II
Hasta donde podía alcanzar su vista, y en todas direcciones, sólo veía los troncos verdes y brillantes de las hayas recubiertas de musgo por un lado. El suelo estaba sembrado de hojas muertas que al paso de los transeúntes, crujían estruendosamente. Frente a él, sus ojos sólo descubrían siluetas de color pardo aceitunado que se movían por entre los troncos de los árboles. Sobre su cabeza y por entre la jaspeada claridad y el verde oscuro de las hojas, veía de vez en cuando un trozo de cielo grisáceo, mucho más gris que los troncos plateados que al avanzar creía ver moverse en todas direcciones. Fijó luego sus ojos en todos aquellos senderos, hasta el punto de quedar casi cegado por la repetición del jaspeado gris y verde. De vez en cuando cesaba el crujido de las hojas del suelo, y las siluetas pardo aceitunadas quedaban inmóviles. Por encima del zumbido escuchó en la distancia el pam, pam, pam, pam de las baterías. Una granada de gran calibre pasó sobre la copa de los árboles, y el bosque se llenó de ruidos parecidos a los que suelen oírse cuando graniza. Por fin, la granada fue a caer con gran estruendo a muchas millas de distancia.
Chrisfield estaba empapado en sudor. Experimentaba la sensación de no tener piernas ni brazos. Concentraba todos sus sentidos en ver y oír y en la evidencia del fusil que tenía entre las manos. A cada momento imaginaba ver algo gris que se movía entre los árboles. Se veía disparando. Puso el dedo en el gatillo. «Tengo que afinar la puntería», pensó. Siguió soñando. Creyó ver cómo de detrás del tronco gris de un árbol surgía una silueta también gris. Casi oyó el disparo de su fusil, y presenció cómo la silueta gris rodaba por encima de las hojas muertas.
En aquel preciso instante se le enganchó el casco en una rama y cayó al suelo. Al chocar con las raíces de un árbol produjo un ligero ruido metálico.
Sintió que le invadía un súbito terror. Su corazón parecía saltar de un lado a otro del pecho. Quedó rígido, paralizado por unos momentos, hasta tal punto que no pudo inclinarse a recoger el casco. Sintió en su boca un extraño gusto a sangre.
—Me las pagarás —murmuró con los dientes apretados.
Cuando por fin pudo agacharse para recoger el casco, sus dedos temblaban todavía. Se puso el casco cuidadosamente, ciñéndose el barboquejo. Estaba furioso.
Las siluetas pardo aceitunadas se habían puesto otra vez en movimiento. Chrisfield continuó mirando ansiosamente a derecha e izquierda, deseando ver algo. Dondequiera que mirase, sólo distinguía el tronco plateado de las hayas. A su paso crujía la hojarasca.
Casi oculto por los árboles que parecían andar junto a él, divisó un tronco abatido. Pero no era un tronco, sino un montón de ropa de color verde gris. Sin detenerse a reflexionar. Chrisfield se acercó. Los troncos plateados de las hayas le cercaban por doquier, como abrazándole. El hombre que estaba tendido en la hojarasca era un alemán. Chrisfield sintió una intensa alegría, a pesar de que la furia hacía hervir la sangre en sus venas.
Miró los botones que brillaban en la parte trasera del largo abrigo del alemán, y la faja roja de su gorro.
Le dio un puntapié, y a través del cuero de la bota creyó notar las costillas de aquel cuerpo. Le dio otro puntapié, y otro, y otro, con todas sus fuerzas. El cuerpo rodó y quedó boca arriba. No tenía cara. Chrisfield, sintió entonces que toda sensación de odio desaparecía. En el lugar donde debió estar la cara de aquel hombre sólo había una masa confusa y esponjosa de color de púrpura, roja y amarillenta. Parte de aquella masa quedó adherida a las hojas cuando el cuerpo cambió de posición. Grandes moscas de color verde brillante volaban codiciosamente en torno suyo. En la mano morena y sucia de barro del muerto había un revólver.
Chrisfield sintió que un estremecimiento corría su espina dorsal.
El alemán se había suicidado.
Chrisfield echó a correr desesperadamente para alcanzar al resto de la escuadra de reconocimiento. Las silenciosas hayas parecían danzar en torno suyo, moviendo en lo alto sus ramas retorcidas. El alemán se había suicidado. Por eso no tenía cara.
Chrisfield alcanzó a sus compañeros y se puso en fila. El cabo le aguardaba.
—¿Alguna novedad?
—Absolutamente nada —murmuró Chrisfield con voz apenas perceptible.
El cabo marchó a colocarse a la cabeza de la columna.
Chrisfield se halló solo otra vez. Bajo sus pies crujía ruidosamente la hojarasca.