma unidad familiar, los gemelos —que comparten todos sus genes— tienen una presión sanguínea parecida; ese parecido es inferior pero sigue siendo significativo en el caso de los mellizos, el resto de hermanos o un padre o una madre y su hijo biológico —que comparten alrededor de la mitad de sus genes—. El parecido es aún inferior en el caso de los hermanos adoptados o de un padre o una madre y su hijo adoptado, que no tienen una relación genética directa pero sí comparten el mismo entorno familiar. (Para aquellos que estén familiarizados con la estadística y los coeficientes de correlación, el coeficiente de correlación de la presión sanguínea es de 0,63 entre gemelos; de 0,25 entre mellizos o entre un padre o una madre y su hijo biológico y de 0,05 entre hermanos adoptados o un padre o una madre y su hijo adoptado. Un coeficiente de 1,00 entre gemelos implicaría que la presión sanguínea está determinada casi totalmente por los genes y que nada de lo que uno haga [después de ser concebido] tiene efecto alguno sobre la presión sanguínea.) Está claro que los genes sí ejercen un efecto considerable sobre la presión sanguínea, pero los factores medioambientales también influyen, porque los gemelos tienen una presión sanguínea parecida pero no idéntica.
Para que nos hagamos una idea de lo que significan estos resultados, comparemos la hipertensión con una afección genética sencilla como la enfermedad de Tay-Sachs. La enfermedad de Tay-Sachs se debe a un defecto en un único gen; todos los pacientes de Tay-Sachs tienen un defecto en ese mismo gen. Todas las personas que tengan dicho gen defectuoso morirán de la enfermedad de Tay-Sachs, con independencia del estilo de vida o del entorno de la víctima. En cambio, la hipertensión suele deberse a numerosos genes distintos, cada uno de los cuales influye en cierto grado en la presión sanguínea. De ahí que sea probable que distintos pacientes hipertensos deban su condición a distintas combinaciones de genes. Además, que una persona genéticamente predispuesta a ser hipertensa acabe desarrollando los síntomas depende en gran medida de su estilo de vida. Por tanto, la hipertensión no es una de esas enfermedades poco comunes, homogéneas e intelectualmente vistosas que prefieren estudiar los genetistas. La hipertensión, al igual que la diabetes y las úlceras, consiste en un conjunto compartido de síntomas provocados por causas heterogéneas que implican en su totalidad una interacción entre los agentes medioambientales y un origen genético susceptible.
Muchos de los factores medioambientales o relacionados con el estilo de vida que contribuyen al riesgo de padecer hipertensión se han identificado mediante estudios que comparan la frecuencia de la hipertensión en grupos de personas que viven en condiciones distintas. Al parecer, además del consumo de sal, entre otros factores de riesgo considerables se incluyen la obesidad, el ejercicio, un elevado consumo de alcohol o de grasas saturadas y un bajo consumo de calcio. La prueba de que este planteamiento es acertado es que los pacientes hipertensos que modifican su estilo de vida para minimizar estos supuestos factores de riesgo consiguen reducir su presión sanguínea. Todos hemos escuchado el conocido mantra que recita nuestro médico: reducir el consumo de sal y el estrés; reducir el consumo de colesterol, grasas saturadas y alcohol; perder peso; dejar de fumar; y hacer ejercicio con frecuencia. Entonces, ¿cómo se articula el vínculo entre la sal y la presión sanguínea? Es decir, ¿qué mecanismos fisiológicos hacen que un consumo de sal más elevado provoque un aumento en la presión sanguínea en muchas personas pero no en todas? En gran parte, esto se explica por una expansión en el volumen del fluido extracelular corporal. En el caso de la gente normal, si aumentamos nuestro consumo de sal, esa sal adicional se expulsa con la orina pasando por los riñones. Pero en el caso de las personas cuyos mecanismos renales de excreción de sal estén dañados, dicha excreción no puede seguir el ritmo de un consumo de sal más elevado. El exceso de sal retenida resultante da a dichas personas una sensación de sed y les hace beber agua, lo que provoca un aumento del volumen sanguíneo. En respuesta, el corazón bombea más y la presión sanguínea aumenta, lo que hace que los riñones filtren y expulsen más sal y agua bajo esa presión aumentada. La consecuencia es un nuevo estado estable en el que la excreción de sal y agua vuelve a estar equiparada con el consumo, pero el cuerpo tiene almacenados más sal y más agua y la presión sanguínea ha aumentado.
Pero ¿por qué un aumento de la presión sanguínea con un consumo de sal más elevado se manifiesta en algunas personas pero no en la mayoría? Al fin y al cabo, la mayoría de la gente logra mantener una presión sanguínea «normal» a pesar de consumir más de seis gramos de sal al día. (Al menos los médicos occidentales consideran su presión sanguínea normal, aunque un médico yanomami no diría lo mismo.) De ahí que un consumo de sal elevado en sí mismo no provoque automáticamente hipertensión en todas las personas; eso solo les sucede a algunas. ¿Qué tienen esas personas de especial?
Los médicos tienen un nombre para denominar a las personas cuya presión sanguínea responde a un cambio en el consumo de sal: las llaman «sensibles a la sal». El número de personas hipertensas que resultan ser sensibles a la sal es el doble que en el caso de las personas normotensas (la gente que tiene una presión sanguínea normal). No obstante, la mayoría de las muertes debidas a una presión sanguínea elevada no ocurren entre personas hipertensas —que, por definición, son personas que tienen una presión sanguínea muy elevada (140/90)—, sino entre personas normotensas con la presión sanguínea ligeramente elevada, y el mayor riesgo de muerte individual en el caso de los hipertensos no es un factor lo suficientemente importante como para compensar el factor aún más importante por el que los normotensos superan en número a los hipertensos. En cuanto a la diferencia fisiológica específica entre las personas hipertensas y las normotensas, hay muchas pruebas que indican que el principal problema de los hipertensos reside en alguna parte de sus riñones. Si se trasplanta un riñón de una rata normotensa a una rata hipertensa a modo de experimento o de un donante humano normotenso a una persona hipertensa gravemente enferma para ayudar a la persona hipertensa, disminuye la presión sanguínea del receptor. Por el contrario, si se trasplanta un riñón de una rata hipertensa a una rata normotensa, aumenta la presión sanguínea de la segunda.
Otra prueba que indica que los riñones de una persona hipertensa son el origen de la hipertensión es que la mayoría de los numerosos genes del ser humano que se sabe que afectan a la presión sanguínea codifican las proteínas que están implicadas en la asimilación del sodio en los riñones. (Recordemos que la sal es cloruro de sodio.) En realidad, nuestros riñones expulsan sodio en dos fases: en la primera, un filtro denominado glomérulo y situado al principio de cada túbulo renal filtra el plasma sanguíneo (que contiene sal) hacia el túbulo; y en la segunda, la mayor parte de ese sodio filtrado se vuelve a reabsorber en la sangre a través del resto del túbulo pasado el glomérulo; el sodio filtrado que no se reabsorbe termina siendo expulsado con la orina. Los cambios en cualquiera de esas dos fases pueden provocar una presión sanguínea elevada: las personas mayores suelen tener una presión sanguínea alta porque su filtración glomerular es inferior, y los hipertensos suelen tenerla porque tienen una mayor reabsorción tubular del sodio. La consecuencia en cualquier caso —una filtración de sodio menor o una reabsorción de sodio mayor— es más sodio y retención de agua y un aumento en la presión sanguínea.
Los médicos suelen calificar de «defecto» la reabsorción tubular elevada de sodio de la que hemos hablado en el caso de las personas hipertensas; por ejemplo, los médicos afirman: «Los riñones de las personas hipertensas tienen un defecto genético en la excreción de sodio». No obstante, como biólogo evolucionista que soy, oigo señales de alarma que se disparan en mi interior siempre que un rasgo en apariencia inofensivo que aparece con frecuencia en una población humana numerosa y muy consolidada se desestima como un «defecto». Pasado un número suficiente de generaciones, es muy poco probable que se propaguen los genes que suponen un obstáculo considerable para la supervivencia, a menos que su efecto neto consista de alguna manera en incrementar la supervivencia y el éxito reproductivo. La medicina humana brinda el mejor ejemplo de genes aparentemente deficientes que se impulsan hacia una frecuencia elevada por la acción de unos beneficios de contrapeso. Por ejemplo: la hemoglobina falciforme es un gen mutante que suele provocar anemia, algo que sin duda es perjudicial. Pero ese gen también ofrece cierta protección contra la malaria, por lo que el efecto neto del gen en regiones de África y el Mediterráneo afectadas por la malaria es beneficioso. Por consiguiente, para entender por qué personas hipertensas que no reciban tratamiento son actualmente propensas a morir a consecuencia de una retención de sal en los riñones, debemos preguntarnos en qué condiciones esas personas podrían haberse beneficiado de unos riñones que sean buenos reteniendo sal.
La respuesta es sencilla: en condiciones de una disponibilidad reducida de sal —tal y como ha sido el caso de la mayoría de los humanos a lo largo de la historia de la humanidad hasta la reciente aparición de los saleros—, aquellas personas con unos riñones eficientes a la hora de retener sal estaban mejor preparadas para sobrevivir a los inevitables episodios de pérdidas de sal debidos al sudor o a ataques de diarrea. Esos riñones se convertían en un perjuicio solo cuando la sal volvía a estar disponible habitualmente, lo cual provocaba un exceso de retención de sal e hipertensión, así como sus correspondientes consecuencias mortales. Esa es la razón por la que la presión sanguínea y la prevalencia de la hipertensión se han disparado recientemente en tantas poblaciones de to do el mundo, ahora que hemos realizado la transición del estilo de vida tradicional con una disponibilidad de sal limitada a ser clientes de los supermercados. Cabe mencionar una ironía de la evolución: aquellos de nosotros cuyos antepasados eran los que mejor se enfrentaban a los problemas de falta de sal en las sabanas africanas hace decenas de miles de años somos ahora los que corremos un mayor riesgo de morir por problemas de exceso de sal en las calles de Los Ángeles.
