II

Oh qu’il est propre! Oh, qu’il a la peau Manche!

Las voces femeninas surgían estridentes en la oscuridad. Alguien había cubierto su cuerpo con una suave frazada. Sintió un agradable calorcillo y a la vez sueño. Pero en lo más hondo de su cerebro, algo muy negro, parecido a una araña, avanzaba arrastrándose, desgarrando los velos rosados de su sopor. Cuando, transcurrido un buen rato, pudo volverse, echó un vistazo en torno suyo.

Mais reste tranquile —dijo una voz de mujer.

—¿Y el otro? ¿No han recogido a nadie más? —murmuró Andrews.

—No se preocupe… Estoy secándolo junto al fogón —dijo otra voz femenina, profunda y ronca como la de un hombre.

—Mamá está secando su dinero junto al fuego. Está a salvo… ¡Qué ricos son los americanos!

—¡Y pensar que por poco lo echo por la borda con los pantalones! —dijo la otra mujer.

John Andrews miró alrededor. Estaba en un camarote bajo y oscuro. Tras él brillaba una luz amarillenta. De allí procedían sin duda las voces que oía. En el techo se reflejaban las sombras, desproporcionadas, de unas cabezas. En camarote cerrado olía a comida recién guisada. Creyó incluso percibir el crujir de la manteca derretirse en la sartén.

—Pero, ¿y el «Chico»? ¿No le han visto? —preguntó en inglés, haciendo un esfuerzo por recobrarse y poner en orden sus ideas. Luego añadió en francés y con voz más normal—: Me acompañaba un amigo.

—No hemos visto a nadie. Rosaline, pregúntale al viejo.

—Tampoco ha visto a nadie —dijo la muchacha con su voz chillona. Se acercó a la cama y arropó torpemente a Andrews.

Lo primero que de ella vio Andrews fue curva de sus senos y sus dientes grandes que brillaban a la luz. Luego, confundiéndose con las sombras, vio una mata de rizado cabello en desorden.

Qu’il parle bien français —dijo la muchacha. Y, al mirarle, toda ella resplandecía.

Se oyeron unos pasos firmes, y la mujer más edad se acercó al lecho y le observó.

Il va mieux —dijo con aire de persona entendida.

Era una mujer gruesa y de rostro ancho vulgar. Iba envuelta en chales. Tenía las cejas hirsutas y una especie de patillas grises que llegaban casi hasta las comisuras de los labios. En la barbilla tenía también algunos pelos erizados. Su voz, grave y áspera, parecía surgir de más profundo de su voluminosa persona.

Los pasos crujían por doquier. El anciano contempló a Andrews a través de sus gafas, que llevaba en la punta de la nariz. Andrews reconoció el rostro irregular, lleno de granos y protuberancias.

—Muchas gracias —dijo.

Los tres le miraron silenciosamente durante algún tiempo. Después, el anciano sacó del bolsillo un periódico, lo desdobló cuidadosamente lo colocó ante los ojos de Andrews. A la escasa luz amarillenta, éste leyó el nombre: Libertaire.

—Por eso le he ayudado —dijo el anciano mirando fijamente a Andrews a través de sus gafas.

—Soy una especie de socialista —dijo Andrews.

—¡Los socialistas son unos inútiles! —gritó el anciano de mal talante. Y las rojas protuberancias de su cara parecieron enrojecer aún más.

—Siento gran simpatía por mis camaradas los anarquistas —dijo Andrews, que por un breve instante encontró la situación incluso divertida.

—Tuvo usted suerte en agarrarse a mi barca en vez de ir a parar a la próxima. Sin duda alguna, esa gente le habría entregado. Sont des royalistes, cés salauds-lá.

—Hay que darle algo de comer. Anda, mamá. No te preocupes, porque te pagará. ¿Verdad que pagarás, mi pequeño americano?

Andrews asintió con una inclinación de cabeza.

—Lo que me pidan —dijo.

—No. Puesto que se trata de un camarada, no quiero que pague ni un solo sou —dijo el viejo.

—Eso ya lo veremos —dijo la anciana lanzando un silbido de indignación.

—El caso es que… la vida está tan cara hoy en día —explicó la muchacha.

—Pagaré lo que pueda —dijo Andrews impaciente, volviendo a cerrar los ojos.

Durante un buen rato permaneció inmóvil, tumbado de espaldas.

Una mano se introdujo entre su espalda y la almohada y le levantó. Andrews se sentó en la cama. Rosaline estaba junto a él y le alargaba una taza de caldo. El humo rozó su cara.

Mange ça —murmuró ella.

