IV

Yvonne hizo saltar la tortilla en el aire. Cuando la tuvo de nuevo en la sartén, cogió ésta con una mano y se acercó a la luz. Tenía detrás el fogón oscuro, y encima una hilera de cacharros de bronce que brillaban en la oscuridad casi azulada. Sacó después la tortilla de la sartén y la colocó en la blanca fuente que había en el centro de la mesa, en donde daba de lleno la luz amarillenta de una lámpara.

Tiens —dijo, apartando con la mano unos cabellos que se obstinaban en caer sobre su frente.

—Eres una estupenda cocinera —dijo Fuselli levantándose. Había estado hasta entonces sentado en una silla al otro lado del fogón, contemplando el cuerpecillo frágil de Yvonne que, en su traje negro y su delantal azul, se movía de un lado para otro, dentro y fuera del área luminosa, para preparar la cena. En la cocina olía a manteca derretida y a pimienta. A Fuselli se le hacía la boca agua.

«Esto sí que está bien —se dijo—. Es como si estuviese de nuevo en el hogar.»

Tenía las manos en los bolsillos y la cabeza erguida. Vio cómo Yvonne cortaba el pan, apoyándolo en el pecho. Luego se sacudió las migajas con una de sus manos finas y blancas.

—Eres mi novia, ¿verdad, Yvonne? —dijo Fuselli intentando abrazarla.

Sale bete! —murmuró ella riendo y desasiéndose.

Sonaron unos pasos, y otra muchacha entró en la cocina. Era muy delgada, y tenía el cutis amarillento, la nariz afilada y los dientes largos.

—Ma cousine… Mon petit américain.

Ambas se echaron a reír. Fuselli enrojeció y estrechó la mano de la recién llegada.

Il est beau, hein? —dijo Yvonne ceñudamente.

Mais, ma petite, il est charmant, votre américain.

Volvieron a reír. Fuselli, que no había, entendido nada, se rió también, mientras pensaba: «Si no se sientan pronto se enfriará la cena».

—Ve a buscar a maman Dan —dijo Yvonne.

Fuselli se dirigió a la tienda, atravesando la habitación de la mesa de roble. A la luz de la cocina descubrió la cofia de encaje blanco de la anciana. El rostro quedaba en la sombra, pero sus ojillos brillaban como dos abalorios.

—La cena está servida, señora —gritó.

Gruñendo con su débil voz cascada, la anciana le siguió hasta la oficina. El humo que salía de la gran sopera, y que la luz de la lámpara hacía dorado, subía hasta el techo en forma de espiral. Sobre la mesa habían extendido un mantel muy blanco, y a un extremo de él habían colocado un pan. Los platos, con sus pequeñas guirnaldas de rosas, eran para Fuselli, después de la experiencia del comedor del cuartel, los más bellos del mundo. La botella de vino que estaba junto a la sopera era oscura, y el vino con que habían llenado los vasos reflejaba sobre el mantel una mancha de color de púrpura.

Silenciosamente, Fuselli se tomó la sopa. No entendía nada de lo que parloteaban las dos muchachas en francés. La anciana apenas hablaba, y cuando lo hacía, una de las jóvenes la interrumpía con una observación tajante y seguía hablando con la otra.

Fuselli pensaba en los hombres que se alineaban ante el oscuro comedor y en el sonido peculiar del rancho al caer en las cazuelas. Se le ocurrió una idea: tenía que presentar a Yvonne al brigada. Podían invitarle a cenar cualquier día. «Me conviene estar bien con él», pensó. Su nombramiento le preocupaba. Actuaba ya de cabo, pero aún no se había recibido confirmación oficial.

Empezó a comer la tortilla.

—Estupendamente bon —dijo con la boca llena dirigiéndose a Yvonne.

Ella le miró con fijeza.

Bon, bon —dijo él de nuevo.

