III
Chrisfield tenía los ojos fijos en las hojas de las ramas más altas de los nogales, que en el cielo brillante y uniforme resaltaban con reflejos metálicos formando ondas y ribetes dorados en los lugares donde daba el sol. Erguido e inmóvil, había quedado en posición de firmes, a pesar del intenso dolor que sentía en el tobillo izquierdo, tan hinchado que parecía a punto de reventar la raída bota. Se daba cuenta de que había otros hombres a su lado y también más allá. Era como si la larga hilera de hombres vestidos de color pardo aceitunado —todos en posición de firmes y esperando que alguien los relevara de su forzada inmovilidad— se prolongase sin interrupción hasta los últimos confines del mundo. Chrisfield contempló la hierba pisoteada que cubría el campo adonde fue conducido su regimiento. Tras él escuchó un ruido de espuelas, sin duda pertenecientes a un oficial. Luego percibió en la carretera el zumbido de un motor que se calló de pronto, y a continuación el rumor de unos pasos que se acercaban a la columna. Un grupo de oficiales pasó apresurada e indiferentemente junto a ellos. Chrisfield distinguió unas águilas, unas estrellas y sobre éstas una oreja encarnada y una mata de cabello gris. Tan rápidamente pasó el general por su lado que Chrisfield ni siquiera logró verle la cara. Chrisfield se deshizo en secretas imprecaciones, pues el tobillo le dolía cada vez más. Volvió a fijar la vista en la hilera de árboles que resaltaban en el claro cielo.
Aquello era lo que sacaba de haber pasado tantas semanas en un refugio inmundo, de haberse echado tantas veces boca abajo en el barro, de haber disparado tantas balas en el vacío, sobre unas manchas grises que se movían entre el fango también gris.
Sintió que algo le corría por la espalda. Tal vez un piojo, o quizá sólo fueran imaginaciones suyas. Gritaron una orden. Automáticamente cambió de posición hasta descansar armas. Por un lado avanzaba un hombre de pequeña estatura, que se acercaba a la larga hilera de hombres vestidos de color pardusco. Se había levantado un vientecillo que agitaba las rígidas hojas de los nogales. Se oyó una voz, pero Chrisfield no acertó a comprender lo que decía. El viento, al mover las hojas de los árboles, producía un rítmico rumor, parecido al de las aguas del mar cuando la proa del transporte que los condujo al continente las cortaba. Por entre el encaje de las hojas se filtraban reflejos dorados y sombras verdosas. Las ramas se mecían sobre el fondo brillante del cielo, como barriendo algo ignorado. A Chrisfield se le ocurrió una idea. ¡Si aquellas ramas pudiesen describir curvas más grandes, mucho más grandes, hasta llegar al suelo y barrerlo todo, arrastrando tantas miserias humanas, incluso a los oficiales con sus hojas de acre, o sus águilas, o sus estrellas sencillas, dobles o triples sobre los hombros! Se imaginó a sí mismo vestido con su antiguo y cómoda mono, la camisa entreabierta para que el viento acariciase su garganta como si una chiquilla traviesa se entretuviera soplando sobre él, tumbado sobre un montón de heno bajo el cálido sol de Indiana. «Es curioso que se me ocurra pensar en esto», se dijo. Antes de conocer a Andy nunca se le habría ocurrido. ¿Qué cambio se operó en él durante los últimos tiempos?
El regimiento entero se alejaba en columnas de a cuatro. El dolor que Chrisfield sentía en el tobillo se hacía más agudo a cada paso que daba. El uniforme le estaba algo estrecho, y por su espalda resbalaba el sudor. Le rodeaban rostros sudorosos, de expresión deprimida. En la tarde calurosa, las guerreras de lana de alto cuello eran como camisas de fuerza. Chrisfield avanzaba con los puños crispados. Sentía deseos de pegarle a alguien, de clavar la bayoneta en el cuerpo de un hombre del mismo modo que la clavó en un muñeco durante la instrucción. Deseaba desnudarse por completo, o apretar con fuerza las muñecas de una muchacha, hasta hacerla chillar.
Su compañía pasaba en aquellos momentos junto a otra que aguardaba inmóvil la orden de romper filas.
Estaban ante un granero abandonado, cuyo lecho se hundía en la parte central como el lomo de una vaca vieja. Con los brazos cruzados, un sargento miraba con aire de crítica a la compañía que desfilaba. Tenía la cara ancha y pálida, y unas cejas muy negras que se juntaban sobre la nariz. Chrisfield le miró con acritud al pasar, pero al parecer el sargento Anderson no le reconoció. Esto enojó a Chrisfield lo mismo que si un buen amigo le hubiera hecho un desaire.
La compañía fue disuelta al llegar a la gran choza de madera donde estaba acuartelada. Según contó a Chrisfield un individuo, la choza había sido construida por los franceses años atrás, cuando lo del Marne. Los soldados no tardaron en desabrocharse las guerreras y las camisas.