Andrews la miró sonriente. La joven estaba ahora muy bien peinada. En uno de sus hombros se balanceaba un loro de brillante plumaje verde con manchas rojas en las alas. El loro miró a Andrews con desagrado. Sus ojuelos parecían dos piedras preciosas.

II est jaloux, «Coco» —dijo Rosaline con una estridente risita.

Andrews tomó la taza de caldo y bebió unos sorbos.

—Está demasiado caliente —dijo apoyándose en el brazo de la muchacha.

El loro graznó unas palabras que Andrews no pudo entender. El anciano exclamó tras él:

Nom de Dieu!

El loro volvió a graznar algo.

Rosaline se echó a reír.

—El viejo le enseñó la frase —explicó—. ¡Pobre «Coco»! No sabe lo que dice.

—Pero ¿qué dice? —preguntó Andrews.

Les bourgeois á la lanterne, nom de Dieu! Es una canción —dijo Rosaline—. Oh, qu’il est malin, ce «Coco».

Con los brazos cruzados, Rosaline continuaba en pie junto a la cama. El loro estiró el cuello y acarició la mejilla de la muchacha, abriendo y cerrando sus ojos parecidos a dos piedras preciosas. La joven frunció los labios como para, dar un beso y murmuró con voz acariciadora:

—Tu m’aimes «Coco», n’est-ce pas, «Coco»? Bon «Coco»..

—¿Podría comer algo más? Estoy hambriento —dijo Andrews.

—¡Oh! Lo había olvidado —dijo Rosaline, y echó a correr con la taza vacía entre las manos.

No tardó en regresar, pero esta vez sin el loro. Llevaba la misma taza, llena de patatas guisadas con carne.

Andrews comió maquinalmente. Luego dijo:

—Gracias. Ahora quiero dormir.

Se acomodó en su litera. Rosaline le arropó cuidadosamente. Su mano rozó la mejilla de él, y su movimiento fue acariciador. Pero Andrews se había sumido de nuevo en una especie de sopor, dándose cuenta solamente del entorpecimiento de sus brazos y de sus piernas y de la comida que acababa de ingerir.

Cuando se despertó, la claridad era gris en vez de ser amarilla. Percibió un extraño ruido que no supo a qué atribuir. Aguzó el oído durante algún tiempo, tratando de adivinar la causa que lo motivaba. Por fin, con inmensa alegría, creyó saber a qué se debía: sin duda, la barca se movía.

Siguió tumbado de espaldas, mirando la leve claridad plateada del techo. No quería pensar. Sólo temía que alguien entrase y empezara a hablarle, a hacerle preguntas.

De pronto pensó en Geneviève Rod. Con los ojos de la imaginación se vio juntó a ella, hablando de música. Geneviève le decía que debía terminar La reina de Saba y enseñarle la partitura a monsieur Gibier, gran amigo de cierto director de orquesta, que tal vez lograse que la pieza fuese ejecutada. ¿Cuánto tiempo hacía que habían hablado de algo parecido? No podía borrar de su mente las imágenes de Geneviève y la suya cuando, rozando su hombro el de ella, se habían detenido ante la catedral de Chartres para contemplar el templo que surgía triunfante por entre los tejados. Su imaginación retrocedía inexorablemente, haciéndole revivir todos los momentos de aquel día y sumiéndole en un abismo de indignación. Se rebelaba. ¡Cielos! ¿Tendría que pasarse toda la vida recordando la voz de un oficial que murmuraba: «Enseñadle a saludar»? ¿Y a Handsome avanzando hacia él para darle un puñetazo? ¿Tendría que recordar aquello toda la vida?

—Hicimos un lío con el uniforme, le atamos una piedra y lo arrojamos al agua —dijo Rosaline tocándole ligeramente en el hombro.

—Fue una buena idea.

—¿No te levantas? Es casi la hora de comer. ¡Cuánto has dormido!

—Pero… no tengo nada que ponerme —dijo Andrews riendo. Y sacó de entre las sábanas un brazo desnudo.

—Te traeré algo del viejo. Pero, dime, ¿tienen todos los americanos la piel tan blanca como tú? Mira —y puso su mano morena, de uñas sucias y rotas, sobre el brazo de Andrews, un brazo blanco cubierto de sedoso vello rubio.

—Es porque soy rubio —dijo Andrews—. Cr que hay muchos franceses rubios, ¿no es cierto?

Rosaline se marchó riendo. Al poco rato regresó con unos pantalones de pana y una camisa de franela algo rota, que olía a tabaco de pipa.

