La flechilla desaparecida
No me jacto, desde luego, de mi descubrimiento —prosiguió Masters, que, en realidad, rebosaba de orgullo—; se debe, sencillamente, a esas minuciosas investigaciones rutinarias que tanto odia usted, sir Henry. Pero, volviendo a las consideraciones prácticas, la maniobra era fácil: el único riesgo afrontado por Guy Brixham era que le oyesen desde el exterior, peligro casi inexistente, por varias razones. Primero, gritaba hacia el interior, la boca aplicada contra la ranura; segundo, la niebla ahoga de tal modo los sonidos, que el de su voz, perdido en el callejón, no habría podido alcanzar la calle; tercero, la pared de la casa de enfrente no posee ninguna ventana.
—Temo, en efecto, que esté usted en lo cierto —dijo sir George—, y hemos sido unos tontos al no verlo. Su razonamiento es ajustado, casi de una manera convincente, y, sin embargo, no consigo aún creer… Ha dado usted la explicación de la voz, pero no ha dicho una palabra del crimen.
H. M., que se había acercado a la chimenea para echar un poco de carbón al fuego, permaneció un instante inmóvil, clavados los ojos en la llama.
—Quizá —dijo al fin—. Sí, tiene usted razón, temo que no lo haya captado, Masters.
—¿Teme?
—Es decir, que no quedaré plenamente satisfecho si orienta usted la solución del caso en el sentido en que lo hace… pero el crimen, ¿cómo fue cometido?
—Con una flechilla envenenada, proyectada por una cerbatana a través de una de las ranuras del postigo —respondió el inspector.
Un buen muchacho, este Humprey Masters, pero a veces demasiado pomposo; articuló la palabra «proyectada» como si ya estuviese prestando testimonio ante la justicia.
—Preveo la objeción que me formularán, señores —continuó—. No hemos encontrado la flecha en el cuarto, desde luego, pero he aquí precisamente lo que voy a explicarles.
—Oiga, Masters —exclamó sir George—, ¿por eso me telefoneó usted esta mañana?
—Así es, señor, necesitaba una recomendación para el museo, donde me han dado valiosos informes acerca de las armas primitivas.
Masters buscó en su cartera.
—He aquí dos ejemplares de cerbatanas sudamericanas; la más corta es la que mejor encaja a nuestro problema. Y aquí están las flechas… No se asusten, que no se hallan envenenadas.
Puso sobre el escritorio un tubo de bambú de unos ocho centímetros de largo y dos trozos de madera negra ligeramente afilados.
—Se preguntarán ustedes, naturalmente, cómo el criminal, apoyado contra el postigo, podía ver con suficiente claridad para alcanzar su blanco. Era fácil. Las rendijas de los postigos están separadas por intervalos de unos cinco centímetros; un hombre de esta estatura mediana, apoyando el orificio de este tubo contra una de las rendijas, tendría los ojos ligeramente por encima de la rendija superior; le serviría ésta de punto de mira para apuntar en un cuarto iluminado. Un poco de habilidad en el manejo de la cerbatana y el golpe puede descargarse. Miren ahora esta flecha, es exacta a las que lord Mantling guardaba en su escritorio… Cójala, señor, ¿qué nota?
Tairlaine quedó sorprendido de su peso; tocó con precaución la punta, tan aguda como la de una aguja.
—Parece lastrada —dijo sir George—, probablemente para darle más precisión. Pero ¿qué importa? Lo que nos interesa es saber cómo ha podido desaparecer después de haber sido arrojada ¡Demonios! Masters, ¡esto es más difícil todavía de explicar que lo del cuarto cerrado!
—¿Cree usted podernos brindar una pequeña demostración? —preguntó repentinamente H. M.
Los ojos de Masters brillaron con una alegría contenida; H. M. cogió un biombo de un rincón y lo desplegó, no sin que saltara una nube de polvo.
—¿Tiene un cortaplumas, Masters? —dijo—. Bien. Corte unas rendijas. El biombo no es de la misma altura que la ventana, pero, aun así, servirá para el caso. Póngase detrás y arroje su flecha; si puede hacerla desaparecer enseguida… ¿Cree poder conseguirlo?
Masters parecía un clérigo satisfecho.
