Sangre en una palangana
Con la detención de Alan Brixham, lord Mantling, acusado del asesinato de su hermano, el caso acababa de entrar en su fase más terrible. Los periódicos de la noche guardaban silencio acerca de este nuevo acontecimiento, pero en todo Londres no se hablaba de otra cosa.
Tairlaine estaba citado con H. M. y Masters para comer en uno de los pocos restaurantes de la City que permanecían abiertos: el Green Man.
En el taxi que le conducía, iba pensando en la decepción que le produjo la actitud de H. M. durante las escenas desarrolladas en el curso de la tarde en Curzon Street. Sólo había respondido con un gruñido ininteligible a las preguntas que acompañadas de ansiosas miradas le dirigiera Masters, concernientes al arresto de Mantling, dando así a entender que el hecho carecía a sus ojos de importancia; luego se ocupó de interrogar a los criados. Judith y Carstairs se negaban a creer a Alan culpable; Isabel había vuelto a subir inmediatamente a su cuarto y Ravelle no había abandonado el suyo.
Tairlaine halló a H. M. consultando tranquilamente el menú en un salón particular del Green Man. Masters, que se calentaba las manos delante del fuego, parecía, por el contrario, consternado e inquieto; interpeló súbitamente a H. M.:
—¿Cómo puede estarse ahí tan fresco, cuando atravesamos un período casi angustioso? ¿No sabe, acaso, las consecuencias que acarrearía el arresto definitivo de Mantling? El proceso ante la Cámara de los Lores, un par del reino acusado de un crimen, las repercusiones del escándalo… La cuestión está en saber si he hecho bien al obrar como lo hice.
H. M. se rascó la nariz.
—Pero usted no hizo todavía nada, en realidad, que yo sepa… Ese muchacho no está todavía oficialmente arrestado. Por otra parte, no necesitará usted…
—¿No necesitaré qué?
—Arrestarle. He telefoneado al viejo Boko antes de venir. Estaba conferenciando con el ministro del Interior, y me dijo que le había pedido a usted que permaneciera tranquilo hasta nueva orden. Le apuesto cinco contra uno a que Mantling saldrá de la prisión mañana lo más tarde… ¿Qué le parece una sopa de tortuga?
—Entonces, ¿cree usted que la señorita Isabel Brixham ha mentido?
—No —fue la sorprendente respuesta de H. M.
Masters brincó.
—¡Pero entonces, señor, su declaración constituye la mejor de las pruebas! Si podemos demostrar que no ha mentido… ¡Oh!, bien sé…, detesta tan manifiestamente a lord Mantling, que yo mismo abrigo mis dudas. Pero si dice la verdad, las pruebas materiales harán el resto.
Un mozo trajo unas copas de jerez; H. M. aguardó a que partiera para responder:
—Temo que la parte más interesante del testimonio de esta tarde haya escapado a su penetración. Sin ocuparnos de las personas interesadas, en sí mismas, examinémoslo con imparcialidad. Supongamos que la solterona haya inventado de uno a otro extremo su declaración con objeto de hacer enviar a Alan a un asilo de alienados; quería, pues, demostrar su locura criminal, anonadarlo, confundirlo… Masters, si esa mujer ha mentido, lo hizo de una manera muy singular. Sabía desde por la mañana que habían matado a Guy a martillazos. ¿Por qué, si quería acusar a Alan, vino a contar que le vio descender subrepticiamente por la noche sosteniendo en la mano una jeringa hipodérmica… que no fue utilizada? ¿Por qué no dijo directamente que le vio matar a Guy con un martillo? Hasta ahora, sólo nos ha probado que se paseaba él por la casa durante la noche, lo que no parece nada delictivo.
—¡Es una maniobra sutil, he ahí todo!
—Absurdo, hijo. ¿Qué hay de sutil en venir a decirnos de rondón que su sobrino es un asesino? Si piensa usted que ha mentido y que Alan no es culpable, fuerza es concluir que colocó ella misma todos aquellos objetos en el cajón. ¿Qué hay de sutil en un cuchillo manchado de sangre, una agenda robada y una botella de cianuro? Cuando se acumulan pruebas tan firmes, ¿por qué no ir hasta el fin y acusarle del único crimen que podría hacerle ahorcar?
—Habla usted como si esos objetos hallados en el cajón no tuvieran ninguna importancia…
—No la tienen, en efecto —declaró H. M.—. ¿Que significa ese cuchillo manchado con la sangre de un perro? Aunque pudiese usted probar, lo cual dudo, que Mantling se sirvió de él, eso le valdría a lo sumo dos meses de prisión por crueldad hacia los animales. La botella de cianuro no prueba absolutamente nada…
—No olvide la agenda.