—De momento podrás arreglarte con eso —dijo—. No hace frío. Estamos en abril. Esta noche te compraremos unos zapatos y algo ropa. ¿Adónde piensas ir?

—¡Qué diablos sé yo!

—De momento vamos a El Havre, en busca de carga. —Se llevó ambas manos a la cabeza e intentó poner en orden su abundante cabello rojizo—. ¡Dichoso pelo! —exclamó—. El agua tiene la culpa, ¿sabes? Es imposible tener un aspect respetable viviendo a bordo de una gabarra. Oye, americano, ¿por qué no te quedas con nosotros una temporada? Podrías ayudar al viejo en la faenas.

Andrews se dio cuenta de que ella le miraba con temblorosa ansiedad.

—No sé qué hacer —dijo indiferente—. ¿Cree que estaré seguro en cubierta?

Ella se volvió con mal humor y se dirigió la escalera para indicarle el camino.

Oh, voilà le camarade! —gritó el viejo, que se hallaba apoyado en la alta caña del timón Ven acá y ayúdame.

La gabarra en que se hallaban era la última de una hilera de cuatro que, describiendo u ancho círculo, navegaban por en medio del río en cuyas aguas se reflejaban las manchas azuladas y verdes de unos pequeños álamos que creían en las orillas. El cielo tenía un luminoso tono gris y estaba salpicado de nubecillas del color de los huevos de petirrojo. Andrews aspiró la húmeda brisa del río, y, tal como le pedían, se apoyó en la caña del timón, respondiendo a cuantas concisas preguntas quiso el anciano dirigirle.

Cuando todos bajaron a comer, él se quedó junto al timón. Los colores pálidos, el rumor del agua y las orillas verdes y azuladas del río, que se sucedían continuamente, fueron para él tan dulces y reconfortantes como lo fue su profundo sueño. No obstante, todo aquello parecía un velo que cubriera la realidad, la realidad de los hombres que formaban filas interminables, que avanzaban con rítmico paso en el campo de instrucción, que vestían de igual forma, que se arrastraban ante las mismas jerarquías de polainas y correajes brillantes; aquella realidad que tenía su origen en unas grandes oficinas llenas de índices y fichas, la realidad de un mundo en que sólo se oía el rumor de muchos pies que marchaban al unísono y el de unas voces glaciales que gritaban: «¡Enseñadle a saludar!»

Como un pájaro cogido en la trampa Andrews luchaba por librarse de aquella pesadilla.

Pensó después en la mesa de su habitación de París y en los papeles pautados que se amontonaban sobre ella. Súbitamente sintió que lo único que deseaba en el mundo era trabajar. Poco importaba lo que pudiera sucederle si disponía de tiempo para expresar en notas aquella armonía que recorría su cuerpo como corre la sangre por las venas. De pie apoyado en la caña del timón siguió contemplando los álamos verdes y azulados que desfilaban por las orillas del río y que se reflejaban en el espejo de las aguas. Sintió la brisa húmeda que jugaba con su vieja camisa y dejó de pensar.

Poco después el anciano subió a cubierta. Tenía el rostro purpúreo y lanzaba bocanadas de humo.

—Bueno, muchacho —dijo—; baja ya a comer.

Andrews se hallaba tumbado boca abajo sobre cubierta, con la barbilla apoyada en el dorso de las manos. La gabarra había anclado junto a la orilla, entre otras embarcaciones. Un perrillo de pelo suave, tendido junto a él, le ladraba furiosamente a un perro amarillento que había en tierra. Oscurecía. Por entre las grises nieblas del río se distinguían las ventanas iluminadas de las tabernas situadas a lo largo de la orilla. La luna nueva se ocultaba tras los álamos. El recuerdo del «Chico» le asaltó entre un torbellino de ideas. Había vendido un «Ford» por quinientos francos, se había ido de juerga con un individuo que vendió un tren de municiones, y pensaba escribir guiones cinematográficos para los italianos. No había guerra capaz de dar al traste con tal clase de personas.

Andrews miró sonriendo las aguas oscuras. Era curioso. Seguramente, el «Chico» había muerto. En cambio, él, John Andrews, estaba vivo y era libre. Y, sin embargo, allí estaba lamentándose y martirizándose por errores pasados. «¡Por Dios, procura ser un hombre!», se dijo.

Se levantó.

A la puerta del camarote halló a Rosaline, que jugaba con el loro.

—Dame un beso, «Coco» —decía con voz acariciadora—. Un besito. Un besito para Rosaline, para la pobrecita Rosaline…

El loro, al que apenas se veía en la oscuridad, se inclinó hacia ella agitando las alas y emitiendo sonidos de alegría.

