La leyenda

La historia del Cuarto de la Viuda —dijo Guy—, comienza en París, en el mes de agosto de 1792 —es decir, en la época del terror— y aún no ha terminado.

Sentado detrás del escritorio, Guy, con el medallón entre sus dedos, volvió hacia sus cuatro oyentes el retrato del joven.

—… Charles Brixham, hijo único del fundador de nuestra casa, tenía entonces veinte años; acababa de terminar sus estudios en París y sus cartas de entonces inspiradas en Rousseau, prueban que profesaba todavía un verdadero culto por la Revolución Francesa. «Tres años de encarnizados esfuerzos», escribía en abril a su padre, «y esto no ha concluido todavía; pero gracias a Dios hemos vertido hasta aquí menos sangre para cumplir nuestra tarea, que la que los tribunales de Inglaterra han hecho correr en seis meses. Nuestro nuevo ministerio girondino ha dado pruebas de una firmeza exenta de violencia. Hay, por supuesto, algunos extremistas, que se han agrupado bajo el nombre de jacobinos, pero el señor Roland sabrá reducirlos».

»El viejo Brixham, hombre rico e hijo de sus obras, revolucionario fanático él también, respondió irónicamente al joven Charles que no se hace una tortilla sin romper los huevos. Indignado por ese punto de vista, su hijo declaró apasionadamente: “que no podía aceptar el menor subsidio de un padre imbuido de tan sanguinarias ideas”. Lo malo es que el tonto consiguió salir adelante, y volvemos a hallarlo en 1792 viviendo miserablemente en la calle Saint Julien le Pauvre, los cabellos sin empolvar, leyendo a Rousseau a la luz de una triste vela y frecuentando las ruidosas tribunas de la Asamblea Nacional. Hasta un niño hubiera podido prever la tempestad que iba a desencadenarse sobre Francia cuando el ministerio girondino declaró la guerra a Austria. Los reveses del ejército francés provocaron una violenta reacción en todo el país; se gritó traición; María Antonieta, la Austríaca, fue denunciada y Marat exigió víctimas. Renació un poco la calma cuando el rey, con el gorro frigio a guisa de sombrero, arengó a la muchedumbre. Pero Prusia declaró la guerra y su ejército marchó sobre París. El poder de los jacobinos aumentó. Charles Brixham se hallaba a las puertas de Orleáns cuando los federados marselleses hicieron su entrada en la capital, a tambor batiente, cantando el más hermoso himno patriótico que la historia haya jamás registrado. Respondió a aquellos nuevos acentos con un “Viva Roland” y recibió al punto un puñetazo en la nuca que lo hizo rodar desvanecido bajo una puerta cochera. El diez de agosto, habiendo Danton disuelto la Asamblea, Charles Brixham oyó desde su casa la fusilería, en dirección de las Tullerías. Se precipitó a la calle y supo que la guardia suiza había sido arrasada y el rey y la reina hechos prisioneros. Con Danton, Marat y Robespierre en el poder, la guillotina comenzó a funcionar en la plaza de la Revolución. Fue entonces cuando el amor apareció en la vida de Charles Brixham. Las circunstancias de este acontecimiento distan de ser ordinarias: el 16 de agosto, arrastrado por la muchedumbre hasta la pared del Hotel de Ville, Charles Brixham se había encaramado a una ventana, con algunas personas, para seguir los debates. Oyó a Robespierre reclamar con urgencia la institución de un tribunal revolucionario, luego otro personaje tomó la palabra y su discurso sanguinario indignó a Charles, que quiso protestar; pero como la emoción le hiciera olvidar su francés, gritó en inglés algunas palabras que aquéllos que le rodeaban tomaron, evidentemente, por una aprobación. En su agitación, cayó pesadamente entre la multitud contra la pared en que la gente se apoyaba.

»Una mujer envuelta en un manto gris con capuchón le ayudó a levantarse…

Guy volvió el medallón y mostró la cara redondeada de la joven, de ojos inteligentes y risueños, boca dura.

