I

Los campos y los bosques, de un tono verde azulado, como envueltos en nieblas, desfilaban con lentitud, mientras el tren avanzaba sobre los rieles, deteniéndose de vez en cuando en un apartadero situado entre praderas. Por encima de una babel de voces de soldados podía oírse el canto de las alondras que volaban sobre los puentes y a lo largo de unos ríos de color verde jade, en cuyas aguas saltaba un pez de cuando en cuando y en cuyas orillas los álamos se cubrían de hojas. En la portezuela del vagón se agrupaban los hombres. Todos parecían fatigados y tristes. Apoyados en los hombros de su vecino, veían desaparecer los terrenos arados, los campos salpicados de ranúnculos y cubiertos de verde hierba que el sol hacía dorada, y los pueblecillos de rojos tejados que surgían entre árboles llenos de brotes y melocotoneros en flor. Por entre el olor a vapor, a humo de carbón y a cuerpos sucios podía percibirse también el aroma de los campos húmedos, de los abonos de la tierra recién sembrada y de los pastos floridos.

—La cosecha debe de ser estupenda en este país. No se parece en nada a aquel condenado Polignac, ¿verdad, Andy? —dijo Chrisfield.

—Tanto hacíamos la instrucción en los campos que no dejábamos ni crecer la hierba.

—Tienes razón. Me gustaría vivir aquí una temporada —dijo Chrisfield.

—¿Por qué no lo solicitamos? Tal vez nos hicieran caso.

—¿Y por qué el frente no puede ser como esto? —dijo Judkins sacando la cabeza por entre las de Andrews y Chrisfield y rozando con su hirsuta barba las mejillas de éste. Su cabeza, de grandes proporciones, estaba casi completamente rapada. Tenía los ojos de color azul de porcelana, y las pestañas, tan rubias que parecían blancas, contrastaban con su cara tostada por el sol. Sus mandíbulas eran cuadradas, y el pelo de la barba prácticamente blanco.

—Oye, Andy, ¿cuánto tiempo llevamos en este maldito tren? Ya he perdido la cuenta.

—¿Qué te pasa? ¿Te vuelves viejo, Chris? —preguntó Judkins riendo.

Chrisfield había abandonado el lugar que ocupaba e intentaba colocarse en medio de Andrews y Judkins.

—Hace la friolera de cuatro días y cinco noches que estamos en este tren, y como sólo nos queda ración para medio día supongo que estamos llegando a nuestro punto de destino —dijo Andrews.

—No creo que el frente se parezca a esto.

—También en el frente ha de ser primavera —dijo Andrews.

Unas nubes de suave color violado cruzaban el cielo. En determinados lugares se hacían más oscuras, y hasta llegar al más profundo azul; en otros eran claras, y el sol lucía con brillantez, poniendo en los álamos azuladas sombras y otra amarillas en el humo de la locomotora que seguía avanzando penosamente a la cabeza del largo tren.

—¿Verdad que es curioso que todo sea aquí tan pequeño? —dijo Chrisfield—. En Indiana no concebimos siquiera un maíz de ese tamaño. Eso me recuerda lo hermoso que es en mi tierra el campo en primavera.

—Me gustaría conocer la primavera en Indiana.

—Cuando termine la guerra y volvamos a casa, puedes ver realizado ese deseo. ¿Te parece bien, Andy?

—Naturalmente.

Habían llegado a los suburbios de una ciudad. A lo largo del camino divisábanse varias hileras de casas estucadas o de ladrillos. El cielo tenía reflejos violados y ambarinos. Empezó a llover. Los tejados de pizarra y las calles grises de la dudad relucían bajo la lluvia casi alegremente. Los pequeños jardincillos eran de un intenso color verde esmeralda. Contemplaron el largo desfile de chimeneas rojas que resaltaban sobre los mojados tejados de pizarra, en los cuales se reflejaba el cielo. A lo lejos distinguieron el campanario gris purpúreo de una iglesia y la forma irregular de varios viejos edificios. Llegaron a una estación.

—Dijon —leyó Andrews. En el andén había varios soldados franceses con su guerrera azul y buen número de personas civiles.

—Las primeras que vemos desde que estamos en Europa —dijo Judkins—. No creo que aquellos condenados campesinos de Polignac pudieran ser llamados así. Por lo menos visten igual que en Nueva York.

Habían dejado atrás la estación y avanzaban lentamente por entre varios trenes de carga. Por fin el tren se detuvo en seco.

Sonó un silbido.

—¡Que nadie se mueva! —gritó el sargento desde un vagón cercano.

—¡Maldita sea! Nos tienen en este condenado vagón como si estuviésemos prisioneros —murmuró Chrisfield.

—Me gustaría bajar y dar un paseíto por Dijon.

—¡Y que lo digas!

—Os juro que daría cualquier cosa por un buen vaso de leche —dijo Judkins.

—¿Crees que lo conseguirías en este endiablado país? No. Aquí lo único que tienen es vin blanc.

—Voy a dormir un rato —dijo Chrisfield. Se tumbó sobre un montón de enseres, en extremo del vagón.

Andrews se sentó a su lado y contempló sus botas llenas de fango, mientras pasaba una de sus grandes manos, tan morena ahora como las del propio Chrisfield, sobre su corto cabello.