Cuando Rosaline vio a Andrews, dijo:

—Creí que habías ido a echar un trago con el viejo.

—No. Me quedé aquí.

—¿Te gusta esta vida?

Rosaline colocó al loro en su alcándara, y éste empezó a protestar, balanceándose de un lado a otro y gritando:

—Les bourgeois a la lanterne, nom de Dieu!

Ambos se echaron a reír.

—Sin duda es una vida maravillosa. Después del Ejército, esta gabarra me parece la gloria.

—Pero los soldados americanos cobráis una buena paga.

—Siete francos diarios.

—Eso es una fortuna.

—En cambio hay que pasarse el día obedeciendo órdenes.

—Pero no hay gastos. Todo son ganancias. Los hombres sois muy graciosos. El viejo es igual que tú. ¡Qué bien estamos los dos solos! ¿Verdad, Jean? —Andrews no respondió. En aquel momento pensaba en la actitud que adoptaría Geneviève Rod cuando supiera que había desertado—. Yo odio esta vida —continuó Rosaline—. Es sucia, y, en el invierno, fría y miserable. Me gustaría ver a todas estas gabarras en el fondo del mar. Hablemos de las mujeres de París. ¿Te has divertido mucho con ellas?

—Sólo conocí a una. Salgo poco con mujeres.

—De todas formas, el amor es algo verdaderamente maravilloso, ¿verdad?

Estaban sentados sobre la barandilla, en la parte de proa. Rosaline se hallaba muy cerca de Andrews, y su pierna rozaba la de éste.

El recuerdo de Geneviève Rod se hacía cada vez más intenso. Pensaba en las cosas que ella solía decir, en las inflexiones de su voz al hablar, en su extraña manera de servir el té, en la expresión de eterna sorpresa que se reflejaba en sus grandes ojos castaños, en aquellos ojos que se parecían a los de las mujeres de las pinturas al encausto halladas en las tumbas del Fayutn…

—Mamá está charlando con la vieja de la lechería. Son muy buenas amigas. No volverá antes de dos horas —dijo Rosaline.

—¿Me traerá la ropa, verdad?

—Estás muy guapo así.

—Pero todo esto es de tu padre.

—¿Qué importa?

—Tengo que volver pronto a París. Hay alguien a quien debo ver allí.

—¿Una mujer? —Andrews asintió—. No creas que la vida de a bordo me desagrada tanto. Lo que pasa es que estoy muy sola. Me aburro entre tantos viejos. Por eso protesto. En cambio, si tú te quedases con nosotros podríamos pasarlo muy bien. —Apoyó la cabeza en el hombro de Andrews y puso una mano sobre el brazo desnudo de éste. Luego añadió sonriendo—: ¡Qué fríos son estos americanos! —Andrews sintió que cabello de ella le rozaba la mejilla—. No. Hondamente debo reconocer que la vida en nuestra gabarra no está mal del todo —continuó Rosaline—. Lo malo es que sólo hay viejos en el río. Pasarse la vida entre gente vieja no es vivir. Quiero divertirme. —Apretó su mejilla contra la de Andrews. Éste sintió muy cerca su respiración alterada—. Bien mirado —prosiguió ella—, es delicioso tumbarse en verano sobre una cubierta tibia por el sol, y ver los árboles, y los campos, y las pequeñas casas que desaparecen a ambos lados del río… Si no hubiese tantos viejos… Los jóvenes se van todos a la ciudad… Yo odio a los viejos. Todos son sucios y lentos… ¿Por qué no aprovechar la vida mientras somos jóvenes? —Andrews se levantó—. ¿Qué pasa? —preguntó ella con aspereza.

—Rosaline —dijo Andrews en voz baja y suave—, sólo puedo pensar en una cosa: en marchar a París.

—¡Oh, esa mujer de París! —murmuró Rosaline desdeñosamente—. Pero, al fin y al cabo, ¿qué importa? En este momento ella no está aquí.

—No lo sé. Tal vez no vuelva a verla nunca —dijo Andrews.

—No seas tonto. Debes de procurar divertirte cuanto puedas. Recuerda que eres desertor, y que estás expuesto a que te agarren y te fusilen cuando menos lo esperes.

—¡Oh, ya lo sé! Tienes razón. Pero no puedo evitarlo.

—Será muy buena contigo, tu novia de París.

—Nunca la he tocado.

Rosaline echó la cabeza hacia atrás y lanzó una carcajada mordaz. Luego dijo:

—No estarás enfermo, ¿verdad?