—A menudo he lanzado pesos de este modo cuando era muchacho. Y tengo aquí lo necesario para lograr una pequeña demostración… He de pedirle a uno de ustedes, señores, que se siente en ese sillón, en plena luz; una vez detrás de este biombo, enviaré mi flecha y les desafío a que me digan cómo habrá desaparecido luego de herir.
—¡Que me ahorquen si lo consigue! —dijo H. M.—. Pero me parece que va usted un poco lejos, hijo; ¿y si ciega a alguien con ese jueguecito?
—Le prometo pinchar con exactitud las ropas de modo que no haya peligro. ¿Preparados, señores?
Los tres hombres estaban tan deseosos de servir de blanco, que fue preciso tirar a cara o cruz; la suerte recayó en Tairlaine y Masters comenzó jubiloso a cortar sus rendijas en el biombo.
—Se creería uno en el guiñol —gruñó H. M.—. Daría cualquier cosa porque alguien entrase aquí durante la representación. Espero justamente a unos miembros de la legación de Austria. Si no escriben a Freud después de esto para referirle lo que hayan visto, es que he perdido mis dotes adivinatorias. ¡Está bien! ¿Qué hay que hacer ahora?
—Encender la lámpara del escritorio, señor —repuso Masters, mostrando su cabeza como un fotógrafo—, para que yo pueda ver con claridad. Y ahora, profesor, arrastre ese sillón un poco hacia delante y siéntese de cara a la ventana. Eso es. No mire al biombo antes de que yo se lo diga… Voy a echarlo hacia atrás ligeramente… En cuanto a ustedes, señores, colóquense de costado y no miren en este momento en mi dirección. ¿Listos?
Tairlaine se encontraba sentado en uno de esos sillones giratorios que se inclinan hacia atrás en el instante de sentarse uno en ellos. Miró la ventana, donde se reflejaba la lámpara colocada a sus espaldas. H. M. refunfuñaba entre dientes; se oía también el chisporroteo del fuego; abajo, la incesante circulación se movía sobre el muelle del brumoso Támesis…
De pronto, alguien gritó detrás de él:
—¡Socorro! ¡Tairlaine, socorro!
Con el corazón palpitante, Tairlaine brincó al tiempo que alzaba la cabeza hacia el biombo. En el instante en que aquel movimiento descubrió su cuello, algo vino a golpearle y le pinchó vivamente bajo la barbilla. Sobrevino un momento de estupor, durante el cual se produjo un movimiento detrás del biombo; después Tairlaine se pasó la mano por el sitio herido, pero no sintió nada.
—Lo lamento, señor —exclamó Masters, que seguía oculto por su biombo—, no apunté tan bien como esperaba; pero la pequeña herida que le he infligido ni siquiera reviste la importancia de una cortadura producida al afeitarse… Lo esencial es saber si encontrará usted la flecha.
Tairlaine sacudió sus ropas y miró por todas partes a su alrededor sin resultado. H. M. avanzó colérico.
H. M. marchaba de arriba abajo dando muestras de irritación.
—¡Por supuesto! Era preciso que el veneno fuese introducido en el cuello para paralizar inmediatamente la palabra. Pero…
—Y el procedimiento obtuvo éxito —dijo Masters—; Bender tuvo un segundo de sorpresa, como el profesor Tairlaine hace un momento. Debió sobresaltarse y mirar a su alrededor para ver lo que ocurría y el veneno hizo su obra… Señores, miren esto; lo encontré oculto en el postigo.
Abrió un sobre y lo volcó sobre su mano, que extendió abierta.
—¿Qué es? —preguntó sir George—. No veo nada.
—Acérquese a la luz… ¡Ah! ¿Lo percibe ahora? Es un filamento delgado como un cabello, pero un poco más pesado… una hebra de verdadera seda japonesa, negra, cuya resistencia les asombraría.
Volvió el filamento al sobre, pasó detrás del biombo y regresó con las manos tendidas y separadas.
