I

De uno de los charcos negruzcos que había junto al camino surgieron unas pequeñas ranas verdes. John Andrews salió un momento de la columna, que avanzaba lentamente, para mirarlas. En mitad del charco vio las cabecillas triangulares de las ranas. Se inclinó hacia delante y apoyó las manos en las rodillas para contrarrestar el peso del equipo que llevaba a la espalda. Pudo distinguir incluso los ojuelos de color de topacio que brillaban como dos minúsculas joyas. Al contemplar los cuerpecillos de los animales sintió tal conmiseración que sus ojos se llenaron de lágrimas de ternura.

Su instinto le decía que tenía que seguir adelante para ocupar su puesto en la columna y seguir avanzando entre el barro. Pero siguió inmóvil ante el charco, contemplando las ranas. Sólo entonces se dio cuenta de que el agua reflejaba su imagen, y la miró con curiosidad. Con gran trabajo logró distinguir el contorno de un rostro sucio y contraído como una máscara y detrás de éste el cañón de un fusil. Así pues, aquello era lo que habían hecho de él. De nuevo fijó sus ojos en las ranas, que nadaban con movimientos rítmicos entre las aguas oscuras.

Distraído, como si nada de lo que sucedía en torno suyo tuviera que ver con él, oyó el ruido de unas granadas que estallaban junto al camino. Se irguió trabajosamente y dio un paso hacia delante. De pronto se dio cuenta de que, en vez de alejarse, estaba hundiéndose en las aguas del charco. Le invadió una inefable sensación de alivio. Hundió más las piernas en el agua y se quedó inmóvil junto al barro de la orilla. Las ranas habían desaparecido. De algún sitio surgió una pequeña cinta roja que empezó a teñir las aguas cenagosas. Vio a lo lejos cómo la columna de hombres vestidos de color pardo aceitunado vacilaban al avanzar. En sus oídos resonó el eco monótono de las pisadas. Se sintió triunfalmente separado de todos, como si estuviese en la ventana de una casa contemplando un desfile militar, o en el palco de un teatro presenciando la representación de una comedia aburrida. La columna se fue alejando, alejando… Las figuras humanas se hicieron tan pequeñas como soldados de plomo olvidados en una buhardilla llena de polvo.

La claridad era escasa y apenas podía ver. Sólo se oía el rumor incesante de aquellos pies que avanzaban por entre el fango.

Subido a una escalera que oscilaba de un modo horrible, con una esponja sucia en la mano, John Andrews limpiaba las ventanas del cuartel. Había empezado por el ángulo de la izquierda, y enjabonaba uno tras otro los pequeños cristales cuadrilongos. Los brazos le pesaban como si fueran de plomo. Experimentaba la sensación de que iba a caer de la escalera. Cada vez que miraba hacia abajo para saltar veía la parte superior de la gorra de un general y su barbilla saliente bajo la visera. Escuchaba una voz que gritaba: «¡Fir… mes!», y al sobresaltarse creía sentir que la escalera oscilaba más. El interior del recinto cuyas ventanas limpiaba estaba brillantemente iluminado. Siguió enjabonando un cristal tras otro. Las ventanas se le antojaban espejos. En cada cristal podía contemplar su rostro macilento, y tras éste el cañón de su fusil. De pronto, la escalera dejó de moverse y la oscuridad lo envolvió.

Una voz chillona cantaba junto a su oído:

Hay una chica en Maryland

cuyo corazón me pertenece.

John Andrews abrió los ojos. En torno suyo todo era negro, excepto unos cuadrilongos amarillos y brillantes que parecían ascender al cielo cuajado de estrellas.

Todo iba aclarándose en su cerebro. Empezó a pensar en sí mismo de una forma casi precipitada. Estiró el cuello. En la oscuridad distinguió la silueta de un hombre tendido junto a él, que movía la cabeza de un lado a otro y que con voz estridente y angustiada cantaba con toda la fuerza de sus pulmones. En aquel instante percibió un fuerte olor a ácido fénico que dominaba cualquier otro, incluso al ya familiar de la sangre y de las ropas empapadas de sudor. Movió los hombros hasta tocar con ellos los dos travesaños de la camilla. Después fijó de nuevo los ojos en los tres rectángulos brillantes que surgían de la oscuridad. Naturalmente, tenían que ser ventanas. Pasaba cerca de un edificio.

Movió los brazos. Le pesaban como si fuesen de plomo, pero no le dolían. Se dio cuenta entonces de que eran las piernas las que le dolían. Intentó moverlas, pero experimentó un dolor tan intenso que la oscuridad le envolvió de nuevo.

La voz estridente seguía cantando junto a él:

Hay una chica en Maryland

cuyo corazón me pertenece.

Se oyó entonces otra voz más suave, de tiernas inflexiones, que no cesaba de parlotear.

—Y dijo que iban a llevarme al Sur, a una casita junto a la playa, en donde todo era tranquilo y amable…

La canción del individuo que estaba a su lado siguió sonando. Era áspera, sin armonía, como un gramófono descompuesto.

Maryland fue el País de las Hadas

Cuando ella aseguró que iba a ser mía…

Sonó una nueva voz, que sollozaba entrecortadamente y profería juramentos complicadísimos. La otra voz dulce y suave seguía hablando. Andrews se esforzó por escucharla y entender lo que decía. Oyéndola sentía un inesperado alivio, como si alguien derramase un perfumado bálsamo sobre su cuerpo.

—Y habrá un jardín lleno de flores, de rosas y malvas, allá en el Sur. El ambiente será cálido y tranquilo. El sol brillará todo el día. El cielo será muy azul…

Andrews sintió que sus labios repetían aquellas palabras como una plegaria.

—El ambiente será cálido y tranquilo. No habrá ruidos. El jardín estará lleno de rosas y de…

Pero las demás voces seguían sonando y ahogaban el dulce murmullo de la otra con sus lamentos e imprecaciones.