—Lo que me pasa seguramente es que no consigo olvidar… Reconozco que soy un estúpido, Rosaline, porque eres encantadora.

Se oyeron unos pasos en la pasarela que conducía a la orilla. La vieja se acercaba jadeando. Llevaba un pañuelo en la cabeza y un gran paquete debajo del brazo. Miró a uno y a otro, procurando escudriñar sus rostros, apenas visibles en la oscuridad.

—Es peligroso… que estéis así… Sois jóvenes —murmuró entrecortadamente.

—¿Trae la ropa? —murmuró Andrews con indiferencia.

—Sí. Y, deduciendo su coste y lo que he gastado en su manutención estos días, le sobran aún cuarenta y cinco francos. ¿Le parece bien?

—Le agradezco todas las molestias que se han tomado por mí.

—No se preocupe. Ha pagado usted por ellas suficientemente —dijo la vieja. Y añadió, entregándole el paquete—: Aquí tiene, las ropas y los cuarenta y cinco francos. Si quiere, ajustamos la cuenta al detalle.

—Primero voy a ponerme eso —dijo él riendo. Y bajó la escala hasta llegar al camarote.

Las ropas nuevas, a las que no estaba acostumbrado, le agradaron. Se sintió más fuerte y animado. La vieja le había comprado unos pantalones de pana, un par de zapatos baratos, una camisa de algodón azul, calcetines de lana y una americana de sarga azul de segunda mano. Cuando volvió a cubierta, la vieja levantó la linterna y la acercó a él para verle mejor.

—Está usted muy guapo —dijo—. Parece un francés.

Rosaline le volvió la espalda sin dirigirle la palabra. Momentos después, cogió la alcándara donde el loro se balanceaba medio dormido, y desapareció por la escalera.

Les bourgeois á la lanterne, nom de Dieu! —gritó el viejo en la orilla.

—Está como una cuba —murmuró la vieja—. Ojalá no se caiga al cruzar la pasarela.

Al extremo de ésta acababa de aparecer una figura que avanzaba tambaleándose, iluminada por las luces de las casas situadas tras los álamos de la orilla.

Cuando llegó a la gabarra, Andrews le tendió la mano para ayudarle a saltar, pero el viejo cayó al suelo.

—No me riñas, querida —dijo, rodeando el cuello de Andrews con un brazo y señalando a su esposa—. He encontrado un compañero para nuestro americano.

—¿Cómo? —exclamó Andrews con aspereza. De pronto, el temor se apoderó de él. Sus uñas se clavaron en las heladas palmas de sus manos.

—Digo que le he traído a un americano para que le acompañe —repuso el viejo dándose importancia—. Ahí está.

Al otro extremo de la pasarela apareció de pronto una nueva figura.

Les bourgeois á la lanterne, nom de Dieu! —gritó el viejo.

Andrews retrocedió al otro lado de la gabarra. Temblándole todos los músculos. Una voz metálica repetía en su cerebro: «Ahógate… Ahógate antes de que te cojan…»

Divisó la figura de un hombre en la pasarela. Las luces de las casas situadas tras los álamos iluminaban su uniforme…

«¡Cielos! ¡Si tuviese al menos una pistola!», pensó.

—Camarada —dijo una voz en inglés—, ¿dónde te has metido?

Ya en cubierta, la figura avanzó hacia Andrews, que quedó rígido, tensos todos los músculos de su cuerpo.

—¡Atiza! ¿Te has quitado el uniforme? Tranquilízate. No soy policía militar. Soy un desertor como tú. Chócala… —murmuró tendiéndole una mano. Andrews la estrechó con cierto recelo, sin moverse del rincón en que se hallaba—. Muchacho, creo que has hecho una tontería quitándote el uniforme. ¿No tienes otro? Si te atrapan de ese modo puede costarte la vida.

—Ya no hay remedio.

—Veo que todavía crees que soy un policía militar. Te juro que no es cierto. Tal vez lo seas tú, después de todo. ¡Maldita sea! ¡Qué vida más perra! No puede uno fiarse de nadie.

—¿A qué división perteneces?

—¡Qué división ni qué diablos! Vine para advertirte que ese maldito francés se emborrachó y que se fue de la lengua en la taberna. Dijo que era anarquista, y que tenía escondido a un americano, a un desertor, anarquista como él. Entonces me dije: «Si cogen a ese pobre chico, le ahorcan». Me acerqué al viejo y le dije que me gustaría acompañarle para saludar a mi compatriota. Creo que será mucho mejor para los dos que ahuequemos el ala.

