El naipe fatal

Las velas de los candelabros estaban a medio consumir cuando Mantling se levantó.

—Ya es hora de ponernos manos a la obra —dijo—. ¡Shorter! Traiga aquí el café y los naipes; cuide que el mazo sea nuevo y tenga el sello intacto.

Las conversaciones se detuvieron bruscamente. Tairlaine, sentado en el extremo de la mesa, a la derecha de lord Mantling, echó una mirada circular sobre los invitados. H. M., frente a él, a la izquierda de Mantling, tenía por vecino a Ralph Bender; silencioso, inquieto, había probado apenas un poco de sopa. Pero compensaba con creces su silencio la exuberancia de Martin Longueval Ravelle, sentado a su izquierda, con el que sir George Anstruther, su vecino, competía en anécdotas, mirando con frecuencia a Tairlaine y a H. M.

Isabel Brixham se hallaba al otro extremo de la mesa, frente a Mantling; inmediatamente a su izquierda se hallaba Guy, luego Robert Carstairs, a la derecha de Tairlaine, por consiguiente.

No podía este último sustraerse a una viva simpatía por su joven vecino Carstairs: un muchacho delgado, de mejillas bermejas, que usaba un bigotito de cepillo y parecía adorar todos los deportes más apropiados para romperse el cuello. Muy distante del tipo clásico del inglés deportista y silencioso, hablaba con una volubilidad espontánea y se servía de todo cuanto hallaba sobre la mesa para ilustrar el relato de sus proezas. Tairlaine le escuchaba divertido, contento de comprobar que el joven no era de ningún modo un charlatán.

Confesaba, en efecto, ingenuamente sus fracasos. Después de Eton y Sandhurts, había ingresado en la aviación, pero le rogaron con toda corrección que presentara su dimisión, tras una media docena de descensos prematuros a expensas del gobierno. Confesó también a Tairlaine su pasión por Judith, la hermana de Mantling, a la que había declarado su amor, pero la joven sólo se interesaba por los hombres capaces de «ser alguien». Carstairs profesaba el mayor desprecio por estos últimos; describió al doctor Eugene Arnold como un viejo antipático, aunque no contase sino treinta y seis años, e imitó cómicamente la expresión de su rostro.

El joven tenía su teoría personal respecto al Cuarto de la Viuda.

—Créame —declaró Carstairs a Tairlaine en el salón, al tercer cóctel—, se trata de gases tóxicos o de arañas; si saco el naipe alto, iré enseguida a abrir la ventana y permaneceré casi todo el tiempo con la cabeza fuera; a menos —añadió—, de que se trate de una araña gigante, una de esas tarántulas de picadura mortal, encerrada en un cofre; en el momento en que se abre, nos pica y todo ha concluido. He leído relatos de este género.

Tairlaine había objetado que una araña capaz de vivir ciento veinticinco años sin comer sería muy venerable, pero Carstairs sostuvo haber leído en alguna parte una historia de arañas emparedadas durante un período aún más largo. Ravelle sostuvo que se trataba probablemente de sapos y no de arañas, pues la longevidad de estas últimas era relativamente corta.

Tairlaine procuraba alejar de su pensamiento el espectáculo de aquella habitación, tal como se presentó a sus miradas cuando la puerta se había abierto tan fácilmente; de modo que fue un verdadero alivio el ver a Mantling levantarse.

—Ya es hora de ponernos manos a la obra, ¿no les parece? —repitió su anfitrión.

Mantling se mantenía detrás de los candelabros de plata con sus velas medio consumidas, vuelta la espalda a la gran puerta de dos hojas. El comedor aparecía lleno de sombra, pues el fuego se había extinguido, y a la temblorosa luz de las bujías el rostro de Mantling, congestionado y reluciente bajo sus ensortijados cabellos empapados en sudor, mostraba los glóbulos saltones de sus pálidos ojos. Sonrió, sin embargo, al golpear en la mesa con el puño.

—He encargado cartas nuevas —dijo—, porque no podemos servirnos de otras. ¡Vamos! —exclamó inclinándose sobre la mesa—, ¡confiesen la verdad! ¿Quién de ustedes trató de marcar el primer paquete de naipes?

Isabel Brixham replicó en tono tranquilo:

—Supongo que tendrás conciencia de haber bebido exageradamente, Alan, ¿verdad?

Ignorando el sarcasmo, la observó con aire pensativo.

—No debes de ser tú, tía —exclamó, rompiendo a reír—, puesto que no sacarás carta. Pero formulo la pregunta a los demás porque sé que uno desea ver a otro tentar la experiencia… ¿Por qué? Hemos roto los sellos de la habitación y hemos observado cierto detalle en el interior.