—Dijo que podría sentarme en el porche y que el sol sería cálido y el ambiente tranquilo Que el jardín estaría lleno de perfumes, que la playa sería muy blanca y que el mar…

De pronto notó Andrews que elevaban primero su cabeza y después sus pies. Cesó la oscuridad. Se hallaba en un brillante y blanco corredor. Las piernas le dolían de un modo horrible. Un rostro se inclinó sobre él. Tenía un cigarrillo entre los labios. Una mano buscó en su cuello la etiqueta, y alguien leyó en voz alta:

«Andrews», 1.432.286.»

Pero no era eso lo que escuchaba, sino la voz que tras él, en la oscuridad, cantaba con la estridencia del que delira:

Hay una chica en Maryland

cuyo corazón me pertenece.

Sólo entonces se dio cuenta de que también él se quejaba y gemía. Su mente vibraba al compás de los gemidos. La única parte del cuerpo que sentía eran las piernas. Entretanto, algo seguía gimiendo en su garganta. Gimiendo y gimiendo… Era imposible dominar aquellos gemidos. Unas figuras blancas se movían en torno suyo. Vio a un hombre en mangas de camisa con los peludos brazos desnudos hasta el codo. Tan pronto brillaban como se apagaban unas luces. Percibió extraños perfumes que hacían estremecer todo su cuerpo. Pero nada conseguía acallar sus gemidos.

Sintió que la lluvia azotaba su rostro. Movió la cabeza de un lado a otro, porque de pronto iba cobrando plena consciencia de sí mismo. Tenía la boca seca, como si fuera de cuero. Sacó la lengua y trató de mojarla con una gota de lluvia. La camilla que ocupaba experimentó un violento vaivén. Levantó la cabeza con cuidado, dichoso al comprender que aún podía levantarla.

—Agacha la cabeza, ¿quieres? —dijo una voz a su espalda.

—Cuidado con mi pierna —se lamentó él una y otra vez, sin detenerse a pensar lo que decía.

Tras una fuerte sacudida y un golpe en la cabeza con los travesaños de la camilla, se encontró bajo techado, es decir, contemplando un techo de madera del que en muchos rincones se caía la pintura. Olió a gasolina y escuchó el trepidar de un motor. Pensó en el pasado… ¿Cuánto tiempo estuvo contemplando las ranas del charco? La imagen de las aguas cenagosas y de las cabecillas triangulares estaba muy clara en su imaginación. Pero parecía lejana, tan lejana como su propia infancia. Su vida entera le pareció cortísima comparada con el rato que pasó en el camión, desde que éste se puso en marcha. Seguía estremeciéndose en la camilla, agitándose al compás de su continuo vaivén, agarrándose con fuerza a los travesaños. Las piernas le dolían cada vez más. Había llegado a olvidar el resto de su cuerpo. Bajo él sonaba una voz estridente, que chillaba cada vez que la ambulancia se movía. Luchó contra un intenso deseo de gemir. Por fin se declaró vencido, y se perdió en un monótono estribillo de lamentos.

Por un momento volvió a sentir en su rostro la caricia de la lluvia. Se dio cuenta de que alguien ladeaba su cuerpo. Divisó en la línea del cielo plomizo la silueta de unas casas, unas chimeneas y unos árboles de color bermejo.

Pronto cambió el paisaje, y en vez de todo aquello vio el techo de una casa y la artesonada bóveda de una escalera. Andrews seguía gimiendo levemente. Sus ojos se fijaron con súbito interés en los escudos de armas del artesonado. Después se halló frente al rostro del individuo que sostenía la parte inferior de la camilla en que le transportaban. Era un rostro pálido, de claros ojos azules y mirada bondadosa. Tenía algunos granos junto a la boca. Andrews le miró a los ojos e intentó sonreír, pero el individuo ni siquiera le miraba.

Tras unas interminables horas de agitarse en la camilla y un verdadero calvario de dolores, se sintió levantado por unas manos que le depositaron sin contemplaciones sobre una especie de litera, en donde quedó tendido, jadeante, aspirando el fresco perfume a desinfectante que trascendía de las sábanas. Unas voces resonaron por encima de su cabeza.

—La herida de la pierna no es tan grave como parecía. Creí que habías dicho que era necesario amputar…

—Entonces, ¿qué tiene?

—Tal vez padezca shell-shock

Andrews sintió que un sudor helado resbalaba por su cuerpo. Siguió inmóvil, con los ojos cerrados, sofocando todo intento de rebeldía. No, todavía no habían acabado con él. Aún podía dominar sus nervios. Se repitió estas palabras una y otra vez. No obstante, se dio perfecta cuenta de que sus manos, cruzadas sobre el vientre, temblaban violentamente. Hasta el dolor lacerante de las piernas desaparecía, arrollado por su propio pánico, mientras luchaba desesperadamente por concentrar su atención en algo que estaba muy por encima de él. Intentó recordar una canción cualquiera con que distraerse, pero de nuevo oyó la voz estridente que cantaba el mismo estribillo que creía haber oído muchos años atrás:

Hay una chica en Maryland

cuyo corazón me pertenece.

La voz chillona, la confusa canción y el dolor de las piernas formaron como una extraña amalgama hasta confundirse en una sola cosa. El dolor le pareció una pulsación más que aquella absurda música.

Abrió los ojos. La oscuridad daba paso a un leve resplandor amarillento. Más seguro de sí mismo, movió la cabeza y los brazos. Estaba muy débil, pero experimentaba una agradable sensación de paz y de frescor. Seguramente durmió un buen rato. Se pasó una mano áspera y sucia por la cara. Su piel era también fresca y suave. Apretó una mejilla contra la almohada y sonrió satisfecho, sin saber por qué.

La reina de Saba se acercaba, llevando en la mano una sombrilla adornada de campanillas rojas, que al andar se movían y producían un alegre tintineo. Llevaba un peinado alto, y el cabello empolvado con polvos azules. En la larga cola de su traje, cuyo extremo sujetaba un mono, estaban bordados en colores brillantes todos los signos del zodíaco. Sólo que no era precisamente la reina de Saba la que se acercaba, sino una enfermera cuyo rostro ni siquiera podía divisar en la oscuridad. La enfermera pasó un brazo por detrás de su cabeza, con ademán completamente profesional, y le obligó a beber de un vaso sin mirarle siquiera.