—Le dijo ella: “sé inglés: ¿estáis loco, milord?”. Al instante aquel aturdido joven gritó en francés: «¡Abajo esos malditos jacobinos, esos asesinos!». La muchedumbre quiso acabar con él; apoyada la espalda contra el muro, se defendió hasta que su espada quedó rota. Aprovechando un revuelo, la mujer del manto gris le arrastró vivamente de la mano, y, sin cesar de correr, llegaron, exhaustos, a la orilla del Sena y se sentaron en los escalones que descendían al agua ondulante. Se negó ella a decirle su nombre, pero le dio un beso prometiéndole que le volvería a ver. ¡Imagínense el efecto de ese encuentro en un joven visionario, medio enloquecido por el derrumbamiento de su ideal político y atiborrado de concepciones acerca del amor extraídas de La Nueva Heloísa! Una mujer desconocida se había convertido en su diosa, en su única esperanza, en su razón de vivir. Escribió a su padre en el pomposo estilo de la época: “He contemplado a una criatura mortal adornada con el rostro de un ángel”. El viejo Brixham debió de responder con alguna broma bastante cruda que puso término por algún tiempo al intercambio de correspondencia. En el mes siguiente, Charles no pensaba sino en recorrer las calles en busca de su bienamada: era la época de las persecuciones de septiembre. La halló de nuevo la noche de la coronación de la Diosa Razón; salía furtivamente de una puerta de la calle del Temple, llevando bajo el brazo un paquete que parecía consistir en libros de cuentas, y al instante dedujo que acababa de cumplir una misión caritativa. Aunque se mostrase contenta de verlo, su primer impulso fue huir. Entraron juntos en un café, y, más tarde, le propuso ella espontáneamente acompañarlo a su casa. Vivieron tres días de felicidad; la joven respondía a sus ruegos: “Sí, nos casaremos, pero no enseguida” y persistía en negarse a decirle su nombre. La mañana del cuarto día huyó, mientras él dormía, dejándole una misiva. Una larga y triste espera comenzó, y aún no había dado otra vez con «su ángel» aquella fría jornada de invierno que vio caer la cabeza de Luis Capeto, el ex rey de Francia. Charles Brixham asistía a la ejecución, perdido entre la muchedumbre, entre la que escaleras y gemelos se alquilaban a precios de oro. Como alguien le prestara unos de estos últimos, percibió a los dos ejecutores cubiertos con groseras blusas destinadas a preservar sus ropas y le arrancaron los anteojos en el momento en que la víctima ascendía las gradas del patíbulo. Charles cerró los ojos, pero antes del inmenso clamor que saludó la ejecución había oído los tres golpes sordos que ponían en movimiento la máquina de muerte[4]. Charles Brixham partió tambaleante en el momento en que el coche se aproximaba para cargar con el cuerpo y la cabeza, y recordó la reflexión de uno de los vecinos, quien había dicho que Samson, el verdugo, ganaría una bonita suma vendiendo los rizos de los cabellos de Luis Capeto. Enseguida su espíritu horrorizado por aquella carnicería, se volcó sobre la marcha de la ejecución. ¿Dónde llevarían el cuerpo? ¿Aquellos montones de cabezas y de cuerpos? ¿Qué sería de los efectos de los ejecutados? ¿Cada cuánto tiempo debían afilar “La Louisette” o reemplazarla? ¡Terribles pensamientos, peligrosas cavilaciones!… Desde aquella época, el sentido práctico y la extravagancia se han mezclado tan extrañamente en nuestra familia. El alojamiento de Charles Brixham no quedaba lejos de la Conciergerie; a veces iba a acechar la partida de la última banda de condenados, y los veía trepar penosamente a la carreta, con las manos atadas a la espalda, temblando bajo el aire helado.

»Se dio a beber alcoholes costosos y a plantear las preguntas que le obsesionaban a un cafetero del Quai du Nord, temiendo a la vez que tuviese éste por sospechoso a aquel joven inglés sin afeitar, de bien provista bolsa, que no llevaba escarapela y olvidaba a menudo llamarle ciudadano. Pero juzgando, sin duda, aquella presa de poca importancia para “La Louisette”, el tabernero le dijo que fuese, de noche, a la colina que se alzaba detrás de Pêre Lachaise si deseaba enterarse de lo que la República hacía de sus enemigos. Desdichadamente para la integridad de su razón, Charles Brixham siguió aquel consejo y sus sueños se vieron en adelante turbados por el terrible espectáculo: a la luz de enormes fogatas, los enterradores cavaban hileras de fosas en las que eran precipitados los cuerpos de los condenados, luego de haber sido despojados de sus ropas, que clasificadas y colocadas en pilas, eran tasadas y consignadas en un libro por un inspector; después se las enviaba a lavar antes de venderlas. Otra imagen vino un poco más tarde a herir su cerebro: a principios de febrero, cuando graves rumores de guerra circulaban ya, siguió el volquete de los condenados hasta el pie mismo de la guillotina. Uno de los dos ejecutores era un joven de imponente estatura, elegante y muy digno, que sostenía una rosa entre sus dientes. Una sola esperanza retenía a Charles en París, la de encontrar a «su ángel»; aparte de esto, nada le interesaba; ni siquiera abría ya sus cartas y no le conmovió la advertencia de su padre, que le aconsejaba regresar inmediatamente a Inglaterra, pues la guerra estaba a punto de estallar. Es de suponer lo inmenso de su júbilo, cuando cierta mañana tornó la bella joven y le dijo con profunda emoción: «Me es preciso adoptar una resolución: si continúas amándome, nos vamos a casar, pero abandonaremos Francia inmediatamente después». Se afeitó, y por primera vez, sacó de su cofre el chaleco de satén de otro tiempo. Se casaron el mismo día (formalidad muy sencilla en la época de la Diosa Razón), sin testigos. No leyó la firma de su mujer en el registro, pero ella le dijo llamarse Maria Hortense Longueval…