Fuentes alimenticias de la sal
Si a estas alturas ya están convencidos de que sería más sano que redujeran su consumo de sal, ¿de qué forma pueden hacerlo? Antes pensaba que yo ya lo había hecho y que mis hábitos con respecto a la sal eran virtuosos, porque nunca, repito, nunca le echo sal a la comida. Aunque nunca había calculado mi consumo o excreción de sal, suponía inocentemente que era bajo. Por desgracia, ahora me doy cuenta de que, si lo calculara, estaría muy por encima de los niveles de los yanomami y no muy por debajo de los niveles de los estadounidenses que utilizan los saleros.
La razón que me lleva a admitir esta triste realidad está relacionada con las fuentes de las que realmente ingerimos nuestra sal en la dieta. En Norteamérica y Europa, tan solo el 12 por ciento de nuestro consumo de sal se añade en casa y con nuestro conocimiento, por parte de la persona que está cocinando o del consumidor concreto en un restaurante. Es únicamente ese 12 por ciento el que yo eliminé con mis buenas intenciones. Otro 12 por ciento corresponde a la sal que, de forma natural, está presente en los alimentos cuando están frescos. Por desgracia, el otro 75 por ciento de nuestro consumo de sal permanece «oculto»: ya viene añadido por otras personas a los alimentos que compramos, ya sean alimentos procesados o comidas de restaurantes a los que el fabricante o el cocinero, respectivamente, han añadido sal. Como consecuencia, los estadounidenses y los europeos (incluido yo) desconocemos por completo cómo de elevado es nuestro consumo diario de sal a menos que nos sometamos a pruebas de orina cada 24 horas. Abstenerse de utilizar el salero no basta para reducir drásticamente el consumo de sal: también hay que informarse para luego elegir los alimentos que uno compra, así como los restaurantes en los que uno come.
Los alimentos procesados contienen cantidades de sal muy superiores a las que tienen los alimentos correspondientes sin procesar. Por ejemplo: en comparación con el salmón al vapor y sin sal, el salmón en conserva contiene 5 veces más sal por medio kilo y el salmón ahumado que se compra en las tiendas contiene 12 veces más. El ejemplo más común de la comida rápida, la hamburguesa con queso y las patatas fritas para llevar, contiene alrededor de 3 gramos de sal (un tercio del consumo de sal medio total al día para un estadounidense), 13 veces más que el contenido en sal de un filete y unas patatas fritas parecidos, hechos en casa y sin sal. Otros alimentos procesados con un contenido en sal especialmente elevado son la carne en conserva, el queso procesado y los cacahuetes tostados. Lo que resulta sorprendente es que la principal fuente de sal en la dieta en Estados Unidos y el Reino Unido está constituida por productos cereales (pan, otros productos al horno y cereales para el desayuno) que normalmente no pensamos que sean salados.
¿Por qué añaden tanta sal los fabricantes de alimentos procesados? Una de las razones es que es una forma que prácticamente no cuesta nada para hacer que unos alimentos baratos intragables sean comestibles. Otra razón es que aumentar el contenido de sal de la comida incrementa el peso del agua ligada a la comida, por lo que el peso del producto final se puede incrementar en un 20 por ciento con agua ligada. De esta forma, el fabricante pone realmente menos carne pero sigue obteniendo el mismo precio por un «kilo» de carne, que en realidad está formado por un 83 por ciento de carne auténtica más un 17 por ciento de agua ligada. Otra razón es que la sal es un factor determinante de la sed: cuanta más sal consumes, más fluidos bebes, pero gran parte de lo que beben los estadounidenses o los europeos son refrescos y agua embotellada, y algunos de estos productos están comercializados por las mismas empresas que venden los aperitivos salados y los alimentos procesados que hacen que uno tenga sed. Por último, los ciudadanos se han vuelto adictos a la sal y ahora prefieren los alimentos salados a los no salados.
En el este y el sur de Asia, así como en la mayor parte de los países en vías de desarrollo, donde la mayoría de la sal ingerida no proviene de alimentos procesados o servidos en restaurantes sino de la sal añadida en la casa del propio consumidor, vemos una imagen distinta de la composición de las fuentes de la sal consumida. Por ejemplo: en China, el 72 por ciento de la sal ingerida se añade al cocinar o en la mesa, y otro 8 por ciento se debe a la salsa de soja salada. En Japón, las principales fuentes de la sal ingerida son la salsa de soja (20 por ciento), la sopa de miso salada (10 por ciento), las verduras y las frutas saladas (10 por ciento), el pescado fresco y salado (10 por ciento) y la sal añadida en restaurantes, establecimientos de comida rápida y en casa (10 por ciento). Esa es la razón por la que el consumo de sal supera los 12 gramos al día en muchos países asiáticos. En los países en vías de desarrollo, la sal de las salsas, condimentos y alimentos en escabeche se suma a la sal añadida al cocinar.
Los elevados costes para la sanidad pública que provocan la hipertensión, la apoplejía y otras enfermedades relacionadas con la sal en forma de gastos médicos y hospitalarios y de vidas profesionales perdidas han impulsado recientemente a algunos gobiernos a orquestar campañas nacionales de larga duración para ayudar a que sus ciudadanos reduzcan el consumo de sal. Pero esos gobiernos no tardaron en darse cuenta de que no podrían lograr tal objetivo sin contar con la cooperación de la industria alimentaria para reducir la cantidad de sal añadida a los alimentos procesados. Las reducciones han sido de tipo gradual, tan solo un 10 por ciento o un 20 por ciento menos de sal añadida a los alimentos cada uno o dos años, una reducción demasiado pequeña para que la puedan notar los ciudadanos. Reino Unido, Japón, Finlandia y Portugal llevan entre dos y cuatro décadas organizando campañas de ese tipo, que han producido una disminución en el consumo de sal y las correspondientes reducciones del gasto médico a nivel nacional, así como las mejoras en la estadística sanitaria nacional que ya he mencionado.
¿Somos entonces los ciudadanos de los países industrializados unos peones indefensos en manos de los fabricantes de alimentos y poco podemos hacer para reducir nuestro consumo de sal y nuestra presión sanguínea aparte de rogar que se realice una campaña gubernamental efectiva en contra de la sal? En realidad se puede dar un paso importante además de evitar el uso de los saleros: se puede llevar una dieta sana rica en alimentos frescos y con pocos alimentos procesados —en concreto, una dieta rica en verdura, fruta, fibra, carbohidratos complejos, productos lácteos menores como el queso, cereales integrales, carne de ave, pescado (sí, se puede comer pescado graso), aceites vegetales y frutos secos; pero parca en carne roja, dulces, bebidas que contengan azúcar, mantequilla, nata, colesterol y grasas saturadas—. En experimentos controlados llevados a cabo en voluntarios, una dieta de este tipo —acuñada con el nombre de DASH (Dietary Approaches to Stop Hypertension, enfoques alimentarios para frenar la hipertensión)— reduce significativamente la presión sanguínea.
Puede que estén pensando: «¡Cómo que voy a someterme a una dieta baja en grasas e insulsa y a acabar con el placer de comer solo para vivir 10 años más! Prefiero disfrutar 70 años llenos de buena comida y buen vino que 80 años de galletitas insulsas con poca sal y agua». En realidad, la dieta DASH sigue el modelo de la dieta mediterránea —con su seductor contenido en grasa del 38 por ciento—, cuyo nombre se debe al hecho de que eso es lo que los italianos, los españoles, los griegos y muchos franceses comen realmente por tradición. (Esa grasa de la dieta DASH y de la mediterránea es rica en grasa monoinsaturada, el tipo de grasa que es buena para las personas.) Esa gente no come galletitas saladas y bebe agua, sino que disfrutan de las mejores cocinas de la civilización occidental. Los italianos —que se pasan horas al día consumiendo sus gloriosas pastas, panes, quesos, aceites de oliva y otros triunfos de las cocinas y las granjas italianas— siguen siendo de media uno de los pueblos más delgados del mundo occidental. En cambio, los estadounidenses —cuya dieta no tiene nada que ver con la mediterránea— tenemos de media las tallas más grandes del mundo occidental. Un tercio de los estadounidenses adultos son obesos y otro tercio tiene «únicamente» sobrepeso, pero ni siquiera tenemos el consuelo de saber que es el precio que pagamos por los placeres de la cocina italiana. Ustedes también pueden disfrutar de la buena comida y estar sanos.
La diabetes
Las dietas occidentales que tienen un alto contenido en azúcar y en carbohidratos que producen azúcar son a la diabetes lo que la sal es a la hipertensión. Cuando mis hijos eran demasiado pequeños para haber aprendido hábitos alimentarios sanos, llevarlos al supermercado implicaba para mi mujer y para mí atravesar toda una avalancha de peligros azucarados. Entre los alimentos para el desayuno, mis hijos se veían tentados por la elección entre los Cheerios de manzana y canela y los Fruit Loops, que tienen un 85 por ciento y un 89 por ciento de carbohidratos, respectivamente, según sus fabricantes, y cerca de la mitad de esos carbohidratos son azúcares. Las cajas en las que aparecían las famosas tortugas con poderes ninja seducían a los niños para que pidieran la Cena de Pasta con Queso de las Tortugas Ninja Mutantes Adolescentes, con un 81 por ciento de carbohidratos. Como tentempié, podían elegir entre ositos de fruta (con un 92 por ciento de carbohidratos y sin proteínas) y las galletas de chocolate con crema de vainilla Bearwich de Teddy Graham (con un 71 por ciento de carbohidratos); y ambos tenían jarabe de maíz y azúcar entre sus ingredientes.
Todos estos alimentos contenían poca o nada de fibra. En comparación con la dieta a la que nos ha adaptado nuestra historia evolutiva, difieren por su contenido en azúcar y otros carbohidratos mucho más elevado (entre un 71 por ciento y un 95 por ciento en lugar de entre un 15 por ciento y un 55 por ciento) y un contenido en proteínas y en fibra muy inferior. Menciono esas marcas en concreto no porque sean poco habituales, sino precisamente porque su contenido era característico de lo que estaba disponible. En torno al año 1700, el consumo de azúcar ascendía a tan solo 1,8 kilogramos al año por persona en Inglaterra y en Estados Unidos (que por aquel entonces seguía siendo una colonia), mientras que actualmente está en 68 kilogramos al año por persona. Una cuarta parte de la población estadounidense moderna come más de 90 kilogramos de azúcar al año. Un estudio realizado a estudiantes de octavo de Estados Unidos reveló que el 40 por ciento de su dieta consistía en azúcar y carbohidratos que producen azúcar. Con alimentos como los que acabo de mencionar acechando en los supermercados para tentar a los niños y a sus padres, no es de extrañar que las consecuencias de la diabetes —la enfermedad más común de la metabolización de los carbohidratos— vayan a ser la causa de muerte de muchos de los lectores de este libro. Tampoco es de extrañar que nosotros tengamos caries, algo que es muy poco habitual entre los !kung. En los años setenta, cuando vivía en Escocia, donde el consumo de productos de pastelería y dulces era enorme, me contaron que algunos escoceses ya habían perdido casi todos los dientes durante la adolescencia por culpa de las caries.