Él dijo «Gracias», en tono tan natural que le sorprendió a sí mismo. Pero ella se alejó de su lado sin responder. Entonces Andrews se dio cuenta de que lo que produjo el alegre tintineo que había oído fue una bandeja llena de vasos que ella llevaba.

A pesar de la oscuridad se dio cuenta del aire de seguridad con que silenciosamente se acercaba a la próxima cama con su bandeja llena de vasos. Se volvió para ver cuán cuidadosamente levantaba la cabeza de aquel otro hombre y le daba de beber.

«Es una virgen —murmuró Andrews para sí—. Sí, es una virgen», repitió, y disimuló una risita burlona, sin importarle el dolor de las piernas. Sintió como si su espíritu hubiese despertado de pronto de un largo sopor. El desaliento que le dominó durante tantos meses desaparecía. Se sintió libre. Acababa de ocurrírsele que mientras permaneciese en la cama del hospital nadie le daría órdenes, nadie le mandaría limpiar un fusil. No tendría que saludar a nadie, ni que fingir amabilidad ante el sargento. Podría permanecer todo el día tendido, ocupado en sus propios pensamientos.

Tal vez estuviese lo bastante grave para que le licenciaran. Al pensar en esto, su corazón empezó a latir locamente. Aquello significaba que John Andrews, que se había considerado perdido; que se hundió resignado, sin lucha, en el fango de la esclavitud; que no creyó tener otra salida que la muerte, viviría… Él, John Andrews, podía vivir aún.

Le parecía imposible haber llegado a perder toda esperanza, haber permitido que la disciplina arrollase así su personalidad. Se vio vivo otra vez, tal como lo estuvo antes de convertirse en un esclavo más en medio de otros muchos esclavos. Recordó el jardín en el que se había sentado a soñar durante su infancia, aquella mata de mirtos bajo la cual se tumbaba en las tardes de verano, cuando no tenía nada que hacer y contemplar los trigales que brillaban y crujían bajo el calor. Recordó el día en que le desnudaron en el centro de una habitación, para que un sargento le midiese. ¿Sería posible que todo eso hubiera ocurrido hacía solamente un año? Sí, aquel año había borrado los otros años de su vida. Ahora, sin embargo, podría vivir de nuevo. Dejaría de sentir miedo ante unos simples detalles externos. Recobraría su personalidad. Sería de nuevo valiente y arrojado.

El dolor que sentía en ambas piernas iba localizándose en las heridas. Tuvo que luchar con el sufrimiento físico para seguir pensando, pero el latido constante de las heridas parecía repercutir en su cerebro y le impedía meditar. Así, a pesar de sus heroicos esfuerzos por hacer surgir, aunque sólo fuese débilmente, los recuerdos de todo lo que en su vida fue lozano y vibrante, y por construir unos nuevos cimientos de fortaleza y valor con los que empezar de nuevo la lucha por la vida, fracasó… Es decir, siguió siendo un pobre despojo de la humanidad, un montón de carne sangrante, un esclavo casi destrozado por la rueda del martirio… Empezó a gemir.

Una fría y acerada claridad invadió la sala, venciendo al resplandor amarillento, que desapareció tras haberse hecho rojizo. Andrews se entretuvo en calcular las camas alineadas frente a la suya y en contemplar las vigas oscuras del techo.

«Esta casa debe de ser muy antigua», se dijo.

La idea le excitó ligeramente. Era curioso que hubiera pensado en la reina de Saba. Hacía siglos que la tenía olvidada. Desde la muchachita que en una esquina canta bajo un farol callejero, hasta la patricia que se entretiene deshojando rosas desde lo alto del lecho, todos los aspectos imaginables y los sueños del deseo… Así era la reina de Saba.

La reina de Saba. La reina de Saba —repitió en voz alta. Y con la misma excitación que siendo niño sentía la noche de Navidad, al pensar en las novedades que le aguardaban, apoyó la cabeza en un brazo y se quedó tranquilamente dormido.

—Es muy propio de los franceses convertir este lugar en hospital —dijo el practicante, que se hallaba de pie entre la larga fila de camas, con las piernas abiertas y las manos apoyadas en las caderas, y hablaba para quien se sintiera con ánimos de oír—. Lo digo en serio. No sé cómo no la palmáis todos en este agujero. Hasta que nosotros la instalamos ni siquiera tenían luz eléctrica. ¿Qué os parece? Eso demuestra lo poco que les importa a los condenados franceses el que…

El practicante era un hombrecillo de corta estatura, rostro cetrino y arrugado, y dientes largos y amarillentos. Cuando sonreía se acentuaban las arrugas de su frente y los surcos que cruzaban el espacio comprendido entre las comisuras de sus labios y las aletas de su nariz. Su cara, entonces, era digna de una película cómica.

—No está mal desde el punto de vista artístico —dijo Applebaum, un individuo muy flaco, de ojos grandes y asustados y cara absurdamente colorada, como si alguien se hubiese entretenido en arrancar de ella la piel. Ocupaba la cama vecina a la de Andrews—. Mira el trabajo de ese artesonado. Costaría lo suyo cuando lo hicieron.

—Arreglándolo un poco, no quedaría mal como salón de baile… Pero como hospital, ¡diablos!, no es muy adecuado.

Andrews, cómodamente tendido en su cama, miraba ante sí como si se hallara en otro mundo. No sentía el menor interés por lo que decían los hombres tendidos en las camas que llenaban el vestíbulo estilo Renacimiento, gimiendo unos y estremeciéndose otros en silencio. A la luz amarillenta de las bombillas eléctricas, más allá del rostro enjuto y la cabeza pequeña del practicante, divisaba la parte alta del tabique en donde se apoyaban las vigas que cruzaban el techo. Había en aquel lugar una hilera de escudos borrosos sostenidos por unas figuras esculpidas en el muro de piedra grisácea: sátiros con cuernos y barbilla de cabra y ojos hundidos; pequeñas figuras de guerreros y paisanos de sombrero cuadrado, en cuclillas, con la espada entre las rodillas; ramas secas a las que se enroscaban hojas de acanto… Todo era como una vaga visión.