—¿En qué estás pensando? —preguntó Judkins jovialmente, dándole a Chrisfield un amistoso golpe en el costado—. ¿En Indiana?
Chrisfield crispó los puños y le asestó un puñetazo en la mandíbula, que Judkins supo esquivar a tiempo.
Judkins enrojeció de cólera y se abalanzó sobre él con un brazo extendido.
—Pero ¿qué es esto? ¿Dónde os creéis que estáis? —gritó una voz.
—¿Por qué intentó pegarme? —exclamó Judkins entrecortadamente.
Varios hombres se habían interpuesto entre los contrincantes.
—Dejad que le eche una mano.
—¡A callar, pedazo de idiota! —gritó Andy arrastrando a Chrisfield lejos de allí. El grupo se disolvió. Algunos soldados se tumbaron sobre la alta hierba, a la sombra de las ruinas de la casa, uno de cuyos muros servía de pared a la choza que hacía las veces de cuartel.
Andrews y Chrisfield caminaron en silencio por la carretera, hundiendo sus pies en el polvo Chrisfield cojeaba. A ambos lados del camino los trigales llenos de espigas brillaban bajo la luz del sol.
A lo lejos, unas pequeñas colinas verdes llenaban de sombras azuladas, salvo en los dorados trigales. Un espeso grupo de árboles, una hilera de álamos desperdigados aquí y allá, alteraban la suave llanura. En los setos resaltaban los azules acianos, y las amapolas, luciendo una gama de rojos que iban desde el anaranjado hasta el carmesí, se mecían al viento en sus tallos flexibles. Al volver la curva del camino dejaron de percibir el ruido que producía la tropa. Sólo oían el zumbido de las abejas que libaban en el cáliz de las grandes flores rojas en el dorado corazón de las margaritas.
—Eres un loco, Chris. ¿Por qué diablos quisiste darle un puñetazo al pobre Judkins? ¿Es que no comprendes que puede romperte la cara si lo desea? Es muchísimo más fuerte que tú —Chrisfield siguió caminando en silencio—. Creí que ya tenías suficiente de todo eso, que y no deseabas hacer sufrir a la gente. Porque a ti no te gusta sufrir, ¿verdad? —Andrews hablaba con voz entrecortada, amargamente, sin levantar los ojos del suelo.
—Me parece que me disloqué este condenado tobillo cuando bajé ayer del camión.
—Mejor será que vengas a la enfermería para que te reconozcan. Y, a propósito, Chris, estoy harto de todo esto. Mejor es morir que seguir adelante.
—Estás deprimido, Andy. ¿Quieres que vayamos a andar un poco? Hay una laguna un poco más arriba.
—Tengo jabón en el bolsillo. Podremos asearnos un poco.
—Bueno, pero no andes tan deprisa. Andy, tú eres mucho más inteligente que yo. Tú podrías explicarme los motivos que obligan a un hombre a volverse loco… como a mí me sucede. Tal vez tengo un diablo dentro.
Andrews pasaba por su rostro el suave pétalo de una amapola.
—Me pregunto lo que podría ocurrirme si me comiese unas cuantas flores como éstas —dijo.
—¿Por qué?
—Porque, según dicen, si uno se tumba en un campo de amapolas se queda dormido fácilmente. ¿No te gustaría, Chris? ¿No te gustaría dormir hasta que la guerra hubiese terminado y pudiera uno ser otra vez un ser humano?
Andrews mordió la cápsula verde de la semilla, de la cual salió un líquido lechoso.
—Tiene un gusto amargo. Debe de ser opio.
—¿Y eso qué es?
—Un producto que hace dormir y tener bellos sueños. En China…
—¡Sueños! —le interrumpió Chrisfield—. Anoche tuve uno muy curioso. Soñé que, durante un reconocimiento que llevamos a cabo en el bosque de Bringy, veía a un individuo que se había suicidado.
—¿Quién era?
—¡Bah! Un alemán.
—Eso es aún mejor que el opio —dijo Andrews con voz temblorosa y excitada.
—Soñé también que las moscas que zumbaban en torno suyo eran aviones. ¿Recuerdas nuestra última noche de permiso en el pueblo?
—¿Y el comandante que no quería cerrar la ventana? ¡Pues claro que me acuerdo!
Se tumbaron en el terreno que se extendía desde el camino a la laguna. La carretera quedaba oculta por unos espesos cañaverales que el viento balanceaba dulcemente. En lo alto, unos cúmulos blancos formaban hileras, como fantásticos galeones que avanzaran por el mar a toda vela. Flotaban y cambiaban lentamente de lugar en el cielo verdoso. Las briznas de hierba que flotaban en las aguas de la laguna rompían el reflejo de las nubes sobre la plateada superficie. Permanecieron tumbados durante un rato antes de desnudarse, con los ojos fijos en el cielo, que les parecía inmenso y libre como el propio océano, o, mejor dicho, más inmenso y libre que éste.
—Dice el sargento que van a traernos una máquina para desinfectar la ropa.