—Tú, Dan, tú bon —repuso ella, y se echó a reír. Su prima los miró con envidia, entreabriendo los labios en una sonrisa.

La anciana mascaba el pan con silenciosa preocupación.

—Hay alguien en la tienda —dijo Fuselli tras una larga pausa—. J’irai.

Puso la servilleta en la mesa y salió, limpiándose la boca con el dorso de la mano. Eisenstein y un muchachito de cara muy pálida acababan de entrar.

—¡Hola! ¿Te has hecho cargo de la tienda? —preguntó Eisenstein.

—Naturalmente —dijo Fuselli con orgullo.

—¿Tienes chocolate? —preguntó el joven pálido con voz débil y tímida.

Fuselli, después de buscar en los estantes, cogió una tableta de chocolate y la puso sobre el mostrador.

—¿Algo más?

—No, gracias, cabo. ¿Qué vale eso?

Silbando Hay un largo, un larguísimo trecho…, Fuselli entró en la habitación contigua.

Combien chocolat? —inquirió.

Cuando hubo cobrado, se sentó de nuevo a la mesa y sonrió dándose importancia. Tenía que escribirle a Al y contarle todo aquello. Aunque, ¡quién sabe! Tal vez Al hubiese sido ya movilizado.

Después de cenar, las mujeres charlaron animadamente mientras tomaban el café. Fuselli estaba algo nervioso. Su permiso terminaba a las doce, y eran casi las diez. Intentó mirar a Yvonne a los ojos, pero no pudo. La muchacha iba de un lado a otro de la cocina arreglando las cosas para la noche; ni siquiera parecía recordar su presencia. Por fin la anciana se dirigió a la tienda, y se oyó el chirriar de una llave en la cerradura. Cuando volvió a entrar, Fuselli dio a todos las buenas noches y salió por la puerta trasera que daba al patio.

Algo deprimido, se apoyó en uno de los muros y aguardó en la oscuridad, escuchando los ruidos que procedían del interior. Un rayo de luz anaranjada que salía de una ventana iluminaba un espacio del suelo y los guijarros que en él había. Vio cómo unas sombras cruzaban el espacio luminoso. Luego, arriba, en otra ventana, se encendió también una luz, que iluminó las tejas del techo de la casa vecina, harto deterioradas. Se abrió el ancho portalón de piedra, y Fuselli pudo ver a Yvonne y a su prima, que charlaban animadamente. Fuselli se había escondido tras un tonel de grandes dimensiones que olía agradablemente a madera vieja impregnada de vino. Vio sobre las piedras la sombra de las dos muchachas y observó cómo finalmente las dos cabezas, cuya sombra también se proyectaba en el suelo, se juntaban. La prima salió a la calle solitaria. Pronto se extinguieron sus rápidos pasos. La sombra de Yvonne siguió junto a la puerta.

—Dan… —murmuró dulcemente.

Fuselli salió de su escondite sintiendo un estremecimiento de dicha. Yvonne señaló sus zapatos. Él se los quitó y los dejó junto a la puerta. Miró el reloj. Eran las once menos cuarto.

Viens —dijo ella.

Fuselli la siguió por la empinada escalera. Las rodillas le temblaban ligeramente a causa de su excitación.

Apenas habían dado las doce en el viejo reloj del pueblo, cuando Fuselli atravesó la puerta del cuartel después de mostrar su permiso al centinela. Luego se encaminó hacia el pabellón que ocupaba. El interior estaba oscuro como boca de lobo, y se oía el eco de muchas respiraciones y algún que otro ronquido. Los uniformes de lana olían profundamente a sudor. Fuselli se desnudó sin prisa y estiró los brazos. Luego se tapó bien con las mantas. Estaba fatigado y tenía mucho frío. Pero se durmió con una sonrisa de satisfacción en los labios.