Y cuando, a impulsos del aire que el practicante levantaba con su rápido paso, oscilaban las bombillas, todas aquellas figuras parecían cobrar vida, hacer guiños y burlarse de las largas filas de cuerpos que yacían a sus pies en la habitación.

No obstante, tenían para Andrews un aire familiar y amistoso. Con un nuevo gemido, quiso dominar su intenso deseo de subir allá arriba y cargar también con una viga para hacer muecas bajo las guirnaldas de granadas y de hojas de acanto, símbolos de una sensualidad pasada de moda, de unas hogueras que el tiempo se encargó de apagar. Se sentía muy a gusto en aquel espacioso vestíbulo, construido para servir de marco a gestas grandiosas y andares verdaderamente majestuosos. Allí, la pequeña rutina del Ejército parecía irreal; los heridos, simples autómatas sin importancia, juguetes rotos, amontonados en filas inútiles.

Andrews tuvo que abandonar sus meditaciones, porque Applebaum le estaba hablando. Volvió la cabeza.

—¿Te gusta estar herido, muchacho?

—¡Ya lo creo!

—Me lo figuraba. Es mejor que patrullar todo el día por ahí.

—Y tú, ¿qué tienes?

—Me han amputado un brazo. Pero no creas que me importa. A pesar de que ya no podré seguir ejerciendo mi oficio.

—¿Qué quieres decir?

—Era taxista.

—Buen trabajo, ¿verdad?

—Sí. Con suerte puede uno ganar mucho dinero.

—¿De modo que eras taxista? —interrumpió el practicante—. Buen oficio, muchacho. Cuando estaba en el Hospital de la Providencia, casi todos los heridos que ingresaban en él habían sido atropellados por taxis. Teníamos en la sala infantil a una chiquilla de seis años a la que un taxi le seccionó los dos pies por el tobillo. Era deliciosamente rubia. Las heridas se gangrenaron. Duró un día… En fin, ahora os dejo. Me imagino que a todos os gustaría acompañarme al lugar adonde me dirijo. Por lo menos, tenéis una ventaja: la de no preocuparos de la endiablada cuestión profiláctica… —Irguió la cabeza e hizo un guiño picaresco.

—¿Quiere hacerme un favor? —preguntó Andrews.

—Naturalmente, si es cosa fácil.

—¿Puede comprarme un libro?

—¿Es que no tienes bastante con los de la biblioteca de la Y. M. C. A.?

—No. Esta vez quiero un libro muy especial —dijo Andrews sonriendo—. Un libro francés.

—Conque un libro francés, ¿eh? Bien, trataré de complacerte. ¿Cómo se titula?

—Es una obra de Flaubert. Si tiene una hoja de papel y un lápiz anotaré el título. —Apuntó el título al dorso de un impreso y se lo entregó murmurando—: Aquí tiene.

—¿Quién diablos es Antoine? Debe de ser un gran libro. Me gustaría saber francés. Pero me temo que con esa clase de literatura te escapes cualquier día del hospital y te presentes en el número cuatro de la calle de Villiay.

—¿Tiene ilustraciones? —preguntó Applebaum.

—Un muchacho se escapó hará un mes aproximadamente. Según parece, no podía aguantar más. La herida se le abrió de nuevo, tuvo una hemorragia, y ahora está en la sala de los graves. Bueno, me marcho. Buenas noches.

El practicante se dirigió al otro extremo de la sala y desapareció. Se apagaron todas las luces, excepto la bombilla que brillaba sobre la mesa de la enfermera, situada junto a la puerta de entrada. Unas pesadas guirnaldas esculpidas en la piedra gris surgían por encima del biombo de lona blanca colocado ante la puerta.

—¿De qué trata el libro, amigo? —preguntó Applebaum, inclinando la cabeza y volviendo su delgado cuello para mirar a Andrews fijamente.

—De un individuo que deseaba intensamente poseerlo todo y que un día se dio cuenta de que nada en el mundo es digno de ser deseado.

—Pareces instruido —dijo Applebaum con sarcasmo.

Andrews se echó a reír.

—Precisamente iba a decirte que yo también he sido taxista, y que ganaba mucho dinero cuando entré en el Ejército. ¿Qué te pasó a ti? ¿Llamaron tu quinta?

—Sí.

—Lo mismo me ocurrió a mí. Y no creas que me impresionan todos esos individuos que se muestran tan orgullosos porque se alistaron de voluntarios. ¿Y a ti?

—Me importan un comino.

—¿De veras? —dijo un tartamudo con débil voz al otro lado de Andrews—. Pues bien, puedo aseguraros que de no alistarme habría arruinado mi negocio. Así nadie puede echarme nada en cara.

—Bueno, eso es sólo una opinión —dijo Applebaum.

—En efecto.

—¿No crees que, a pesar de todo, tu negocio está igualmente arruinado?

—No, señor. Puedo reorganizarlo en el momento que lo desee. Me he labrado una excelente reputación.

—¿Cuál es tu oficio?

—Era dueño de una funeraria. Heredé el negocio de mi padre.

—Mejor hubiese sido que te quedaras en casita —dijo Andrews—. Habrías sido más útil.

—No tienes derecho a hablarme así —dijo enfadado el tartamudo—. Soy un ser humano. No podía quedarme tranquilo en casa en medio de tan espantosa carnicería.

La enfermera pasó en aquel momento junto a ellos.

—¿Por qué decís cosas tan horribles? —preguntó—. Mejor será que os calléis, muchachos. Las luces están ya apagadas. Y usted —añadió, arreglando las sábanas del dueño de la funeraria—, recuerde lo que hicieron los hunos en Bélgica con la pobre miss Cavell, una simple enfermera como yo.