—¡Sí, su sombra negra! ¿Está usted dispuesto a acusar a Mantling del asesinato de Bender? Tendrá entonces que probar en virtud de qué milagro lo llevó a efecto, sin lo cual jamás se atrevería usted a presentarse ante un jurado. La coartada de Mantling es absolutamente indiscutible, la agenda lleva las iniciales R. B. Le bastaría al acusado decir que significan Robert Browning o Rile Britannia. ¿Quién podría probar que esa agenda perteneció a Bender, puesto que la única persona capaz de certificar que Bender tenía una semejante es justamente el propio Mantling? Sí, dispone usted de pruebas, desde luego, pero cada una de ellas se vuelve contra usted.
Masters juró entre dientes.
—Pero entonces —dijo—, ¿por qué no me impidió usted que arrestase a Mantling?
—Porque lejos de perjudicarnos, esa maniobra nos será sumamente provechosa, pues ha de contribuir a que mañana me coronen de laureles; sí —añadió, consultando su reloj—, así ha de ser, porque pronto serán las ocho y antes de medianoche el verdadero culpable se hallará entre rejas.
Tairlaine y Masters se miraron boquiabiertos. La faz lunar de H. M. expresaba el más fantástico júbilo.
—Bien… —continuó, blandiendo su cuchara—, he aquí lo que le prometo. He dado órdenes en su nombre para que todo el mundo se encuentre en Mantling House esta noche; voy a intentar un pequeño experimento. Convendrá que tenga usted dos hombres a mano, Masters, y no veo inconveniente en que estén armados. Habremos de vérnoslas con un asesino… y quizá haya gresca. Ese individuo, lo declaro con admiración, preparó la más hábil comedia que nunca he tenido oportunidad de presenciar en teatro alguno. No puedo menos que reverenciarle…, pero que esto no les corte el apetito. ¡Coman con agrado, amigos! ¿Un poco de sal?
La lluvia seguía cayendo cuando el coche de Masters, al que habían subido Tairlaine y H. M., se detuvo un poco antes de las nueve en Charles Street para recoger a sir George. Bastante nervioso éste, tendió un despacho a H. M.
—He aquí lo que acabo de recibir de nuestro experto del Dorsetshire —dijo—, pero la explicación es tan oscura como el texto. ¿Qué quiere decir el Dragón Rojo?
—¿El Dragón Rojo? —exclamó Masters—. ¿Qué viene a hacer aquí?
—Usted lo ignora todo, Masters —intervino H. M.—; deje al buen hombre que conduzca a su guisa la representación; este telegrama podría hacer saltar la mina antes de tiempo; no lo leerá usted.
Y lo introdujo en su bolsillo.
—¡Y ahora, ni una palabra más!
El coche rodó en silencio hasta Curzon Street. Un carruaje de la policía esperaba a alguna distancia de Mantling House; dos hombres de paisano se destacaron y Masters les dio órdenes; H. M. tocó el timbre; luego, llevando aparte a uno de los policías, le dio, en voz baja, instrucciones que parecieron asombrarle prodigiosamente. Shorter abrió la puerta y Judith, resplandeciente de alegría, corrió a su encuentro.
—¿Saben que acaban de poner en libertad a Alan? —exclamó—. El jefe de policía nos lo ha telefoneado hace un momento; Alan estará aquí de un instante a otro. Está libre, ¿oyen?, no han encontrado la prueba suficiente, parece…
—¡Sí, sí!, no necesita continuar —dijo suavemente H. M.—; supuse que sería así y yo mismo aconsejé a Boko que soltase a su hermano. ¿Anunció usted la noticia?
—Desde luego. ¿Hice mal?
—En absoluto. ¿Cómo han tomado la cosa?
La joven abrió los ojos mucho.
—Pues todos quedaron encantados…, es decir, excepto Isabel…
—¿Dónde se halla en este momento?
—En su tocador, con el doctor Pelham y Eugene, como lo prescribió usted. Los demás todavía están comiendo. ¿Quieren venir?
Se quitaron sus abrigos, y las manos de Tairlaine temblaban al despojarse del suyo. La atmósfera de la casa tornaba a gravitar sobre él; sonrió, empero, a Judith, siguiendo a H. M., a sir George y a Masters al comedor.
Se hubiera creído que la escena de la víspera se repetía con exactitud, a no mediar algunas sillas vacías. Las velas ardían encima de la mesa; Ravelle y Carstairs estaban sentados frente a frente, pero la hostilidad reinaba ahora entre ellos. La puerta de dos hojas que conducía al Cuarto de la Viuda se encontraba cerrada.