—Lamento haber sospechado de ti. Eres un buen chico. Cuando te vi tuve un susto mortal.

—Tus motivos tenías. Pero, vamos a ver, ¿por qué te quitaste el uniforme?

—Primero vámonos de aquí. Te lo contaré todo luego.

Andrews se despidió del viejo y de la vieja con un apretón de manos. Rosaline había desaparecido.

—Buenas noches… Y gracias —dijo, siguiendo a su compañero por la pasarela.

Lejos ya, en la carretera, oyeron todavía la voz del anciano que gritaba:

Les bourgeois á la lanterne, nom de Dieu!

—Me llamo Eddy Chambers —dijo el americano.

—Y yo John Andrews.

—¿Cuánto tiempo hace que estás escondido?

—Dos días —Eddy lanzó un silbido—. Me escapé de un batallón disciplinario en París. Me cogieron en Chartres sin permiso.

—Yo hace más de un mes que me escapé. Pertenecía a Infantería. ¿Tú también?

—Sí. Me hallaba en el Destacamento Universitario de la Sorbona de París, cuando me cogieron. No me dieron oportunidad de explicar mi situación. Sin juzgarme siquiera, me enviaron a trabajar. ¿Has estado alguna vez en un batallón disciplinario?

—No, a Dios, gracias. Hasta ahora voy escapando bien.

Caminaban apresuradamente por una carretera muy recta que cruzaba la llanura, bajo el cielo salpicado de estrellas.

—Ayer hizo ocho semanas que me escapé. ¿Qué te parece? —preguntó Eddy.

—Tendrías mucho dinero para ir tirando.

—Sé lo que es pasarse quince días sin blanca.

—¿Cómo te las arreglaste?

—¡Qué sé yo! El caso es que salí adelante. Te explicaré mi historia desde el principio. Mientras estaba en el hospital, mi regimiento fue enviado a los Estados Unidos. Los muy canallas me clasificaron en Clase A, y pensaban mandarme al Ejército de ocupación. ¡Maldita sea! El hecho de que me trasladaran a una compañía en donde no conocía a nadie, mientras todos mis amigos desfilaban por Walter Street a los acordes de una banda y recibían las frases de bienvenida del comité de recepción y los besos de las muchachas, me enloqueció. ¿Adónde vas ahora?

—A París.

—¡Atiza! Eso es arriesgado. Si me encontrara en tu pellejo no lo haría.

—Tengo buenos amigos en París. He de con seguir algún dinero.

—Yo, en cambio, no tengo ni un amigo. Creo que, a pesar de todo, debí de marchar adonde me destinaban. A decir verdad, debía estar desde el principio en Ingenieros, no en Infantería.

—¿Qué oficio tienes?

—Carpintero.

—Pero, muchacho, con ese oficio puedes ganarte la vida en cualquier parte.

—¡Por vida de…! Tienes mucha razón. Mas para que no me echen el guante he de vivir como los topos, en la oscuridad. Si consiguiera marcharme a un país en donde pudiese vivir como un hombre, me reiría de todo. Si algún día el Ejército abandona este país, y desaparecen para siempre esos malditos policías militares, me estableceré en cualquier pueblecillo de por aquí. Hablo un poco el idioma. Creo que hasta me casaré con cualquier chica y me convertiré en un buen francés. La verdad es que, después del jaleo del Ejército, la misma patria me importa un bledo. ¡Bah! ¡La democracia!

Carraspeó y escupió furiosamente en el suelo.

Siguieron andando en silencio. Andrews contemplaba el cielo, buscando entre los grupos de estrellas las constelaciones que conocía.

—¿Por qué no intentas marchar a España o a Italia? —preguntó tras una pausa.

—No conozco el idioma. No. Pienso ir a Escocia.

—¿Cómo llegarás hasta allá?

—Embarcando en los transportes que van desde El Havre a Inglaterra. Sé de otros que lo han hecho.

—¿Qué harás cuando llegues allá?

—¿Qué diablos sé yo? Tratar de ganarme la vida. ¿Qué puede hacer un hombre que no se atreve ni a asomar la cabeza por la calle?

—No obstante —dijo Andrews—, el mismo hecho de luchar de este modo para salir adelante tiene un aliciente.

—Espera a que haga dos meses que vivas como yo. Entonces te acordarás de mí y de lo que te digo. El Ejército es un infierno. Pero aún es peor infierno vivir fuera de él, si lo abandona uno por las malas.

—De todos modos, hace una noche maravillosa —dijo Andrews.

—A ver si encontramos algún almiar en donde dormir.