Chrisfield contemplaba con los ojos semicerrados el rostro enjuto de Andrews, y pensaba con ternura: «Es un buen chico». Después volvió a pensar en la primavera que triunfaba en las montañas del sur de Indiana, y en el sinsonte que cantaba a la luz de la luna en los floridos algarrobos que había detrás de su casa. Casi creía aspirar la fragancia intensa de los capullos, tal como solía hacer cuando por la noche se sentaba en los escalones del porche, fatigado de tanto arar, y escuchaba el ir y venir de su madre, que trajinaba en la cocina. No es que deseara hallarse allí, pero era agradable pensar en todo aquello de vez en cuando, recordar la granja de color amarillo y la verja roja cuy puerta nunca hallaba su padre momento para pintar, y el destartalado establo que continuamente amenazaba derrumbarse.

Pensó en cómo podía ser el frente. Indudablemente, no sería verde y amable como aquel campo que atravesaban. Quien volvía de él decía que era el infierno. Bien… ¿Qué importaba todo eso? Al fin se quedó dormido.

Despertó gradualmente, sintiendo por encima del bienestar que el descanso le había proporcionado un malestar intenso debido a la malísima posición en que había dormido. El clavo de una bota que había en la mochila en que se había apoyado se le había clavado violentamente en espalda. Andrews estaba sentado en la misma posición, y también parecía pensativo. Los demás hombres se habían sentado junto a la portezuela o sobre los enseres.

Chrisfield se levantó, estiró los brazos, bostezó y se acercó a la portezuela para mirar afuera. Unas pisadas hicieron crujir la grava del suelo. Un individuo de barba poblada y oscura, y cejas negras e hirsutas que se juntaban encima de la nariz, pasaba junto al vagón. Lucía en un brazo los galones de sargento.

—¡Atiza, Andy! —gritó Chrisfield—. Aquel condenado es nada menos que sargento.

—¿De quién hablas? —preguntó Andrews levantándose sonriente y fijando sus ojos azules en los negros de Chrisfield.

—Sabes perfectamente a quién me refiero.

Las tostadas mejillas de Chrisfield habían enrojecido. Bajo las pestañas oscuras sus ojos relampagueaban. Crispó los puños.

—Ya entiendo, Chris. Ignoraba que perteneciera a este regimiento.

—¡Mal rayo le parta! —murmuró Chrisfield en voz baja, tumbándose de nuevo en el lugar en que había dormido.

—Cálmate, Chris —dijo Andrews—, tal vez nos queda poco tiempo de vida. No vale la pena preocuparse por nada.

—Me importa un comino morir…

—Lo mismo digo —respondió Andrews sentándose junto a Chrisfield.

Al cabo de un rato, el tren se puso de nuevo en marcha. Las ruedas chirriaron sobre los rieles y el barro salpicó los astillados travesaños de la vía. Chrisfield, furioso todavía, apoyó la cabeza en un brazo y se quedó dormido.

A través de su mano entreabierta, Andrews contempló el vagón negruzco y oscilante, los hombres tumbados en el suelo, las cabezas que se movían de un lado a otro, las nubes de color de malva y algunos trozos de cielo azul que aparecían por entre las siluetas de los individuos que seguían junto a la portezuela. Las ruedas chirriaban incesantemente sobre los rieles.

El vagón se detuvo con una sacudida que despertó a los durmientes y casi hizo caer a los que estaban de pie. Se oyó un silbido estridente.

—¡Salid de los coches! ¡Vamos! ¡Pronto! —gritó el sargento.

Los soldados se fueron agrupando en el exterior, pasándose los pertrechos del uno al otro, hasta formar en el suelo un montón confuso de mochilas y fusiles. En la portezuela de cada vagón había la misma confusión de material y de hombres que luchaban por cumplir su cometido.

—¡Vamos! ¡Coged los equipajes! ¡En fila! —gritó el sargento.

Los soldados, con sus mochilas y sus fusiles, se alinearon lentamente. Junto a las columnas recién formadas, y muy cerca de unos montones de carbón que había en el apartadero, pasaban los tenientes, muy tiesos y erguidos dentro de sus abrigos de campaña.

—¡En su lugar, des… canso!

Los soldados obedecieron; apoyados en los fusiles, contemplaron un depósito de aguas verdosas sostenido por un trípode de madera cubierto con un raído trozo de lona. Cuando cesó el rumor de pisadas, se escuchó a lo lejos un ruido parecido al que produciría una persona que agitase perezosamente una pequeña lámina de hierro. Vieron en el cielo extraños destellos rojos, amarillos y purpúreos. Pero la puesta del sol, roja también, lo dominaba todo con su subido tono.

Se dio la orden de marcha. Comenzaron a andar por un camino lleno de surcos, en donde había charcos tan abundantes y profundos que para sortearlos tenían a menudo que romper filas. En un pequeño bosque de pinos, a un lado del camino, vieron varios furgones de municiones y muchos camiones que formaban largas hileras. En una cocina de campaña preparaban el rancho, y los conductores de los vehículos, tocados con la clásica gorra de ancha visera, se agrupaban en torno a ella. La columna prosiguió su avance, hasta llegar a un campo que se extendía junto a un grupo de casas de piedra con los tejados destrozados. Hicieron alto. El césped brillaba como una esmeralda. El bosque y las lejanas montañas estaban como velados por sombras azules, oscuras y claras. Sobre el campo se extendía una niebla suave de color azul pálido. En la verde alfombra había algunos claros, debidos tal vez al paso de algún animal extraño. Los soldados miraron esos claros con evidente curiosidad.

—Nada de luces. El enemigo podría vernos. Una simple cerilla puede aniquilar todo el destacamento —dijo el teniente en tono dramático, después de haber dado las órdenes necesarias para la instalación de las tiendas.

Cuando éstas estuvieron listas, los hombres se agruparon alrededor de ellas, comiendo sus raciones frías. La niebla aumentaba por momentos. Por todas partes se oían voces que refunfuñaban y se lamentaban.

