VI
En el rincón opuesto del compartimiento, Andrews vio que Walters dormitaba encorvado, con el gorro sobre los ojos y la boca abierta; su cabeza se movía incesantemente con los vaivenes del tren. La pantalla que cubría la bombilla sumía el compartimiento en una penumbra azulada. El cielo nocturno y la silueta de las casas y de los árboles que danzaban al otro lado de la ventanilla parecían muy próximos. Andrews no tenía ganas de dormir. Durante un buen rato permaneció sentado, con la cabeza apoyada en el marco de la ventanilla, contemplando las sombras que huían, las lucecillas rojas y verdes que hallaban al paso, el resplandor de las estaciones que parecían encenderse de repente para perderse luego entre las sombras oscuras de unas casas, entre unos árboles, entre unas montañas negruzcas… Pensaba en que casi todas las épocas importantes de su vida comenzaron con un viaje nocturno por ferrocarril. El rumor de las ruedas hacía circular más rápidamente la sangre en sus venas y le hacía sentir con doble intensidad el chirriar del tren, de aquel tren que avanzaba dejando atrás, desdeñosamente, campos, árboles y casas, y que iba poniendo millas y más millas entre su pasado y su futuro.
Abrió la ventanilla. La fresca brisa de la noche, al entrar a ráfagas en el vagón, tuvo la virtud de excitarle, como suele excitarnos la sonrisa momentánea de un rostro desconocido en medio de una calle repleta de gente. No pensaba en lo que había dejado atrás. Se esforzaba por escudriñar ansiosamente en la oscuridad, vislumbrar la vida vibrante que en adelante sería suya. Habían terminado para siempre la humillación y el tedio. Era libre para trabajar, para escuchar música, para tener amigos… Suspiró hondamente, porque al suspirar una cálida ola de energía salía de sus pulmones y, pasando por su garganta, llegaba hasta la punta de sus dedos, recorriendo todo su cuerpo hasta los músculos de sus piernas. Miró su reloj. La una. Al cabo de seis horas estaría en París. Durante seis horas seguiría sentado en el mismo lugar, mirando las sombras fugaces del paisaje, sintiendo hasta en su sangre el trepidar del tren, regocijándose con cada nueva milla que avanzaba, porque esto significa alejarse más y más del triste pasado.
Walters, con la boca abierta y la cabeza apoyada en su abrigo enrollado, seguía durmiendo. Andrews se asomó al exterior y sintió un ligero cosquilleo en la nariz, producido por el vapor y el humo del carbón. Recordó una frase de cierta traducción de la Ilíada:
Noche divina.
Noche divina e interminable…
No obstante, mucho mejor que sentarse alrededor de una hoguera en un campamento, bebiendo vino y agua y escuchando las absurdas historias de los aqueos, era avanzar rápidamente a través de los campos; huir de la monotonía vergonzosa y de las desdichas pasadas, vislumbrando la vida y la felicidad.
Andrews pensó en los muchachos que dejaba atrás. A aquella hora debían de dormir en graneros y cuarteles. Otros estarían de guardia, erguidos, con los pies húmedos y las manos frías apoyadas en el todavía más frío cañón del fusil, sintiendo su contacto como una quemadura.
Cierto que él se alejaba, que se apartaba del rumor de los pies que avanzaban al unísono, del terrible olor del cuartel en donde dormían los hombres hacinados como si fuesen bestias. No obstante, seguiría siendo uno de ellos. Nunca, al pasar junto a un oficial, podría evitar un movimiento de servilismo, ni oiría el toque de una corneta sin sentir en su alma un odio profundo. Si acertara a expresar en una melodía la triste vida de todos aquellos seres, la miserable monotonía de aquella industrialización del crimen, casi merecería la pena haber sufrido tanto. Al menos para él, ya que no para los otros, que nunca hallarían compensación.
«Pero ¿qué es eso, John Andrews? Razonas como si hubieses salido para siempre del Ejército. Olvidas que eres soldado todavía.»