Tairlaine se sobresaltó al oír la tonante voz de H, M. gritar:

—¿Longueval? ¿Está seguro?

El encanto, empero, no se desvaneció. Sir George Anstruther, inclinado hacia delante, tenía un cigarro apagado entre sus dedos. Martin Longueval Ravelle se restregaba maquinalmente los ojos, pero ya no sonreía. El más afectado de todos era Guy; Tairlaine sentía como si aquel relato formase parte de su vida misma.

—Sí, era su nombre, en el sentido de que ella tenía cierto derecho a él. Ya verán por qué. ¿Mi historia les interesa, señores? La he repetido muchas veces.

Bebió un trago de oporto y continuó:

—Charles Brixham alquiló un carruaje para ir al pueblo de Passy, donde debían pasar una semana en la posada antes de embarcarse para Inglaterra. Cuando interrogó a su bienamada acerca de sus padres, ella le rogó que no se inquietase; nuestro joven idealista se contentó con esa respuesta. El idilio quedó interrumpido dos días después: Maria Hortense oyó gritar la noticia y muy pálida vino a decírselo: la guerra había sido declarada a Inglaterra. Danton clamaba que colgaría a los malditos «Rosbifs» de todos los faroles de la calle San Antonio y el posadero iba a verse obligado a denunciar que tenía un enemigo bajo su techo. El primer movimiento del joven fue echarse a reír al pensar en los navíos de lord Howe que vigilaban la Mancha. Pero Maria Hortense rebatió su soberbia: «Estás loco, tonto», dijo; «tenemos que ocultarnos, estaremos seguros en casa. Ahora eres mi marido y sabrás guardar lo que te pertenece». El tono con que pronunció ella estas palabras le sorprendió. Alquiló la joven una silla de posta y, al caer la noche, escaparon a rienda suelta hacia París. «No olvides que eres mi marido y no te sorprenda verte ante una hermosísima mansión», le dijo su esposa, no sin orgullo. Al desembocar en la calle Neuve Saint Jean, fueron detenidos por una banda que les gritó que sólo los “aristos”[5] y los ingleses podían disfrutar de un coche. Maria Hortense asomó la cabeza por la portezuela y dejó caer su capuchón, diciendo: “¿Me reconocéis, ciudadanos?”. Con gran horror del joven marido, el hombre que había asido ya el pestillo retrocedió y sus camaradas se disculparon. Los recién casados se detuvieron en una esquina de la calle Neuve Saint Jean. “La casa era muy hermosa —escribió él—, pero contenta una profusión de objetos artísticos en desorden y retratos colocados hasta en el suelo”; le chocó también el nerviosismo de los criados. “¿Está aquí mi padre?”, preguntó Maria Hortense a un majestuoso mayordomo de peluca empolvada. Charles pensó que entraba en casa de unos descuidados “aristos”. “El señor de París está comiendo”, respondió ceremoniosamente el lacayo, “con su señora abuela y cuatro de sus señores hermanos venidos de provincias. Su quinto hermano se ha visto retenido, pero el señor Longueval llegó de Tours… ¿La señorita no ha olvidado el cumpleaños de la señora Marthe?”. “Quiero ver a mi padre”, respondió Hortense. Luego, dirigiéndose a su marido, añadió: “Festejan a mi bisabuela, una verdadera tirana, que mañana cumple noventa y ocho años. Has escogido un buen momento para ver a toda la familia Espérame aquí, debo hablarles primero”. Esperó con el corazón palpitante; el ruido de una animada discusión llegó a sus oídos, después la voz de María Hortense que gritaba: “Es un milord inglés y tiene fortuna”. Apareció enseguida con las mejillas hechas un fuego y le pidió que entrara. La pieza estaba brillantemente iluminada con bujías. Imagínense en el esplendor de sus dorados la habitación que han visto esta noche, esta misma mesa cubierta de vituallas y las seis sillas en derredor. Había una séptima, una especie de trono, en la cual una anciana, con la cabeza cubierta de finos encajes, el rostro pintado, se hallaba sentada. Sostenía en una mano un vaso de vino tinto y en la otra una muleta. Los cinco hombres, robustos, mocetones, cuyos cabellos sujetaban cintas de vivo color, eran hermanos, visiblemente; el quinto tenía figura de pariente pobre. El primogénito se levantó, hizo un saludo cortés y dijo: “No debéis ignorar, ciudadano inglés, que el matrimonio de mi hija nos ha producido sorpresa. La cuestión es saber si os enviaremos a prisión u os admitiremos en la familia. Mis hermanos y yo no podemos arriesgar nuestras situaciones y nuestras cabezas por un capricho de niña, pero mientras tomamos nuestra decisión, seréis nuestro huésped. Martin Longueval, dadle una silla; señor de Blois, servidle de beber”. “Es necesario que hayáis estado locamente enamorado, joven”, dijo uno de los hermanos en son de burla, «porque escasas son las personas que se sienten inclinadas a formar parte de nuestro círculo». La anciana se apresuró a exclamar: “Un poco más de orgullo, Louis Cyr”, dijo, golpeando el suelo con su muleta. “Nuestro cargo le fue donado, hizo en septiembre último ciento cuatro años, al padre de mi marido por el Gran Rey en persona. En cuanto a este inglés… ¿por qué no? ¿No se casó mi hija con un músico? Si nuestra Maria Hortense siente amor por él, lo tendrá. Por otra parte, me agrada. ¡Acercaos y besadme, joven!”. “Señor Longueval”, dijo Charles con insegura voz, dirigiéndose al padre de Maria Hortense, “señor Longueval…”.