La causa definitiva de los numerosos tipos de daños que la diabetes inflige a nuestro cuerpo son las elevadas concentraciones de glucosa del azúcar en la sangre, que provocan un desbordamiento de la glucosa en la orina, una manifestación de la que proviene el nombre completo de la enfermedad, diabetes mellitus, que significa «flujo dulce como la miel». La diabetes no es infecciosa ni mortal a corto plazo, así que no encabeza los titulares de la prensa como sí que lo hace el sida. No obstante, actualmente, la epidemia mundial de la diabetes eclipsa con creces la epidemia del sida en cuanto al número de muertes y al sufrimiento causado. La diabetes incapacita a sus víctimas lentamente y merma su calidad de vida. Como todas las células de nuestro cuerpo están expuestas al azúcar de nuestro torrente sanguíneo, la diabetes puede afectar a casi cualquier sistema de órganos. Entre sus consecuencias secundarias se encuentran la principal causa de ceguera en adultos en Estados Unidos; la segunda causa más importante de amputaciones de pie no traumáticas; la causa de un tercio de todos los casos de insuficiencia renal; uno de los principales factores de riesgo de las apoplejías, los ataques cardíacos, la enfermedad vascular periférica y la degeneración nerviosa; y la causa de unos costes de más de 100 000 millones de dólares anuales en materia de sanidad en Estados Unidos (el 15 por ciento de los costes debidos a todas las enfermedades juntas). En palabras de Wilfrid Oakley: «Puede que el hombre controle su destino, pero también es víctima de su azúcar en sangre».
En el año 2010, el número de diabéticos en todo el mundo se cifraba en torno a los 300 millones. Puede que este valor se quede corto, porque es probable que hubiera otros casos sin diagnosticar, sobre todo en países en vías de desarrollo con poca supervisión médica. La tasa de crecimiento del número de diabéticos ronda el 2,2 por ciento al año, es decir, el doble de la tasa de crecimiento de la población adulta mundial: el porcentaje de la población que es diabética está aumentando. Si nada cambia en el mundo a excepción de que la población mundial siga creciendo, envejeciendo y emigrando a las ciudades (asociadas con un estilo de vida más sedentario y, por tanto, con un aumento de la prevalencia de la diabetes), el número de casos estimados para el año 2030 ronda los 500 millones, lo cual convertiría la diabetes en una de las enfermedades más comunes del mundo y en uno de los problemas más importantes de la sanidad pública. El pronóstico es aún peor, porque hay otros factores de riesgo de la diabetes (sobre todo, la prosperidad y la obesidad rural) que también están aumentando, por lo que el número de casos en 2030 probablemente será aún mayor. La actual explosión en la prevalencia de la diabetes está teniendo lugar sobre todo en el Tercer Mundo, donde la epidemia sigue estando en sus primeras fases en la India y China, los dos países más poblados del planeta. La diabetes, que antes era considerada una enfermedad propia de los europeos y norteamericanos ricos, había superado ya dos hitos en 2010: más de la mitad de los diabéticos del mundo son asiáticos, y los dos países con el mayor número de diabéticos son actualmente la India y China.
Tipos de diabetes
¿Qué pasa normalmente cuando consumimos algo de glucosa (u otros carbohidratos que contengan glucosa)? A medida que el azúcar se absorbe en nuestro intestino, su concentración en la sangre aumenta, lo cual le indica al páncreas que tiene que liberar una hormona llamada insulina. Esa hormona, a su vez, le indica al hígado que libere una producción de glucosa y a los músculos y a las células adiposas que asimilen la glucosa (con lo que se frena el aumento de la concentración de glucosa en sangre) y que la almacenen como glucógeno o grasa, para utilizarla como fuente de energía entre una comida y otra. Otros nutrientes, como los aminoácidos, también provocan la liberación de insulina, y esta tiene unos efectos sobre los componentes alimenticios que son distintos a los del azúcar (como evitar la ruptura de la grasa).
Hay muchas cosas distintas que pueden salir mal en ese transcurso habitual de los acontecimientos, de ahí que la denominación diabetes mellitus abarque una gran variedad de problemas subyacentes asociados con síntomas compartidos que surgen a raíz de unos niveles elevados de azúcar en sangre. Esa diversidad se puede dividir grosso modo en dos grupos de enfermedades: la diabetes mellitus tipo 2 o no dependiente de insulina (también denominada la «diabetes con aparición en edad adulta») y la diabetes mellitus tipo 1 o dependiente de insulina (también denominada la «diabetes con aparición en edad infantil»), que es mucho menos común. La segunda es una enfermedad autoinmune en la que los anticuerpos de una persona destruyen sus propias células pancreáticas que segregan insulina. Los diabéticos tipo 1 suelen ser delgados, no producen insulina y necesitan varias inyecciones diarias de insulina. Muchos de ellos tienen unos genes concretos (unos alelos HLA) que codifican los elementos del sistema inmunitario. En cambio, la diabetes tipo 2 implica un aumento en la resistencia de las células del cuerpo a la propia insulina, de forma que las células no consiguen asimilar la glucosa a un ritmo normal. Siempre que el páncreas pueda responder liberando más insulina, se puede superar la resistencia de las células, y la glucosa en sangre se mantiene dentro de un rango normal. Pero al final el páncreas se acaba cansando y puede que no sea capaz de seguir produciendo la insulina suficiente para superar dicha resistencia, los niveles de glucosa en sangre aumentan y el paciente desarrolla diabetes. Los pacientes de diabetes tipo 2 suelen ser obesos. En las primeras fases de la enfermedad a menudo pueden controlar sus síntomas con dieta, ejercicio y pérdida de peso, sin necesidad de tomar pastillas ni de inyectarse insulina.
No obstante, puede resultar difícil distinguir entre la diabetes tipo 2 y la tipo 1, puesto que la tipo 2 ya se está dando cada vez más en adolescentes, mientras que la diabetes tipo 1 puede que no se manifieste hasta la edad adulta. La diabetes tipo 2 (tal y como se define por la resistencia a la insulina) también está asociada con muchos genes distintos y se manifiesta a través de diversos síntomas. En el resto de este capítulo me centraré en la diabetes tipo 2, que es mucho más común (alrededor de 10 veces más) y a la que en lo sucesivo me referiré simplemente como «diabetes».
Los genes, el entorno y la diabetes
Hace más de 2000 años, unos médicos hindúes que estaban anotando casos de «orina con apariencia de miel» comentaban que dichos casos «se transmitían de generación en generación en la semilla» y también que estaban influidos por «una dieta imprudente». Hoy en día, los médicos han redescubierto esa funesta información, que ahora parafraseamos afirmando que la diabetes implica factores tanto genéticos como medioambientales y posiblemente también factores intrauterinos que afectan al feto durante el embarazo. Una de las pruebas que demuestran la función que desempeñan los genes es que el riesgo de desarrollar diabetes si se tiene un pariente de primer grado (el padre, la madre o un hermano) diabético es 10 veces superior a si no se tiene. Pero la diabetes, al igual que la hipertensión, no es una de esas enfermedades genéticas sencillas (como la anemia falciforme) en las que una mutación en un único gen es la responsable de la enfermedad en todos los pacientes: se han identificado decenas y decenas de factores genéticos de susceptibilidad para la diabetes, muchos de los cuales solo están relacionados por el rasgo común de que una mutación en cualquiera de esos genes podría tener como consecuencia unos niveles elevados de glucosa en sangre debido a una resistencia a la insulina. (Vuelvo a repetir que estos comentarios se refieren a la diabetes tipo 2, ya que la diabetes tipo 1 tiene su propio conjunto de factores genéticos de susceptibilidad.)
Además de los factores genéticos de la diabetes, esta enfermedad también depende de factores medioambientales y de factores relacionados con el estilo de vida. Aunque una persona este genéticamente predispuesta a desarrollar diabetes, no tiene por qué desarrollarla, a diferencia de si tuviera un par de genes de distrofia muscular o de la enfermedad de Tay-Sachs. El riesgo de desarrollar diabetes aumenta con la edad, por tener parientes de primer grado que sean diabéticos y por nacer de una madre diabética, que son factores contra las que uno no puede hacer nada. Pero hay otros factores de riesgo que predicen la aparición de la diabetes que sí que podemos controlar, como tener sobrepeso, no hacer ejercicio, llevar una dieta muy calórica y consumir mucho azúcar y grasas. La mayoría de los diabéticos (insisto, la mayoría de los diabéticos tipo 2) pueden reducir sus síntomas disminuyendo esos factores de riesgo. Por ejemplo, la prevalencia de la diabetes es entre 5 y 10 veces mayor en el caso de las personas obesas que en el de las que tienen un peso normal, de forma que los pacientes de diabetes a menudo pueden volver a estar sanos llevando una dieta, haciendo ejercicio y perdiendo peso, y esas mismas medidas pueden proteger a las personas predispuestas a desarrollar diabetes del hecho de desarrollar la enfermedad.