—¿Qué te aterrorizó? —preguntó Guy, con voz clara. Después se echó a reír.

—¿Has entrado en ese cuarto? —tronó Mantling.

—¿Entrado? ¡Oh, no! —respondió Guy, cuyos ojos brillaban detrás de sus gafas negras—. Pero no nos tengas en suspenso. ¿Qué viste?

—Usted aquí, Shorter —dijo su hermano—. ¿Trae el paquete nuevo? Muéstremelo. ¡Bien!… Ya conoce mis instrucciones: cuando sirva el café, cada uno, a excepción de quienes he señalado, cogerá una carta… En cuanto a ustedes, señores, podrán mirar la que hayan sacado, pero la colocarán encima de la mesa de modo que ignoremos su valor. Antes de pasar a la ejecución del proyecto, les referiré lo que hemos visto en el cuarto, y cada cual quedará en libertad de retroceder, si su corazón se lo pide… Ahora, Shorter…, abra el paquete, espárzalo en la bandeja… ¡Bien! Saco la primera…

Sin apartar los ojos de sus huéspedes, tomó una carta, la miró furtivamente y volvió a dejarla sobre la mesa sin que su rostro denotase impresión alguna. Shorter, saltando a Tairlaine, pasó la bandeja a Carstairs. El joven restregó una contra otra sus manos musculosas.

—Deséeme buena suerte, señor —dijo a Tairlaine—. ¡Vamos! Espero tener… ¡Diablos!

Posó bruscamente la carta sobre la mesa, haciendo vanos esfuerzos por conservar su impasibilidad. Shorter presentó la bandeja a Guy, que tomó negligentemente una carta y la puso delante de él sin mirarla siquiera.

—He cambiado de opinión, Shorter —dijo repentinamente Mantling—, pase las cartas a la señorita Isabel y déjela elegir si lo desea.

—Gracias —respondió ella con calma, extendiendo la mano—, estaba absolutamente resuelta a tentar también mi suerte; no había ninguna razón para que se me mantuviese aparte.

Tomó un naipe y le echó una breve ojeada sin denotar ninguna emoción. Shorter pasó a sir George, que hizo su elección frunciendo el ceño, luego a Ravelle, que, muy rojo y visiblemente emocionado, concluyó por sacar una carta tras algunas vacilaciones.

La miró y rompió a reír, visiblemente satisfecho. Le llegó después el turno a Bender, que se volvió hacia lord Mantling y le dijo:

—Supongo que debo sacar también una carta, señor…

Mantling hizo un mohín.

—So pena de ser tratado de… ¡Bueno, conforme!

Sacó una carta con precaución; sus manos temblaban al esconderla para que los demás no la pudiesen ver. La puso sobre sus rodillas para mirarla bajo el mantel y su rostro atezado no traicionó la menor emoción cuando volvió a colocarla encima de la mesa. H. M., que desde el comienzo de la cena permaneciera silencioso, le observó con curiosidad.

—El juego está hecho —dijo Mantling—, y ahora voy a hablarles del cuarto. Isabel pretende que hay un loco en esta casa y empiezo a creer que tiene razón. ¡La habitación estaba abierta, amigos! Alguien retiró los tornillos y los sustituyó por otros postizos, que no penetran en la madera. Esa persona sacó el molde de la cerradura, se hizo una llave, aceitó cuidadosamente los goznes y barrió el corredor para que no quedasen las huellas de sus pasos. ¡Pero esto no es todo! Esperábamos sin duda encontrar una habitación llena de polvo y telas de araña… ¡Desengañémonos! Está tan limpia como el día en que fue clausurada, hace sesenta años. Las colgaduras están estropeadas, pero la madera del amplio lecho dorado se conserva tan brillante como antiguamente. Mi abuelo instaló gas en la estancia antes de su muerte; los aparatos están limpios y funcionan perfectamente. ¿Comprenden?… Alguien ha pasado noches en ese cuarto, mientras dormíamos.

Se interrumpió jadeante. Tairlaine tornaba a ver en su pensamiento la inmensa habitación cuadrada con su gran araña de gas, cuyos picos, todos encendidos, proyectaban una luz azulada sobre los marchitos esplendores. Una chimenea de mármol blanco, en cada pared inmensos espejos en sus marcos dorados, un peinador de madera dorada muy ornamentada y un lecho de baldaquino de finales del siglo XVIII, ocupaban parte de la pieza; pero esto no era todo…, lo que había de más notable…, de grotesco, de inexplicable, Mantling iba a describirlo.