—Buena falta nos hace, Chris. —Andrews empezó a desnudarse lentamente—. Es estupendo sentir sobre el cuerpo la caricia del aire y el sol, ¿verdad, Chris? —Se acercó a la laguna y se tumbó boca abajo sobre la fina y suave hierba de la orilla—. Es magnífico tumbarse así —dijo con voz soñadora—. Se siente la piel suave y flexible, y nada en el mundo es tan maravilloso como un músculo. No sé qué haría si no tuviese cuerpo, Chris.
Chrisfield se echó a reír.
—Fíjate en lo hermoso que está mi tobillo… ¿Qué, hay muchos bichos? —preguntó.
—Intentaré ahogarlos a todos —respondió Andrews—. Chris, quítate de una vez ese apestoso uniforme. Al contacto del sol y del aire volverás a sentirte como un ser humano, no como un soldado piojoso.
—¡Hola, muchachos! —gritó de pronto un voz estridente. Un individuo de nariz y barbilla afiladas había surgido a sus espaldas. Era de la Y. M. C. A.
—¡Hola! —respondió Chrisfield hoscamente, acercándose al agua cojeando.
—¿Quieres el jabón? —dijo Andrews.
—¿Vais a nadar un poco? —preguntó el recién llegado, y añadió con convicción—: Eso es magnífico.
—¿Por qué no lo hace usted también? —preguntó Andrews.
—Gracias, gracias… Y si me permitís una sugerencia, ¿por qué no os metéis en el agua de una vez? Hay dos francesitas que os miran desde la carretera —dijo el recién llegado con una risita burlona.
—Si a ellas no les importa… —repuso Andrews enjabonándose con verdadera furia.
—Creo que hasta les gusta —dijo Chrisfield.
—Sí, sí, ya sé que no son precisamente… morales, pero…
—Al fin y al cabo, ¿por qué no han de mirarnos? Tal vez dentro de poco nadie pueda hacerlo.
—¿Qué quieres decir?
—¿Ha visto alguna vez los efectos de un pequeño casco de metralla sobre el cuerpo humano? —preguntó Andrews ásperamente. Luego se arrojó al agua y avanzó nadando hasta la mitad de la laguna.
—¿Por qué no les dice que vengan y nos ayuden a matar bichos? —dijo Chrisfield, e imitó a su amigo.
Al llegar al centro de la laguna se detuvo a descansar junto a un banco de arena, allí donde el agua tibia tenía poca profundidad. Se volvió para mirar al individuo de la Y. M. C. A., que seguía en la orilla. Detrás de él distinguió otras figuras de hombres desnudos, la ropa interior amarillenta y muchas cabezas que surgían de las aguas y desaparecían a continuación. Al salir halló a Andrews sentado con las piernas cruzadas sobre su ropa. Chrisfield cogió la camisa y empezó a vestirse.
—No llego a decidirme a ponerme otra vez esa cochina indumentaria —dijo Andrews en voz baja, como si hablase consigo mismo—. Me siento así tan limpio, tan libre… Vestirse es como aceptar voluntariamente la suciedad, la esclavitud… Creo que voy a recorrer los campos tal como estoy…
—¿A servir a tu patria llamas esclavitud, amigo mío? —dijo a su lado el individuo de la Y. M. C. A. Había estado dando vueltas por entre los bañistas. Su impecable traje y sus botas y polainas lustrosas contrastaban enormemente con los uniformes manchados de barro y húmedos de sudor de cuantos le rodeaban.
—Precisamente.
—Vas a buscarte un disgusto hablando de ese modo, muchacho —dijo el otro con cierta reserva.
—¿Cómo define usted la palabra «esclavitud»?
—Recuerda que eres un simple voluntario en la causa de la democracia, que haces todo esto para que tus hijos puedan vivir en paz el día de mañana.
—¿Ha matado usted a alguien alguna vez?
—No, no, claro que no. Pero puedo aseguraros que me habría alistado en el Ejército si no tuviese un defecto en la vista.
—Me lo figuraba —dijo Andrews en voz baja.
—Recordad que vuestras mujeres, vuestras hermanas, vuestras novias y vuestras madres rezan en estos momentos por vosotros.
—Más valdría que en vez de rezar me enviasen una camisa limpia —dijo Andrews empezando a vestirse—. ¿Hace mucho que está usted aquí?
—Tres meses justos —repuso el hombre. Y su rostro cetrino se iluminó de repente—. Y os aseguro, muchachos, que estos tres meses valen por todos los demás años de mi… vida. He oído hablar del gran corazón de los americanos. No olvidéis que nuestra empresa es una empresa cristiana.
—Vamos, Chris, acabemos de una vez.
Dejaron a aquel individuo paseando entre los soldados que había junto a la orilla de la laguna los cuales, al contemplar el reflejo del cielo verdoso y plateado y de las grandes nubes blancas, sentían la inmensa libertad del ancho espacio. Cuando cruzaban el camino oyeron aún su voz estridente.
