I
Tras la ventana, el atardecer tenía un extraño color amoratado. La lluvia caía rápidamente azotando los cristales rotos. El repiqueteo de las gotas sobre las planchas de zinc del tejado resultaba monótono y desagradable. Fuselli se quitó el chorreante impermeable y quedó de pie ¡unto a la ventana, contemplando tristemente el caer de la lluvia. A su espalda estaba la humeante cocina, a la que un individuo no cesaba de echar leña. Más allá había unas sillas de campaña bastante deterioradas. Tras el mostrador, un individuo sonriente servía chocolate a un grupo de soldados que hacían cola.
—Aquí, para obtener lo que se quiere, hay que hacer cola siempre, ¿verdad? —preguntó Fuselli.
—Es cuanto se puede hacer en este agujero —dijo un hombre a su lado, y añadió, señalando la ventana con un dedo—: ¿Ves cómo llueve? Hace tres semanas que estoy en este campamento y aún no ha dejado de llover. ¿Qué me dices de este endiablado país?
—Es muy distinto del nuestro —repuso Fuselli—, pero, en fin, voy por mi chocolate.
—Es una porquería.
—No importa. Lo probaré.
Fuselli se dirigió al final de la fila y esperó a que le llegase el turno. Pensaba en las calles de San Francisco, en el espectáculo del muelle, salpicado de luces ambarinas, tal como podía contemplarlo muchos atardeceres gloriosos al salir del trabajo y volver al hogar. Pensaba en Mabe, en el momento en que se despidieron, cuando ella le tendió aquella caja de bombones. Súbitamente le distrajo el rumor de unas voces que sonaban muy cerca. El hombre que estaba tras él, hablaba precipitadamente. Parecía nervioso. Fuselli creyó percibir su aliento en el cuello.
—¡Por vida de…! —exclamó—. Según parece, tú también estabas allí. Y bien, ¿dónde te hirieron?
—En la pierna, pero ya estoy casi bien.
—Yo no puedo decir lo mismo. Nunca volveré a ser el de antes. El médico dice que sí, que ya estoy bien, pero sé perfectamente que se equivoca. Es un estúpido embustero.
—Un mal asunto, ¿verdad?
—¡Por todos los diablos! No quisiera volver a vivir uno parecido. Ni de noche puedo dormir, pensando en la forma de los cascos de esos endiablados alemanes. ¿Has pensado alguna vez en la forma de esos malditos cascos?
—¿Acaso no son como todos? —preguntó Fuselli volviéndose y dirigiéndose a ambos individuos—. Los he visto en el cine —dijo sonriendo, como si con su sonrisa quisiera excusarse.
—¿Has oído al novato, Tub? Dice que los ha visto en el cine —murmuró el hombre de la voz nerviosa, riendo de una forma forzada y extraña—. ¿Hace tiempo que estás aquí, muchacho?
—Dos días.
—Nosotros, sólo dos meses, ¿verdad, Tub?
—Cuatro meses, amigo. Creo que empieza a fallarte la memoria.
El hombre que servía el chocolate se volvió sonriendo hacia Fuselli y le llenó la taza.
—¿Cuánto es?
—Un franco —respondió amable y condescendientemente su interlocutor.
—Me parece un precio exagerado por una taza de chocolate —dijo Fuselli.
—Estamos en guerra, joven. No hay que olvidarlo —dijo el hombre con severidad—. Puede considerarse afortunado en poder tomarlo.
Fuselli sintió como si un escalofrío recorriese su espina dorsal. Volvió junto a la cocina para beber su taza de chocolate.
Evidentemente, estaban en guerra. Si el sargento le hubiese oído quejarse, tal vez… Sí, tal vez hubiese perdido una bonita oportunidad de prosperar, y habría perjudicado sus planes de llegar a cabo.
Tenía que ir con cuidado, limitarse a estar alerta y cumplir con su obligación. Estaba seguro de que sólo así triunfaría su ambición.
—Me gustaría saber por qué causa no nos sirven más chocolate —dijo la voz nerviosa del hombre que se hallaba tras él.
Todo el mundo volvió la cabeza en la misma dirección. El hombre que servía el chocolate movía la cabeza enérgica y negativamente, diciendo con voz airada:
—Ya le dije que no hay más chocolate. Salga de aquí.
—No tiene derecho a ordenarme que salga de aquí. Su obligación es darme más chocolate. ¡Usted nunca ha estado en el frente, maldito ladrón!…
Chillaba con toda la fuerza de sus pulmones, moviendo el cuerpo amenazadoramente. Su amigo intentaba en vano apartarle de allí.