Andrews cerró los ojos. En torno suyo se hizo súbitamente el silencio, sólo turbado por los ronquidos y la fatigosa respiración de los hombres que le rodeaban.

«¡Y yo que la creí la reina de Saba!», se dijo haciendo una mueca.

Luego pensó en la música que quiso componer para realzar la figura de la reina de Saba mucho antes de someterse a la esclavitud de aquella habitación en donde le midieron y le convirtieron en soldado. De pie, inmóvil en el oscuro desierto de su propia desesperación, escuchó el rumor de una caravana distante: el retiñir de los frenos, el roce de los cuernos, el rebuzno de los asnos y las roncas voces de los hombres que cantaban esas canciones que suelen entonarse al avanzar por caminos desiertos. Si miraba hacia arriba podía distinguirse fácilmente, junto a unos asnos silvestres que echaban espuma por la boca, tres verdes jinetes que inmóviles, le señalaban con sus largos dedos. La música entonces sería como un torbellino que todo lo agitase, un sonido confuso de flautas, tambores, estridentes cuernos y gaitas lastimeras. Las antorchas amarillas y rojas brillarían en la noche, formando un círculo de luz. En los límites de ese círculo se agruparían las mulas enjaezadas, los conductores de tez morena, los camellos de brillantes gualdrapas y los elefantes con sus arneses cuajados de pedrería. Y los esclavos desnudos inclinarían sus brillantes y oscuras espaldas para tender una alfombra en el suelo. Por entre el resplandor de las antorchas, la reina de Saba, cubierta de esmeraldas y de adornos de oro, con un mono sujetando el extremo de la larga cola de su traje, colocaría una de sus manos, de uñas fantásticamente largas, sobre sus hombros. Y él, mirándola a los ojos, vería súbitamente colmados todos los sueños que en su imaginación pudo engendrar el deseo.

¡Oh, si fuese libre para trabajar! Todos los meses que había desperdiciado en su vida formaban ahora como una procesión fantasmagórica que desfilaba ante él. Siguió tendido en la cama, contemplando el techo con los ojos muy abiertos, deseando desesperadamente que sus heridas tardasen mucho en cicatrizar.

Applebaum estaba sentado en el borde de la cama. Vestía un uniforme limpio del que pendía una manga vacía en la que se veían aún las arrugas debidas al tiempo que permaneció guardado.

—De modo que te vas —dijo Andrews, volviendo la cabeza sobre la almohada para verle mejor.

—Apuesta lo que quieras, Andy, porque ganas. También tú podrías marcharte si hablases con ellos.

—¡Ojalá pudiera! No es que tenga mucho empeño en volver al hogar, pero si tan sólo pudiera librarme del uniforme…

—Te comprendo, amigo. En fin, la próxima vez no nos dejaremos engañar tan fácilmente. Para entonces seré presidente de una Junta Local.

Andrews se echó a reír.

—Si no fuera un pobre pelele como soy…

—No has sido el único —murmuró tartamudeando el dueño de la funeraria.

—¡Vamos, enterrador! ¡Y yo que creí que te alistaste convencido!

—Claro que lo hice, pero en realidad no creí que las cosas fueran como son…

—¿Qué creíste? ¿Que la guerra era una diversión?

—No me importa no poder divertirme. Ni me importan los gases. Ni tampoco morir. Lo que pasa es que creí que luchando podríamos arreglar el mundo. Mi negocio era floreciente, como lo fue en tiempos de mi padre. Trabajábamos mucho en Tilletsville.

—¿Dónde? —le interrumpió Applebaum, riendo.

—En Tilletsville. ¿Es que no sabes geografía?

—Sigue hablando. Cuéntanos cosas de Tilletsville —dijo Andrews amablemente.

—Cuando murió el senador Wallace, ¿quién creéis que se hizo cargo del cuerpo para embalsamarlo y conducirlo a la estación, y quién llevó a cabo los trámites necesarios? Pues nosotros. Además, iba a casarme con una chica estupenda. Ganaba lo suficiente para ir tirando y hasta para ahorrar. Pero entonces, ¿qué se me ocurre hacer? Pues nada menos que portarme como un estúpido y alistarme en infantería. ¡Voto al diablo! Claro que todos hablaban de ir al frente para salvar al mundo por medio de la democracia. Decían que si uno no se alistaba, nunca podría ganarse la vida honradamente con su negocio. —Empezó a toser, y el acceso duró un buen rato, como si no pudiera evitarlo. Por fin, añadió tartamudeando, entre golpe y golpe de tos—: En fin, qué le vamos a hacer… Ya no hay remedio.

—Democracia. ¿Y a esto llaman democracia? Mientras nosotros comemos un rancho asqueroso, ahí está la gorda de la Y. M. C. A. comiendo soufflé de chocolate en compañía de más de un coronel. Una democracia perfecta. Os digo que hemos sido unos idiotas.

—Lo malo es que el mundo está lleno de ellos —dijo Andrews.

—Barnum dijo que nace uno cada minuto. Guiando un taxi se aprende a apreciar la verdad de esta máxima. Menos mal, porque guiando un taxi no se pueden aprender muchas cosas más. No, señor. Pienso intervenir en la política. Tengo buenas amistades en la calle Ciento Veinticinco. Mi tía Mrs. Sollie Schulzt, tiene un hotel en la calle Treinta y Tres. Supongo que habéis oído hablar de Jim O’Ryan. Pues bien, es buen amigo de mi tía. Y como los dos son católicos… En fin, voy a dar una vuelta. Me han dicho que hay muchachas estupendas en el pueblo.

—Eso lo dice para atormentarnos —tartamudeó el dueño de la funeraria.

—Me gustaría acompañarte —dijo Andrews.