—Y para esto vivimos —dijo Andrews.
—Oye, Andy, ¡qué bien sabes hablar con esa clase de gente! —exclamó Chris admirado.
—¿De qué nos sirve hablar? Mira, todavía hay madreselvas en flor. ¿No te recuerda este perfume a nuestra patria, Chris?
—¿Cuánto les pagarán a esos individuos, Andy?
—Que me ahorquen si lo sé.
Llegaron al campamento en el preciso momento de alinearse para el rancho. Los soldados, animados por el olorcillo a comida y el entrechocar de las cazuelas, hablaban y reían. Cerca de la cocina de campaña, Chrisfield vio al sargento Anderson que hablaba con Higgins, sargento de su compañía. Ambos reían. Oyó la voz fuerte de Anderson, que decía en tono jovial:
—Esta vez hemos pasado lo peor, Higgins. Y creo que lo mismo haremos en el futuro.
Ambos sargentos se miraron. Luego contemplaron paternal y condescendientemente a sus hombres y se echaron a reír.
Chrisfield se sintió impotente como un buey bajo el yugo. Tenía que trabajar, que esforzarse hasta el máximo, que ponerse firme…, mientras aquel Anderson de pálido rostro podía holgazanear de un lado a otro como si el mundo le perteneciese. Extendió su cazuela. Un soldado echó el rancho en ella: carne con salsa. Chrisfield se apoyó en el muro cubierto de papel alquitranado de la choza, y mientras comía siguió mirando con encono a los dos sargentos, que charlaban y reían tranquilamente, entretanto que los soldados de dos compañías comían apresuradamente, como perros hambrientos, alrededor de ellos.
De pronto, Chrisfield miró a Anderson con fijeza. Éste se había sentado sobre la hierba, con los ojos fijos más allá de los trigales. El humo de su cigarrillo formaba espirales alrededor de su rostro y de su cabeza. Chrisfield crispó los puños, sintiendo que su odio crecía por momentos.
«Indudablemente, debo de tener un demonio en el cuerpo.»
Las ventanas estaban tan cerca del césped que la pálida luz tenía reflejos verdosos dentro de la choza que les servía de cuartel. Los soldados se hallaban tumbados en camastros hechos de alambres entrecruzados sobre un marco de madera. Sus rostros, aunque tostados por el sol, parecían macilentos, con esa tonalidad enfermiza de los que suelen trabajar siempre en el interior de una oficina. En el tejado habían anidado las golondrinas, que dejaban huellas de su paso sobre el entarimado: unas manchas blancas en el trecho que mediaba entre las hileras de camas. En el suelo había también trozos cubiertos de hierba amarillenta que ni el frecuente pisar de los que entraban y salían había conseguido exterminar.
La choza estaba solitaria y Chrisfield percibía claramente el piar de las pequeñas golondrinas.
Se sentó silenciosamente en el borde de uno de los camastros y miró por la puerta entreabierta las sombras azuladas que empezaban a invadir la tierra y el césped de la pradera que se extendía por la parte trasera. Sus manos, del color de la terracota, colgaban entre sus rodillas. Silbaba quedamente. Sus ojos, cercados de largas y negrísimas pestañas, se fijaban en la lejanía, a pesar de que no estaba pensativo. Experimentaba una inefable sensación de paz y de dicha. Era maravilloso saberse solo en el cuartel mientras los demás hombres estaban en el campo, haciendo prácticas de lanzamiento de granadas. No, seguramente nadie le chillaría por el momento.
Le invadió una agradable somnolencia. Cerca de allí, en la cocina de campaña, cantaba un hombre:
¡Oh, mi novia es Lulú!
¡Es Lulú, mi hermosa novia!
En sus nidos, sobre el tejado, las jóvenes golondrinas piaban débilmente. Se oía de vez en cuando un batir de alas, y una golondrina de gran tamaño rozaba el techo. Chrisfield sintió en las mejillas un agradable calorcillo. Inclinó la cabeza sobre el pecho. En el exterior, el cocinero seguía cantando una y otra vez, en voz baja y acompañado por el ruido de las sartenes, la misma canción:
¡Oh, mi novia es Lulú!
¡Es Lulú, mi hermosa novia!
Chrisfield se quedó dormido.
Se despertó sobresaltado. En el interior era casi oscuro. En el vano de la puerta se recortaba una alta figura masculina.
—¿Qué estás haciendo aquí? —refunfuñó una voz grave.
Chrisfield le miró con los ojos semicerrados. Automáticamente se puso en pie. Podía ser un oficial. Le miró escrutadoramente. Era Anderson que se interponía entre él y la luz del exterior, la verdosa oscuridad, la piel de su rostro partía tan blanca como el yeso, y en ella resaltaban las espesas cejas, que se juntaban sobre la nariz, el pelo oscuro que apuntaba en su barbilla.
—¿Por qué no estás con la compañía?