—¡Vamos, basta ya! ¡Puedo denunciarle! —gritó el individuo que servía el chocolate—. ¿Es que no hay aquí ni un oficial?
—Haga lo que haga, me tendrá sin cuidado. Nunca será tan malo como lo que acabo de pasar —dijo el soldado en el paroxismo del furor.
—¿Es que no hay ningún oficial entre todos los presentes? —repitió su interlocutor, mirando a uno y a otro lado. En sus pequeños ojos brillaban la crueldad y el odio. Tenía los labios apretados, formando como una línea fina y dura.
—¡Cállese de una vez! —gritó el compañero del que inició la discusión—. Ya le convenceré para que me siga. ¿No comprende que el pobre no está…?
Fuselli sintió un súbito y extraño terror. Evidentemente, nunca pensó que las cosas pudiesen llegar a tales extremos. ¿Cómo imaginarlo, cuando en la sala de espectáculos del campamento contemplaba el desfile de tantos alegres soldados vestidos de caqui, entrando triunfalmente en las ciudades, persiguiendo a los aterrorizados alemanes a través de campos y campos de patatas y salvando a las campesinas belgas, en paisajes pintorescos y románticos?
—¿Sucede esto a menudo? —preguntó al soldado que tenía más cerca—. ¿Vuelven muchos… así?
—Algunos. Ten en cuenta que este campamento es de convalecientes.
El individuo que se hallaba ante el mostrador, acompañado de su amigo, se había acercado al calor de la cocina, y ambos hablaban en voz baja.
—Haz lo posible por recobrarte, muchacho —decía el segundo al primero.
—Ya pasó todo, amigo. Me encuentro perfectamente. Ese sinvergüenza me hizo perder los estribos. Eso fue todo.
Fuselli le miró con curiosidad. Tenía la piel amarilla y apergaminada, la frente ancha y enjuta y el cabello castaño, escaso y rizado. En sus ojos vidriosos brillaba una extraña expresión cuando tropezaron con los de Fuselli. No obstante, al verle, sonrió amablemente.
—¡Caramba! Ahí está el muchacho que sólo ha visto en el cine los cascos alemanes. Vamos, acércate. Echaremos un trago de cerveza en la cantina inglesa.
—¿Tenéis cerveza? ¿Podéis conseguirla?
—Sí. En el campamento británico.
Salieron. Seguía lloviendo torrencialmente. Era ya casi oscuro, pero el cielo tenía todavía un tono morado que se reflejaba sobre las tiendas húmedas y sobre el tejado de los cobertizos, cuyas siluetas se perdían en todas direcciones. Se encendieron algunas luces de un brillante color amarillo. Siguieron un camino hecho con tablas tendidas sobre los charcos. Al pisarlas con sus pesadas botas, las tablas se hundían en el barro y los salpicaban.
Al llegar a una tienda determinada se arrimaron a la húmeda tela y saludaron a un oficial que pasó agitando fachendosamente un bastoncillo.
—¿Cuánto tiempo suele uno permanecer en este campamento de descanso? —preguntó Fuselli.
—Depende de cómo vayan las cosas por allá —dijo Tub señalando al horizonte, más allá de las cercanas tiendas.
—No te preocupes, muchacho. Pronto saldrás de aquí —dijo el hombre de la voz nerviosa—. Y, a propósito, ¿en qué cuerpo sirves?
—En el de Sanidad.
—¿De Sanidad? Pues los que estaban en el Château no puede decirse que duraran mucho, ¿verdad, Tub?
—En efecto.
Fuselli protestó interiormente. «Pero yo duraré —se dijo—. Duraré hasta el fin.»
—Oye, Tub, ¿recuerdas a los chicos que marcharon a recoger el cuerpo del viejo cabo Jones? Que me ahorquen si quedó de ellos ni un solo botón de sus pantalones. —Se echó a reír breve y nerviosamente—. Según parece, tropezaron con un torpedo.
La cantina estaba llena de humo, y el ambiente olía agradablemente a cerveza. Estaba abarrotada de hombres. Casi todos tenían la cara roja, y en sus uniformes de color caqui brillaban los botones de metal. Algunos larguiruchos muchachos americanos figuraban también entre el público.
«Soldados», se dijo Fuselli.
Se puso en la fila y esperó hasta que le tocó el turno y desde el otro lado del mostrador le entregaron un vaso lleno de espumosa cerveza.