Las compañías estaban alineadas, dispuestas para el toque de retreta, tiesos todos como soldaditos de plomo. El atardecer era casi caluroso. Una brisa ligera y primaveral jugueteaba con los pimpollos de los plátanos. El cielo tenía un extraño color violado. La sangre parecía correr más aprisa, casi dolorosamente, por los brazos y las piernas tensos de los soldados. Las voces de mando eran especialmente duras y metálicas, pues se rumoreaba que iba a presentarse un general en el campamento. Las órdenes se daban en tono violento.

De pie, tras la línea formada por su compañía, estaba Fuselli. Tanto ensanchó el pecho que los botones de su guerrera parecían a punto de saltar. Llevaba las botas bien lustradas y un par de bandas flamantes, tan apretadas a los tobillos que éstos casi le dolían.

Al fin, un toque de corneta rompió el silencio del campamento.

—¡Descansen ar… mas! —gritó el teniente.

Fuselli estaba saturado del reglamento militar que tanto estudió durante la última semana. Pensaba en un examen imaginario para llegar a ser cabo definitivamente. Porque lo lograría, sin duda.

Cuando fue dada la orden de romper filas, se acercó al brigada y le dijo familiarmente:

—Brigada, ¿tiene algo que hacer esta noche?

—¿Qué puede hacer un hombre cuando no tiene un céntimo? —preguntó el brigada.

—Acompáñeme al pueblo. Me gustaría presentarle a alguien.

—¡Estupendo!

—Brigada, ¿sabe si han enviado ya mi nombramiento?

—No, todavía no, Fuselli —repuso el brigada—. Pero lo mandarán —añadió como queriendo darle ánimos.

En silencio se encaminaron al pueblo. El atardecer tenía reflejos de plata y tonalidades violadas. Las pocas ventanas que estaban todavía iluminadas en las viejas casas de fachada verde gris adquirían un tono anaranjado.

—Seguramente lo mandarán, ¿verdad?

Un coche militar pasó junto a ellos y les salpicó de barro. Distinguieron las siluetas de unos oficiales reclinados sobre los asientos.

—Claro que sí —repuso el brigada con su benevolencia característica.

Habían llegado a la plaza. Saludaron rígidamente a dos oficiales que acababan de pasar por su lado.

—¿Qué dice el reglamento sobre la posibilidad de casarse con una chica francesa? —preguntó Fuselli de pronto.

—No pensarás dejarte cazar, ¿verdad?

—Desde luego que no —respondió Fuselli ruborizándose—. Sólo deseaba saber lo que exige en ese caso.

—Que yo sepa, nada más que el permiso del comandante.

Se habían detenido ante la tienda. Fuselli se acercó a la ventana y miró al interior. Estaba lleno de soldados que se apoyaban en las paredes y en el mostrador. En medio de ellos, haciendo punto, se hallaba Yvonne.

—Vamos a echar un trago y luego volveremos por aquí —dijo Fuselli.

Fueron al café presidido por Marie, la de los blancos brazos. Fuselli pagó dos ponches de ron caliente.

—El caso es, brigada —dijo en tono confidencial—, que escribí a los míos que me habían hecho cabo, y ahora sería ridículo tener que rectificar.

El brigada bebía a pequeños sorbos el ardiente líquido. Se volvió a Fuselli, sonrió y apoyó paternalmente una de sus manos sobre las rodillas del muchacho.

—No tienes por qué preocuparte. Lo tengo todo arreglado y no puede fallar —dijo, y añadió jovialmente—: Vamos ahora a ver a la chica.

Atravesaron las calles desiertas. La atmósfera, a pesar del olor a gasolina quemada y a campamento de soldados, estaba saturada de un perfume suave, tal vez a setas, quizás a primavera…

Yvonne se hallaba sentada en la tienda, bajo la lámpara central. Tenía los pies apoyados en un cajón lleno de latas de guisantes, y bostezaba tristemente. Tras ella, y sobre el mostrador, había una gran urna de cristal en cuyo interior podían verse quesos variados, unos amarillos y otros de color blanco verdoso. En los estantes, que casi rozaban el techo, brillaban en la oscuridad los tarros grandes y pequeños, las largas hileras de latas perfectamente colocadas, los frascos de cristal, las verduras… En un rincón, junto a la puerta ornada de cortinas que daba a la trastienda, colgaban embutidos grandes y pequeños, rojos, amarillos y moteados. Al ver entrar a Fuselli en compañía del brigada, Yvonne se levantó de un salto.