—Estoy aquí de centinela —murmuró Chrisfield. Y sintió que la sangre le hervía en las venas y que el pulso le golpeaba en sus sienes sus muñecas. Sus ojos fulguraron. Los tenía fijos en el suelo, a los pies de Anderson.
—La orden era que saliese la compañía entera, sin dejar ningún centinela atrás.
—¡Ah!
—Cuando vuelva el sargento Higgins discutiremos la cuestión. ¿Está limpio el cuartel?
—Usted me llamó maldito embustero, ¿no es cierto? —preguntó Chrisfield, sintiendo un súbito júbilo. Se daba cuenta de que la cólera se apoderaba de él. Era como si su cuerpo se desintegrara, como si fuese otro quien contemplase de lejos crecer su propio furor.
—Habrá que limpiar todo esto. Ese endiablado general puede presentarse de un momento a otro a inspeccionar nuestro cuartel —siguió diciendo Anderson con frialdad.
—Usted dijo que yo era un maldito embustero, ¿no? —repitió Chrisfield con toda la insolencia de que fue capaz—. Supongo que ni siquiera se acuerda de mí.
—Sé perfectamente que un día quisiste arrojarme un cuchillo —dijo Anderson fríamente, encogiéndose de hombros—. Me figuro que habrás aprendido un poco más de disciplina. En todo caso, hay que limpiar esto. ¡Por vida de…! Ni siquiera han quitado los nidos. ¡Vaya una compañía! —dijo Anderson lanzando una pequeña carcajada.
—No pienso hacer lo que me dice.
—Mejor será que obedezcas. Si no lo hace será mucho peor —dijo el sargento con voz ronca y grave.
—Si salgo un día del Ejército, pienso matarle. Creo que ya ha abusado usted bastante de mí —dijo Chrisfield fríamente, tan fríamente como hubiera podido hablar Anderson.
—Veremos lo que opina de tu actitud un consejo de guerra.
—Me importa un bledo lo que usted haga.
El sargento Anderson giró sobre sus talones y salió retorciendo nerviosamente con sus grandes dedos uno de los botones de su guerrera. Afuera se oía el rumor de pasos. Una voz orden romper filas. Los soldados invadieron la choza charlando y riendo. Chrisfield seguía sentado al borde del camastro, mirando fijamente el vano de la puerta. Vio a Anderson que hablaba con el sargento Higgins. Vio también cómo se estrechaban la mano y cómo Anderson se alejaba. Luego oyó que el sargento Higgins gritaba:
—Creo que la próxima vez que te vea tendré que cuadrarme para saludar.
Anderson respondió con una risa que se perdió en la distancia.
El sargento Higgins entró en la cabaña, se acercó a Chrisfield y dijo en tono rudo:
—Quedas arrestado. Small, encárgate de este hombre. Toma su cartuchera y su fusil. Haré que te releven a la hora del rancho.
Salió de allí. Todos los ojos se fijaron curiosamente en Chrisfield. Small, un individuo de cara muy roja y larga nariz que casi rozaba su labio superior, se acercó tímidamente al camastro en donde estaba Chrisfield. Cogió el fusil, que, al apoyarlo en el suelo, hizo un ligero ruido. Alguien se echó a reír. Andrews se aproximó al grupo. A juzgar por la expresión de sus ojos azules y por las líneas que cruzaban sus mejillas tostadas por el sol estaba preocupado.
—¿Qué ha sucedido, Chris? —preguntó en voz baja.
—Le dije a aquel condenado que me importaba un bledo lo que hiciese —repuso Chrisfield con voz quebrada.
—Oye, Andy, creo que no debo permitir que los demás le hablen —dijo Small, evidentemente contrariado por tener que decir aquello—. No sé por qué el sargento me encarga siempre a mí todas las cosas antipáticas y desagradables.
Andrews se alejó sin contestar.
—Ánimo, Chris. No pueden hacerte nada —dijo Judkins desde la puerta, haciendo una cómica mueca.
—Me importa un bledo lo que hagan —volvió a decir Chrisfield.
Se tumbó en su camastro y contempló el techo. La choza se llenó de ruidos, pues la limpieza había comenzado. Judkins barría el suelo con una escoba hecha de ramas secas. Otro hombre quitaba los nidos de las golondrinas con ayuda de la bayoneta. Los nidos caían al suelo y sobre los camastros, levantando un revuelo de pluma y un olor a liza. Los pequeños pajarillos, con su escaso plumaje y su desproporcionado pico de color anaranjado, producían un suave rumor al caer sobre el entarimado y se quedaban allí piando levemente. Entretanto, las golondrinas grandes entraban y salían, rozando a veces el techo bajo.
—Podrías por lo menos recogerlo —gritó Small al ver que Judkins se limitaba a barrer los indefensos cuerpecillos junto con el polvo y la porquería.
Un corpulento individuo se entretuvo en recoger a los animalillos uno por uno. En sus labios se dibujaba una expresión de cálida ternura. Formó con ambas manos un hueco, como un nido, de donde salían los largos pescuezos y los anaranjados picos. A la puerta tropezó con Andrews.