—Entremos en una tienda antes de que se nos hielen los huesos, Chris —dijo Andrews.

Se habían colocado centinelas que caminaban de un lado a otro escudriñando con aire sospechoso el bosquecillo en donde acampaban los conductores de los camiones.

Chrisfield y Andrews entraron en una pequeña tienda y se abrigaron bien con las mantas, tumbándose lo más cerca posible el uno del otro. Al principio, el improvisado lecho les pareció duro y frío, y se agitaron nerviosamente. Pero pronto los consoló el agradable calorcillo que sus cuerpos transmitían a las delgadas mantas, y los músculos se relajaron. Andrews fue el primero en dormirse. Chrisfield escuchó su respiración acompasada, y frunció el ceño. Estaba pensando en el hombre que vio cruzar ante el vagón, en la estación de Dijon. La última vez que vio a Anderson fue en el campo de instrucción, y sólo era cabo. Recordaba aún el día que fue ascendido a cabo. Aconteció poco tiempo después del día en que Chrisfield estuvo a punto de lanzarle un cuchillo. Fue una noche de cuartel. Menos mal que un compañero le sujetó el brazo a tiempo. Anderson palideció un poco y salió sin decir una palabra. Desde entonces no había vuelto a dirigirle la palabra a Chrisfield. Tumbado muy cerca del cuerpo delgado e inmóvil de Andrews, Chrisfield veía con los ojos de la imaginación la cara de aquel individuo, las cejas que se juntaban sobre la nariz y las mandíbulas siempre cubiertas de espesa barba negra, y que cuando acababa de afeitarse adquirían un tono azulado. Por fin cedió la tensión de su mente y pensó en mujeres, en una muchacha rubia que vio desde el tren. Súbitamente, el sueño embotó sus sentidos y todo se tornó negro alrededor. Se quedó dormido, experimentando tan sólo una sensación de frío y, a la vez, de calor al contacto del cuerpo de su camarada.

A medianoche se despertó y salió sigilosamente de la tienda. Andrews le siguió. Estiraron las piernas, que tenían algo entumecidas. Sus dientes castañeteaban. Hacía frío, pero había desaparecido la niebla. En lo alto brillaban las, estrellas. Se alejaron un poco de las tiendas, internándose en el campo para orinar.

De las tiendas llegaba un ligero rumor de respiraciones humanas, parecido al que haría un rebaño de animales dormidos. Los soldados descansaban. En algún rincón sonaba el cantarino murmullo de las aguas de un arroyo. Andrews y Chrisfield aguzaron los oídos, mas les fue imposible percibir cañonazos. De pie, muy cerca el uno del otro, miraron el cielo cuajado de estrellas.

—Ésa es Orión —dijo Andrews.

—¿De qué estás hablando?

—De ese grupo de estrellas. Le llaman Orión. ¿Las ves bien? Dicen que tiene la figura de un hombre con un arco en la mano, pero a mí siempre me ha parecido un muchacho cruzando el firmamento.

—Hay muchas estrellas esta noche. ¡Atiza! ¿Qué es eso?

A intervalos, un resplandor iluminaba el cielo tras las montañas oscuras. Parecían los destellos de una fragua.

Andrews dijo tiritando:

—El frente debe de estar ahí.

—Creo que mañana lo sabremos con exactitud.

—Sí. Mañana por la noche sabremos dónde está el frente —dijo Andrews.

Quedaron un momento silenciosos, escuchando el murmullo del arroyo.

—¡Cielos, qué calma! El frente ha de ser muy distinto. ¿No notas un agradable perfume?

—¿De qué será?

—Parece como si tuviésemos cerca un manzano en flor. Bueno, entremos de nuevo en la tienda antes de que se hielen las mantas.

Pero Andrews estaba todavía contemplando el grupo de estrellas llamado Orión.

Chrisfield le tiró del brazo. Entraron de nuevo en la tienda, se tumbaron uno junto al otro y al cabo de poco, exhaustos, dormían profundamente.

Hasta donde podía alcanzar su vista, Chrisfield sólo veía mochilas y cabezas tocadas con gorras en ángulos distintos, pero moviéndose todos al unísono al compás de la marcha apresurada de los pies.

Caía una lluvia tibia y agradable, que, al resbalar por sus caras, se mezclaba al sudor. Hacía bastante rato que la columna avanzaba por un camino recto, de abundante tráfico. Los campos y los setos cuajados de capullos y flores amarillas habían desaparecido para dejar paso a una avenida de álamos. Los claros troncos húmedos, las rígidas ramas salpicadas de verde formaban una fila interminable. El rumor confuso de tantos pies y el entrechocar de los pertrechos que llevaban los soldados era también interminable.

—¿Vamos al frente?

—Que me ahorquen si lo sé.

—No hay frente en muchas millas a la redonda.

Las frases sonaban rápidas, tajantes, entrecortadas.

Los soldados se apartaron para dejar paso a una columna motorizada que avanzaba en dirección contraria. Chrisfield hubo de soportar las salpicaduras del barro que los camiones levantaban al pasar. Intentó limpiarse la cara con una de sus manos mojadas, pero la lluvia debía de haber ablandado la piel, porque al rascar el barro se hizo daño. Lanzó algunos juramentos en voz baja. El fusil le pesaba como si fuese una viga de hierro.