—¡Qué bueno eres! —exclamó—. Je mourrais de cafará.

Los tres se echaron a reír.

—¿Sabes lo que quiere decir la palabra cafará?

—Naturalmente.

—Sólo desde que tenemos guerra. Avant la guerre on ne savait pas ce que c’était le cafará. La guerra es detestable.

—Es curioso, ¿verdad? —dijo Fuselli dirigiéndose al brigada—. Todavía no ha llegado a entender bien lo que es la guerra.

—No te preocupes. Llegará un día en que todos lo sabremos —dijo el brigada en tono sentencioso.

—Éste es el brigada, Yvonne —dijo Fuselli

Oui, oui, je sais —repuso Yvonne sonriendo.

Se sentaron en la trastienda, bebiendo vino blanco y charlando lo mejor con Yvonne, que estaba muy linda con su vestido negro y el delantal azul, sentada en una silla y con los pies, enfundados en pequeñas zapatillas, muy juntos.

De vez en cuando, los ojos de la muchacha se fijaban con insistencia en los complicados galones que el brigada lucía en su brazo.

Fuselli entró en la tienda silbando familiarmente, pero al abrir la puerta de la habitación interior su silbido cesó bruscamente.

—¡Hola! —dijo en tono enojado.

—¡Hola, cabo! —repuso Eisenstein.

Éste, su amigo el soldado francés, un hombre flaco de barba negra y ojos oscuros y ardientes, y Stockton, el muchacho pálido, estaban sentados ante la gran mesa que casi llenaba la habitación, charlando íntima y alegremente con Yvonne. Ésta se hallaba apoyada en la pared amarillenta, detrás del francés, y al reír mostraba sus dientecillos como perlas. En medio de la mesa de roble había un jarrón con jacintos y algunos vasos que contuvieron vino. El calor de la próxima cocina hacía más penetrante el perfume de los jacintos, que saturaba por completo la atmósfera.

Tras unos segundos de vacilación, Fuselli se sentó para aguardar a que los otros se marcharan. Hacía muchos días que había cobrado la última paga, de modo que tenía los bolsillos vacíos. No podía ir a ningún otro lugar.

—¿Qué tal te tratan ahora, muchacho? —preguntó Eisenstein a Stockton después de una pausa.

—Como siempre —murmuró Stockton con su débil voz, tartamudeando un poco—. Algunas veces desearía morir.

—¡Bah! —dijo Eisenstein con una comprensiva expresión en su fláccido rostro—. Un día u otro nos quitaremos el uniforme.

—Yo no tendré esa suerte —dijo Stockton.

—¡Diablos! —exclamó Eisenstein—. Tienes que hacer lo posible por animarte. Yo creí morir en el barco que nos trajo al continente. Y también de niño, cuando llegué a América con los emigrados polacos, creí que iba a morir. Pero un hombre siempre puede resistir muchas más cosas de las que se cree capaz. Nunca creí que podría soportar el Ejército, la esclavitud, etc., y aquí estoy. No. Vivirás muchos años y serás muy feliz. —Apoyó una mano en el hombro de Stockton, que frunció el ceño y apartó la silla—. ¿Por qué has hecho eso? No pienso hacerte daño —dijo Eisenstein.

Aun a pesar, Fuselli los miró con interés.

—Te diré lo que deberías hacer, muchacho —dijo en tono condescendiente—. Conseguir el traslado a nuestra compañía. Un buen grupo, ¿verdad, Eisenstein? Magníficos chicos todos, y un estupendo brigada.