—¡Hola, Dad! —dijo éste—. ¿Qué diablos pasa aquí?
—He recogido unos cuantos.
—¿Conque ni siquiera han podido dejar ahí a esos pobrecillos animales indefensos? ¡Dios! Por lo visto, sólo se proponen una cosa: hacer daño, no importa que sea un pájaro, un animal o una persona.
—La guerra es la guerra, no una diversión.
—¡Maldita sea! No creo que eso pueda ser una razón para martirizar más de la cuenta a las demás personas.
En la puerta apareció un rostro de nariz y barbilla puntiaguda y cutis apergaminado.
—¡Hola, muchachos! —dijo el miembro de In Y. M. C. A.— Creo conveniente comunicaros que mañana abro una cantina en la última choza de la carretera de Beaucourt. Habrá chocolate, cigarrillos, jabón y… de todo.
Los soldados le aclamaron hasta hacerle enrojecer de alegría. Luego se fijó en los pajarillos que Dad tenía en las manos.
—¿Cómo pudo hacer eso? —preguntó—. Nunca creí que un soldado americano pudiese ser tan deliberadamente cruel.
—Sin duda tiene todavía muchas cosas que aprender —respondió Dad, y sus piernas se perdieron en las sombras.
Con ojos distraídos, Chrisfield había seguido la escena que acababa de desarrollarse en la puerta. Trataba afanosamente de dominar el nerviosismo que se había ido apoderando de él. Era inútil que se repitiese una y otra vez que aquello le importaba un bledo. La perspectiva de comparecer ante tantos oficiales, de soportar todas las preguntas de aquellas voces secas, le asustaba. Hubiese preferido que le azotasen. Seguramente no habría qué responder. Tal vez se hiciera un lío y dijese lo que no tenía que decir, o quizá no pudiera ni pronunciar una sola palabra. ¡Si Andy le acompañase! Andy era un muchacho educado, tan educado como los propios oficiales. Tal vez tuviera incluso más inteligencia que todos ellos juntos. Él sabría defenderse, y también defender a sus amigos, si se lo permitían.
—Me siento como aquellos pajarillos que se ponían al alcance de nuestros fusiles cuando estábamos en las trincheras de Boticourt —dijo Jenkins riendo.
Chrisfield escuchaba indiferente la charla de los que le rodeaban. Le parecía pertenecer a otro mundo distinto, como si ya hubiese sido apartado definitivamente de sus compañeros. Desaparecía sin que nadie se preocupase ni llegaran a saber lo que fue de él.
Tocaron a rancho. Los hombres fueron desfilando. Chrisfield oía sus voces en el exterior. Siguió tumbado en la oscuridad, mirando el techo. Por la puerta entraba una leve claridad azulada que ponía reflejos purpúreos en el rostro habitualmente rojo de Small y en su larga nariz ganchuda en cuya punta brillaba una gota.
Chrisfield encontró a Andrews lavando una camisa en el arroyuelo que corría por entre las ruinas del poblado, en el lado opuesto del camino junto al cual se hallaban situados los edificios en que acampaba la división. El cielo azul, sembrado de nubes blancas y rosadas, ponía en las aguas brillantes reflejos blanquecinos y azulados. En el lecho del arroyo se veían cascos viejos, restos de equipos y latas vacías que en otro tiempo contuvieron carne. Andrews volvió la cabeza. Tenía un poco de barro en la nariz y espuma de jabón sobre el mentón.
—¡Hola, Chris! —dijo, fijando sus brillantes ojos azules en los de su amigo—. ¿Qué ha pasado? —Tenía el ceño fruncido, sin duda alguna por la ansiedad.
—Confiscación de dos tercios de una paga y reclusión en el cuartel —dijo Chrisfield alegremente.
—¡Atiza! Pues han sido clementes.
—¡Hum! Dijeron que era un buen tirador y que… En fin, que por esta vez me perdonaban.
Andrews siguió frotando la camisa.
—Está tan cochina que creo que nunca podré verla limpia —dijo.
—Quita de ahí, Andy. Yo la lavaré. Tú no sirves para estas cosas.
—Nada de eso. Tengo que hacerlo yo.
—He dicho que quites de ahí.
—Muchas gracias, Chris.
Andrews se levantó, alzó un brazo arremangado hasta el codo y con la mano se limpió el barro de la nariz.
—Tengo que terminar con ese canalla —dijo Chrisfield frotando la camisa.
—No seas idiota, Chris.
—Juro que he de acabar con él.
—¿A qué viene enfadarse ahora? El incidente terminó. Puede que nunca más vuelvas a verle.
—No hablo porque esté enfadado, sino porque he decidido acabar con él —dijo Chrisfield. Y arrollando cuidadosamente la camisa, se la arrojó a Andrews a la cara y murmuró:
—Aquí tienes.