Estas palabras surgieron en su imaginación con igual claridad que si las hubiera pronunciado en voz alta. Sonrió con cierta amargura, y de nuevo se dispuso a contemplar el desfile de árboles, setos, casas y montañas que se perfilaban sobre el cielo oscuro.
Cuando se despertó, el cielo era ya gris. El tren avanzaba con lentitud, chirriando con más fuerza en las agujas, por entre una ciudad en donde los húmedos tejados de pizarra se recortaban fantásticamente sobre el fondo de neblina azulada.
Walters fumaba un cigarrillo.
—¡Diablos! Estos trenes franceses son una calamidad —dijo al ver que Andrews estaba despierto—. Es el peor país que he visitado. Nadie aquí es eficiente.
—Puedes irte al diablo con tus opiniones —dijo Andrews levantándose de un salto y estirando los brazos, al paso que abría la ventana—. El calor es también demasiado eficiente. Creo que estamos muy cerca de París.
El aire frío invadió el compartimiento. Respirarlo era delicioso. Andrews sintió una especie de bulliciosa alegría. El chirrido de las ruedas era como un canto delicioso en sus oídos. Se tumbó en un asiento, sobre la tapicería azul llena de polvo, y levantó las piernas y los pies como un chiquillo atolondrado.
—¡Anímate, hombre, por lo que más quieras! —gritó después—. Estamos llegando a París.
—Somos dos tíos con suerte —dijo Walters haciendo una mueca. Se había puesto el cigarrillo en un extremo de la boca—. Voy a ver si encuentro a los demás.
Cuando se encontró solo en el compartimiento, Andrews, sin darse cuenta, empezó a cantar con toda la fuerza de sus pulmones.
Conforme el día iba aclarando, la neblina desaparecía, dejando al descubierto campos de tilos verdes entre los que se intercalaban algunas hileras de álamos desnudos de follaje. Las casas de color de salmón y techo azul que les salían al paso tenían un sello indefinible de gran ciudad. Pasaron junto a hornos de ladrillos y canteras de arcilla, con sus respectivas balsas llenas de agua rojiza. Cruzaron junto a un río de color verde jade, por el que se movía una larga hilera de pequeños barcos con la popa pintada de tonos brillantes. La locomotora lanzó al aire un silbido estridente. Entraban en una estación de mercancías. Inmediatamente empezaron a divisar por doquier grupos de casas hasta formar verdaderos suburbios. Al principio eran sólo grupos desperdigados, separados por trozos de jardín. Luego los grupos se fueron ordenando y formaron calles rectas, con tiendas en las esquinas. Un muro húmedo de color gris oscuro surgió entre ellos, obstruyendo el paisaje. El tren siguió avanzando con menos velocidad, pasando por diversas estaciones repletas de gente que acudía al trabajo, un público normal y corriente, vestido de distintas formas. Sólo de vez en cuando se distinguía entre la multitud un uniforme caqui o azul. Siguieron más muros de color grisáceo, y la forzosa oscuridad de unos puentes anchísimos, en los que unas lámparas de aceite brillaban con tonos anaranjados y rojizos. Las ruedas crujían con sonido estridente al pasar por allí. Luego más estaciones de mercancías, otros trenes repletos de figuras y de rostros… Al fin se detuvieron en una estación.
Antes de que se diera cuenta, Andrews se encontró pisando el suelo de cemento gris del andén. Percibía un extraño olor a madera, a vapor y a mercancías. La mochila y la manta enrolla que llevaba a cuestas se le antojaron una cruz. El fusil y las cartucheras los había dejado cuidadosamente ocultos bajo su asiento en el vagón. Por el andén avanzaban, luchando por abrir paso entre la multitud, Walters y cinco muchachos más. Unos llevaban la mochila a cuestas otros a rastras.
En el rostro de Walters se reflejaba el temor.
—Bueno, ¿qué hacemos ahora? —preguntó.
—¿Hacer? —gritó Andrews. Y se echó a reír.