Hay muchos tipos de experimentos naturales —incluidos los que he mencionado al principio de este capítulo para demostrar la relación existente entre el estilo de vida occidental y las enfermedades no transmisibles en general— que ilustran específicamente el papel que desempeñan los factores medioambientales en el desarrollo de la diabetes. El aumento de dichos factores a nivel mundial está detrás de la actual epidemia de diabetes. Un experimento natural de ese tipo está relacionado con el aumento y la disminución de la prevalencia de la diabetes acompañados del aumento y la disminución del estilo de vida occidental y la prosperidad en una misma población. En Japón, los gráficos temporales de la prevalencia de la diabetes y de los indicadores económicos son paralelos, incluidos detalles concretos de curvas interanuales. Eso se debe a que la gente come más, de ahí que corran el riesgo de desarrollar más síntomas de la diabetes cuando tienen más dinero. La diabetes y sus síntomas disminuyen o desaparecen en poblaciones en condiciones de inanición, como los pacientes franceses de diabetes que sufrieron el estricto racionamiento de la comida impuesto durante el asedio de París de 1870-1871. Unos grupos de aborígenes australianos que abandonaron temporalmente el estilo de vida occidental sedentario que habían adoptado y retomaron su enérgica cacería tradicional invirtieron sus síntomas de la diabetes; y uno de esos grupos perdió de media ocho kilogramos de masa corporal en siete semanas. (Recordemos que la obesidad es uno de los principales factores de riesgo de la diabetes.) La disminución en los síntomas de la diabetes y en la circunferencia de la cintura también se registró en el caso de los suecos que abandonaron durante tres meses su dieta nada mediterránea (más del 70 por ciento de las calorías provenientes del azúcar, la margarina, los productos lácteos, el alcohol, el aceite y los cereales) y que, en su lugar, adoptaron la dieta mediterránea característica de los esbeltos italianos. Los suecos que adoptaron una «dieta paleolítica», diseñada para parecerse a la de los cazadores-recolectores, se volvieron más sanos y desarrollaron un talle más esbelto.
Otro experimento natural es el que proporcionaron las altísimas tasas de diabetes entre grupos que emigraron y, por tanto, abandonaron un estilo de vida enérgico y espartano para adoptar una vida sedentaria, altamente calórica y con poco ejercicio basada en abundante comida de supermercado. Un dramático ejemplo es el de los judíos yemeníes que fueron evacuados a Israel por vía aérea en la operación Alfombra Mágica entre 1949 y 1950 y que, por consiguiente, se sumergieron de lleno en el siglo XX viniendo de unas condiciones medievales. Aunque entre los judíos yemeníes apenas había casos de diabetes antes de llegar a Israel, un 13 por ciento de ellos se volvieron diabéticos en dos décadas. Otros emigrantes que buscaban una oportunidad y, en su lugar, encontraron la diabetes fueron los judíos etíopes que se mudaron a Israel, los mexicanos y los japoneses que se fueron a Estados Unidos, los polinesios que se trasladaron a Nueva Zelanda, los chinos que se marcharon a Mauricio y a Singapur y los indios asiáticos que emigraron a Mauricio, Singapur, Fiyi, Sudáfrica, Estados Unidos y el Reino Unido.
Los países en vías de desarrollo que se han vuelto más prósperos recientemente y que se han occidentalizado han desarrollado proporcionalmente más casos de diabetes. En primer lugar están los ocho países árabes productores de petróleo y los países isleños repentinamente prósperos que ahora encabezan la clasificación mundial en materia de prevalencia nacional de la diabetes (en todos ellos la tasa es superior al 15 por ciento). Todos los países latinoamericanos y caribeños tienen ahora tasas de prevalencia superiores al 5 por ciento. Todos los países del sudeste asiático tienen tasas de prevalencia superiores al 4 por ciento excepto cinco de los países más pobres, donde las tasas de prevalencia siguen siendo inferiores al 1,6 por ciento. Las tasas de prevalencia elevadas de los países que están experimentando un desarrollo más rápido son un fenómeno reciente: la tasa de prevalencia en la India era inferior al 1 por ciento hasta 1959, pero ahora está en el 8 por ciento. En cambio, la mayoría de los países africanos subsaharianos siguen siendo pobres y registran tasas de prevalencia inferiores al 5 por ciento.
Esas medias nacionales ocultan diferencias internas importantes que constituyen otros experimentos naturales. En todo el mundo, la urbanización tiene como consecuencia una menor cantidad de ejercicio y más comida de supermercado, obesidad y diabetes. Entre las poblaciones urbanas que han adquirido por esa vía tasas de prevalencia de diabetes notablemente altas se encuentran el ya mencionado pueblo wanigela de la capital de Papúa Nueva Guinea (con una tasa de prevalencia del 37 por ciento) y varios grupos de aborígenes australianos urbanos (hasta un 33 por ciento). Ambos casos resultan aún más impactantes porque la diabetes era una enfermedad desconocida entre los papúes y los australianos en condiciones tradicionales.
Por tanto, de alguna forma, el estilo de vida occidental incrementa el riesgo de que aquellos que lo disfrutan se vuelvan diabéticos. Pero el estilo de vida occidental está formado por muchos componentes vinculados entre sí: ¿qué componentes contribuyen más al riesgo de desarrollar diabetes? Aunque no resulta fácil determinar los efectos de las influencias correlacionadas, parece que los tres factores de riesgo más importantes son la obesidad y un estilo de vida sedentario (contra lo que se puede hacer algo) y unos antecedentes familiares de diabetes (contra lo que no se puede hacer nada). Otros factores de riesgo que no se pueden controlar son un peso o elevado o reducido al nacer. Aunque está claro que la composición de la dieta influye al menos en parte por su relación con la obesidad, también parece tener cierta influencia independiente: entre las personas emparejadas por la obesidad, las que consumen una dieta mediterránea parecen correr un riesgo inferior al de las personas que consumen grandes cantidades de azúcar, ácidos grasos saturados, colesterol y triglicéridos. La falta de ejercicio podría generar riesgos principalmente por la predisposición a la obesidad, mientras que el tabaco, las inflamaciones, y un consumo de alcohol elevado parecen ser factores de riesgo independientes. En resumen, la diabetes tipo 2 tiene su origen en factores genéticos y posiblemente intrauterinos, que podrían hacerse patentes en un período posterior de la vida debido a factores relacionados con el estilo de vida que tengan como consecuencia los síntomas de la enfermedad.
Los indios pima y los habitantes de la isla de Nauru
Estas pruebas de la función que desempeña el entorno en el desarrollo de la diabetes quedan ilustradas por las tragedias de los dos pueblos con las tasas de diabetes más elevadas del mundo: los indios pima y los habitantes de la isla de Nauru. Analicemos primero a los pima: sobrevivieron durante más de 2000 años en los desiertos del sur de Arizona utilizando métodos agrícolas basados en intrincados sistemas de irrigación, así como la caza y la recolección. Puesto que las precipitaciones en el desierto varían enormemente de un año a otro, las cosechas se perdían uno de cada cinco años aproximadamente, lo que obligaba a los pima a subsistir únicamente a base de alimentos silvestres, sobre todo la liebre americana salvaje y las judías de mezquite. Muchas de sus plantas silvestres favoritas tenían un alto contenido en fibra y bajo en grasas y liberaban glucosa lentamente, por lo que constituían una dieta antidiabética ideal. Después de esta larga historia de rachas periódicas pero breves de hambre, los pima experimentaron un período más prolongado de hambruna a finales del siglo XIX, cuando los colonos blancos desviaron la cabecera de los ríos de los que dependían los pima para conseguir agua de riego. La consecuencia fue una pérdida de las cosechas y una hambruna muy extendida. En la actualidad, los pima comen alimentos comprados en establecimientos. Los observadores que visitaron a los pima a principios del siglo XX afirmaron que la obesidad era algo muy poco habitual y la diabetes casi inexistente. Desde los años sesenta, la obesidad se ha generalizado entre los pima, algunos de los cuales ahora pesan más de 130 kilos. La mitad de ellos supera el 90 por ciento estadounidense para el peso en relación con la altura. Las mujeres pima consumen cerca de 3160 calorías al día (el 50 por ciento de la media estadounidense), y el 40 por ciento de ellas son gruesas. En relación con esta obesidad, los pima han obtenido notoriedad dentro de la bibliografía acerca de la diabetes por tener la frecuencia más elevada de diabetes del mundo. La mitad de todos los pima de más de 35 años, así como el 70 por ciento de todos los pima en edades comprendidas entre 55 y 64 años, son diabéticos, lo que provoca una tasa trágicamente elevada de casos de ceguera, amputaciones de miembros e insuficiencia renal.
Mi segundo ejemplo es Nauru, una remota isla tropical del Pacífico colonizada por los micronesios en tiempos prehistóricos. Nauru fue anexionada por Alemania en 1888, fue ocupada por Australia en 1914 y finalmente logró la independencia en 1968 y se convirtió en la república más pequeña del mundo. No obstante, Nauru también tiene un rasgo distintivo menos halagüeño, ya que es un lugar tristemente instructivo de un fenómeno apenas documentado: una epidemia de una enfermedad genética. Nuestras conocidas epidemias de enfermedades infecciosas estallan cuando aumenta la transmisión del agente infeccioso, y luego merman cuando se reduce el número de posibles víctimas proclives debido tanto a la inmunidad adquirida por los supervivientes como a la mortalidad diferencial de aquellos que son genéticamente proclives. En cambio, una epidemia de una enfermedad genética estalla por un aumento de los factores de riesgo medioambientales, y luego merma cuando se reduce el número de posibles víctimas proclives (pero solo por las muertes preferenciales de aquellos que son genéticamente más proclives, no por una inmunidad adquirida; uno no puede volverse inmune a la diabetes).
El estilo de vida tradicional de los nauranos estaba basado en la agricultura y la pesca e incluía frecuentes períodos de hambruna debidos a sequías y a las malas tierras de la isla. Sin embargo, los primeros visitantes europeos observaron que los nauranos estaban rechonchos, que admiraban a la gente gorda y que ponían a las niñas a dieta para que engordaran y resultaran más atractivas a sus ojos. En 1906 se descubrió que la mayor parte de la isla de Nauru que subyace en esas malas tierras está formada por una roca con la concentración de fosfato —un ingrediente esencial del fertilizante— más elevada del mundo. En 1922, la empresa minera que estaba extrayendo la roca por fin empezó a pagar derechos de explotación a los habitantes de la isla. A consecuencia de esa nueva riqueza, el consumo medio de azúcar por parte de los nauranos alcanzó casi el medio kilo al día en 1927, y se importaron obreros porque a los nauranos no les gustaba trabajar en la mina.