—¡Hola, Fuselli! —murmuró alguien dándole un golpe afectuoso en la espalda. Era Meadville, que añadió—: Parece que has encontrado pronto la fuente… Me refiero, naturalmente, a la cerveza —Fuselli se echó a reír—. ¿Puedo sentarme un rato con vosotros?
—Claro que sí —respondió Fuselli con evidente orgullo—. Estos amigos han estado en el frente.
—¿De veras? —inquirió Meadville—. Dicen que los alemanes son duros de pelar. Vamos a ver, ¿manejáis mucho el fusil, o se emplean más los cañones?
—Te diré… Después de tantos meses de hacer la instrucción y aprender el manejo del fusil, ni siquiera lo he usado una vez. Que me muera ahora mismo si miento. El caso es que en nuestro batallón sólo usamos granadas de mano.
En un extremo de la habitación, alguien estaba empezando a cantar:
¡Oh, mademoiselle de Armentières!
Parlevú?
Pero el hombre de la voz nerviosa siguió hablando, mientras la canción sonaba en torno suyo.
—No pasa una noche sin que piense en la extraña forma de los cascos de esos malditos alemanes. ¿No crees que son realmente unos cascos ridículos?
—Olvida esos cascos —dijo su amigo—. Ya has hablado de ellos en otra ocasión.
—Pero no os he dicho por qué no consigo olvidarlos, ¿verdad?
Un oficial alemán cruzó el Rin.
Parlevú?
Un oficial alemán cruzó el Rin.
Le gustaban las mujeres y el vino.
Parlevú?
—Escuchad mi historia, muchachos —siguió diciendo el individuo de la voz nerviosa, mirando a Fuselli directamente a los ojos—. Realizamos un pequeño ataque para ensanchar nuestras líneas, poco antes de que me hirieran. Abrimos luego, avanzamos, y cuando amanecía habíamos ocupado las trincheras alemanas. Que me ahorquen si no quedó aquello tan tranquilo como un pueblo en una mañana de domingo.
—Eso es verdad —dijo su amigo.
—Me quedaban todavía algunas granadas. Uno de los muchachos se acercó a mí y me dijo: «Hay un grupo de alemanes jugando a las cartas en cierta trinchera; evidentemente, no saben que han caído en nuestro poder. Tendremos que hacerlos prisioneros». Pero yo respondí: «¿Qué prisioneros ni qué diablos? Vamos a acabar con ellos para siempre». Nos acercamos sigilosamente al lugar para inspeccionarlo.
De nuevo empezó la canción:
¡Oh, mademoiselle de Armentières!
Parlevú?
—Sus cascos eran completamente ridículos. Tanto, que casi solté la carcajada. La verdad es que parecían hongos. Los vi sentados bajo la luz de una bombilla, jugando a las cartas, serios, solemnes. Como solían estar los alemanes en el Rathskeller de mi tierra.
Le gustaban las mujeres y el vino.
Parlevú?
—Durante un espacio de tiempo que se me antojó larguísimo, los estuve contemplando. Después agarré la granada y la arrojé precisamente en medio del grupo. Aquellos ridículos cascos parecidos a setas volaron por los aires. Alguien lanzó un grito. Se apagó la luz. La granada había hecho explosión. Seguidamente, y porque observé que alguno se movía aún lancé las que me quedaban. Uno de ellos debió de verme y disparó sobre mí…
Los yanquis no lo pasan demasiado bien.
Parlevú?
—Desperté pensando en esos endiablados cascos. La verdad es que su ridiculez es capaz de perturbar a cualquiera.
Su voz se perdió en un murmullo, quebrándose al final, como la de un chiquillo que hubiese recibido unos azotes.
—Tienes que sobreponerte, muchacho, y olvidar todo eso —dijo su amigo.
—Lo que yo necesito es una mujer.
—¿Sabes dónde encontrarla? —preguntó Meadville—. También a mí me gustaría pasar con una linda francesita una noche lluviosa como ésta.
—No sería fácil llegar al pueblo con este tiempo —dijo Fuselli—. Además, creo que está todo lleno de policías militares.
—Conozco un buen camino —dijo el hombre de la voz nerviosa—. Vamos, Tub.
—No, gracias. Ya estoy harto de esas endiabladas mujeres francesas.
Salieron todos de la cantina.
Cuando los dos hombres desaparecían tras la esquina del edificio, Fuselli oyó la voz nerviosa por entre el monótono rumor de la lluvia, murmurando con insistencia:
—No consigo olvidar el ridículo aspecto de aquellos malditos cascos bajo la lámpara… No puedo lograrlo…
Bill Grey y Fuselli arreglaron las mantas para dormir juntos. Se tumbaron en el suelo de la tienda, muy cerca el uno del otro, escuchando el rumor de la lluvia que caía incesantemente sobre la lona que los cobijaba.