—Buenas noches —saludó H. M. en tono voluntariamente ligero—. ¿Terminaron de comer? ¿Quiere alguno de ustedes ir a encender el gas en el Cuarto de la Viuda? Voy a mostrarles cómo murió el pobre Bender.
Sobrevino un silencio; Judith, palidísima, hubo de apoyarse en la mesa.
—¿No es una…?
—No, no es una broma —dijo H. M.—. Vaya a encender el gas, Masters, y saque todos los objetos de la cartera.
Masters, procurando ocultar su nerviosismo bajo una sonrisa, abrió la doble puerta; le oyeron tantear en la oscuridad; pronto una luz brilló al extremo del corredor; enjugándose la frente, el inspector regresó para anunciar:
—El aparato escénico está preparado, señor.
—Bien, vamos —indicó H. M.
Se dirigieron hacia la habitación, pero Judith rehusó el brazo de Tairlaine. El lecho desnudo parecía un barco desmantelado; se habían llevado los muebles rotos y puesto la mesa de nuevo en su sitio.
—Quedan cuatro sillas alrededor de esta mesa —dijo H. M.—. Tráiganme otras del comedor. Todos deben sentarse confortablemente. Veamos… la silla del «Señor de París» está rota; pongan otra en el sitio que ocupaba anoche… a la cabecera de la mesa… en línea con la ventana… ¡Perfectamente! Señor Ravelle, ¿quiere sentarse? ¡Bien! Está usted colocado exactamente en el sitio en que se hallaba Bender cuando le atacó el veneno…
Ravelle se incorporó bruscamente, pero Masters le obligó con mano firme a sentarse de nuevo; como un muñeco de resorte que volvía a entrar en su caja.
—No tema, señor —dijo el inspector—. Sir Henry afirma que no hay peligro.
Masters puso sobre la mesa de palo áloe una colección de objetos heterogéneos: una jeringa hipodérmica, un cuchillo de caza, una botella, un frasco, un nueve de picas arrugado, un rollo de pergamino… y hasta un trocito de hilo de seda.
H. M. encendió su pipa y señaló los objetos.
—Miren —dijo—. Ahí tienen los vestigios de los dos crímenes más cobardes y más repugnantes que nunca haya encontrado en el curso de mi carrera. Pero estos vestigios, señoras y caballeros, son reveladores; voy a mostrarles lo que nos enseñan.
—¿No quiere que los otros vengan aquí también? —preguntó Judith.
—No —dijo H. M.—, ahora no. Dentro de algunos minutos subiremos nosotros y alguien hablará con Isabel. Los resultados de esa conversación, si tiene lugar, serán interesantes, y los resultados de las declaraciones de Isabel lo serán aún más. Pero por el momento…
»Se me ocurrió súbitamente esta tarde que los hechos concernientes a este caso no se encadenaban lógicamente. Advertí que un detalle, un pequeño detalle solamente, todo lo había embrollado desde el principio. La treta que sirvió para matar a Bender es tan sencilla, tan sencilla, que nos negamos a ver la verdad que nos saltaba a los ojos.
»Cuando Masters irrumpió hoy en mi despacho para referirme la meticulosidad de Bender para tratar las dolencias, desde los callos a la apendicitis, en lugar de ver la evidencia, me reí de Masters, que tenía, empero, sin saberlo, la clave del enigma. Bender padeció un absceso debajo de un callo, de lo cual a nadie habló; Bender padeció un principio de apendicitis y no por ello desistió de hacer sus rondas, el tonto, sin decir palabra a nadie.
»Hubiera debido darme cuenta anoche, al verle aquella inquietud excesiva, como si estuviese bajo los efectos de una droga, aquella expresión de… La palabra “inquietud” sería demasiado fuerte; era más bien malestar, y aquel modo de rodar su lengua en la boca… Cuando le vi comer…
—Pero si precisamente no comió nada —dijo Judith—, salvo un poco de sopa.
—¡Salvo la sopa, por supuesto!, y fui lo bastante idiota para no comprender. Pero, ustedes mismos, ¿adivinaron algo esta tarde, cuando Mantling nos refirió su historia? Mantling entró inopinadamente mientras Bender se afeitaba; éste se sobresaltó y se cortó con su navaja… y, sin embargo, la palangana estaba toda llena de sangre.
»¿Imaginan que una pequeña cortadura de navaja pudiese rociar toda una palangana sin producir la menor mancha sobre las ropas del desdichado? ¿Por qué había tanta sangre? ¿De dónde provenía? ¿Qué es lo que Bender les ocultó?
—¿Qué? —inquirió Masters.
—Bender se había enjuagado la boca y les ocultó que el dentista acababa de abrirle un absceso en la encía.