Durante la Segunda Guerra Mundial, Nauru fue ocupada por fuerzas militares japonesas, que impusieron el trabajo forzoso, redujeron la raciones de comida a poco más de 200 gramos de calabaza al día y luego deportaron a la mayor parte de la población a Truk, donde la mitad de ellos murió de hambre. Cuando los supervivientes regresaron a Nauru después de la guerra, percibieron de nuevo los derechos de explotación del fosfato, abandonaron la agricultura casi por completo y volvieron a comprar en supermercados, llenando sus carros de grandes paquetes de azúcar y comiendo el doble del consumo de calorías recomendado para ellos. Se volvieron sedentarios y empezaron a depender de vehículos motorizados para desplazarse por su pequeña isla (con un radio de 2,4 kilómetros de media). Tras la independencia en 1968, los derechos anuales de explotación del fosfato per cápita aumentaron hasta los 23 000 dólares, lo que hizo que los nauranos pasaran a ser uno de los pueblos más ricos del mundo. Actualmente es la población más obesa de las islas del Pacífico y tiene la presión sanguínea media más elevada. Su peso corporal medio supera en un 50 por ciento al de los australianos blancos de la misma altura.
Aunque los médicos europeos coloniales que había en Nauru sabían reconocer la diabetes y la diagnosticaban allí a los trabajadores no nauranos, el primer caso en un naurano no se registró hasta 1925. El segundo caso se registró en 1934. Sin embargo, después de 1954, la tasa de prevalencia de la enfermedad se disparó, y se convirtió en la causa de muerte no accidental más común. Un tercio de todos los nauranos con edades superiores a los 20 años, dos tercios de aquellos con edades superiores a los 55 años y el 70 por ciento de los pocos que llegan hasta los 70 años son diabéticos. En la última década, la prevalencia de la enfermedad ha empezado a disminuir no por una mitigación de los factores de riesgo medioambientales (la obesidad y el estilo de vida sedentario siguen siendo igual de habituales que siempre), sino porque en principio las personas genéticamente más proclives han fallecido. Si esta interpretación resulta correcta, Nauru sería el caso más rápido que conozco de selección natural en la población humana: un ejemplo de selección detectable en una población entera en menos de 40 años.
La diabetes en la India
En la tabla 11.1. se resumen a modo de comparación algunas de las tasas de predominio de la diabetes en distintas partes del mundo. Es evidente que hay grandes diferencias entre los países en sus tasas nacionales medias de prevalencia, desde valores bajos como el 1,6 por ciento en Mongolia y Ruanda hasta valores elevados como el 9 por ciento en los Emiratos Árabes Unidos y el 31 por ciento en Nauru. Pero la tabla 11.1 también refleja que estas medias nacionales enmascaran grandes diferencias dentro de cualquier país concreto en lo referente a las discrepancias en el estilo de vida: al menos en los países en vías de desarrollo, las poblaciones ricas, occidentalizadas o urbanas suelen tener tasas de prevalencia mucho más elevadas que las de las poblaciones pobres, tradicionales o rurales.
La India ofrece excelentes ejemplos de estas diferencias subnacionales. (Esta información debo agradecérsela al profesor V. Mohan, de la Madras Diabetes Research Foundation.) La tasa media en la India en 2010 era del 8 por ciento. Pero en la India había muy poca diabetes hasta hace tan solo unas décadas. Unas encuestas realizadas en 1938 y 1959 en grandes ciudades (Calcuta y Bombay) —que actualmente son reductos de la diabetes— revelaban tasas de tan solo un 1 por ciento o inferiores. No fue hasta los años ochenta cuando esas cifras empezaron a aumentar, primero lentamente y ahora de forma explosiva, hasta tal punto que la India tiene actualmente más diabéticos (más de 40 millones) que cualquier otro país. Las razones son básicamente las mismas que las que explican la epidemia de la diabetes en todo el mundo: la urbanización, el incremento del nivel de vida, la generalización de dulces con un alto contenido calórico y de comida rápida grasienta y barata disponible en las ciudades tanto para ricos como para pobres y un aumento del sedentarismo asociado a la sustitución de la mano de obra manual por trabajos del sector servicios, así como a los videojuegos, la televisión y los ordenadores, que hacen que los niños (y los adultos) estén sentados mirando la pantalla como en un letargo durante varias horas todos los días. Aunque el papel específico de la televisión no se ha cuantificado en la India, un estudio realizado en Australia reveló que cada hora al día empleada en ver la televisión está asociada a un incremento del 18 por ciento en la mortalidad cardiovascular (en gran parte relacionada con la diabetes), incluso después de controlar otros factores de riesgo como la circunferencia de la cintura, el tabaco, el consumo de alcohol y la dieta. Pero se sabe que esos factores aumentan con el tiempo que uno pasa viendo la televisión, así que la cifra real debe de ser aún mayor que ese 18 por ciento estimado.
TABLA 11.1. PREVALENCIA DE LA DIABETES TIPO 2 EN DISTINTAS PARTES DEL MUNDO


Las cifras que aparecen en la columna de la derecha son la prevalencia de la diabetes en porcentaje, es decir, el porcentaje de la población que padece diabetes tipo 2. Estos valores son las denominadas tasas de prevalencia normalizadas por edad, que significa lo siguiente: como la prevalencia de la diabetes tipo 2 en cualquier población aumenta con la edad, sería engañoso comparar valores brutos de prevalencia entre dos poblaciones que difieren en su distribución de la edad, ya que se supone que esos valores brutos diferirían meramente como consecuencia de las distintas distribuciones de la edad (la tasa de prevalencia sería mayor entre la población de más edad), aunque las tasas de prevalencia en una edad concreta fueran idénticas entre las dos poblaciones. De ahí que se mida la prevalencia en una población en función de la edad y que luego se calcule cuál sería la prevalencia para toda la población si tuviera una distribución normalizada de la edad.
Cabe resaltar que las tasas de prevalencia en poblaciones ricas, occidentalizadas o urbanas son superiores a las de las poblaciones pobres, tradicionales o rurales entre el mismo grupo de personas. Fijémonos asimismo en el hecho de que esas diferencias en el estilo de vida producen poblaciones diferenciadas de baja prevalencia y alta prevalencia (más del 12 por ciento) en todos los grupos de seres humanos occidentalizados, a excepción de los europeos occidentales, entre los cuales no hay ninguna población con alta prevalencia según los criterios mundiales por razones que mencionaré más adelante. Asimismo, la tabla ilustra el aumento y la posterior caída en la tasa de prevalencia de la isla de Nauru, provocados por una rápida occidentalización y, más tarde, por la acción de la selección natural contra las víctimas de la diabetes.
Enmascarado dentro de una tasa media nacional de prevalencia del 8 por ciento se encuentra un amplio rango de resultados para distintos grupos de indios. En el extremo inferior, la tasa de prevalencia es solo del 0,7 por ciento en el caso de los indios no obesos, físicamente activos y rurales. Alcanza el 11 por ciento en el caso de los indios obesos, sedentarios y urbanos, y llega a un máximo del 20 por ciento en la región de Ernakulam, en el estado de Kerala, que está situada en el sudoeste de la India y es una de las más urbanizadas. Un valor aún mayor es la segunda tasa nacional de prevalencia de la diabetes más elevada del mundo (24 por ciento), registrada en la isla de Mauricio, en el océano Índico, donde una comunidad inmigrante predominantemente india se ha ido acercando a las condiciones de vida occidentales a un ritmo mayor que cualquier población dentro de la propia India.
Entre los factores relacionados con el estilo de vida que predisponen a una persona a desarrollar diabetes en la India, algunos son también conocidos en Occidente, mientras que otros constituyen todo lo contrario a las expectativas occidentales. Al igual que en Occidente, en la India la diabetes está asociada a la obesidad, una presión sanguínea elevada y el sedentarismo. Pero los expertos en diabetes europeos y estadounidenses se quedarán atónitos cuando sepan que la tasa de prevalencia de la diabetes es más elevada entre los indios acomodados, urbanos y con estudios que entre las personas pobres, rurales y sin estudios: justo la tendencia contraria de Occidente, aunque parecida a las registradas en otros países en vías de desarrollo, entre ellos China, Bangladesh y Malaisia. Por ejemplo: los indios que padecen diabetes tienen más probabilidades de haber recibido una educación secundaria y superior y menos de ser analfabetos que los no diabéticos. En 2004, la tasa de prevalencia de la diabetes ascendía a una media del 16 por ciento en la India urbana y a solo un 3 por ciento en la India rural: precisamente la tendencia inversa a las occidentales. La explicación más probable de estas paradojas implica dos ejemplos con relación al hecho de que el estilo de vida occidental se haya extendido más entre la población y se haya practicado durante más años en Occidente que en la India. En primer lugar, las sociedades occidentales son mucho más ricas que la india, por lo que la población rural pobre tiene mucha más capacidad para comprar comida rápida —que propicia el desarrollo de la diabetes entre sus consumidores— en Occidente que en la India. En segundo lugar, los occidentales con estudios, acceso a la comida rápida y un trabajo sedentario ya han oído en numerosas ocasiones que la comida rápida no es sana y que es conveniente hacer ejercicio, mientras que esos consejos todavía no han llegado del todo hasta los indios con estudios. Cerca del 25 por ciento de los indios urbanos (la subpoblación con mayor riesgo) nunca ha oído hablar de la diabetes.
En la India, al igual que en Occidente, la diabetes se debe en última instancia a unos niveles de glucosa en sangre crónicamente elevados, y algunas de las consecuencias clínicas son parecidas. Pero en otros aspectos —ya sea porque los factores relacionados con el estilo de vida o los genes de las personas difieren entre la India y Occidente— en la India la diabetes se diferencia de la enfermedad tal y como la conocemos en Occidente. Mientras que los occidentales pensamos que la diabetes tipo 2 es una enfermedad que se manifiesta en adultos, sobre todo a partir de los 50 años, los diabéticos indios presentan síntomas 10 o 20 años antes que los europeos, y esa edad de inicio en la India (al igual que en muchas otras poblaciones) se ha ido modificando hacia edades cada vez menores, incluso en la última década. Ya entre los indios en los últimos años de la adolescencia, la diabetes «con aparición en edad adulta» (tipo 2 o no dependiente de insulina) se manifiesta con más frecuencia que la diabetes «con aparición en edad infantil» (tipo 1 o dependiente de insulina). Si bien la obesidad es un factor de riesgo de la diabetes tanto en la India como en Occidente, la enfermedad aparece a partir de un valor mínimo de obesidad que es inferior en la India y en otros países asiáticos. Los síntomas también difieren entre los pacientes de diabetes indios y occidentales: los indios son menos propensos a desarrollar ceguera o insuficiencia renal, pero más a padecer enfermedad de las arterias coronarias a una edad relativamente joven.