—Pronto estarás repuesto, Andy, y en disposición de ser soldado de la clase A, de empuñar un fusil y de atacar. Tal vez los alemanes tengan mejor puntería la próxima vez. Y hablando de personas idiotas, creo que no he conocido a nadie que lo sea tanto como tú. ¿Por qué se te ocurrió decirle al teniente que ya no te dolían tus piernas? Antes de que te des cuenta te habrán echado de aquí. En fin, voy a dar un vistazo a las mademoiselles.

La figura de Applebaum, flaca y huesuda, cubierta con su arrugado uniforme, se acercó a la puerta. Todos le miraron con envidia.

—¡Caray! Cualquiera diría que van a nombrarle presidente —dijo con encono el dueño de la funeraria.

—Todo es posible —respondió Andrews. Y se tumbó en la cama, para meditar, como solía hacer a menudo, en el sufrimiento constante que le producían las heridas de sus muslos, que cicatrizaban lentamente. Intentó con desesperación olvidar el dolor que sentía. Tenía muchas cosas en qué pensar. ¡Si pudiese descansar, permanecer Inmóvil y tranquilo, y ordenar sus pensamientos, empeñados en escapar a todo dominio! Contó los días que llevaba en el hospital. Quince. ¿Tanto tiempo? Sí. Y aún no había podido meditar. Como había dicho acertadamente Applebaum, pronto le clasificarían en la clase A y volvería al martirio del frente, sin haber logrado siquiera reconquistar su valor, el dominio sobre sí mismo. Fue un cobarde al rendirse tan abiertamente. El individuo que estaba a su lado seguía tosiendo. Durante unos minutos, Andrews se entretuvo en mirar la cara pálida, de nariz afilada y ojos anhelantes, que resaltaba sobre la almohada. Pensó en la funeraria, aquel negocio tan floreciente; en los guantes negros, en las caras alargadas y las voces tenues de sus empleados. Aquel muchacho, y antes que él su padre, se habían pasado la vida simulando una serie de cosas que no sentían, disfrazando la realidad con toda clase de engaños y falsedades. Para aquella clase de gente, nadie moría. Fallecía, simplemente; o pasaban a mejor vida. No obstante, tales personas tienen que existir. ¿Qué haríamos si no pudiésemos recurrir a las funerarias? Su negocio era tan respetable como podían serlo los de los demás. Fue por conservar su negocio por lo que aquel muchacho se alistó como voluntario. Por eso, y por salvar la democracia. La frase surgió en su cerebro acompañada de una sinfonía, de un alud de cantos populares y números patrióticos en el escenario de cualquier teatro de vaudeville. Recordó las grandes banderas que ondeaban triunfantes en la Quinta Avenida, y a las multitudes que vitoreaban. Todo eso eran razones, motivos poderosos, para el dueño de la funeraria. Pero para él… ¿Qué importancia podían tener para John Andrews? No tenía ningún negocio. No había entrado en el Ejército impulsado por la opinión pública. Tampoco se había dejado arrastrar por una confianza ciega en las frases de los propagandistas vendidos a la política. Lo que a él le sucedió fue simplemente que no se consideró con fuerzas para seguir viviendo. Pensó en los individuos que a través de esa larga tragedia que llamamos Historia habían sacrificado gustosamente sus vidas por sus ideales. Él no fue lo bastante valiente para mover un músculo por su libertad. ¿Qué hizo en vez de eso? Jugarse la vida como soldado de una causa en la que ni siquiera creía. ¿Tenía derecho a seguir viviendo, él, un hombre lo bastante cobarde como para someterse sin luchar por sus ideales, por sus sentimientos, por su personalidad, por todo aquello que le daba categoría de individuo y no de esclavo, esperando con la gorra en la mano a que le dictara órdenes otro más fuerte que él?

Sintió una depresión comparable a la fatiga del mareo. Dejó de meditar, de componer frases secretas. Se entregó por entero a esa depresión, como hombre que, acostumbrado a beber sin perder el dominio de su voluntad, se ve incapaz de hacer frente a una gran contrariedad y se entrega un día a la bebida.

Siguió inmóvil con los ojos cerrados, escuchando los rumores de la sala del hospital, las voces de los enfermos y los accesos de tos de su compañero más próximo. Seguía sintiendo el mismo dolor desesperante en los muslos. Tenía hambre, y se preguntó si faltaría mucho para la cena. ¡La comida del hospital era tan escasa!

—¿Qué hora es, Stalky? —le preguntó al individuo que ocupaba la cama frente a la suya.

—Seguramente ya han empezado a servir el rancho. ¿Tienes buen apetito para atacar el bistec, las cebollas y las patatas fritas a la francesa?

—¡A callar!

El rumor de los platos de latón, al otro extremo de la sala, hizo que Andrews moviera con inquietud la cabeza sobre la almohada. A su memoria acudieron unos versos de El muchacho de Shropshire, y burlonamente repitió para sí:

Aún el mundo era el mismo viejo mundo,

y yo era yo. Mis cosas empapadas

estaban. Y únicamente un remedio

tenía: volver a empezar el juego.

Después que hubo comido cogió un libro, Tentation de Saint Antoine, que tenía sobre el lecho, junto a las piernas inmóviles, y buscó refugio en sus páginas, deleitándose en las frases maravillosamente escritas y hundiéndose en la lectura como si el libro fuese una droga capaz de hacerle olvidarse de sí mismo.

Apartó el libro y cerró los ojos. En su mente flotaba un vivo resplandor misterioso e intangible, como un océano en una noche cálida, cuando las olas al romper parecen llamas pálidas y de las aguas oscuras surgen blancas y extrañas fosforescencias que tan pronto brillan como se desvanecen.

Permaneció absorto, sintiendo que una corriente de fluida armonía recorría su cuerpo, lo mismo que el cielo grisáceo del anochecer s llena algunas veces de luces cambiantes, de colores y sombras distintas.

Cuando quiso dominar sus ideas, o, mejo dicho, expresarlas mentalmente por medio de la música, halló que era imposible. Su cerebro estaba vacío, como la ensenada de un río en la que abundan los peces, que huyen en cuanto se acerca un ser humano, el cual, en vez de ver el ir y venir de miles de cuerpecillos brillantes, sólo divisa el reflejo de su propia silueta sobre las aguas.