Entraron en un pueblo de casas de madera y yeso. Algunas puertas entreabiertas dejaban ver el interior de las cocinas hogareñas, el suelo de rojizos y brillantes ladrillos y los relucientes utensilios de cobre. Frente a unas casas se extendían pequeños jardincillos llenos de jacintos y flores de azafrán. Los matorrales de boj, de un verde mucho más oscuro, resaltaban bajo la lluvia. Atravesaron la plaza, pavimentada de pequeñas piedras redondas y amarillas. Dejaron atrás la iglesia, un edificio de color rosáceo cuya puerta formaba un arco ojival, y los cafés que ostentaban diversos rótulos en la fachada. Asomados a puertas y ventanas, muchos hombres y mujeres los veían desfilar. Disminuyó la velocidad del avance, pero no obstante siguieron adelante. Conforme las casas fueron quedando atrás y desapareciendo, sus esperanzas de hacer un alto en el camino se desvanecieron. El ruido confuso de tantos pies al avanzar sobre el camino asfaltado los ensordecía. Sus pies parecían de plomo, como si el peso de sus mochilas recayese sobre ellos únicamente. Las espaldas, antes encallecidas, se habían suavizado por la humedad del sudor constante. Las cabezas se inclinaban vencidas. Los ojos de cada uno se fijaban en los talones del hombre que caminaba ante él, un talón que subía y bajaba, subía y bajaba, incesantemente. Era más que andar. Era como una lucha personal con la mochila, que parecía cobrar vida y convertirse en un ser maligno y viviente, empeñado en rendirlos.

Dejó de llover. El cielo fue aclarando hasta adquirir un tono amarillento, como si las nubes que velaban el sol se fueran haciendo cada vez más finas y transparentes.

La columna hizo un alto cuando llegaron a un lugar de la carretera desde el que podían verse varias granjas desperdigadas. Los soldados invadieron los campos, a ambos lados del camino, velando el verde brillante de la hierba con el color caqui de sus uniformes.

Chrisfield se tumbó boca abajo sobre la superficie húmeda. Le zumbaban los oídos. Sus brazos y sus piernas parecían adheridos al suelo. Sintió como si ya no pudiese despegarlos nunca de allí. Cerró los ojos, y permaneció inmóvil, hasta que experimentó una ligera sensación de frío por todo el cuerpo. Entonces se sentó y se quitó la mochila. Alguien le ofreció un cigarrillo; percibió el olor a la vez dulce y acre del humo.

Andrews estaba tumbado junto a él, con la cabeza apoyada sobre su mochila, fumando. Era él quien le ofrecía un cigarrillo, que sostenía en una de sus manos sucias de barro. Tenía el rostro sofocado y manchado también de barro, y en sus ojos azules había una extraña expresión.

Chrisfield aceptó el cigarrillo y buscó una cerilla en sus bolsillos.

—El paseo casi acaba conmigo —dijo Andrews.

Chrisfield lanzó un gruñido y empezó a fumar.

Sonó un silbido.

Los soldados fueron levantándose lentamente y poniéndose en fila. El peso del equipo casi los vencía.

Echaron a andar. Las compañías avanzaban por separado.

Chrisfield oyó cómo el teniente decía a un sargento:

—¡Valiente tontería! ¿Por qué diablos no nos enviaron aquí desde el principio?

—¿Así pues, no vamos al frente? —preguntó el sargento.

—¡Qué frente ni qué demonios! —gritó el teniente, un hombre de corta estatura con aspecto de jockey. Tenía la cara habitualmente roja, pero en aquel momento era purpúrea a causa de la ira.

—Parece que nos quedamos aquí —dijo una voz.

Inmediatamente empezaron todos a decir:

—Nos quedamos aquí. Nos quedamos aquí.

Aguardaron durante unos momentos, como si esperaran una información. Las mochilas que llevaban sobre los hombros resultaban cortantes como una hoja afilada.

Por fin gritó el sargento:

—Bien, muchachos, llevad todo eso arriba.

Casi pisándose los talones subieron a un oscuro desván que olía a heno y a excremento de vaca, porque el establo estaba precisamente debajo de él. En los rincones había un poco de paja, y los primeros en subir extendieron sus mantas sobre ella.

Chrisfield y Andrews se acomodaron en un lugar desde donde, a través de un agujero que había en el techo debido a unas tejas rotas, podían ver el exterior. El corral estaba lleno de pollos blancos y moteados, que se movían inquietos de un lado a otro. A la puerta de la granja había una mujer de edad madura, que miraba con ojos recelosos los grupos de soldados vestidos de caqui que invadían el corral. Un oficial que llevaba en la mano un pequeño libro rojo se acercó a ella e inició trabajosamente una conversación. El oficial estaba sofocado. Andrews se acomodó mejor en la paja, dio unas vueltas buscando la mejor posición posible, y se echó a reír. Chrisfield se rió también, aunque apenas sabía por qué. Sobre sus cabezas se oía el constante ir y venir de las palomas y sus dulces arrullos.

Pronto llegó a ellos un agradable olorcillo a grasa procedente de la cocina de campaña que había sido instalada en el corral.

—Espero que nos den una buena comida —dijo Chrisfield—. Tengo un hambre canina.

—Yo también —repuso Andrews.

—Ove, Andy, tú hablas un poco de francés, ¿verdad? —Andrews asintió con la cabeza, y Chrisfield prosiguió—: Tal vez consigas sacarle a esa matrona unos huevos o algo por el estilo. ¿Lo intentarás después del rancho?

—Lo intentaré.

Volvieron a tumbarse sobre la paja y cerraron los ojos. Tenían todavía las mejillas húmedas. Todo parecía pacífico. Aquí y allá, los muchachos charlaban en voz muy baja. Llovía otra vez, y el agua batía suavemente las tejas del techo. Chrisfield pensó que nunca se había sentido mejor, a pesar de los zapatos mojados, los pies fríos y las rodillas húmedas y heladas. El rumor de la lluvia y las voces leves de sus compañeros fueron para él como una canción de cuna y no tardó en quedarse dormido.