Aunque en la actualidad los indios pobres corren un riesgo menor que los indios acomodados, la rápida propagación de la comida rápida expone a los habitantes de los barrios pobres de la capital india, Nueva Delhi, al riesgo de la diabetes. El doctor S. Sandeep, A. Ganesan y el profesor Mohan, de la Madras Diabetes Research Foundation, resumían la situación actual de este modo: «Esto indica que la diabetes [en la India] ya no es una enfermedad propia del hombre acomodado o rico. Se está convirtiendo en un problema incluso entre los sectores de renta media y más pobres de la sociedad. Algunos estudios han demostrado que los sujetos diabéticos pobres son más propensos a sufrir complicaciones porque tienen un acceso más limitado a una asistencia sanitaria de calidad».
Los beneficios de los genes para la diabetes
Demostrar que la diabetes tiene un fuerte componente genético supone un rompecabezas evolucionista. ¿Por qué una enfermedad tan debilitante es tan común entre tantas poblaciones humanas cuando cabría esperar que la enfermedad fuera desapareciendo gradualmente a medida que las personas genéticamente proclives a ella desaparecieran por selección natural y no tuvieran hijos que llevaran sus genes?
Dos explicaciones que son aplicables a otras enfermedades genéticas —mutaciones recurrentes y una falta de consecuencias selectivas— se pueden descartar rápidamente en el caso de la diabetes. En primer lugar, si la tasa de prevalencia de la diabetes fuera tan baja como la de la distrofia muscular (1 de cada 10 000, aproximadamente), la prevalencia de los genes se podría explicar como el producto de mutaciones recurrentes, a saber: que los bebés con una nueva mutación que nacen al mismo ritmo que los mayores portadores de dichas mutaciones mueren de esa enfermedad. No obstante, ninguna mutación ocurre con tanta frecuencia como para volver a aparecer en entre un 3 y un 50 por ciento de todos los bebés, el rango de frecuencia real de la diabetes en las sociedades occidentalizadas.
En segundo lugar, los genetistas suelen responder al rompecabezas evolucionista afirmando que la diabetes mata solo a individuos mayores que ya no pueden tener hijos o criarlos, de forma que, supuestamente, la muerte de diabéticos en edad avanzada no impone una desventaja selectiva en los genes que predisponen a desarrollar diabetes. A pesar de su popularidad, esta afirmación es incorrecta por dos motivos evidentes. Aunque la diabetes tipo 2 sí que aparece principalmente después de los 50 años entre los europeos, en el caso de los nauranos, los indios y otras poblaciones no europeas afecta a personas en edad reproductiva, entre 20 y 40 años, sobre todo a mujeres embarazadas, cuyos fetos y bebés recién nacidos también corren un riesgo incrementado. Por ejemplo, en Japón hoy en día hay más niños que padecen diabetes tipo 2 que la tipo 1, a pesar de que la segunda se denomina «con aparición en edad infantil». Además (tal como se expone en el capítulo 6), en las sociedades humanas tradicionales, a diferencia de las sociedades modernas del Primer Mundo, ninguna persona mayor ha pasado realmente el período reproductivo ni es irrelevante desde el punto de vista de la selección, porque los abuelos realizan una contribución crucial al abastecimiento de alimentos, al estatus social y a la supervivencia de sus hijos y nietos.
Por tanto, debemos asumir que los genes que ahora predisponen a desarrollar diabetes en realidad habían sido favorecidos por la selección natural antes de que realizáramos la repentina transición al estilo de vida occidentalizado. De hecho, dichos genes deben de haber sido favorecidos y conservados de forma independiente decenas de veces por la selección natural, porque existen decenas de trastornos genéticos distintos identificados que provocan diabetes (tipo 2). ¿Qué efectos positivos tenían antes para nosotros los genes relacionados con la diabetes y por qué ahora nos causan problemas?
Recordemos que el efecto neto de la hormona llamada insulina es permitir que almacenemos como grasa los alimentos que ingerimos en la comida e impedir la ruptura de nuestras reservas de grasa acumuladas. Hace 30 años, esos hechos inspiraron al genetista James Neel a especular que la diabetes proviene de un «genotipo ahorrador» que hace que sus portadores sean particularmente eficientes a la hora de almacenar la glucosa de la dieta como grasa. Por ejemplo, a lo mejor algunos de nosotros liberamos insulina de forma particularmente instantánea como una respuesta rápida ante un ligero aumento de la concentración de glucosa en sangre. Esa rauda liberación determinada genéticamente permitiría a las personas con dicho gen absorber la glucosa de la dieta en forma de grasa sin que la concentración de glucosa en sangre aumentara lo suficiente como para que llegara hasta la orina. En momentos ocasionales de abundancia de alimentos, los portadores de dichos genes aprovecharían los alimentos de forma más eficaz, depositarían grasas y aumentarían de peso con rapidez, por lo que serían más capaces de sobrevivir a una hambruna posterior. Dichos genes serían una ventaja en condiciones como la alternancia impredecible de festines y hambrunas que caracterizaba el estilo de vida humano tradicional (lámina 26), pero provocarían obesidad y diabetes en el mundo moderno, cuando esos mismos individuos dejaran de hacer ejercicio, empezaran a obtener los alimentos solo en los supermercados y consumieran comidas con un alto contenido calórico un día si y otro también (lámina 27). Ahora que muchos de nosotros ingerimos habitualmente comidas con un alto contenido en azúcar y apenas hacemos ejercicio, un gen ahorrador es una condena segura al desastre: engordamos, nunca experimentamos hambrunas que quemen la grasa, nuestro páncreas está liberando constantemente insulina hasta que pierde su capacidad de seguir ese ritmo o hasta que nuestras células musculares y adiposas se vuelven resistentes a ella y terminamos desarrollando diabetes. Siguiendo la línea de Arthur Koestler, Paul Zimmet se refiere a la propagación al Tercer Mundo de este estilo de vida del Primer Mundo que fomenta la diabetes como la «coca-colonización».
En el Primer Mundo estamos tan acostumbrados a tener cada día cantidades predecibles de alimentos en horarios también predecibles que nos cuesta imaginar las fluctuaciones a menudo impredecibles entre frecuentes períodos de escasez de alimentos e infrecuentes períodos de abundancia que constituían el patrón vital de casi todas las personas a lo largo de la evolución humana hasta hace poco, y que lo sigue siendo en muchas partes del mundo actualmente. Yo me he encontrado con dichas fluctuaciones en numerosas ocasiones durante mi trabajo de campo entre los papúes que siguen subsistiendo mediante la agricultura y la caza. Por ejemplo, en un memorable incidente contraté a una decena de hombres para que transportaran el equipo durante todo un día a lo largo de un sendero empinado hasta un campamento en la montaña. Llegamos al campamento justo antes de que anocheciera y esperábamos encontrarnos allí con otro grupo de porteadores que llevaban alimentos pero, en su lugar, vimos que no habían llegado por culpa de un malentendido. Cara a cara con unos hombres hambrientos y exhaustos y sin alimentos, esperaba que me lincharan. Pero mis porteadores simplemente se rieron y dijeron: «Orait, i nogat kaikai, i samting nating, yumi slip nating, enap yumi kaikai tumora» («Vale, no hay comida, no pasa nada, dormiremos esta noche con el estomago vacío y esperaremos hasta mañana para comer»). Por el contrario, cuando realizan la matanza de los cerdos, mis amigos papúes celebran un festín propio de glotones que dura varios días y en el que el consumo de alimentos me deja atónito incluso a mí (a quien mis amigos apodaban «barril sin fondo») y algunas personas se ponían gravemente enfermas por comer en exceso.
Estas anécdotas ilustran cómo la gente se acostumbra al péndulo del festín y la hambruna que ha oscilado a menudo pero de forma irregular a lo largo de nuestra historia evolutiva. En el capítulo 8 he resumido las razones que explican la frecuencia de la hambruna en condiciones de vida tradicionales: períodos de escasez de alimentos asociados con la variación en el éxito de las cacerías de un día a otro, breves rachas de inclemencias del tiempo, la variación predecible en la abundancia de alimentos por temporadas a lo largo del año y la variación impredecible de un año a otro; en muchas sociedades, la escasa habilidad o la incapacidad de acumular y almacenar un exceso de alimentos; y la falta de gobiernos estatales u otros medios para organizar e integrar el almacenamiento, el transporte y los intercambios de alimentos entre grandes regiones. En cambio, la tabla 11.2 recoge algunas anécdotas de glotonería en distintas partes del mundo en épocas en las que los alimentos están disponibles en abundancia para sociedades tradicionales.
En estas condiciones tradicionales de una existencia con alternancia entre la hambruna y los atracones, los individuos con un genotipo ahorrador serían una ventaja, porque podrían almacenar más grasa en tiempos de exceso, quemar menos calorías en épocas espartanas y, por tanto, sobrevivir mejor a períodos de hambruna. Para la mayoría de los seres humanos hasta hace poco, el miedo a la obesidad y las clínicas dietéticas de los occidentales modernos les habrían parecido ridículos, justo lo contrario del sentido común tradicional. Puede que los genes que hoy nos predisponen a desarrollar diabetes nos ayudaran antiguamente a sobrevivir a la hambruna. Del mismo modo, nuestro «gusto» por los alimentos dulces o grasientos, así como nuestra afición a la sal, nos predispone a desarrollar diabetes e hipertensión ahora que esos gustos se pueden satisfacer con mucha facilidad, pero antes nos guiaban para buscar nutrientes valiosos y poco comunes. Al igual que en el caso de la hipertensión, fijémonos una vez más en la ironía evolutiva: aquellos de nosotros cuyos ancestros eran los que mejor sobrevivían a la hambruna en las sabanas africanas hace decenas de miles de años somos los que ahora corremos un mayor riesgo de morir de diabetes relacionada con la abundancia de alimentos.