—Dirijan la luz sobre mí, sin la cual no verán nada. Hay aquí tres metros de hilo de seda japonesa en dos hebras que no pesan más que una tela de araña. El principio de la maniobra ejecutada por el criminal es el mismo que el de esos cañoncitos infantiles que todos ustedes conocen… mi hijo tiene uno; se enrollan, en la extremidad opuesta a la punta de la flecha, dos centímetros de seda, poco más o menos, y se pega cuidadosamente; una vez detrás de la ventana, se pasa el hilo por la rendija del postigo, y se lo deja colgar en una longitud de unos tres metros para facilitar el lanzamiento. Nadie nos puede ver; el hilo es casi invisible, sobre todo a la luz del gas. Mantenemos la extremidad del hilo en la mano o lo atamos sólidamente en alguna parte; el otro extremo está pegado a la flecha, que se desliza libremente en la cerbatana con su delgada atadura… Lanzamos una llamada, y cuando nuestra víctima está colocada a buena distancia en un espacio libre, soplamos en la cerbatana. La flecha hiere, pero no permanece en la herida y la retiramos, valiéndonos del hilo, por la rendija del postigo, antes de que el pobre diablo sepa lo que acaba de ocurrirle… y hemos probado, al mismo tiempo, que su muerte es debida a una maquinaria oculta en la habitación maldita, lo cual refuerza la leyenda.
Masters enrolló cuidadosamente el hilo en derredor de la flecha y guardó todo en un sobre.
—… Y he aquí toda la historia —añadió.
—¿Usted solo se imaginó todo esto? —dijo pensativo H. M.—. Debí sospechar que un hombre que tiene la manía de los trucos espiritistas caería en esta solución. ¡Oh!, no ataco su hipótesis. Por el momento, y es una desgracia para este pobre Guy, no veo otro medio de cumplir ese acto de prestidigitación que supone el asesinato de Bender. Ha destruido usted su coartada y ha probado que fue a la ventana y respondió a las llamadas… Si puede tener la prueba, además, de que el hilo le pertenecía…
—La tengo, señor.
—Habló usted anoche —intervino sir George— de un quimono…
—De auténtica seda japonesa. Así es: se trata de una bata muy usada que encontré en su armario. El hilo de seda pertenece exactamente a las partes deshilachadas de esa prenda. Era fácil trenzar una delgada cuerdecilla de dos o tres hebras, de la longitud deseada, deshilachando los bajos del quimono. Hallé, también, un instrumento para cortar vidrio, señores. Un… instrumento oculto en el estante superior del armario. Creo que el círculo de pruebas se cierra completamente sobre Guy Brixham. ¿Qué opinan?
—Siéntense todos; cesen de caminar así, de arriba para abajo —exclamó H. M.
Tairlaine advirtió, con la mayor sorpresa, que daban vueltas como leones enjaulados. ¿De dónde provenía aquella tácita insistencia en protestar contra la culpabilidad de Guy? Al recordar aquella arrugada faz de maligna sonrisa, Tairlaine sentía, sin lugar a dudas, que ninguna simpatía pesaba en la balanza…
—Es verdad —prosiguió H. M.— que Guy parece el más susceptible de ser atacado por la locura hereditaria. Hemos podido darnos cuenta durante su relato de que se regodeaba secretamente con la sombría historia del cuarto. Desde luego, pudo ir a escondidas durante la noche para devolverle su apariencia de otrora, estrangular al loro que gritaba a su paso y degollar al perro cuyos ladridos amenazaban traicionarlo. Muy bien pudo matar a Bender cuando éste descubrió su locura y matarlo del modo que hemos supuesto. Pero, aunque esté loco, posee tanta inteligencia y sentido común como su antepasado Henry Samson. Sí; parece claramente designado por la investigación y es el único a quien implican exactamente las pruebas.
—Pero —dijo sir George—, ¿de qué le habría servido matar a Bender? Otro médico hubiera podido descubrir asimismo su locura.
—Por supuesto… pero él no lo creía posible.
—Por otra parte, si tiene tanta inteligencia y sentido común, ¿por qué respondió a las llamadas largo tiempo después de la muerte de Bender? Si aceptamos la solución de Masters, no veo por qué nadie habría obrado así.
Masters sonrió con indulgencia.
—Quizá no sea yo muy versado en psicología —dijo—, pero el sentido común forma parte de mi profesión… Guy Brixham obró así porque quería asegurarse de que Bender estaría tan muerto como su abuelo cuando entraran ustedes en la habitación. Nadie, ni aun un toxicólogo, puede afirmar, con seguridad, qué tiempo empleará un veneno en producir la muerte. Recuerden que el cuerpo de Bender fue hallado en un sitio donde era imposible verle desde la ventana. Supongamos que Guy Brixham disparase su flecha inmediatamente después que Bender respondiera a la llamada de las once y cuarto. El resto es cosa lógica: Bender cae fuera de su vista; a las once y media, puede muy bien no haber muerto. Pero, si su respuesta no llega, ustedes están dispuestos, señores, a precipitarse en la habitación. ¿Quién sabe si el pobre diablo no tendrá fuerzas para murmurar algunas palabras antes de morir?… ¡No, nada de semejantes riesgos! Nuestro amigo Guy se quedará hasta el momento en que esté seguro de que su víctima ha fallecido. He aquí, en mi opinión, un caso de simple sentido común.
