V
Andrews sintió que alguien le rodeaba el cuello con un brazo.
—Te he buscado hasta en el infierno, Andy —dijo Chrisfield a su oído, sacándole de su abstracción. Andrews observó que el aliento de su amigo olía intensamente a coñac.
—Mañana me voy a París, Chris —dijo.
—Ya lo sé, muchacho. Por eso precisamente quería verte. No creo que vayas a París por tu voluntad. ¿Por qué no vienes con nosotros a Alemania? Me han dicho que allí viviremos como reyes.
—Ven —dijo Andrews—. Vamos al reservado de Babette.
Chrisfield se apoyó en su hombro y caminó junto a él con paso vacilante. Al llegar al seto, tropezó y ambos estuvieron a punto de caer al suelo. Se echaron a reír, y riendo aún penetraron en la cocina oscura, en la que se encontraban la mujer de cara roja y su hijo sentados junto al luego. El resplandor de las llamas era la única luz que iluminaba el recinto. El chiquillo empezó a llorar en cuanto advirtió la presencia de los soldados. La mujer se levantó y fue a buscar vino y una lámpara, sin dejar de hablar con el niño.
Andrews contempló el rostro de su amigo. Sus mejillas habían perdido la redondez infantil que tenían cuando habló con él por primera vez mientras recogían colillas frente al cuartel, en el campo de instrucción.
—Repito que deberías venir a Alemania con nosotros. En París no hay más que… golfas.
—El caso es, Chris, que no deseo vivir como un rey. Ni siquiera como un sargento o un comandante en jefe. Quiero vivir como John Andrews, simplemente.
—¿Y qué harás en París, Andy?
—Estudiar música.
—Espero que algún día, cuando en un cinematógrafo enciendan las luces, veré sentado al piano nada menos que a mi viejo amigo Andy.
—Precisamente. ¿Qué tal te va de cabo, Chris?
—No sé qué decirte —dijo Chris escupiendo—. Es curioso, ¿verdad? ¡Quién había de decir e aquellos tiempos en que tú y yo éramos camaradas, que yo llegaría a ser cabo! —Andrews no respondió, Chrisfield se sentó y contempló silenciosamente el fuego. De pronto dijo—: En cuanto a aquel tipo… acabé con él. Fue sencillísimo.
—¿Qué estás diciendo?
—Digo que acabé con él. Eso es todo.
—¿Quieres decir que…?
Chrisfield asintió.
—¡Hum! En el bosque de Oregón —dijo. Andrews no contestó. De pronto se sintió muy fatigado. Recordó el aspecto de algunos cadáveres. Chrisfield añadió—: Nunca creí que pudiera ser tan fácil.
La mujer apareció en un extremo de la c ciña con una vela en la mano. Chrisfield guardó silencio.
—Mañana me voy a París —dijo Andrews bulliciosamente—. Eso significa el final de mi vida de soldado.
—Creo que lo pasaremos muy bien en Alemania, Andy. Dice el sargento que vamos a Cob… ¿Cómo se llama esa ciudad?
—Coblenza.
Chrisfield se sirvió un vaso de vino, lo bebió de un trago y se secó luego los labios con el dorso de la mano.
—¿Recuerdas cómo nos conocimos, Andy? Reuníamos colillas del suelo en aquel maldito campamento de instrucción.
—Ha llovido mucho desde entonces.
—Lo más probable es que nunca volvamos a vernos.
—¡Voto al diablo! ¿Por qué no?
De nuevo quedaron silenciosos, contemplando los leños que se iban apagando. A la luz vacilante de la vela vieron a la mujer, que, con los brazos en jarras, los miraba fijamente.
—La verdad es que si saliese del Ejército en este momento no sabría lo que hacer, Andy.
—Adiós, Chris. Me voy —dijo Andrews con voz ronca, levantándose de un salto.
—Adiós, Andy, viejo amigo. Yo pagaré esto —dijo Chrisfield, indicando a la mujer de cara roja que se acercase. Ésta avanzó con lentitud hacia el espacio iluminado.
—Gracias, Chris.
Andrews salió al exterior. Caía una llovizna Iría y cortante. Alzó el cuello de su guerrera y echó a correr por la calle llena de barro en dilección al cuartel.