—Esa persona —dijo—, dedicó cuidados especiales a una gran mesa colocada en medio del cuarto, con sillas en su alrededor; son de madera clara con incrustaciones de cobre…

—Cinceladuras —exclamó Ravelle, golpeando con el puño sobre la mesa—. ¡Perdón!, no quise interrumpirle, se trata únicamente de un término del oficio acerca del cual me explicaré más tarde. Continúe.

Guy encendió su cigarrillo en una vela y dijo:

—Sin duda habrás notado, Alan, que hay un nombre grabado en el respaldo de cada silla. Cada una de ellas pertenecía a una persona determinada. Una lleva «Señor de París», otra «Señor de Tours», otra «Señor de Reims», otra… ¡Ah!, ya veo que mi amigo sir George Anstruther me mira con aire de sospecha. Estoy al tanto de todos estos detalles, porque forman parte de la historia de nuestra familia. Como Ravelle, hablaré más tarde. El hecho es…

—Pero así me lleve el diablo, Alan —exclamó el joven Carstairs con virulencia—, todo esto carece de sentido, ¿por qué alguien iba a entretenerse en cuidar del mobiliario en medio de la noche?

Mantling miraba Fijamente a Isabel, cuyos ojos pálidos se habían animado repentinamente.

—¿Quieren que formule en voz alta la respuesta que los más inteligentes de nosotros ya hemos encontrado para esta situación? Buscan ustedes la trampa envenenada que en otra época mató a tantas personas. Suponiendo que hubiera existido, habría perdido hace tiempo su poder mortífero. A menos que la hayan armado de nuevo, es decir, que el peligro del veneno pudiera no subsistir hace solamente una semana o dos, pero sí existir actualmente.

Sobrevino un terrible silencio, e Isabel continuó:

—Si se empeñan en jugarse la vida a las cartas, me someteré al capricho colectivo, corriendo también mi suerte, pues soy fatalista. Pero mejor haríamos en condenar de nuevo esa habitación y tratar de descubrir a la persona cuyo cerebro se ha desquiciado. ¿Qué opina, sir Henry Merrivale?

H. M. pareció despertarse; desde el principio de la cena no se parecía en absoluto al personaje del que Tairlaine había oído hablar; se debía esto a su extrema perplejidad. Jamás se había sentido, tampoco, tan atormentado.

—Tiene usted perfecta razón, señora —dijo.

Mantling se volvió bruscamente hacia él:

—Pero usted me había dicho…

—Un momento —refunfuñó H. M.—. Déjeme explicarme. Cuando les rogué a todos, a usted, al doctor y a George Anstruther, que me dejasen solo en este cuarto, hace una hora, para que pudiera darme cuenta por mí mismo, pude afirmarles que no encerraba la menor trampa emponzoñada, ¡y sé lo que digo! He seguido el caso del Cuarto de la Torre, cuyo papel contenía arsénico, el del cofrecillo de Cagliostro, en Roma; era una aguja sumergida en cianuro que pinchaba al curioso bajo la uña de modo tal que la autopsia nada podía revelar. Pero, como el viejo Ravelle hace sesenta años, no encontré absolutamente nada de sospechoso en esa habitación. Sin embargo…

—¿Qué? —dijo Mantling.

—¡Husmeo sangre, he ahí todo! —respondió H. M., con la mayor seriedad, olfateando como el ogro de la pantomima—. Es cuanto puedo decirle. La sangre está por ahí, muy cerca; hay sangre en alguna parte…, quizá la muerte misma. Y, no obstante mi inteligencia lucha contra esta impresión puramente física. Tal vez, en el fondo… —indicó un punto en su pecho que, manifiestamente, quería designar su corazón—. Deseo verlos proseguir este juego estúpido…, sencillamente porque me encuentro frente a un problema imposible de resolver. Así que mi intención no es intervenir. Les aconsejo abandonar la experiencia. Pero si lo quieren…

Mantling se irguió cuan alto era, con aire triunfante:

—¿Entonces?… ¿Alguien siente ganas de retroceder?… ¿Nadie?

Hubo una agitación apenas perceptible en derredor de la mesa, pero todos guardaron silencio.

—Comenzaremos entonces por mí —prosiguió Mantling—, y siguiendo por la derecha: Bob Carstairs, Guy, Isabel, etcétera. ¿Comprendido? Empiezo.

Y mostró su carta.

—Saqué el nueve de tréboles. ¿Quién tiene más?

—Tres de corazones —dijo Carstairs—; poca suerte; ¡seguramente hubiera ganado si hubiésemos jugado dinero! ¿Y Guy?