John Andrews despertó al sentir el fresco contacto de una mano en su frente.

—¿Se siente bien? —preguntó una voz a su oído. Alzó los ojos y vio una cara redonda de nariz afilada y ojos grises circundados de oscuras ojeras. Andrews observó que aquellos ojos le miraban inquisitivamente. Vio un triángulo rojo en la manga caqui del hombre.

—Sí —respondió.

—Si no le importa, amigo, quisiera que charlásemos un rato.

—No me importa —repuso Andrews sonriendo—. ¿Por qué no se sienta?

—Comprendo que no tenía derecho a despertarle, pero el caso es que… Le tocaba a usted, y temí olvidarle si le pasaba por alto.

—Comprendo —dijo Andrews, y añadió, repentinamente decidido a tomar la iniciativa en la conversación—: ¿Hace tiempo que está usted en Francia? ¿Le gusta la guerra?

El individuo de la Y. M. C. A. sonrió tristemente y repuso:

—Parece usted muy listo. Supongo que tiene prisa por volver al frente a liquidar a unos cuantos alemanes más. —Sonrió de nuevo con aire indulgente. Andrews no respondió—. La verdad es que no me gusta esta tierra —añadió el hombre tras una pausa—. Quisiera estar en casa. No obstante, es agradable la sensación del deber cumplido.

—Sí, debe de serlo —dijo Andrews.

—¿Se ha enterado de los grandes raids aéreos que nuestras fuerzas han iniciado? Han bombardeado Francfort. ¡Si pudiesen barrer del mapa la ciudad de Berlín!

—Parece que los odia usted mucho —dijo Andrews en voz baja—. Si esto es cierto, le daré una noticia que le hará estremecer de emoción. Acérquese. —El individuo se acercó con curiosidad—. Cada tarde, a las seis, algunos prisioneros alemanes se presentan en este hospital para recoger las basuras. Si, tanto los odia, sólo tiene que pedir prestado su revólver a un oficial amigo y acabar con ellos.

—Pero, oiga, ¿usted de dónde sale? —dijo el hombre de la Y. M. C. A., irguiéndose alarmado—, ¿no sabe que los prisioneros de guerra son sagrados?

—¿Sabe usted lo que dijo nuestro coronel antes de la ofensiva de Argonne? Pues que la presencia de los prisioneros significaba la disminución de las raciones. ¿Sabe usted lo que hacíamos con los prisioneros que caían en nuestro poder? Pero, dígame usted, ¿por qué odia tanto a los alemanes?

—Porque son unos bárbaros, enemigos de la civilización. Le supongo lo bastante culto para haberse dado cuenta de eso. —Evidentemente, empezaba a impacientarse—. ¿Qué religión profesa?

—Ninguna.

—Vamos, muchacho, eso es imposible. En América no hay herejes. Todos los cristianos han sido bautizados y profesan o han profesado alguna religión.

—Pero es que yo no pretendo siquiera ser cristiano —dijo Andrews cerrando los ojos y volviendo la cabeza. Comprendió que el hombre de la Y. M. C. A. vacilaba, sin saber qué partido tomar. Cuando al cabo de un rato abrió los ojos, le vio inclinado sobre el lecho inmediato.

Por la ventana que había al otro lado de la sala, se veía un trozo de cielo azul sembrado de nubes blancas con sombras de color de malva. Contempló el cielo hasta que las nubes doradas del atardecer lo cubrieron por completo. Sintió que le invadía una cólera sorda, desesperada. ¡Cómo les gusta odiar a los hombres!

Mejor estaba en el frente. Los hombres son más humanos cuando se matan entre sí que cuando hablan de matar. ¿Qué era la civilización, sino un vasto edificio de mentiras? En cuanto a la guerra, no significaba el derrumbamiento de todo eso, sino su mayor exaltación. En el mundo tenía que existir algo más que codicia, odio y crueldad. ¿O es que las frases gigantescas que flotaban como cometas de brillantes colores sobre la humanidad eran también únicamente engaños? Cometas, sí. Pedazos de papel de seda sujetos a una cuerda. Juguetes indignos de ser tomados en serio. Pensó en la larga lista de hombres que intentaron demostrar la extraordinaria futilidad de la vida humana y que lucharon por cambiar el estado de cosas y predicar sus teorías. Figuras enigmáticas y sombrías: Demócrito, Sócrates, Epicuro, Cristo… Eran muchos, y su recuerdo era tan vago entre las nieblas de la historia que hasta parecían producto de su fantasía. Lucrecio, San Francisco, Voltaire, Rousseau y tantos otros… Desconocidos unos, célebres otros, a través de la tragedia de los siglos… Unos lloraron y otros rieron. Sus frases fueron como brillantes pompas de jabón que se elevaron en el firmamento para ser admiradas y estallar enseguida. Sintió un loco deseo de unirse a los que fueron olvidados reconocerse vencido por completo, de vivir la vida a su antojo, pese a todo, de proclamar un vez más la absoluta falsedad de los evangelios cuya sombra y amparo crecen la codicia y el temor, haciendo todavía más dolorosa la ya insoportable agonía de la vida humana.

Tan pronto como saliese del hospital desertaría. En su mente surgió esta decisión momentánea, haciendo vibrar gloriosamente la sangre de sus venas. Sólo le quedaba un camino: ¡Desertar!

Se vio a sí mismo huyendo al amparo de la oscuridad, cojeando, arrancándose a jirones el uniforme, ocultándose en cualquier rincón perdido de Francia o pasando la frontera de España, camino de la libertad. Estaba dispuesto a todo, a enfrentarse con cualquier clase de muerte, para lograr aunque sólo fuesen unos meses de libertad que le hicieran olvidar la degradación forzosa del año último. Aquél sería su último viaje con la mochila a cuestas.