—Eres un buen chico, Chris, aunque seas un perfecto idiota.
—He oído decir que nos mandan al frente un día de éstos.
—Por esa carretera pasa continuamente la artillería francesa, inglesa y de todos los viejos modelos.
—Dicen que el bosque de Oregón se ha convertido en un verdadero infierno.
Echaron a andar lentamente por el camino. Un correo motorizado pasó junto a ellos. El vehículo silbó a su lado.
—Ésos sí que se divierten —dijo Chrisfield.
—No creo que nadie se divierta en estos tiempos.
—¿Qué me dices de los oficiales?
—En realidad, están tan ocupados en darse importancia que creo que no tienen tiempo ni para divertirse.
La fría lluvia azotaba su rostro como si fuera un látigo. No se veían luces ni se oía ruido alguno, salvo el producido por la lluvia al caer sobre la hierba. Se esforzó por ver en la oscuridad, hasta que ante sus ojos aparecieron unas manchas rojas y amarillas que danzaban locamente. Caminaba despacio, con cuidado, apretando casi con cariño algo que llevaba en la mano bajo el impermeable. Sintió que su cólera se suavizaba de un modo extraño. Era como si anduviese detrás de su propia persona, espiando sus acciones y como si el espectáculo de lo que contemplaba le hiciese dichoso y le diera ganas de cantar.
Se volvió para que la lluvia acariciase de nuevo sus mejillas. Sintió bajo su casco el pelo bañado en sudor. Éste resbalaba por su rostro y se mezclaba a las gotas de lluvia. Apretó cuidadosamente los dedos sobre la suave superficie del objeto que tenía en la mano.
Se detuvo y cerró los ojos un momento. Por encima del rumor de la lluvia percibió el ruido de unas voces masculinas que hablaban dentro de una choza. Cerró los ojos porque había creído ver el blanco rostro de Anderson frente a él. Aquel mentón deficientemente afeitado. Aquellas cejas que se juntaban sobre la nariz…
Se dio cuenta de que había llegado junto a la pared de una casa. Extendió la mano, pero al rozar con ella el mojado y áspero papel alquitranado la retiró bruscamente, como si hubiese tocado a un muerto. Siguió avanzando a lo largo de la pared, pisando con cuidado. Notaba una sensación muy parecida a la que experimentó el día en que efectuó el reconocimiento en el bosque de Bringy. Como entonces, acudieron a su mente algunas frases. Entre ellas, una cuyo significado apenas entendía: «Luchad en pro de la democracia en el mundo». Eran consoladoras estas palabras. Llenaban por completo su cerebro. Las repitió una y otra vez. Y, entretanto, con su mano libre intentó abrir los postigos de madera de una ventana. El postigo se abrió un poco, crujiendo estrepitosamente con un ruido que ahogó el rumor de la lluvia sobre el tejado, del cual caía una cascada de agua que en aquellos momentos alcanzaba su rostro.
De pronto, un rayo de luz transformó el paisaje, partiendo en dos la oscuridad. La lluvia brillaba como una cortina de abalorios. Chrisfield contempló el interior de una pequeña habitación en la que había una luz encendida. Ante una mesa cubierta de impresos en blanco de distintos tamaños estaba sentado un cabo. Tras él había un camastro y un montón de enseres. El cabo leía una revista. Chrisfield le miró durante un buen rato. Sus dedos apretaron con fuerza el suave objeto que sostenían. No había nadie más en la habitación.
Chrisfield sintió una especie de pánico. Se apartó ruidosamente de la ventana y empujó la puerta.
—¿Dónde está el sargento Anderson? —preguntó entrecortadamente al primer hombre con quien tropezó.
—Ahí está el cabo por si se trata de algo importante —respondió el individuo—. Anderson se ha marchado al O. T. C.[7] Salió anteayer.
Chrisfield se halló de nuevo a merced de la lluvia. Ésta azotaba su rostro, cegándole. Estaba temblando. Súbitamente se sintió aterrorizado. El suave objeto que apretaba en la mano se le antojó de pronto una ascua ardiente. Aguzó el oído, seguro de oír una explosión. Siguió andando por el camino, cada vez más rápidamente, como si quisiera huir de esa explosión. Tropezó con un montón de piedras. Automáticamente arrancó la cinta del seguro de la granada y la arrojó lejos.
Siguió un minuto de pausa.
En medio de un campo de trigo surgió una llamarada roja. El ruido fue ensordecedor.
Chrisfield continuó andando deprisa bajo la lluvia. Tras él, a la puerta de una choza, oyó el rumor de unas voces excitadas. Siguió andando, indiferente a todo, cegado por la lluvia. Cuando por fin alcanzó un espacio iluminado, ni siquiera acertó a ver quién había en la taberna.
—¡Por todos los diablos, Chris! —exclamó la voz de Andrews.
Chrisfield se enjugó las gotas de lluvia que temblaban en sus pestañas. Sentado ante una mesa llena de papeles, en la que había también una botella de champaña, Andrews escribía. La voz de éste fue un sedante para Chrisfield. Le hubiese gustado que su amigo siguiese hablando durante un buen rato.