Guy colocó cuidadosamente su cigarrillo sobre el borde de un platillo y volvió su carta:

—Feliz o desdichadamente, Alan, tienes siempre la carta más alta.

Tairlaine vio que Mantling se enjugaba su frente húmeda; el mantel se agitaba como si alguien hubiese tirado hacia sí.

—Tengo el siete de picas. Tú ganas aún a menos que Isabel…

Sin apartar de Mantling sus ojos pálidos, alzó ésta la mano y mostró la reina de tréboles.

—¡Caramba! —exclamó Mantling—, no puedes…

—Adelante —dijo fríamente Guy—. La reina. ¿Quién tiene más?

—Yo no —dijo sir George—. No tengo más que el diez de rombos, pero estoy absolutamente de acuerdo con Mantling: no podemos dejar a la señorita Brixham…

—No se inquiete por ella, amigo —exclamó Ravelle—. ¡Mire! Soy yo quien gana con el rey de rombos. ¿Dónde hay que ir? Indíqueme…

—Falta todavía una carta —observó Mantling.

El silencio se eternizó. Bender permanecía sentado muy tieso en su silla, la mano sobre los ojos.

—¿Y qué? —exclamó Carstairs—. Vamos a ver, concluyamos.

Bender, volviendo lentamente su carta, mostró el as de picas; apartó la mano que ocultaba su mirada; la expresión de su inteligente rostro tenía algo de desconcertante: Tairlaine creyó leer una especie de salvaje alegría.

—¿Sabe usted, joven —dijo bruscamente Guy—, que ciertas personas llamarían a esta carta la carta de la muerte?

Carstairs gritó. Bender se levantó y quitó cuidadosamente con su servilleta las migajas caídas sobre su ropa.

—Permítame dudarlo, sir Guy —¿por qué decir «sir», dirigiéndose a Guy? Parecía adulación—. Todavía soy capaz de cuidar de mí. ¿Qué debo hacer ahora?

—Vamos a instalarlo —respondió Mantling, que había recobrado su jovialidad—. Al decir «vamos», me refiero a Tairlaine, a George, a nuestro amigo H. M. y a mí mismo. Los demás, a gusto suyo, pueden venir también o esperar aquí. Después regresaremos todos a montar guardia en el comedor. ¡Ah!, la puerta del Cuarto de la Viuda permanecerá cerrada, para tomar la palabra «solo» al pie de la letra, pero dejaremos abiertas las dos hojas de esta puerta y nos mantendremos preparados. ¿Tiene reloj? ¡Perfectamente! Llamaremos cada cuarto de hora y usted responderá. Ahora son las diez y tres minutos: la prueba concluirá a las doce y tres minutos. Vamos a hacer las cosas como es debido: haga el favor de cogerlo de un brazo, Tairlaine, que yo lo tendré por el otro.

—Está de más que me sujeten como si me llevaran al cadalso —replicó vivamente Bender—. ¡Marcharé solo, gracias!

El cortejo se puso en movimiento; la araña del comedor iluminaba el pasillo. Entraron en el Cuarto de la Viuda y Tairlaine volvió a ver la azulada claridad del gas, el papel negro y oro, desprendido en partes, y, frente a la puerta, una ventana de guillotina protegida por postigos de hierro perforados por angostas hendiduras horizontales destinadas a la ventilación; aquellos postigos permanecían aún cerrados por cerrojos tan herrumbrosos que había sido absolutamente imposible descorrerlos al comienzo de la velada. Algunos cristales debían de estar rotos, pues se sentía una ligera corriente de aire.

Bender miró con curiosidad el lecho de ángulos macizos y dorados, en forma de cisne, situado a la derecha de la ventana, bajo un baldaquino de colgaduras rosadas, hechas jirones. Percibió su propia imagen en uno de los grandes espejos de marcos dorados y giró sobre sí mismo para verlos todos; pero su mirada volvía siempre a la mesa de madera de palo áloe, que tendría unos diez pies de diámetro, y a las sillas que la rodeaban…

Carstairs y Ravelle, en el comedor, se divertían en gritarle mil recomendaciones ridículas; Ravelle hasta se había permitido la broma, bastante fuera de lugar, acerca de las arañas, que hizo brincar a Tairlaine.

—No tiene usted necesidad de fuego, supongo —dijo Mantling—. ¡Perfectamente! ¿Desearía alguna cosa?… ¿Cigarrillos, una botella de whisky? ¿Un libro?

—No, se le agradezco —dijo Bender—. No fumo; beber no me apetece en este momento…; puedo pasar el tiempo escribiendo.