Soñó que estaba otra vez en Indiana, en su hogar, pero que en vez de ser su madre la que guisaba en la vieja cocina familiar era la mujer francesa que vio a la puerta de la granja. Y soñó que al lado de ésta había un oficial con un librito rojo en la mano. Entretanto, él comía pan y maíz y un poco de jarabe en un plato roto. El pan era delicioso, tostado y crujiente; la mantequilla, fresca y dulcísima. Súbitamente, cesó de comer y prorrumpió en juramentos y exclamaciones, chillando con toda la fuerza de sus pulmones: «¡Maldita sea!», y repitiendo seguidamente: «¡Maldita sea!», como si realmente no tuviera nada más que decir. El teniente se volvió hacia él frunciendo las negras cejas que se juntaban sobre sus ojos. Era el sargento Anderson. Chris cogió el cuchillo y se abalanzó sobre él, pero cuando lo hubo hundido en su cuerpo se dio cuenta de que era Andy, su amigo, a quien había herido. Abrazó el cuerpo de Andy derramando lágrimas ardientes… y se despertó.

En el desván oscuro se oía un constante entrechocar de cazuelas. Los soldados habían empezado a bajar.

El canto de las alondras era como un constante repique de campanillas. Chrisfield y Andrews paseaban por un campo de tréboles blancos situado en la cima de una pequeña montaña. Abajo, en el valle, se veían los tejados rojos de las granjas y la blanca faja de la carretera, por la cual avanzaban una hilera de camiones que desde allí parecían escarabajos. El sol acababa de ocultarse tras unas montañas azules, al otro lado del valle sombrío. El ambiente olía al trébol y al blanco espino de los setos cercanos. Cruzaron el terreno aspirando la brisa.

—Es magnífico alejarse así de los otros —dijo Andrews.

Chrisfield caminaba en silencio, arrastrando los pies sobre la alfombra de tréboles. Algo pesaba sobre sus tobillos. Era como si los llevase envueltos en una especie de manta que le impidiese andar. También hablar resultaba un esfuerzo. Sin embargo, tenía los músculos tensos y vibrantes, lo mismo que los tuvo en otras ocasiones, antes de empezar una pelea o de hacer el amor a una mujer.

—¿Por qué diablos no nos mandan al frente de una vez? —preguntó de pronto.

—En efecto, todo sería mejor que esto. Esperar, esperar, esperar…

Siguieron andando, oyendo el canto incesante de las alondras, el rumor de sus pies sobre la hierba, el tintineo de unas monedas en el bolsillo de Chrisfield y, a lo lejos, el ronquido de un motor de aviación. Al andar, Andrews se detenía de vez en cuando para inclinarse y coger algunas blancas florecillas de trébol.

El avión se aproximaba. Pronto le vieron descender sobre el campo describiendo una curva y ahogando con su ruido estridente cualquier otro rumor. Antes de que el avión, al remontarse, se perdiera entre unas nubes de color púrpura, divisaron las siluetas del piloto y del observador. Éste los saludó agitando una mano. Andrews y Chrisfield se quedaron todavía un rato en el campo, que iba llenándose de sombras, contemplando el cielo. Algunas alondras cantaban todavía.

—Me gustaría ser aviador —dijo Chrisfield.

—¿De veras?

—¡Maldita sea! Haría cualquier cosa con tal de salir de este condenado cuerpo de infantería. Esto no es vida para un hombre. Nos tratan peor que a negros.

—Desde luego. No es vida para un hombre.

—Si al menos nos mandasen al frente, a luchar, tal vez termináramos de una vez. Pero lo único que hacemos es instrucción, prácticas de lanzamiento de granadas, instrucción otra vez, prácticas de bayoneta… Y, para variar, instrucción e instrucción. Te digo que es como para volverse loco.

—Pero ¿de qué sirve hablar y quejarse, Chris? No por eso vamos a mejorar la situación —dijo Andrews riendo.

—Ahí está el avión otra vez.

—¿Dónde?

—Por allá. Detrás de ese bosque.

—Por allí debe hallarse el campamento.

—Se habrán divertido de lo lindo. Hace tiempo que cursé una instancia para el Cuerpo de Aviación, pero nunca he obtenido respuesta. De haberla conseguido, te aseguro que no estaría en este inmundo agujero.

—¡Pero si hoy, en la cima de esta montaña, se está maravillosamente bien! —repuso Andrews, mirando con ojos soñadores el horizonte de pálido color anaranjado, por donde poco antes se había ocultado el sol—. En fin, vamos hacia abajo a tomarnos una botella de vino.

—Eso es ponerse en razón. Me pregunto si estará allí la chica esta noche.

—¿Antoinette?

—¡Hum! Chico, ¡cómo me gustaría pasar una noche con ella!

Avanzaron por un sendero cubierto de césped y flanqueado de setos que conducía a un pueblo situado en la falda de la montaña. Junto a los matorrales, a ambos lados del camino, la oscuridad era más intensa. Las nubes rojas que cruzaban el cielo iban desapareciendo como barridas por una luz mortecina que se hacía cada vez más grisácea. Entre las hojas de los jóvenes arbustos gorjeaban los pájaros.

—Caminemos despacio —dijo Andrews, apoyando una mano en los hombros de Chrisfield—. Quisiera que este paseo fuese interminable.

Al pasar tocaba con cuidado las ramas de espino llenas de flores. Y cuando una de ellas quedaba prendida en su guerrera o en las bandas de sus tobillos, que llevaba muy flojas, parecía como si le doliese arrancarla de allí.