—Todo sería distinto si yo no tuviera buenos amigos en París —dijo Andrews de pronto.

—Comprendo. Una chica, ¿verdad? —preguntó Eddy con ironía.

—Sí. Nos llevábamos muy bien. Éramos dos buenos camaradas.

—Supongo que ni siquiera la habrás besado —refunfuñó Eddy—. Conozco algún caso como el tuyo. Un amigo mío salía con una chica en ese plan, y antes de que pudiera darse cuenta llevaba dos meses de matrimonio.

—Es tonto hablar de eso. No puedo explicarlo. Sin embargo, es delicioso confiar en alguien, saber que esa persona comprende cuanto uno hace.

—Supongo que te casarás con ella, ¿verdad?

—¿Para qué? Eso lo estropearía todo.

Eddy lanzó un silbido.

Anduvieron largo rato en silencio.

Sólo se oía el crujir de los pies sobre el suelo áspero. Sobre sus cabezas brillaban las estrellas. En los estanques, los pasos dejaban oír su monótono sonsonete. Por primera vez en muchos meses, Andrews sintió que despertaba su alegre espíritu aventurero. El ritmo de Los tres Jinetes Verdes —preludio de La reina de Saba— resonó insistente en su imaginación.

—Eddy, todo esto es maravilloso. Estamos solos contra el universo —dijo con voz alterada.

—Ya verás… Ya verás… —respondió Eddy.

Al salir de la Gare St. Lazare y pasar junto a un policía militar, Andrews sintió que sus m nos se helaban de terror.

El policía no le miró. Algo más allá de la estación se detuvo en mitad de la calle llena de gente para mirarse en el cristal de un escaparate. Sin afeitar, con la gorra torcida y los pantalones de pana, tenía el aspecto de un joven obrero que llevase un mes sin trabajar.

«Verdaderamente, un traje puede cambiar por completo el aspecto de una persona», se dijo.

Sonrió al pensar en la cara que pondría Walters si le viese con semejante indumentaria, y echó a andar tranquilamente por las calles d París, en las que todo, a tan temprana hora de la mañana, bullía y se agitaba. Olían los bares a café caliente. En los escaparates de las panaderías se veía el pan recién cocido. Aún tenía tres francos en el bolsillo. En una callejuela le atrajo el aroma del café tostado y entró en un bar. Varios individuos discutían acaloradamente junto al mostrador. Uno de ellos volvió hacia Andrews su rostro colorado, enmarcado por unas patillas de color de estopa, y le dijo:

Et toi, tu vas chômer le premier mai?

—Yo ya estoy en huelga —respondió Andrews riendo.

El hombre observó su acento y le miró con recelo durante un segundo. Luego volvió a tomar parte en la conversación, bajando la voz. Andrews se bebió el café y salió del bar. Su corazón latía apresuradamente. Sin poderlo evitar, miró hacia atrás una y otra vez para comprobar si le seguía. Al llegar a una esquina se detuvo, crispó los puños y se apoyó en el muro de una casa.

«¿Y tu valor? ¿Dónde está tu valor?», se dijo.

De pronto reanudó la marcha, completamente decidido a no volver a mirar atrás. Intentó distraer su imaginación haciendo planes. Vamos a ver, ¿qué haría en primer lugar? Ir a su habitación y entrevistarse con Henslowe y con Walters. Luego vería a Geneviève. Después, trabajaría, trabajaría, olvidándolo todo en el trabajo, hasta que las fuerzas del Ejército americano volviesen a América y no tropezase uno con uniformes por las calles. En cuanto al futuro… ¿A quién le importaba el futuro?

Al volver una esquina y seguir la calle familiar en la que estaba situada la casa donde vivía, se le ocurrió una idea. ¿Y si encontraba a un policía militar aguardándole? Desechó la idea, encolerizado, y emprendió la marcha por la acera, hasta colocarse junto a un soldado que con los ojos bajos y las manos en los bolsillos, caminaba en la misma dirección que él. Cuando ya estaba a punto de adelantarle, precisamente al pasar junto a él, lo miró. El otro levantó los ojos y le miró también. Era Chrisfield.

Andrews le tendió la mano.

Chrisfield la estrechó ansiosamente y la retuvo durante un rato.

—¡Cristo! Creí que eras un francés, Andy. Veo que has sido desmovilizado. No sabes cuánto me alegro de encontrarte, chico.

—Me satisface mucho que me hayas confundido con un francés. ¿Hace tiempo que tiene permiso, Chris?