TABLA 11.2. EJEMPLOS DE GLOTONERÍA CUANDO HAY ALIMENTOS DISPONIBLES EN ABUNDANCIA
Daniel Everett (Don’t Sleep, There Are Snakes, páginas 76-77). «Ellos [los indios piraha de Sudamérica] disfrutan comiendo. Siempre que hay comida disponible en el pueblo, se la comen toda… [Pero] dejar de hacer una comida o dos o incluso estar un día entero sin comer son cosas que se toleran. He visto a gente bailar durante tres días haciendo solo unos breves descansos. […] Los piraha [que van] a la ciudad por primera vez siempre se quedan sorprendidos con los hábitos alimentarios occidentales, sobre todo con la costumbre de realizar tres comidas al día. En la primera comida que hacen fuera del pueblo, la mayoría de los piraha comen con gula —grandes cantidades de proteínas y almidón—. En la segunda comida hacen lo mismo. En la tercera comida ya empiezan a mostrar frustración. Se les ve confundidos. A menudo preguntan: “¿Vamos a comer otra vez?”. Su práctica de comer alimentos cuando están disponibles hasta que se acaban entra en ese momento en conflicto con las circunstancias en las que los alimentos siempre están disponibles y nunca se acaban. A menudo, después de una visita de entre tres y seis semanas, un piraha [que llegó pesando entre 45 y 56 kilos] volverá con 13 kilos de más al pueblo, con “michelines” en la tripa y en los muslos.»
Allan Holmberg (Nomads of the Long Bow, página 89). «Las cantidades de alimentos ingeridos en ocasiones [por los indios sirionó de Bolivia] son enormes. No es raro ver a cuatro personas comerse un saíno de 13 kilos en 24 horas. En una ocasión, conmigo presente, dos hombres se comieron seis monos araña que pesaban entre 4 y 7 kilos cada uno en un solo día, y esa noche se quejaron de que tenían hambre.»
Lidio Cipriani (The Andaman Islanders, página 54). «Para los onges [de las islas de Andamán, en el océano Índico], limpiarse significa pintarse para ahuyentar el mal y para eliminar, según ellos, el olor a grasa de cerdo después de las colosales orgías que siguen a una cacería especialmente buena, cuando incluso ellos consideran que el hedor es excesivo. Estas orgías, que les provocan una indigestión atroz durante días, vienen seguidas de una variación aparentemente instintiva de su dieta en favor de alimentos vegetales crudos o cocinados. En tres ocasiones entre 1952 y 1954 estuve presente en una de sus solemnes orgías de cerdo y miel. Los onges comieron casi hasta reventar y luego, prácticamente incapaces de moverse, se limpiaron con una grandiosa sesión de pintura.»
Ídem, página 117. «Cuando la marea baja, los bancos [de sardinas] se quedan enredados en los arrecifes que se extienden hacia el mar alrededor de la isla, y los onges lo dejan todo para maniobrar las canoas de balsa en balsa y llenarlas hasta que se desbordan. El agua está casi saturada de peces, y los onges siguen hasta que se quedan sin nada con lo que sujetar el pescado. En ningún otro lugar del mundo he visto algo parecido a esta masacre generalizada. Las sardinas de las Andamán son más grandes que de costumbre, y algunas pesan hasta medio kilo o más. […] Hombres, mujeres y niños trabajan enfervorecidos, sumergiendo sus manos en las abarrotadas masas de peces de forma que siguen oliendo a ellos varios días. […] Todo el mundo cocina y come al mismo tiempo hasta que (temporalmente) no puede comer más, momento en el que el resto de las sardinas pescadas se depositan sobre unas improvisadas rejillas con madera verde echando humo por debajo. Cuando todo el pescado se acaba a los pocos días, vuelve a empezar la pesca. Y así es la vida durante varias semanas, hasta que los bancos de peces atraviesan las islas.»
Por tanto, el estilo de vida basado en la alternancia entre el hambre y los atracones que solía estar presente en todas las poblaciones humanas provocó una selección natural de los genes en favor de un genotipo ahorrador que nos fuera de utilidad en esas condiciones, pero que luego ha hecho que casi todas las poblaciones terminen con una propensión a desarrollar diabetes en las condiciones occidentales modernas de una abundancia ininterrumpida de alimentos. Pero, según este razonamiento, ¿por qué se salen de la norma los indios pima y los nauranos con unas tasas de prevalencia que baten todos los récords? Creo que obedece a que en el pasado reciente estuvieron sometidos a fuerzas de selección de un genotipo ahorrador que también batieron todos los récords. Los pima empezaron a compartir con otros indios americanos su exposición a períodos habituales de hambruna. Luego experimentaron un período de hambruna más prolongado y una selección a finales del siglo XIX, cuando los colonos blancos arruinaron sus cosechas cortando sus fuentes de agua de riego. Los pima que sobrevivieron eran individuos genéticamente mejor adaptados que otros indios americanos para sobrevivir a períodos de hambruna almacenando grasa siempre que hubiera alimentos disponibles. En el caso de los nauranos, sufrieron dos períodos extremos de selección natural de genes ahorradores, seguidos de un período extremo de «coca-colonización». En primer lugar, al igual que otros habitantes de las islas del Pacífico, pero a diferencia de los habitantes de las regiones continentales, su población estaba formada inicialmente por personas que emprendían viajes en canoa entre islas de varias semanas de duración. En numerosos ejemplos documentados de dichos viajes tan largos, muchos o la mayoría de los ocupantes de las canoas morían de inanición, y solo sobrevivían los que al principio estaban más gordos. Esa es la razón por la que, en general, los habitantes de las islas del Pacífico suelen ser rechonchos. En segundo lugar, los nauranos fueron singularizados incluso con respecto a la mayoría de los demás habitantes de las islas del Pacífico por su inanición y mortalidad extremas durante la Segunda Guerra Mundial, lo que supuestamente hizo que la población quedara aún más enriquecida con genes propios de la susceptibilidad a la diabetes. Después de la guerra, su nueva riqueza basada en los derechos de explotación de los fosfatos, sus excedentes de alimentos y su necesidad reducida de realizar actividades físicas tuvieron como consecuencia una obesidad excepcional.
Hay tres líneas de demostraciones en seres humanos y dos modelos animales que respaldan la plausibilidad de la hipótesis del gen ahorrador de Neel. Los nauranos no diabéticos, los indios pima, los afroamericanos y los aborígenes australianos tienen unos niveles posprandiales de insulina plasmática (en respuesta a una carga oral de glucosa) muy superiores a los de los europeos. Los habitantes de las Tierras Altas de Nueva Guinea, los aborígenes australianos y la tribu de los masáis en Kenia, así como otros pueblos con estilos de vida tradicionales, presentan unos niveles de glucosa en sangre muy inferiores a los de los estadounidenses blancos. Si se les da mucha comida, las poblaciones de habitantes de las islas del Pacífico, indios americanos y aborígenes australianos propensas a desarrollar diabetes sí que muestran una mayor propensión a la obesidad que los europeos: en primer lugar ganan peso y luego desarrollan diabetes. En cuanto a los modelos animales, las ratas de laboratorio portadoras de los genes que las predisponen a desarrollar diabetes y obesidad sobreviven mejor a la hambruna que las ratas normales, lo cual ilustra la ventaja de esos genes en condiciones ocasionales de hambruna. La rata del desierto israelí —que está adaptada a un entorno desértico con períodos frecuentes de escasez de alimentos— desarrolla unos niveles de insulina elevados, resistencia a la insulina, obesidad y diabetes si se la mantiene en el laboratorio con una «dieta occidentalizada para ratas» con abundante comida. Pero esos síntomas se invierten cuando a la rata del desierto se le restringe la comida. De ahí que las ratas de laboratorio propensas a desarrollar diabetes y las ratas del desierto israelíes sirvan como ejemplo tanto de los beneficios de los genes ahorradores como de la liberación instantánea de insulina en «condiciones de ratas tradicionales», de alternancia entre hambrunas y atracones, y los costes de dichos genes en «condiciones de ratas de supermercado».
¿Por qué la incidencia de la diabetes es baja entre los europeos?
Los expertos en diabetes solían señalar a los pima y los nauranos como excepciones que saltan a la vista por su elevada tasa de prevalencia de la diabetes, ya que destacan con respecto a un mundo en el que la tasa relativamente baja de prevalencia de la diabetes de los europeos se consideraba la norma. Pero la información de la que disponemos desde hace unas décadas demuestra que, en realidad, los europeos son una excepción por su baja tasa, en contraste con la elevada tasa de prevalencia alcanzada en poblaciones occidentalizadas del resto del mundo. Los pima y los nauranos tienen «simplemente» la tasa más elevada de esa prevalencia alta normal, y les siguen de cerca algunos aborígenes australianos y grupos de papúes. Por cada cúmulo de población numeroso, no europeo y bien estudiado, sabemos que hay un subgrupo occidentalizado con una tasa de prevalencia superior al 11 por ciento, y a menudo por encima del 15 por ciento: indios americanos, africanos del Norte, africanos negros subsaharianos, habitantes de Oriente Próximo, indios, asiáticos del Este, papúes, aborígenes australianos, micronesios y polinesios. En comparación con esa norma, los europeos y los europeos de ultramar en Australia, Canadá, Nueva Zelanda y Estados Unidos son poblaciones únicas en el mundo moderno por su tasa de prevalencia relativamente baja. Los 41 valores europeos de carácter nacional de la tasa de prevalencia de la diabetes (tabla 11.1, primera fila) están entre un 2 por ciento y un 10 por ciento, con un valor medio de tan solo el 6 por ciento.
Esto resulta sorprendente si pensamos que los europeos del continente y otros territorios son las personas más ricas y mejor alimentadas del mundo, así como los fundadores del estilo de vida occidental. Llamamos occidental a nuestro estilo de vida perezoso, obeso y basado en los supermercados precisamente porque surgió entre los europeos y los estadounidenses blancos y ahora se está propagando a otros pueblos. ¿Cómo podemos explicar esta paradoja? ¿Por qué no tienen los europeos las tasas de prevalencia de la diabetes más elevadas en lugar de las más bajas?