—¡Vamos, hombre! —dijo Chrisfield—. No vamos a tener tiempo de llenar la barriga. Se está haciendo tarde.

Apresuraron el paso hasta llegar a las primeras casas del poblado, todas con los postigos bien cerrados.

En mitad del camino había un policía militar. Estaba de pie, con las piernas abiertas, y movía la porra con aire lánguido. Tenía la cara roja, y miraba fijamente los postigos cerrados de una ventana, por una rendija de la cual salía un rayo de luz amarillenta. Por la posición de sus labios parecía a punto de silbar, pero ningún sonido salía de ellos. Se movía indeciso, como sin saber qué hacer. De la puertecilla verde de una casa que había ante el policía salió un oficial. El policía se cuadró marcialmente para saludar, llevando una mano hasta el gorro y manteniéndola allí mucho rato. El oficial se quitó el cigarrillo de la boca y saludó llevándose también una mano a la gorra. Cuando el oficial se hubo alejado y sus pasos apenas se oían por el camino, el policía volvió a recobrar su postura anterior.

Chrisfield y Andrews avanzaron por el otro lado, hasta llegar a la puerta de una pequeña casa destartalada, cuyas ventanas, de pesados postigos de madera, aparecían herméticamente cerradas.

—Apuesto cualquier cosa a que hay pocos sinvergüenzas de esa clase en el frente —dijo Chris.

—Creo que en el frente no hay sinvergüenzas de ninguna clase —repuso Andrews riendo y cerrando la puerta tras ellos. Estaban en una habitación que fue en otro tiempo la mejor sala de una granja. El candelabro que había sobre la chimenea encima de un tapete de terciopelo rojo sucio de polvo, así lo atestiguaba. Tenía almendras de cristal y unas guirnaldas de azahar. Habían quitado todos los muebles y colocado en su lugar cuatro mesas cuadradas de roble. Ante una de esas mesas estaban sentados tres americanos, y ante otra un soldado francés de piel cetrina, que, inclinado sobre ella, parecía contemplar atentamente su vaso de vino.

Una muchacha vestida con un viejo traje de color de púrpura, que ceñía las fuertes curvas de sus pechos y de sus hombros, entró en, la habitación. Tenía las manos en los amplios bolsillos de su delantal azul, y lucía la dorada piel del antebrazo. También su cara, bajo la cascada de pelo rubio oscuro, tenía un delicioso matiz tostado. Al ver a los dos muchachos que acababan de entrar, sonrió. Al entreabrir sus delgados labios dejó al descubierto unos dientes feos y amarillentos.

Ça va bien, Antoinetté? —preguntó Andrews.

Oui —respondió ella, mirando por encima de sus cabezas al soldado francés sentado al otro extremo de la habitación.

—Una botella de vin rouge. Vite —dijo Chrisfield.

—No hay que darse tanta prisa, Chris —dijo un cabo—. El sargento ha salido para un reconocimiento, y el teniente no está.

—Claro —dijo otro—. Esta noche podemos retirarnos a la hora que nos apetezca.

—No obstante, hay un policía militar en el pueblo —dijo Chrisfield—. Lo he visto con mis propios ojos. Tú también, ¿verdad, Andrews?

Andrews asintió con un ademán. Estaba mirando al francés, cuyo rostro quedaba en la sombra. Sus ojos estaban velados por las largas pestañas oscuras, y la piel cetrina de sus mejillas se había cubierto de rubor.

—Muchacho —dijo Chrisfield—. Este vino se traga sin sentir. Vamos a ver, ¿tienes coñac, Antoinette?

—Prefiero un poco más de vino —dijo Andrews.

—Bueno, Andy, bebe lo que quieras. En cuanto a mí, necesito algo que me caliente las tripas.

Antoinette llevó una botella de coñac y dos vasitos y se sentó en una silla baja con las manos rojizas cruzadas sobre el delantal. Sus ojos se fijaron primero en Chrisfield y luego en el francés. Después volvieron a fijarse en el primero. Chrisfield se volvió para mirar al francés, y por un momento sus ojos se cruzaron con los de éste, de un color pardo dorado.

Andrews se recostó en la pared, saboreando su vinillo de color oscuro y contemplando con los ojos semicerrados el candelabro de cristal y la modesta lámpara de aceite que se reflejaba en la pared de yeso algo agrietada.

Chrisfield le sacudió y dijo:

—Vamos, Andy, despierta. ¿Es que te habías dormido?

—No —repuso Andy, sonriendo.

—Bebe un poco de coñac.

Con mano insegura, Chrisfield sirvió dos copas. De nuevo contemplaba a Antoinette. Su traje purpúreo estaba abotonado hasta el cuello, pero llevaba desabrochados los tres primeros botones, el escote en forma de y mostraba la piel morada, casi dorada, y una ropa interior blanquísima.

—Andy —dijo rodeando el cuello de su amigo y hablando muy cerca de su oído—, intercede por mí. Hazlo, Andy. No quiero que ese condenado francés me la quite. ¡Por Dios vivo, que no he de permitirlo! Habla tú con ella, Andy.

Andrews se echó a reír.

—Lo intentaré —respondió—, pero acuérdate de la reina de Saba, Chris. —Y, dirigiéndose a la muchacha, añadió señalando a Chrisfield con su mano grande y sucia—: Antoinette, j’ai un ami… —Antoinette sonrió poniendo al descubierto sus imperfectos dientes—. Joli garçon —dijo Andrews.

Antoinette se puso seria, y, en consecuencia, volvió a estar hermosa. Chrisfield se recostó en su silla con un vaso vacío en la mano, contemplando admirado a su amigo.

—Antoinette, mon ami vous… vous admire —dijo Andrews en tono cortés.