—El brigada a que te refieres estuvo aquí hace pocos minutos.

—¿De veras? —preguntó Fuselli—. ¿Sabes hacia dónde se dirigía?

—¿Cómo diablos quieres que lo sepa?

Yvonne charlaba en voz baja con el soldado francés y ambos reían de vez en cuando. Fuselli se recostó en la silla y los miró, deseando entender bien el francés para saber lo que decían en aquellos momentos. Golpeó el suelo con los pies en todas direcciones, furiosamente. Contempló el ramo de blancos jacintos, y pensó en los escaparates de las tiendas de flores de su ciudad, en las fiestas de Pascua, y en el ruido y la animación de las calles de San Francisco. «¡Diablos, cómo odio este agujero!», se dijo. Y, en todo caso, Yvonne era la mujer ideal. ¡Si pudiera tenerla para él solo! ¡Si pudiera llevársela lejos de allí, separarla de los demás hombres, de aquel maldito francés, incluso de su anciana madre! Pensó en la posibilidad de llevar a Yvonne al teatro. Cuando llegase a sargento podría hacerlo fácilmente. Contó los meses. Estaban en marzo. Hacía cinco meses que se encontraba en Europa y sólo era cabo. Es decir, oficialmente ni eso. Apretó los puños. Cuando llegase a sargento todo iría mucho más deprisa. Este pensamiento le consoló.

Se acercó a la mesa y olió ruidosamente los jacintos.

—Huelen muy bien —dijo—. ¿Qué te parece, Yvonne?

Yvonne le miró como si hubiese olvidado que él se hallaba en la habitación. Sus ojos se encontraron con los de Fuselli, y se echó a reír. La mirada bastó para reanimar a Fuselli, que volvió a recostarse en la silla y miró con un reconfortante aire de posesión la silueta flexible vestida de negro y la cabecita cuidadosamente peinada.

—Yvonne, ven un momento —dijo haciéndole señas con la cabeza.

Yvonne miró provocativamente al francés y luego a Fuselli. Después se acercó a éste y permaneció de pie junto a él:

Que voulez-vous?

Fuselli miró a Eisenstein. Éste y Stockton discutían animadamente con el francés. Fuselli oyó aquella estúpida palabra que siempre, sin saber por qué, tenía la virtud de encolerizarle: «Revolución».

—Yvonne, ¿qué te parecería si nos casáramos?

Mariés? Toi et moi? —preguntó Yvonne sorprendida.

Oui, oui.

La joven le miró a los ojos durante un momento. Después echó hacia atrás la cabeza y lanzó una histérica carcajada.

Fuselli enrojeció intensamente, se levantó y salió dando un portazo que hizo retemblar los cristales. Volvió rápidamente al campamento. Una larga hilera de camiones grises, que avanzaban lentamente por la calle principal, iluminando cada uno con su foco amarillo la parte trasera del que iba delante, le salpicó repetidamente de barro. El cuartel estaba oscuro y casi vacío. Fuselli se sentó ante la mesa del sargento, cogió el Reglamento del Ejército y se puso a estudiar página tras página con verdadero ahínco.

La luna brillaba sobre la fuente que había en la plaza principal del pueblo. La noche era cálida y oscura. Algunas nubes cruzaban el cielo, y a través de ellas brillaba la luna como tras un palio de seda transparente.

Fuselli se detuvo junto a la fuente, fumando un cigarrillo y mirando al otro lado de la plaza, hacia las amarillas ventanas del Cheval Blanc, desde donde llegaba hasta él el rumor de voces y el chocar de unas bolas de billar.

Permaneció inmóvil, dejando que el humo acre del cigarrillo saliese libremente por su nariz. El cantarino rumor de la fuente llenaba sus oídos. Soplaba una ligera brisa del oeste, con ráfagas unas veces cálidas y otras heladas. Fuselli esperaba. De vez en cuando sacaba el reloj para consultar la hora, pero la luz era demasiado escasa. En el viejo campanario de la iglesia sonó por fin una campanada como una nota truncada. Debían ser las diez y media.