—¡Atiza, Bill! Creo que voy a pescar una pulmonía —dijo Fuselli sorbiendo por la nariz.
—Lo que más me asusta de todo esto es la idea de morir a consecuencia de cualquier enfermedad. He oído decir que ha muerto otro muchacho de… ¿Cómo lo llaman? ¡Ah, sí! De meningitis.
—¿Sabes si también fue eso lo de Stein?
—El cabo no quiere decirlo.
—¡Pobre cabo! Él tampoco tiene buen aspecto.
—La culpa la tiene este maldito clima —dijo Bill Grey en medio de un ataque de tos.
—¡Por lo que más queráis, dejad ya de toser! —gritó una voz desde el otro extremo de la tienda—. Quiero dormir.
—Puesto que tanto te desagrada esto, ¿por qué no buscas habitación en un hotel?
—Bien dicho, Bill. Recomiéndale uno.
—Si no os calláis de una vez tendré que arrestaros a todos —gritó a su vez la voz optimista del sargento—. ¿No sabéis que han tocado silencio?
Todos en la tienda quedaron callados. Sólo se oía el rumor de la lluvia y la tos de Bill Grey.
—Ese sargento me está resultando un poco antipático —murmuró Bill Grey con encono, arropándose mejor con las mantas.
Hubo una pausa. Después Fuselli dijo en voz muy baja, para que sólo su amigo pudiera oírle:
—Oye, Bill, ¿no te parece que todo está saliendo de una forma muy distinta a como nosotros habíamos imaginado?
—Sí.
—Quiero decir que a nuestros oficiales no les interesa vencer a los alemanes. Están demasiado ocupados en reñir a la tropa, ¿no crees?
—Son los peces gordos los que han de ocuparse en hacer planes —dijo Grey con énfasis.
—Pero es que yo creí que la guerra sería tan emocionante como en las películas.
—¡Bah! Todo aquello era fantasía.
—Puede que sí.
Fuselli decidió dormir aprovechando el agradable calorcillo que emanaba del cuerpo de Grey, tan próximo al suyo. La lluvia seguía azotando la lona del techo con desesperante monotonía. Se esforzó por recordar a Mabe, e intentó imaginarla tal como era, pero el sueño le vencía. Cerró los ojos.
El toque de una corneta los despertó cuando aún no era de día. Se pusieron en pie de un salto. Había dejado de llover. El aire era muy frío. Al azotar sus mejillas, cálidas todavía por las horas de sueño, les pareció nieve derretida. El cabo pasó lista, leyendo los nombres a la luz de una cerilla. Cuando dio orden de romper filas, oyó la voz del sargento desde el interior de su tienda. Indudablemente estaba todavía acostado, bien envuelto en sus mantas.
—Cabo, diga a Fuselli que se ocupe del arreglo de la habitación del teniente Stanford. Que se presente a las ocho en punto en la Residencia de Oficiales, habitación número 4.
—¿Has oído, Fuselli?
—A la orden —respondió éste, sintiendo que la sangre le hervía en las venas. Era la primera vez que le ordenaban trabajos propios de un criado. No se había alistado en el Ejército para que le esclavizara cualquier maldito oficial. El reglamento no daba instrucciones a tal efecto. Estuvo tentado de echarlo todo a rodar. No quería ser esclavo de nadie. Se acercó a la puerta de la tienda, pensando en lo que iba a decir al sargento, pero en aquel momento oyó toser al cabo y observó en su rostro una expresión de intenso dolor. Dio media vuelta y se alejó. ¿Para qué meterse en un lío? Lo mejor era cerrar el pico y obedecer. A fin de cuentas, el pobre cabo no viviría mucho. De nada le serviría protestar.
Fuselli, con la escoba en la mano, se presentó a los ocho en el lugar indicado. Cuando llamó a la puerta de madera blanca estaba todavía furioso.
—¿Quién es?
—Vengo a limpiar la habitación, mi teniente —dijo Fuselli.
—Vuelve dentro de veinte minutos —repuso el oficial.
—A sus órdenes, mi teniente.
Apoyado en un muro del cuartel, Fuselli se entretuvo en fumar un cigarrillo. Le dolían las manos al contacto del aire. Sintió como si se las apretasen con un cascanueces. Pasaron lentamente los veinte minutos fijados. Se sentía desesperanzado. ¡Estaba tan lejos de todas las personas que le amaban, tan perdido en aquella máquina inmensa! Empezaba a pensar que tal vez no llegase nunca adonde ambicionaba, que nunca tendría ocasión de demostrar su valor. Era como si hubiesen sometido a su cuerpo a una cruel tortura. Día tras día, su vida sería igual: la misma rutina, la misma desesperanza. Miró el reloj. Comprobó que habían pasado los veinte minutos. Cogió la escoba y se dirigió a la habitación del teniente.