Una mujer apareció en el umbral. Tenía el mismo rostro y el mismo pelo de Antoinette, sólo con diez años más. Su piel, en vez de tener aquel color moreno dorado, era cetrina y estaba llena de arrugas.

Viens —dijo la mujer con voz chillona.

Antoinette se levantó, rozó con su cuerpo las piernas de Chrisfield al pasar junto a él y desapareció. El francés, abandonando su rincón, se levantó, saludó gravemente y salió.

Chrisfield se levantó de un salto. La habitación se le antojó una caja blanca que diese vueltas en torno suyo.

—¡Ese endiablado francés se ha ido con ella!

—Nada de eso, Chris —gritó alguien desde la mesa vecina—. Ten confianza, muchacho. Todos nosotros votamos por ti.

—Siéntate y echa otro trago. Chris —dijo Andy—. Tengo que beber más. No he bebido nada esta noche —añadió, y le obligó a sentarse de un empujón. Chrisfield intentó levantarse de nuevo, y Andrews quiso oponerse sujetando la silla. En un segundo ambos rodaron por el suelo de ladrillos rojos.

—La cosa se pone buena —gritó una voz.

Chrisfield vio a Judkins de pie a su lado. En su ancho rostro se pintaba una expresión burlona. Se levantó y fue a sentarse. Estaba ceñudo. En cuanto a Andrews, había vuelto a ocupar su silla y estaba tan impasible como siempre.

La habitación se había llenado. Alguien cantaba con voz ronca:

¡Oh, los robles, los fresnos y los sauces llorones!

¡Oh, qué verde es la hierba en la tierra de Dios!

—¡Mi vieja Indiana! —gritó—. Ésa sí que es la tierra de Dios.

Súbitamente sintió el deseo de hablarle a Andy de su hogar, de los inmensos maizales que brillaban bajo la luz del sol de julio, y del riachuelo con sus orillas de arcilla roja en donde se bañaba. Creía percibir el olor a vino del silo; ver el ganado, con los hocicos casi siempre teñidos de verde, parado ante la valla, esperando entrar para lanzarse sobre el pilón de agua; oír el ruido de la trilladora; aspirar el polvillo del trigo y aquella brisa fresca que sobre un montón de heno cortado aquel mismo día llenaba su garganta y su cuello cuando se tumbaba bajo el sol ardiente… Pero no acertó a expresarse, y sólo pudo decir:

—Indiana es realmente la tierra de Dios, ¿verdad, Andy?

—¡Oh! Dios tiene muchas tierras —murmuró Andrews.

—Te juro por lo más sagrado que en mi pueblo he visto caer granizo de nueve pulgadas.

—Sería más mortífero que el fuego de barrera.

—¿El fuego de barrera? No hay nada tan mortífero como nuestras tempestades de truenos y relámpagos —repuso Chris.

—Creo que nunca podremos juzgar. Todo el fuego de barrera que podremos contemplar se reduce a las prácticas de granada.

—No te apures, muchacho —dijo alguien desde el otro extremo de la habitación—. Con el tiempo sabremos de sobra lo que es eso. Esta maldita guerra no va a acabar nunca…

—Me gustaría enfrentarme con los hunos esta noche. Te juro, Andy, que me gustaría —murmuró Chris en voz baja. Tenía contraídos los músculos a causa de la cólera. Con los ojos semicerrados miró a los hombres que llenaban la habitación. Sus figuras estaban deformadas por las luces blancas y las sombras rojas. Se vio a sí mismo arrojando una granada, entre una muchedumbre de hombres. Vio después la cara de Anderson, un rostro pálido y grave, unas cejas que se juntaban sobre la nariz y una barbilla rasurada de color azulado.

—¿Dónde está ese hombre, Andy? Tengo que ir en su busca.

Andrews comprendió a quién se refería.

—Siéntate y bebe un trago, Chris —dijo—. Recuerda que esta noche vas a acostarte con la reina de Saba.

—No, si puedo lograr que ese maldito…

Pero su voz se perdió entre una incomprensible serie de juramentos.

¡Oh, los robles, los fresnos y los sauces llorones!

¡Oh, qué verde es la hierba en la tierra de Dios!

cantó una voz de nuevo.

Chrisfield vio a una mujer que estaba de espaldas y que recogía las botellas. Andy estaba hablando con ella.

—Antoinette —dijo.

Se levantó, se acercó a ella y le echó los brazos al cuello. Con un rápido movimiento de los codos, la mujer le empujó y le obligó a sentarse de nuevo. Luego se volvió. Chrisfield vio entonces la cara cetrina y los pechos fláccidos de la hermana mayor, que lo miraba con sorpresa. Le vio medio borracho. Al salir le hizo una seña con la cabeza para que la siguiera. Chrisfield se levantó y se acercó a la puerta, empujando a Andrews para que le acompañase.

En la habitación interior había un gran lecho con cortinas, en donde dormían las mujeres, y el fogón donde guisaban. La oscuridad era completa, menos en el rincón en donde se refugiaron él y Andrews, pues en una mesa cercana brillaba una vela encendida. Más allá sólo podían distinguir sombras confusas y el lecho de pesadas cortinas y colcha roja.

El soldado francés repitió varias veces desde su oscuro rincón de la habitación:

—Avions boches… ¡Sss!

Todos guardaron silencio.

Sobre ellos se oía el roncar de muchos motores de aviación, como el zumbido de una mosca al rozar los cristales de una ventana.

Se miraron unos a otros con curiosidad. Antoinette estaba apoyada en el lecho. Su cara era absolutamente inexpresiva. Su abundante cabellera caía sobre sus hombros, formando ondas de oro. La mujer de más edad reía con una risita falsa y burlona.