Junto al camino, los cuerpos vestidos de color pardo aceitunado, tendidos sobre el suelo, ocultaban el césped tierno y jugoso. La compañía descansaba. Sentado sobre un poste, Chrisfield se entretenía en tallar un bastón con un pequeño cuchillo de bolsillo. Judkins estaba tumbado junto a él.
—¿Por qué diablos tenemos que hacer es maldita instrucción, cabo?
—Tal vez tengan miedo de que perdamos agilidad.
—Vale más esto que andar vagando por ahí, de un lado a otro, pensando, maldiciendo y deseando volver a casa —dijo el individuo que estaba al otro lado de Chrisfield, apretando con su grueso dedo índice el tabaco dentro de su pipa.
—Me parece malo este estúpido avanzar en columnas todo el día, para que nos contemplen los cochinos franceses y para que…
—¡Lo que deben de divertirse a costa nuestra! —interrumpió una voz.
—Pronto nos trasladarán al Ejército de ocupación —dijo Chrisfield en tono optimista—. En Alemania lo pasaremos mejor.
—¿Sabes lo que esto significa? —dijo Judkins irguiéndose de repente—. ¿Sabes que esas tropas van permanecer en Alemania quince años?
—¡Maldita sea! No creo que piensen dejarnos tanto tiempo.
—Harán lo que les dé la gana, y tendremos que resignarnos. Siempre saldremos perdiendo, no somos tan afortunados como ese sabelotodo Andrews, el sargento Coffin y algunos más. Ellos han sabido apañárselas. Han conquistado a los de la Y. M. C. A., y a los oficiales y se han salido con la suya. Nosotros sólo podemos hacer una cosa: cuadrarnos, saludar, decir: «Sí, mi teniente», o: «No, mi teniente», y dejar que hagan con nosotros lo que se les antoje. Lo que digo es tan verdad como el Evangelio, ¿no es así, cabo?
—Creo que tienes razón, Judkins. Nosotros siempre llevamos las de perder.
—¡Y pensar que ese cochino charlatán, ese Andrews, se ha ido a París, a estudiar, con los estudios pagados!
—¡Calla, Judkins, por todos los diablos! Andrews no es un cochino charlatán.
—¿Que no? Entonces, ¿por qué andaba siempre por ahí pronunciando discursos, como si fuera más sabio que el mismo teniente?
—Creo que porque verdaderamente era más sabio que el teniente —dijo Chrisfield.
—De todos modos no podrás decir que ésos que han tenido la suerte de irse a París tuviesen más méritos que nosotros. ¡Dios! Yo todavía no he tenido ni un permiso.
—De nada sirve gruñir.
—No. Pero cuando volvamos a casa y la gente se entere de cómo nos tratan habrá una investigación. Estoy convencido de ello —dijo uno de los nuevos soldados.
—Me pone negro pensar que puedan pasar estas cosas. Figuraos a todos esos tíos en París, bebiendo y divirtiéndose con mujeres. Y nosotros, entretanto, limpiando fusiles y haciendo la instrucción. ¡Qué suerte más perra! Me gustaría tropezar con uno de ellos cara a cara.
Sonó un pito. El verde césped fue otra vez uniforme. Los soldados se alinearon a un lado del camino.
—¡A formar! —gritó el sargento.
—¡Fir… mes!
—¡Media vuelta a la derecha!
—¡De frente! ¡Por todos los diablos, meted la barriga, muchachos! ¡A ver si os ponéis firmes de una vez!
—¡Pelotón! ¡Derecha! ¡Mar… chen! ¡Un…, dos…, un…, dos!
La compañía emprendió la marcha por el camino cubierto de barro. Sus pasos eran iguales. Sus brazos se movían con el mismo ritmo. En sus rostros se reflejaba la misma expresión. Sus pensamientos eran exactos. El eco de sus pisadas se perdió al fin en el camino.
Los pájaros cantaban en los árboles llenos de brotes. Sobre el césped tierno y jugoso, junto al camino, se veían todavía las huellas que dejaron los cuerpos de los soldados.