—Adelante —dijo éste con indiferencia. Estaba en mangas de camisa y había empezado a afeitarse. En la oscura habitación de tabiques de madera, en la que en vez de muebles había unos baúles y tres camastros, se percibía un agradable aroma a jabón de afeitar. El teniente era un muchacho joven, de cara colorada, mejillas fofas y cejas muy oscuras. Había tomado el mando de la compañía hacía solamente uno o dos días. «Parece buen chico», pensó Fuselli.
—¿Cómo te llamas? —preguntó el teniente sin dejar de mirarse en el pequeño espejo de níquel, mientras se pasaba la navaja por el cuello. Era un poco tartamudo. Fuselli pensó que debía de ser inglés.
—Fuselli, mi teniente.
—De ascendencia italiana, ¿no es cierto?
—Sí, mi teniente —repuso Fuselli con cierta acritud, separando de la pared uno de los camastros.
—Parla italiano?
—¿Quiere decir si hablo italiano? No, mi teniente —contestó Fuselli con énfasis—. Nací en San Francisco.
—¿De veras? Y ahora ¿quieres hacer el favor de traerme un poco más de agua?
Cuando regresó, Fuselli interrumpió la limpieza unos momentos, apoyó la escoba en las rodillas y se frotó las manos, que tenía amoratadas y casi dormidas por el esfuerzo que había hecho al cargar con un pesado cubo de agua. El teniente había acabado de vestirse y terminaba de abotonarse la guerrera. El cuello se hundía en su pescuezo sonrosado, dejando una marca muy roja.
—Muy bien. Cuando termines, preséntate a la compañía —dijo el teniente. Y salió contoneándose y poniéndose los guantes de color caqui con ademán satisfecho.
Más tarde, mientras se dirigía al lugar donde acampaba su compañía, Fuselli observó la larga hilera de tiendas que surgían de entre las primeras nieblas de la mañana y que todavía parecían gotear. Distinguió las planchas de zinc de la cocina del cuartel. Cocineros y ayudantes, vestidos con un sucio mono azul, se movían de un lado para otro por entre los vapores de la comida.
El ademán del teniente al ponerse los guantes había impresionado profundamente a Fuselli. Había visto en las películas que muchos personajes —hombres elegantes, vestidos de etiqueta— hacían un ademán parecido. También el presidente de la Compañía de Óptica en cuyos almacenes trabajaba en San Francisco hacía de vez en cuando un ademán idéntico.
Se imaginó a sí mismo llevando un par de guantes, quitándoselos dedo por dedo y sonriendo, satisfecho de sí mismo, al dar por terminada la operación. Tenía que apresurarse para que le ascendieran a cabo.
Hay un largo y espinoso trecho,
en Francia, en la tierra de nadie.
La compañía entera cantaba con fuerza, mientras atravesaba la ruta gris que se extendía entre dos altas alambradas de espino artificial. Por encima de las alambradas veíanse las siluetas de algunos almacenes y las chimeneas de muchas fábricas.
El teniente y el brigada, andando uno junto al otro, sostenían una animada conversación. De vez en cuando unían sus voces a las de los soldados y cantaban también, pero con poco entusiasmo. El cabo, en cambio, cantaba con los ojos brillantes de dicha. Hasta el sargento serio y sombrío, que casi nunca dirigía la palabra a nadie, cantaba también. Y la compañía seguía avanzando… Sus noventa y seis piernas atravesaban decididamente los charcos cenagosos. Las mochilas se mecían alegremente de un lado a otro, como si fueran ellas y no las piernas las que avanzasen por aquella ruta.
Hay un largo y espinoso trecho
en Francia, en la tierra de nadie.
Por fin los enviaban a un lugar importante. Se habían separado del contingente de tropas que hasta entonces los había acompañado. Estaban solos. Empezaba su actuación. El teniente avanzaba orgulloso, convencido de que era un hombre importante. Y lo mismo hacía el sargento. Y el cabo. Y el centinela de la derecha, que se creía tal vez el más importante de todos. Un tremendo sentido de responsabilidad animaba el espíritu de todos aquellos hombres. Se les subía a la cabeza, como el vino, aligeraba el peso de correajes y mochilas y aliviaba la carga que soportaban cuellos y hombros, que ni siquiera se sentían fatigados por el esfuerzo. En suma, hacía que las noventa y seis piernas avanzasen alegremente, a pesar del barro y de los charcos.