»“¿Longueval?”, repitió el otro. “¿Por qué os servís de la antigua forma de nuestro nombre? Sólo una lejana rama de nuestra familia la ha conservado. ¿Será posible que Maria Hortense os haya ocultado nuestro verdadero apellido?”. Una formidable carcajada sacudió a los invitados e hizo vacilar las llamas de las bujías. En el mismo instante, poco faltó para que Charles Brixham cayera desvanecido. Un joven de imponente figura, elegante y digno, una rosa en la boca, entró en la habitación. “En nombre del cielo”, exclamó Charles, “¿quién sois?”. “Este ciudadano”, respondió el padre de Maria Hortense, “es mi hijo mayor, que me ha reemplazado en el servicio activo. En cuanto a nosotros, ciudadano, pertenecemos a la familia de los Samson, ejecutores de elevada categoría de padre a hijo, en todas las altas cortes de Francia”.

Guy Brixham se detuvo para considerar a su auditorio. Un reloj en el vestíbulo dio la media.

—Por supuesto, lo han adivinado ustedes hace rato, pero he debido darles estos detalles para remontarme a las verdaderas causas del drama que debía seguir. Háganse cargo, también, que los Samson no eran demonios, ni siquiera malas personas. Acogieron al extranjero bajo su techo en un momento en que éste representaba un verdadero peligro para ellos. Los Samson cumplían concienzudamente las tareas de su profesión sin perder de vista el lado económico, naturalmente, pero jamás intentaron influir en Charles, como pareció éste haberlo confesado. Si su cerebro no hubiese estado ya afectado, y hay razones para suponerlo, sin los manejos de la anciana Marthe Debut Samson, el matrimonio hubiera podido ser feliz. Pero el pobre Charles Brixham había de morir loco. Demasiado orgulloso para reprochar a Maria Hortense que le hubiera ocultado su secreto, no cesaba de amarla. Los terribles sueños comenzaron a asediar sus noches; un día percibió en la cocina una pila de ropa limpia que evocó para él la de los guillotinados. En otra ocasión, su propia imagen en el espejo le causó un espanto sin límites. En marzo, cuando el Terror estaba en su apogeo, se embriagó en la biblioteca y salió tranquilamente de la casa para ir a entregarse. Pero apenas había descendido algunos escalones, cuando se encontró con el joven Henri…; éste, que hablaba bien el inglés, le interpeló con amabilidad y le asestó un puñetazo en la nuca para aturdirlo y hacerlo entrar a la fuerza en la casa. Maria Hortense acogió a su marido sin reproches, pero estuvieron días sin hablarse. Charles había escrito a su padre pidiéndole que buscase el medio de hacerlos salir de Francia; largo tiempo después un apoderado le respondió que su padre había muerto, pero que iba a hacer él lo necesario para permitirle regresar a Inglaterra Maria Hortense afirmó entonces, como buena esposa, que seguiría a su marido dondequiera que éste fuese. “La ternura podría existir entre nosotros”, escribió Charles, “sin mi maldita mentalidad, Dios de misericordia, ¿cómo podré jamás vencerme a mí mismo?”