—Que me ahorquen si no eres el mayor idiota de todos los tiempos —siguió diciendo Andrews en voz baja.
Cogió a Chrisfield por un brazo y le arrastró a la trastienda, en donde había una cama muy alta, cubierta con una colcha oscura y una mesa grande en la que se veían los restos de una comida.
—Pero ¿qué te sucede? Estás temblando como un chiquillo. ¿Qué demonios…? ¡Oh! Perdona, Crimpette. C’est un ami. Conoces a Crimpette, ¿verdad, Chris? —dijo Andrews señalando a una muchacha que acababa de salir de detrás de aquel lecho. Tenía la cara blanducha y rosada y unas profundas ojeras violáceas, tan oscuras que parecía haber recibido un golpe en los ojos. Llevaba el cabello revuelto y un traje de muselina gris bastante sucio, en el que faltaban varios botones, cubría sus grandes senos y sus carnes flojas. Chrisfield la miró codiciosamente, como si toda su cólera se fundiese ante la ardiente llama del deseo.
—¿Qué te pasa, Chris? ¿Estás loco? ¿Por qué saliste del cuartel?
—Déjame, Andy. Apártate de mi camino. Yo no soy de tu clase… Déjame.
—No estás en tus cabales. Pero prefiero ser de tu clase a ser de la clase de algunos otros. Vamos, echa un trago.
—Ahora no.
Andrews volvió a sentarse ante sus papeles y su botella, y empujó los platos con restos de comida para dejar un espacio libre en la mesa grasienta. Luego bebió directamente de la botella, tosió, se llevó a la boca un extremo del lápiz y contempló gravemente el papel que tenía ante sí.
—Soy de tu clase, Chris —siguió diciendo—. Sólo que estoy domado. ¡Dios, qué bien domado estoy!
Chrisfield no escuchaba lo que su amigo decía. Miraba fijamente a la mujer que tenía enfrente. Ella le miraba también, con expresión estúpida y asustada. Chrisfield buscó dinero en sus bolsillos. Como acababa de cobrar, tenía un billete de cincuenta francos. Lo sacó y lo desdobló para que ella lo viese. Los ojos de la muchacha brillaron. Sus pupilas se hicieron más pequeñas al fijarse en el trozo de papel de varios colores. Chrisfield hizo con él una bolita y lo introdujo entre los amplios senos de Crimpette.
Momentos más tarde, Chrisfield se sentaba frente a Andrews. Llevaba todavía el impermeable mojado.
—Debes creer que soy un verdadero cerdo —dijo con voz normal—. Y lo peor es que tienes razón.
—Nada de eso —repuso Andrews. Obedeciendo a un impulso, apoyó una mano sobre la de Chrisfield.
—Dime, ¿por qué temblabas de aquel modo cuando entraste? Ahora pareces más tranquilo.
—No tengo la menor idea —respondió Chris con voz suave.
Hubo una larga pausa, durante la cual oyeron los pasos de la mujer que se movía tras ellos.
—Vámonos —dijo Chrisfield.
—Perfectamente. Bon soir, Crimpette.
Había cesado de llover. Un viento tormentoso barría las nubes. Aquí y allí surgían grupos de estrellas.
Anduvieron en silencio, cruzaron alegremente los charcos. En algunos, si el viento no agitaba las aguas, se reflejaban las estrellas.
—¡Cristo! Me gustaría ser como tú, Andy —dijo Chrisfield.
—No debes desearlo, Chris. No valgo nada. Soy simplemente un hombre sometido, domado. No sabes lo endiabladamente domado que estoy.
—Pero eres inteligente. Y eso ayuda a triunfar en el mundo.
—¿Y de qué sirve triunfar en un mundo que no vale la pena de ser tenido en cuenta? Chris, pertenezco a un mundo en donde la inteligencia no sirve para nada. Creo que lo mejor que puede sucedemos, es que nos maten en el transcurso de ésta carnicería. Somos una generación de hombres domados. Tú vales más que yo.
—¿Yo? ¡Pero si no sirvo para nada! Y me importa un bledo que… ¡Demonios, qué sueño tengo!
Al entrar en el cuartel, el sargento miró escrutadoramente a Chrisfield.
—Corren rumores por los retretes, sargento. Los muchachos de la división 32 dicen que salimos el jueves para el frente.
—Parecen muy enterados.
—En todo caso, son las últimas noticias de los retretes.
—Comprendo. Bien, si lo que deseas son noticias frescas, te las daré, Andrews. Que me vuelva perro si eso no sucede antes del jueves —dijo el sargento Higgins con aire misterioso.
Chrisfield se dirigió a su camastro, se desnudó en silencio, se tumbó entre las mantas, estiró los brazos lánguidamente unas cuantas veces y, mientras Andrews seguía charlando con el sargento, se quedó dormido.