En el oscuro cobertizo de la estación en donde hubieron de aguardar, hacía mucho frío. Unas luces que colgaban de las vigas del techo iluminaban con reflejos casi tétricos varios montones de cajas de municiones e interminables hileras de granadas que se perdían en la oscuridad. El aire era helado. La atmósfera olía a polvo de carbón y a madera recién cortada. El capitán y el brigada habían desaparecido. Los hombres se sentaron formando grupos, envolviéndose en los pliegues de sus capotes y dando pataditas sobre el cemento del suelo para que sus pies entrasen en calor. Habían cerrado las puertas correderas, pero a través de ellas podía oírse el rumor monótono de las vagones que hacían maniobras, el chocar de los topes y, de vez en cuando, el silbido estridente de una locomotora.
—¡Diablos! Estos ferrocarriles franceses son una porquería.
—¿Qué sabes tú? —replicó Eisenstein con presteza. Estaba solo en un rincón, sentado sobre una caja. Tenía la cara apoyada en las manos, y al parecer concentraba su atención en sus botas cubiertas de fango.
—Basta echar un vistazo a eso —dijo Bill Grey señalando con desagrado el techo—. Fíjate. Gas… Ni siquiera conocen la luz eléctrica.
—Pero sus trenes son más veloces que los nuestros —dijo Eisenstein.
—A otro perro con ese hueso. Un muchacho que estaba en el campamento de reposo que acabamos de abandonar me dijo que para trasladarse de un sitio a otro se necesitan al menos cuatro o cinco días.
—¡Bah! Sin duda quiso tomarte el pelo —repuso Eisenstein—. Los trenes más rápidos del mundo han sido siempre los franceses.
—Pero nunca han llegado a correr lo que nuestro modelo Siglo XX. ¡Maldita sea! ¿Cómo quieres darme lecciones si soy ferroviario?
—Necesito cinco hombres que me ayuden a repartir provisiones —dijo el brigada surgiendo inesperadamente de las sombras—. Fuselli, Grey, Eisenstein, Meadville, Williams… Muy bien, vámonos.
—Escuche, mi brigada. Este mamarracho dice que los trenes franceses corren más que los nuestros. ¿Qué le parece a usted?
El brigada adoptó una cómica expresión, y tollos se dispusieron a reír.
—Bien, si prefiere los Pullman que hoy vamos ti tomar a los vagones de la Sunset Limited, tanto mejor para él. Claro que yo los he visto y vosotros no.
Todos se echaron a reír. El brigada se volvió hacia los cinco hombres que habían penetrado tras él en una pequeña y bien iluminada habitación que parecía un despacho.
—Tenemos que poner en orden todo esto, muchachos —dijo confidencialmente—. ¿Veis esas cajas? Representan la ración de tres días para nuestra compañía. Quiero dividirlo en tres lotes. Uno para cada vagón. ¿Comprendido?
Fuselli abrió una de las cajas. Estaba llena de latas de carne de buey. Miró a Eisenstein de soslayo y le vio atento al trabajo, a pesar de su aparente indiferencia. El brigada les miraba trabajar con expresión radiante. Tenía las piernas abiertas. Dijo en voz baja algo al cabo, y Fuselli creyó entender unas palabras. «Ascenso», le pareció oír, y sintió como si su corazón le saltase dentro del pecho. En pocos minutos habían terminado la tarea. Encendieron unos cigarrillos.
—Bien, muchachos —dijo el sargento Jones, aquel hombre sombrío que apenas hablaba—. Cierto que allá por los días en que tenía que romperme la cabeza dando clases y pronunciando sermones en la parroquia no me creí capaz de decir frases vulgares ni de jurar. Sin embargo, debo hacer una excepción. Os juro que nuestra compañía vale un imperio.
—Creo que llegará usted a decir frases mucho más vulgares y aun a jurar muchas veces cuando se encuentre bajo el fuego de las bombas de un maldito avión alemán —dijo el brigada dándole unos afectuosos golpecitos en la espalda—. Y ahora, vosotros cinco, haceos cargo de todo eso. El cabo se encargará esta noche del mando de la compañía. El sargento Jones y yo hemos de conferenciar con el teniente. ¿Comprendido?
Fuselli sintió que se hinchaba de orgullo. Al volver junto a los soldados, que seguían aguardando envueltos en los pliegues de sus capotes, intentó por todos los medios disimular la satisfacción que sentía y que su modo de andar casi traicionaba.