Estaba terriblemente excitado. Por primera vez en su vida parecía decidido a actuar. Todo lo demás no pasó de vanas intentonas. Le zumbaban los oídos. Fijó los ojos en las figuras que en la pared de enfrente sostenían los escudos en los que se apoyaban las vigas. Todas parecían abandonar su posición encorvada, para erguirse, sonreírle y darle ánimos. Le pareció ver a todos los guerreros de viejas leyendas en marcha hacia el bosque encantado para exterminad a algún dragón. Los hábiles artesanos, los amorcillos, los sátiros y los faunos abandonaron el lugar que ocupaban para conducirle al son de las flautas a un último y desesperado ataque a las ciudadelas del dolor.

Se apagaron las luces. Un practicante se acercó para servirle chocolate, el cual, al caer en la taza de latón, produjo un rumor agradable, consolador. Con el gusto del chocolate en la boca y un nuevo calorcillo en el estómago, John Andrews se quedó dormido.

Cuando despertó notó mucho movimiento en la sala. Por la ventana de enfrente penetraban los rojizos rayos del sol, y del exterior llegaba confusamente el tañido de unas campanas y el sonido de unos pitos.

Andrews miró por encima de sus pies, hacia el lecho que ocupaba Stalky, el cual se había sentado. Sus ojos abiertos parecían notas de solfeo.

—Muchachos, la guerra ha terminado.

—¡A callar!

—¡Que lo encierren!

—¡Está como una cabra!

La sala se llenó de exclamaciones parecidas.

—Muchachos —dijo Stalky alzando aún más la voz—, estoy seguro de lo que digo. La guerra ha terminado. He soñado que el Káiser me visitaba en la calle Catorce y me pedía prestada una moneda para tomar un vaso de cerveza. La guerra se acabó. ¿No oís los pitos?

—Entonces ya podemos irnos a casita.

—¡Callaos de una vez! ¿Es que os habéis propuesto no dejarme dormir?

Se hizo el silencio en la sala, pero los ojos de todos quedaron muy abiertos. Seguían inmóviles en sus lechos, aguardando anhelantes.

—Lo único que debo añadir —gritó de nuevo Stalky— es que fue una gran guerra mientras duró… Bien, ¿qué os estaba diciendo?

Mientras hablaba se había movido el blanco biombo que tapaba la puerta principal, y un comandante, con el gorro torcido y la cara sofocada, entró en la sala. Llevaba una campana de cobre en la mano, y la agitaba frenéticamente al avanzar.

—¡Muchachos —gritó con voz ronca, como si anunciara el resultado de un partido de baseball—, la guerra ha terminado esta madrugada a las cuatro y tres minutos! ¡Ha sido firmado el armisticio! ¡El Káiser puede irse al diablo!

Volvió a tocar la campana y empezó a bailar por entre las filas de camas, cogiendo de la mano a la enfermera jefe, quien cogió a su vez la mano de un teniente de cabello rubio. Éste cogió la de otra enfermera, y así sucesivamente. Alineados, empezaron a cantar. Los primeros entonaban La bandera sembrada de estrellas, y los últimos Los yanquis vienen. El comandante seguía tocando la campana. Los hombres que se hallaban con ánimos suficientes se sentaron en el lecho para gritar también. Los otros se movieron inquietos, aturdidos por el estruendo.

Recorrieron toda la sala, sembrando la contusión tras ellos. La campana siguió sonando en todos los rincones del edificio.

—Bueno, ¿qué opinas de todo esto, enterrador?

—Nada.

—¿Cómo es eso?

El dueño de la funeraria fijó sus ojillos negros y anhelantes en la cara de Andrews.

—Supongo que sabes lo que me pasa, aparte de la herida.

—No, no lo sé.

—Pues no es difícil adivinarlo al escuchar mi tos. Estoy tísico.

—¿Cómo lo sabes?

—Porque mañana me sacan de aquí para trasladarme a la sala de tuberculosos.

—¡Malditos sean! —murmuró Andrews. Su voz se perdió entre el acceso de tos que acababa de sufrir su compañero.

Al hogar, muchachos, al hogar;

en el hogar deseamos estar.

Cantaban los que se sentían con ánimos para hacerlo. Stalky dirigía el coro. Estaba de pie junto a su cama, vestido con el pijama rosado de la Cruz Roja, que le quedaba demasiado pequeño y dejaba al descubierto sus piernas escuálidas cubiertas de vello rojizo. Para llevar el compás se valía de dos cacerolas que había sacado de la cama y que hacía chocar entre sí.

—El hogar… Jamás volveré a él —dijo el dueño de la funeraria cuando el estruendo decreció un poco—. ¿Sabes lo que me gustaría? Pues que la guerra durase todavía, para acabar con todos esos canallas.

—¿Qué canallas?

—Los responsables de que estemos aquí —repuso el tartamudo, y de nuevo empezó a toser débilmente.

—Ésos estarán a salvo siempre que haya otros que… —empezó a decir Andrews. Pero le interrumpió una voz estridente que procedía del otro extremo de la sala.

—¡Atención!

Al hogar, muchachos, al hogar;

en el hogar deseamos estar.

La canción seguía sonando. Stalky miró hacia la puerta, y al ver que entraba el comandante dejó caer las cacerolas, que cayeron al suelo, junto a sus pies, y se metió en la cama, tapándose lo mejor que pudo con las mantas.

—¡Atención! —gritó el comandante.

En la sala se hizo un súbito y desagradable silencio, roto tan sólo por la tos del muchacho que ocupaba el lecho vecino al de Andrews.

—Si vuelvo a oír ruido en esta sala os echo a todos del hospital. El que no pueda andar tendrá que salir arrastrándose. La guerra ha terminado, es cierto, pero estáis todavía en el Ejército. Conviene que no lo olvidéis.

El comandante miró a ambos lados para inspeccionar las hileras de camas, giró sobre sus talones y se dirigió a la puerta. Al acercarse al biombo, su gesto era airado.

La sala quedó silenciosa. Afuera repicaban locamente las campanas de las iglesias, sonaban los pitos y de vez en cuando cantaban unas voces.