—Vamos a ver qué pasa, Chris —dijo Andrews.

Salieron al exterior y comenzaron a andar por la oscura calleja del poblado.

—¡Al diablo con las mujeres, Chris! ¡Esto es la guerra! —gritó Andrews con la voz estridente del beodo, mientras, cogidos del brazo, subían por la calle.

—Y que lo digas… Es la guerra… Y tengo ganas de…

La mano de su amigo le tapó la boca. Chrisfield se dejó conducir dócilmente hacia un extremo de la calle.

En la oscuridad sonó la voz autoritaria de un oficial que dijo:

—Traedme a esos hombres.

—Sí, señor —respondió otra voz.

Unos pasos pesados avanzaron en su dirección. Andrews siguió empujando a su amigo a lo largo de la fachada de una casa, hasta que fueron a caer en un hoyo de estiércol.

—¡Por lo que más quieras, cállate! —murmuró Andrews, enlazando a Chris por el pecho. Percibieron un penetrante olor a estiércol fresco y oyeron cómo los pasos se acercaban. Parecían indecisos en seguir avanzando en la dirección en que ellos se hallaban. Entretanto, el ruido de los motores en lo alto se hacía cada vez más fuerte.

—¿Qué ocurre? —gritó el oficial.

—Imposible hallarlos, señor —respondió la otra voz.

—¡Tonterías! Esos hombres estaban borrachos —dijo el oficial.

—Sí, señor —repuso humildemente la otra voz.

Chrisfield sintió unas incontenibles ganas de reír.

Cesó el ruido de los motores, y en la noche reinó entonces un silencio de muerte.

Andrews se levantó de un salto. Se oyó un fuerte silbido y luego una ensordecedora explosión. En la pared más cercana al hoyo en donde se habían refugiado distinguieron un momentáneo resplandor rojizo.

Chrisfield se incorporó con la esperanza de contemplar ruinas humeantes, pero el poblado estaba tan tranquilo como siempre. El resplandor de la luna, baja todavía en el horizonte, iluminaba levemente el cielo. En la casa de enfrente había una ventana entreabierta; en su interior se divisaba una luz encendida y la silueta azul de un hombre con gorra y uniforme de oficial.

Bajo la ventana, en la calle, se había estacionado un pequeño grupo.

—¿Qué ha sido eso? —preguntó la figura de la ventana con voz perentoria.

—Un avión alemán ha arrojado una bomba, mi comandante —repuso una voz jadeante.

—¿Por qué diablos no cierra esta ventana? —dijo otra voz—. Es un blanco magnífico… un blanco magnífico…

—¿Causó algún daño? —preguntó el comandante.

En el silencio de la noche volvió a oírse el zumbido de los motores sobre sus cabezas. Parecían mosquitos gigantescos.

—Parece que se oyen más aparatos —dijo el comandante arrastrando las palabras.

—¡Oh, sí, mi comandante, muchos más! —respondió otra voz con ansiedad.

—¡Por amor de Dios, mi teniente, dígale que cierre la ventana! —murmuró otra voz.

—¿Y cómo diablos quiere que se lo diga? ¿Por qué no se lo dice usted?

—Van a matarnos a todos. Ésa es la verdad.

—No tenemos refugios de ninguna clase —gritó el comandante desde la ventana—. Eso es culpa del Cuartel General.

—La bodega puede servir —gritó de nuevo una voz ansiosa.

—¡Oh! —se limitó a decir el comandante.

Sonaron tres nuevas explosiones, que se sucedieron con la mayor rapidez y lo envolvieron todo en una nube roja. La calle se llenó de transeúntes que corrían en busca de refugio.

—Vamos, Andy, que a lo mejor pasan lista todavía —dijo Chrisfield.

—Será mejor que corramos a campo traviesa —repuso Andrews.

Con sumo cuidado salieron de aquel hoyo de estiércol. Chrisfield se sorprendió al ver que estaba temblando. Tenía las manos heladas y tuvo necesidad de hacer grandes esfuerzos para evitar que sus dientes castañetearan.

—Vamos a oler mal una semana entera.

—Vámonos de una vez de este condenado pueblo —dijo Chrisfield.

Corriendo, atravesaron un huerto, saltaron unos setos y escalaron la montaña a campo traviesa.

En el camino principal, un cañón antiaéreo había empezado a disparar, y en el cielo brillaban los fogonazos de las granadas. En algún lugar sonaba el tableteo de una ametralladora.

Chrisfield siguió avanzando por la montaña junto a su amigo. Tras ellos, las bombas iban sucediéndose, y sobre sus cabezas el aire parecía saturado de explosiones y del zumbido de los aviones. El coñac hacía hervir la sangre en sus venas. Al avanzar tropezaron varias veces el uno con el otro. Cuando estuvieron en la cumbre de la montaña, se volvieron para mirar atrás. Chrisfield sintió una intensa sensación de júbilo que aceleró los latidos de su corazón. Inconscientemente pasó un brazo por el hombro de su amigo. Parecían los dos únicos personajes vivos en el mundo donde todo se tambaleaba.

Abajo, en el valle, una casa ardía envuelta en brillantes llamas. En todas direcciones sonaban los disparos de los cañones antiaéreos, mientras sobre sus cabezas continuaba oyéndose el imperturbable y pausado roncar de los motores de aviación.

Súbitamente, Chrisfield se echó a reír.

—La verdad es que cuando salgo contigo siempre me divierto, Andy —dijo.

Emprendieron el descenso por la otra parte de la montaña, corriendo hasta llegar al grupo de granjas en donde acampaban.