H. M., que se había instalado de nuevo en su sillón, dijo en tono plañidero:
—Oiga, Masters, olvida usted la agenda de Bender, me parece.
—Ya me rompí bastante la cabeza con ese asunto, señor —respondió el inspector—, y mi conclusión es que no hay que preocuparse por esa agenda.
—¡Oh! Admito mi derrota con humildad —dijo H. M.—; quería sencillamente hacerles notar que esa agenda ha sido robada.
—¿Le parece? Entonces, permítame formularle una simple pregunta: ¿vio usted, con sus propios ojos, esa agenda? ¿Puede jurar que realmente existía?
H. M. refunfuñó entre dientes, pero no respondió.
—Es usted demasiado listo, señor —continuó Masters—, para no comprender que su testimonio no descansaría en nada si tuviese que exponerlo en el tribunal. Una hora antes de la cena, notó usted el abultamiento anormal del bolsillo interior del esmoquin de Bender. Voluntariamente tropezó con él y creyó sentir una agenda en su bolsillo. ¿Dónde está la prueba de su suposición? Y aun admitiendo que haya adivinado lo preciso, transcurrió cierto tiempo durante el cual perdió de vista a Bender.
—Evidentemente. Veo muy bien desde aquí el interrogatorio —gruñó H. M.—, y creo oír al viejo Gospy Howell bombardearme a preguntas con su voz atronadora, mientras me amenaza con su lápiz.
H. M. movió la cabeza.
—Desde luego, no puedo jurar que fuera una agenda porque no la he visto… Es como si dijesen a un hombre que no puede afirmar haber pasado el brazo en derredor de la cintura de su mujer porque el gesto se produjo en la oscuridad. ¡Bah! Estoy seguro, Masters, que llevaba una agenda en su bolsillo. Pero en la mesa…
—Advierto que vacila —dijo sir George—; ¿estamos, pues, vencidos?
—Lo temo. En el escritorio, sí que tenía la agenda y otra cosa además, pero después… Al viejo combatiente no le queda otro remedio que confesarse vencido en este encuentro. Masters y el sentido común se han anotado un tanto. El único as de triunfo que nos queda es ese rollito de pergamino. Pero ¿qué pesa contra el montón de pruebas? Por un milagro, vean ustedes, ese rollito habría podido hallarse en el bolsillo de Bender, lo mismo que el nueve de picas. Por otro milagro, Bender habría podido tenerlo en la mano y dejarlo caer sobre su pecho en los horrores de la agonía. Caramba, un buen abogado como Gospy Howell no dejaría de sostener que hizo eso, precisamente, para atraer la atención sobre Guy, el asesino… Guy ha dejado impresiones digitales en la ventana, lo que permitió descubrir el hilo pasado por el postigo. Sólo Guy puede ser culpable, todas las pruebas convergen sobre él; hasta ese trocito de pergamino prueba… ese trocito de pergamino prueba…
De pronto H. M. se puso a repetir con voz monótona aquel final de frase, como un fonógrafo. Luego se apoyó con ambas manos en su escritorio y quedó mirando el vacío.
—¡Oh, Dios mío! —dijo por último, casi en voz baja.
Inmóvil, su silueta enorme se recortaba contra la ventana. Nadie habló. Transcurrió un largo minuto, luego el timbre del teléfono hizo sobresaltar a Tairlaine.
Transmitían la comunicación telefónica del despacho de sir George al British Museum y la voz de Mantling vibraba con tanta intensidad en el aparato, que todos supieron lo que había ocurrido antes que H. M. se lo dijese: Guy Brixham había sido hallado muerto en el Cuarto de la Viuda. El crimen era evidente, pues su cráneo aparecía fracturado. Le habían encontrado debajo del lecho, con una cajita de plata deslustrada al alcance de su mano.