Varios expertos en el estudio de la diabetes me han comentado de manera informal que quizá los europeos hayan estado tradicionalmente poco expuestos a la hambruna, por lo que habrían estado sometidos a una ínfima selección del genotipo ahorrador. No obstante, la historia ofrece abundante documentación de las hambrunas que provocaron una grave mortalidad generalizada en la Europa medieval y del Renacimiento, así como en épocas anteriores. Esas hambrunas reiteradas deberían haber seleccionado los genes ahorradores en Europa, al igual que en otras partes del mundo. En cambio, una hipótesis más prometedora se basa en la historia alimentaria reciente de Europa antes del Renacimiento. La propagación periódica y las hambrunas prolongadas que solían asolar Europa, al igual que el resto del mundo, desaparecieron entre 1650 y 1900 aproximadamente en distintas épocas y en distintas partes de Europa, empezando a finales de la primera década del siglo XVII en el caso del Reino Unido y Holanda, y siguiendo hasta finales de la primera década del siglo XIX en el sur de Francia e Italia. Salvo una famosa excepción, las hambrunas de Europa terminaron gracias a una combinación de cuatro factores: una intervención estatal cada vez más eficaz que redistribuía rápidamente los excedentes de cereales hacia las regiones que padecían hambrunas; un transporte de alimentos cada vez más eficaz por tierra y sobre todo por mar; una agricultura europea cada vez más diversificada después del viaje de Cristóbal Colón en 1492, gracias a los viajeros europeos que introdujeron muchos cultivos del Nuevo Mundo (como patatas y maíz); y, por último, la dependencia por parte de Europa no de la agricultura de regadío (como en muchas regiones densamente pobladas del mundo fuera de Europa), sino de la agricultura pluvial, lo que reducía el riesgo de una pérdida de cosechas demasiado extendida para que pudiera solucionarse con el transporte de alimentos dentro de Europa.
La famosa excepción al final de las hambrunas en Europa fue, por supuesto, la hambruna de la patata en Irlanda en la década de 1840. En realidad, esa fue la excepción que confirma la regla, ilustrando lo que sucedió incluso en Europa cuando no se dieron los tres primeros factores mencionados anteriormente y que pusieron fin a las hambrunas en el resto del continente. La hambruna de la patata en Irlanda se debió a una enfermedad en una única variedad de patatas en una economía agrícola que era poco habitual en Europa por su dependencia de un único cultivo. La hambruna tuvo lugar en una isla (Irlanda) gobernada por un Estado de una etnia distinta centrado en otra isla (Gran Bretaña) y famoso por su ineficacia o su falta de motivación a la hora de responder a la hambruna en Irlanda.
Estos hechos de la historia alimentaria de Europa me llevan a sugerir la siguiente especulación. Varios siglos antes del advenimiento de la medicina moderna, los europeos, al igual que los nauranos modernos, podrían haber sufrido una epidemia de diabetes que surgiera a raíz de la nueva dependencia de suministros de alimentos adecuados y que habría eliminado a la mayor parte de los portadores del genotipo ahorrador propensos a desarrollar diabetes y habría dejado Europa con su actual tasa baja de prevalencia de la enfermedad. Puede que esos portadores de genes hubieran sufrido una eliminación en Europa durante siglos, a consecuencia de la muerte durante el parto de muchos bebés de madres diabéticas, adultos diabéticos que murieran más jóvenes que otros adultos, así como hijos y nietos de esos adultos diabéticos que murieran por negligencia o por falta de apoyo material. Sin embargo, habría habido grandes diferencias entre esa epidemia europea críptica anterior que se postula y las epidemias modernas bien documentadas de los nauranos y de tantos otros pueblos en la actualidad. En el caso de las epidemias modernas, la abundancia y la disponibilidad continua de alimentos llegaron de repente, en cuestión de una década en el caso de los nauranos y de solo un mes en el de los judíos yemeníes. Las consecuencias fueron los drásticos incrementos en la tasa de prevalencia de la diabetes hasta un 20 o un 50 por ciento que se han producido bajo la atenta mirada de los expertos modernos. Es probable que dichos incrementos disminuyan en breve (como ya se está observando entre los nauranos), a medida que los individuos con un genotipo ahorrador vayan siendo eliminados por selección natural en cuestión de una o dos generaciones. En cambio, la abundancia de alimentos en Europa fue aumentando gradualmente a lo largo de varios siglos. La consecuencia habría sido un incremento imperceptiblemente lento en la tasa de prevalencia de la diabetes en Europa entre el siglo XV y el siglo XVIII, mucho antes de que cualquier experto en diabetes pudiera registrarlo. De hecho, los pima, los nauranos y los wanigela, los indios urbanos con estudios y los ciudadanos de los países árabes ricos productores de petróleo están concentrando en una única generación los cambios en el estilo de vida y el aumento y la disminución de la diabetes que se desarrollaron en Europa a lo largo de muchos siglos.
Una posible víctima de esta epidemia críptica de la diabetes que postulo para el caso de Europa fue el compositor Johann Sebastian Bach (que nació en 1685 y murió en 1750). Aunque el historial médico de Bach no está lo bastante documentado como para saber con certeza cuál fue la causa de su muerte, la corpulencia de su cara y sus manos en el único retrato autentificado que se tiene de él (lámina 28), los registros del deterioro de su visión en sus últimos años de vida y el evidente deterioro de su escritura posiblemente como efecto secundario a su pérdida de visión o a que tuviera los nervios dañados coinciden con un diagnóstico de diabetes. No cabe duda de que la enfermedad se registró en Alemania en la época de Bach, conocida como «honigsüsse Harnruhr» («enfermedad de la orina con dulzor de miel»).
El futuro de las enfermedades no transmisibles
En este capítulo he hablado solo de dos de las muchas enfermedades no transmisibles (ENT) que están propagándose en la época actual y que están relacionadas con el estilo de vida occidental: la hipertensión y sus consecuencias y la diabetes tipo 2. Entre otras ENT importantes de las que no he podido hablar —pero que S. Boyd Eaton, Melvin Konner y Marjorie Shostak sí que abordan— se incluyen la enfermedad de las arterias coronarias y otras afecciones cardíacas, la arterioesclerosis, las enfermedades vasculares periféricas, muchas enfermedades renales, la gota y muchos tipos de cáncer como el de pulmón, el de estómago, el de mama y el de próstata. Dentro del estilo de vida occidental he mencionado únicamente algunos factores de riesgo, en especial la sal, el azúcar, un elevado consumo de calorías, la obesidad y el sedentarismo. Otros factores de riesgo importantes que he mencionado solo de pasada son el tabaco, un elevado consumo de alcohol, el colesterol, los triglicéridos, las grasas saturadas y las grasas trans.
Hemos visto que las ENT son las principales causas de muerte en las sociedades occidentalizadas, a las que pertenecen la mayoría de los lectores de este libro. Pero tampoco es que vayan a llevar una magnífica vida sana y despreocupada hasta que mueran repentinamente de una ENT a una edad comprendida entre los 78 y los 81 años (la esperanza de vida media en las sociedades occidentales longevas): las ENT son también las principales causas de un deterioro de la salud y de una disminución en la calidad de vida varios años o décadas antes de que acaben matándonos. Pero esas mismas ENT son prácticamente inexistentes en las sociedades tradicionales. ¿Qué mejor prueba de que tenemos mucho que aprender de las sociedades tradicionales con respecto al valor de la vida y la muerte? No obstante, lo que tienen que enseñarnos no es simplemente una cuestión de «vivir de una forma tradicional». Hay muchos aspectos de la vida tradicional que nos negamos categóricamente a imitar, como los ciclos de violencia, el frecuente riesgo de inanición y la reducida esperanza de vida a consecuencia de enfermedades infecciosas. Debemos descubrir qué componentes concretos de los estilos de vida tradicionales son los que protegen de las ENT a las personas que los practican. Algunos de estos componentes deseables ya son evidentes (por ejemplo, hacer ejercicio con frecuencia, reducir el consumo de azúcar), pero otros no resultan obvios y siguen siendo objeto de debate (por ejemplo, unos niveles óptimos de grasa en la dieta).
La actual epidemia de las ENT empeorará aún más antes de mejorar. Por desgracia, ya ha alcanzado su máximo en el caso de los pima y los nauranos. Los que resultan especialmente preocupantes son los países densamente poblados con un nivel de vida que está aumentando con rapidez. La epidemia podría estar acercándose a su máximo en los países árabes ricos en petróleo, un poco menos en el norte de África y en marcha pero con previsión de empeorar aún más en China y la India. Otros países densamente poblados en los que la epidemia ha hecho su aparición son Bangladesh, Brasil, Egipto, Indonesia, Irán, México, Pakistán, Filipinas, Rusia, Sudáfrica y Turquía. Entre los países con menos población en los que la epidemia también se ha manifestado se incluyen todas las naciones de Latinoamérica y el sudeste de Asia. Asimismo, está empezando entre los cerca de 1000 millones de habitantes del África subsahariana. Cuando uno se plantea esas perspectivas, es fácil deprimirse.
Pero no tenemos por qué perder inevitablemente nuestra batalla contra las ENT. Somos nosotros los únicos que hemos creado nuestro estilo de vida, así que cambiarlos está por completo en nuestra mano. Encontraremos cierta ayuda en la investigación biológica molecular, cuyo objetivo es relacionar riesgos concretos con ciertos genes y, a partir de ahí, identificar para cada uno de nosotros los peligros a los que nos predisponen nuestros genes. No obstante, la sociedad en su conjunto no tiene por qué esperar a que llegue dicha investigación, una píldora mágica o la invención de las patatas fritas bajas en calorías. Ya está claro qué cambios minimizarán muchos de los riesgos (aunque no todos) en nuestro caso. Entre esos cambios se incluyen no fumar; hacer ejercicio de forma habitual; limitar nuestro consumo total de calorías, alcohol, sal y alimentos salados, azúcar y refrescos azucarados, grasas saturadas y trans, alimentos procesados, mantequilla, nata y carne roja; e incrementar nuestro consumo de fibra, frutas y verduras, calcio y carbohidratos complejos. Otro cambio sencillo es comer más despacio. Paradójicamente, cuanto más rápido se engulle la comida, más se come y, por tanto, más peso se gana, porque al comer deprisa, uno no da tiempo a que se liberen las hormonas que inhiben el apetito. Los italianos son esbeltos no solo por la composición de su dieta, sino también porque alargan la comida charlando. Todos esos cambios podrían ahorrar a miles de millones de personas en todo el mundo el destino que les ha acontecido a los pima y los nauranos.
Este consejo es tan banalmente conocido que resulta vergonzoso repetirlo. Pero merece la pena reiterar la verdad: ya tenemos la información suficiente para poder albergar esperanzas y no estar deprimidos. La repetición únicamente vuelve a recalcar que la hipertensión, la dulce muerte de la diabetes y algunas de las principales causas de mortalidad del siglo XX nos matarán con nuestro permiso.