. Pero la peor enemiga del matrimonio era, en mi opinión, la señora Marthe, que orgullosa de la estirpe de los Samson, y conocedora de los verdaderos sentimientos de Charles, había concluido por profesarle un odio feroz. El cierzo de marzo estuvo a punto de resultar fatal para la anciana, y su terrible rencor creció a medida que declinaban sus fuerzas. El cuarto de la mesa de palo áloe era el suyo: recostada en las almohadas del gran lecho en forma de cisne, el rostro sin afeites, una pañoleta protegiendo su garganta, recibía a Charles y le hablaba de los pasados horrores, de los presentes recibidos por su marido para que cumpliera más deprisa su siniestro trabajo y muchas otras cosas que pueden imaginarse; rumiaba su cólera al verle escuchar sin emoción aparente, pero aquellas conversaciones producían su envenenado fruto, y jamás debería olvidar Charles el cuarto maldito. A fines de abril llegaron noticias de Inglaterra: un barco los esperaba mar adentro, a cuatro millas de Calais. Falsos pasaportes les permitirían quizá salir de París, la aventura debía intentarse. La señora Marthe estaba moribunda cuando supo el proyecto de fuga. Maria Hortense había pasado horas a su cabecera y la malvada anciana supo utilizarlas, sirviéndose de argumentos singulares: le mostraba “extraños cofrecillos de oro y de plata en presencia del primo Longueval”, escribió más tarde Charles: “Una vez hasta le hizo prestar juramento sobre un crucifijo, Henri me lo ha dicho”. La sardónica risa de la vieja los persiguió cuando partieron en un coche cerrado. Su huida no tropezó con dificultades y entraron en posesión de una bonita fortuna Todo parecía encaminado a arreglarse de la mejor manera cuando, unos dieciocho meses más tarde, al descender Charles la escalera una hermosa tarde de verano, la atroz visión volvió a aparecérsele repentinamente: un volquete lleno de cuerpos decapitados y sangrientos subía a su encuentro… Aquella noche, el odio se instaló en su hogar. Visiones semejantes a la anterior le persiguieron a intervalos; las ha descrito todas en su diario. No tardando mucho, ya no se atrevió a salir de su casa. A principios de 1796, Maria Hortense le dio dos gemelos, un varón y una niña, y el 2 de julio de ese mismo año, se enteraron de que la señora Marthe había muerto la víspera de su centenario dejando un singular testamento: legaba todos los muebles y objetos de su cuarto, sin excepción, a su bisnieta Maria Hortense, con orden de hacerlos llegar a Inglaterra. También había dictado una carta a Martin Longueval, que fue largamente retribuido por sus molestias. Éste se la llevó a Maria Hortense, que la quemó enseguida de leída, pero jamás olvidó su contenido, aunque no hiciese sino una vez mención de él. Charles no se opuso a recibir el mobiliario. Se había entregado a la lectura cotidiana de la Biblia, y permitió a Maria Hortense acostarse sola con sus hijos en el reconstruido cuarto de su abuela… Por sí mismos podrán completar ustedes este relato. Maria Hortense murió de muerte natural antes que Charles. La leyenda de una maldición vinculada a ese cuarto y pronta a descargarse sobre quienquiera que se atreviese a permanecer a solas en él, parece provenir de un ama de llaves que cuidó a Maria Hortense durante su enfermedad. En la última entrevista que sostuvo ésta con su marido, lo abrazó, todo rencor desvanecido, y le murmuró dulcemente algunas palabras; el ama de llaves oyó únicamente «en caso de gran necesidad». Después aguardó la muerte asiendo la mano de su marido. De pronto hizo un esfuerzo para hablar, pareció querer formular una advertencia, pero no logró proferir una palabra. Los dos niños permanecieron aferrados a ella largo tiempo después que la vida la hubo abandonado, pues tenían miedo de su padre y de la carreta fantasma que no cesaba de perseguirlo.