En la guerrera de Chrisfield faltaban dos botones. Tenía la cara sucia y las bandas de los tobillos llenas de barro. Miró a Andrews a los ojos con grave expresión. Luego hizo un ademán negativo y dijo:

—No. La verdad es que… soy un desertor, Andy —dijo en voz baja.

—¿Desde cuándo?

—Desde hace un par de semanas. Te lo explicaré con todos los detalles, Andy. Precisamente iba a verte. Estoy sin blanca.

—Pues hasta mañana no podré disponer de algún dinero. Estoy en tu mismo caso.

—¿Qué quieres decir?

—Que no me han desmovilizado. Que los he mandado al cuerno. Que soy un desertor.

—¡Por todos los diablos! Es curioso que los dos hayamos hecho lo mismo. Dime, ¿por qué lo hiciste?

—Es muy largo de contar. Sube a mi habitación.

—No. Puede haber alguien arriba. ¿Conoces la casa del Chino?

—No.

—Me hospedo allí. Hay otros muchos que también están escondidos. El Chino tiene una taberna.

—¿En dónde?

—En el número ocho de la Rué des Petit-Jardins.

—¿Hacia dónde cae eso?

—Detrás de ese parque donde hay tantos animales.

—Podemos citamos mañana por la mañana. Te llevaré algún dinero.

—Te esperaré a las nueve en el bar, Andy. No podrías pasar al interior sin mí. El patrón está muy escamado con los paisanos.

—Creo que podrías subir tranquilamente a mi habitación.

—No. Salgo pitando ahora mismo.

—Pero Chris, ¿por qué desertaste?

—¡Qué sé yo! Un muchacho del Destacamento Universitario me dio tu dirección.

—Chris, ¿has oído decir algo de mí?

—No, no he oído nada.

—Es extraño. Bueno, Chris, hasta mañana…, si doy con el lugar.

—Tienes que dar con él, muchacho.

—Sí, sí, desde luego —dijo Andrews sonriendo.

Se estrecharon las manos nerviosamente.

—Mira, Andy —murmuró Chrisfield sin soltar la mano de su amigo—, la culpa de que haya desertado la tiene un sargento. ¡Maldita sea! Llegó un momento en que no pude resistirlo… Hay un sargento que lo sabe todo.

—¿A qué te refieres?

—¿Te acuerdas de Anderson? Te conté lo que ocurrió, pero estoy seguro de que tú no se lo repetiste a nadie, Andy. —Soltó la mano de Andrews y miró a éste con los dientes apretados—: Juro por Dios que no le he contado a nadie más aquella historia, y sin embargo… estoy casi seguro de que un sargento de la Compañía C lo sabe todo.

—¡Por todos los diablos, Chris, no te desanimes así!

—No se trata de desanimarme. Estoy seguro de que ese individuo lo sabe todo —respondió Chrisfield con voz cortante.

—Bueno, Chris, no podemos seguir charlando en medio de la calle. Es peligroso.

—Tú puedes darme un consejo. Piénsalo, Andy. Tal vez de aquí a mañana hayas meditado un plan. Hasta la vista.

Chrisfield se alejó rápidamente. Andrews lo contempló durante un rato. Después entró en la casa donde habitaba.

Al pie de la escalera, escuchó la sorprendida voz de una anciana, que decía:

Mais, monsieur André, que vous avez l’air étrange! Está muy raro vestido así.

Era la portera, que le sonreía desde su tabuco junto a la escalera. Era una mujercilla de nariz ganchuda como el pico de un pájaro y ojos hundidos entre un laberinto de arrugas como los de un mono. Llevaba un pañuelo en la cabeza y hacía media.

—Sí. En el pueblo donde me desmovilizaron no pude encontrar nada mejor —murmuró Andrews entrecortadamente.

—¡Vaya, vaya! ¿Conque le han desmovilizado? Por eso estuvo fuera tanto tiempo, ¿no es cierto? Monsieur Walters dijo que no sabía su paradero. Estará contento, ¿verdad?

—Sí —dijo Andrews comenzando a subir la escalera.

—Monsieur Walters está arriba —siguió diciendo la anciana—. Ha llegado usted a tiempo para el primero de mayo.

—¡Ah, sí! La huelga… —dijo Andrews deteniéndose.

—Será terrible —prosiguió la anciana—. Espero que no salga de casa ese día. Los muchachos jóvenes siempre pueden meterse en líos. Sus amigos empezaban a preocuparse por su larga ausencia.

—¿De veras? —dijo Andrews, y siguió subiendo la escalera.

—Au revoir, monsieur.

—Au revoir, madame.