Fuselli se dirigió lentamente a la calle donde estaba situada la tienda de Yvonne. La pálida luz de la luna iluminaba las casas grisáceas, los postigos cerrados de las ventanas y los tejados rojos salpicados de pequeñas vigas y claraboyas. Fuselli se sentía deliciosamente en paz con el mundo. Incluso creía sentir entre sus brazos el cuerpo de Yvonne. Sonrió al recordar las encantadoras muecas que ella solía hacerle. Pasó ante las ventanas y la puerta de la tienda, y se dirigió hacia la parte más oscura, donde estaba situada la puerta que daba al patio. Caminaba de puntillas, sigilosamente, pegado a la pared cubierta de musgo, porque había oído el rumor de unas voces en el patio. Miró hacia el edificio y vio que había un grupo de personas a la puerta de la cocina. Volvió a buscar amparo en las sombras. Tuvo tiempo de distinguir el tonel que había cerca de la cocina y que otras veces le había servido de escondrijo. Si lograba llegar hasta allí, se ocultaría hasta que toda aquella gente se marchase.

Aprovechando la oscuridad, fue dando la vuelta al patio y llegó al extremo opuesto. Cuando iba a esconderse tras el tonel se dio cuenta de que el lugar estaba ocupado. Otra persona había llegado antes que él. Contuvo la respiración. Su corazón latía fuertemente. El desconocido se volvió, y, a pesar de la oscuridad, Fuselli reconoció la cara redonda del brigada.

—A ver si te estás quieto de una vez —murmuró el brigada en tono desabrido.

Fuselli obedeció con los puños crispados. Sentía como si toda la sangre de su cuerpo afluyese a su cerebro, y produjese en él un extraño hormigueo.

Pero, a pesar de todo, el brigada era el brigada, y de nada le serviría ponerse a mal con él. Con paso de autómata, Fuselli se retiró a un extremo del patio, se apoyó en una pared húmeda y miró atentamente a las dos mujeres que charlaban a la puerta de la cocina y la sombra oscura que se hallaba tras el tonel. Sonaron unos besos. Las mujeres partieron. La puerta de la cocina se cerró. En el campanario de la iglesia sonaron triste y gravemente once campanadas. Cuando la última se hubo extinguido, Fuselli oyó unos discretos golpecillos y distinguió la silueta del brigada junto a la puerta. Después le vio entrar y oyó que murmuraba algo con su habitual tono amable. Yvonne se rió. La puerta se cerró, y el patio quedó iluminado sólo por el pálido reflejo del cielo.

Fuselli salió de allí haciendo todo el ruido que le fue posible al pisar el empedrado de guijarros. Las calles del poblado estaban silenciosas a la luz de la luna. En la plaza, el rumor de la fuente era ahora metálico y casi estridente. Mostró su permiso al centinela y penetró sombríamente en el cuartel. A la puerta tropezó con un individuo que llevaba una mochila al hombro.

—¡Hola, Fuselli! —murmuró una voz conocida—. ¿Está ahí todavía mi antiguo camastro?

—¿Qué diablos sé yo? —respondió Fuselli—. Creí que te habían enviado a casa.

El cabo que había estado en Red Sox repuso después de uno de sus acostumbrados ataques de tos:

—Nada de eso. Me detuvieron en el maldito hospital unos días hasta que se convencieron de que no iba a morir enseguida. Entonces me ordenaron volver. Y aquí me tenéis otra vez.

—Pero ¿no te han licenciado? —preguntó Fuselli con súbita ansiedad.

—Nada de eso. ¿Para qué? Supongo que… Bueno, me imagino que no habrán nombrado aquí un nuevo cabo, ¿verdad?

—No, no exactamente —contestó Fuselli.