«He empezado mi carrera ahora mismo —se dijo—. Acabo de empezarla.»
El tren de carga avanzaba chirriando monótonamente sobre los rieles. Por entre las rendijas del suelo de madera pasaba un desagradable vientecillo helado. Los hombres agrupados en un extremo del vagón se acercaron más lo unos a los otros, encogiéndose, como suelen hacer los cachorros en un cesto. Era noche cerrada. Fuselli estaba medio adormilado; su cabeza era un hervidero de ideas y de extraños sueños. Sentía frío. Y sentía también alrededor, confusamente, el monótono chirrido de las ruedas, el calor de los cuerpos que, envueltos en lo pliegues del capote, se acercaban a él cada vez más. Súbitamente salió de su sopor. Le castañeteaban los dientes. El estridente chirrido de las ruedas se le metía dentro, hasta tal punto que llegó a creer que sonaba en su cerebro. Sintió como si su cabeza se alejase de él, arrastrada sobre unos fríos rieles de hierro. Alguien encendió una cerilla. Las paredes oscuras del vagón de mercancías, las mochilas amontonadas en el centro, los cuerpos que formaban en un rincón una masa de color caqui en la que de vez en cuando se veían un par de ojos o una cara muy pálida, todo se iluminó un momento a la luz de la llama inesperada, para desvanecerse al instante entre las sombras. Fuselli apoyó la cabeza en el brazo de alguien e intentó dormir. Pero se lo impedía el chirrido de las ruedas. Permanecía con los ojos abiertos, escudriñando la oscuridad e intentando a la vez apartarse del lugar que ocupaba, porque por las grietas del suelo penetraba un airecillo helado.
Cuando las primeras luces del alba iluminaron el vagón, se pusieron en pie y empezaron a moverse, a golpear el suelo con los pies y aun a darse puñetazos para entrar en calor.
Cuando el tren se detuvo era casi de día. Abrieron las puertas correderas. Se encontraban en una estación completamente extraña para todos.
En sus muros veíanse carteles de anuncios que para ninguno eran familiares.
Fuselli deletreó:
—V-e-r-s-a-i-l-l-e-s.
—¡Versalles! —gritó Eisenstein—. Aquí vivían nada menos que los reyes de Francia.
El tren volvió a ponerse en marcha. Vieron al brigada en el andén.
—¿Qué tal se ha dormido? —les preguntó cuando el vagón en que viajaban pasaba junto a él—. Oye, Fuselli, será mejor que empecéis enseguida con la tarea que se os encomendó.
—A sus órdenes, mi brigada —respondió Fuselli.
El brigada corrió entonces hacia el primer vagón y subió a él de un salto.
Sintiéndose verdaderamente importante, Fuselli empezó a dividir las provisiones: el pan a un lado, las latas de carne a otro y, por último, el queso. Después se sentó sobre su mochila y empezó a comer. El pan estaba duro y la carne era bastante insípida, pero Fuselli silbaba alegremente…
El tren seguía avanzando. Sus ruedas crujían y rechinaban sobre los rieles, que atravesaban la verde campiña que para Fuselli era completamente extraña.
Continuó silbando. Estaba alegre porque marchaba al frente y porque en el frente gozaría de emociones y alcanzaría la gloria. Silbaba alegremente. Estaba seguro de triunfar.
Era mediodía. En el cielo, de extraño color gris rojizo, brillaba un sol pequeño y pálido, como un balón de juguete que hubiese sido colgado en lo alto. El tren se había detenido en un apartadero situado en la mitad de una llanura de color bermejo. Unos álamos amarillos, desmayados y tenues como si fueran de humo, recortaban su frágil silueta en el cielo, sobre el fondo oscuro de un riachuelo que corría cerca de la vía. A lo lejos, se divisaba un campanario, y algunos tejados rojos resaltaban en el firmamento grisáceo.
Los soldados se entretenían en hacer movimientos violentos para entrar en calor. Al otro lado del río, un hombre que conducía una carreta de bueyes se había detenido y miraba con tristeza el tren.
—Oiga, ¿hacia dónde cae el frente? —gritó una voz.
Todos comenzaron entonces a gritar:
—Oiga, ¿hacia dónde cae el frente?
El anciano hizo una señal con la mano, movió la cabeza, lanzó una exclamación y miró a los bueyes, que reemprendieron su calmosa marcha. El anciano caminaba ante ellos, silencioso, con los ojos fijos en el suelo.
—¡Atiza! ¿Serán sordos estos franceses?
—Dan —dijo Bill Grey, que acababa de separarse de un grupo de hombres con quienes había charlado durante un rato—, esos chicos dicen que vamos destinados al Tercer Ejército.
—¿Por dónde opera ahora?
—Por el bosque de Oregón —se aventuró decir una voz.
—En el mismo frente de combate, ¿no es eso?
En aquel momento se acercó a ellos el teniente. Llevaba una especie de bufanda de color caqui en torno al cuello, y las puntas le caían descuidadamente por la espalda.
—Muchachos —dijo en tono grave—, hay orden de no moverse del tren.
Contrariados, los soldados obedecieron. Un tren hospital pasó, cerca de ellos, en el cruce. Fuselli observó con atención las ventanillas oscuras y enigmáticas, las cruces rojas y a los enfermeros vestidos de blanco que los saludaban desde la plataforma. Alguien hizo observar que en el último coche, recién pintado de verde brillante, había extrañas grietas.
—Los hunos han atacado ese tren.
—¿Has oído? Dicen que los hunos intentaron volar el tren hospital.
Fuselli recordó el folleto titulado Atrocidades cometidas por los alemanes, que leyó una noche en el pabellón de la Y. M. C. A.
Seguidamente cruzaron por su mente extrañas imágenes, niños con los brazos cortados; otros ensartados en la punta de las bayonetas; mujeres atadas a una mesa y violadas por un soldado tras otro… Pensó en Mabe. ¡Ojalá estuviera ya en el campo de batalla! Quería luchar, luchar… Se veía a sí mismo matando a docenas de hombres vestidos de uniforme verde, mientras Mabe leía sus hazañas en los periódicos. Tenía que hacer todo lo posible porque le destinasen a primera línea. No quería seguir encuadrado en aquel batallón de Sanidad.
El tren se había puesto de nuevo en marcha.
Los campos rojizos, envueltos en la niebla, fueron desapareciendo, lo mismo que los árboles, que agitaban levemente sus ramas llenas de hojas amarillas y pardas, como encajes negros que resaltaban en el fondo gris rojizo del cielo.
Fuselli seguía pensando en que iba a tener muy buenas oportunidades para ser muy pronto ascendido a cabo.
Era de noche. Se hallaban en el poco iluminado andén de una estación. La compañía aguardaba otra vez. Dividida en dos grupos, cada hombre se había sentado sobre su mochila respectiva. En el andén de enfrente, una multitud de individuos de corta estatura, vestidos de azul, con abrigos tan largos que casi les rozaban los pies, aguardaban también, cantando y gritando. Fuselli los miró no demasiado complacido.
—¡Atiza! ¡Vaya cascos raros que lleva esa gente!
—Son, sin embargo, los mejores guerreros del mundo —murmuró Eisenstein—, y eso es mucho decir.
—Mira, aquí tenemos a un policía militar —dijo Bill Grey cogiendo a Fuselli por un brazo—. Podríamos preguntarle si estamos cerca del frente. Hace poco me ha parecido oír cañones enemigos.
—¿De veras? Supongo que no deben de estar lejos —dijo Fuselli.
—Dígame, amigo, ¿estamos muy cerca del frente? —preguntaron nerviosamente al unísono.
—¿Del frente? —dijo su interlocutor, un irlandés de cara roja y nariz chata—. ¡Pero estáis en el mismo corazón de Francia! —Escupió, como para disimular su desprecio, y añadió—: Podéis estar tranquilos. No creo que os envíen nunca al frente.
—¡Maldita sea! —exclamó Fuselli.
—Que me ahorquen si no logro llegar al frente, sea como sea —dijo Bill Grey apretando los labios.
Sobre el andén, que carecía de techado, caía una ligera lluvia. En el lado opuesto, los hombrecillos vestidos de azul seguían cantando una canción que Fuselli no podía comprender, y bebiendo de sus deterioradas cantimploras.
Fuselli dio la noticia a la compañía. Todos prorrumpieron en juramentos y exclamaciones de indignación. Pero ni aun la seguridad de saberse importante por la noticia que acababa de dar compensaba aquel otro sentimiento de encontrarse como perdido para siempre en una inmensa máquina, la seguridad de compararse a una pobre oveja en un gran rebaño.
Transcurrieron las horas. Pasearon por el andén, bajo la llovizna. Luego se sentaron sobre sus mochilas, formando una larga hilera. Esperaban órdenes. Detrás de los árboles apareció una faja gris. El andén adquirió reflejos de plata. Siguieron sentados sobre sus mochilas, aguardando…