Acercó una de las sillas de palo áloe y se sentó con aire resuelto. Mantling pareció vacilar; luego encogiéndose de hombros, hizo señas a los demás para que saliesen con él. Dejaron a Bender sentado muy derecho, bajo la araña de gas, que canturreaba suavemente. La puerta se cerró.

—Este jueguecito no me agrada —refunfuñó de pronto H. M.—. ¡No me agrada en absoluto!

Después de un instante de reflexión, se dirigió al comedor, seguido de los otros tres.

Sólo Carstairs y Ravelle habían permanecido en el comedor. Como Shorter trajera botellas de whisky y de oporto, los dos jóvenes hablaban alegremente.

—Guy y tía Isabel —respondió de pronto Carstairs a una pregunta de Alan—, se fueron; no pude convencerles de que se quedasen. Isabel no parecía muy satisfecha; en cuanto a Guy, nunca se sabe lo que piensa.

Mantling puso su reloj sobre la mesa en el momento en que el reloj del vestíbulo daba el cuarto. Se sentaron al extremo de la mesa, clavados los ojos en el corredor, que veían a través de la amplia puerta abierta; bebieron numerosas tazas de café durante la larga espera.

Aquellas dos horas les parecieron una eternidad; la conversación, bastante animada al principio, fue voluntariamente orientada hacia otros temas. Ravelle fue el primero que procuró llevarla al Cuarto de la Viuda.

—¡No! —exclamó H. M.—. ¡Todavía no, no ha llegado el momento! Esperaba con impaciencia estas horas en vela para escuchar el relato de Guy y me irrita muchísimo que no esté aquí, necesito conocer la historia de esas sillas, de esas sillas inofensivas… y no me atrevo a abandonar esta habitación.

Observó atentamente a Mantling.

—No puede usted, o no quiere referírmela, ¿verdad?

—Adivinó usted —respondió Mantling, mirándole cara a cara.

Luego reanudó su conversación acerca de sus cacerías en el Zambeze.

El reloj dio la media. Al instante Mantling lanzó una sonora llamada en dirección al corredor. La voz de Bender respondió sin alegría… pero había afirmado su existencia: ¡la primera oleada de terror se disipó!

Los corazones, sin embargo, seguían angustiados. El reloj dio de nuevo el cuarto, después la hora; los ruidos de la ciudad se apagaban poco a poco; una bruma espesa y blanquecina ocultaba las ventanas…; por cuarta vez, Mantling lanzó su llamada y la respuesta tranquilizadora llegó a sus oídos. Casi desvanecidos sus temores, cesaron de hablar. Mantling echado en su asiento, enviaba hacia el techo volutas de humo. A las once y media, cuando hubieron oído la respuesta habitual, Ravelle se levantó con aire de decepción; pretextó cartas que escribir y un telegrama y afirmó que regresaría para la medianoche; su entusiasmo parecía haber decaído por completo.

A las doce menos cuarto, Mantling se despertó para proferir un grito jubiloso y beber un último vaso a la salud de todos cuando recibieron la respuesta.

—Se habrá mantenido hasta el fin —exclamó Carstairs—. ¡Asombroso! ¡Pulverizamos al fantasma! El sentido común ha recobrado su imperio. ¡Nada más que un cuarto de hora para ir a liberar a Bender! Si aún no le han atacado los espíritus, ya no lo harán ahora.

Sir George exhaló un prolongado suspiro.

—Me siento más aliviado de lo que me atrevería a confesar, y empiezo a considerarme un tonto… Figúrense que ha cesado de atenazarme una especie de presentimiento. Sin duda era provocado por algo raro, y que no alcanzaría a definir, respecto a Bender; eso me atormentaba.

—Bender es un artista, amigo mío —rió Mantling en son de burla—, quizá fuese eso…

—¿Un artista? —dijo H. M.—. ¡Qué disparate! ¿Dónde tiene usted los ojos?

—Pues si no es un artista —intervino sir George en medio de un opresivo silencio—, ¿qué diablos es?

—O mucho me equivoco, amigo mío, o ese muchacho es un joven médico… un estudiante tal vez. ¿Observó lo que hizo cuando la señorita Isabel estuvo a punto de sufrir una crisis nerviosa en el despacho? Sus dedos fueron directamente, automáticamente, a la muñeca de ella, que lo rechazó. Y como el bulto visible en el bolsillo interior de su esmoquin me intrigaba, me las compuse para tantearlo. Tenía una gruesa libreta en el interior, y algo parecido detrás. ¡Curioso muchacho, que lleva una libreta de esas dimensiones en su esmoquin! Por otra parte, afirmó su intención de escribir.

Mantling se había levantado bruscamente.

—Quizá ustedes se sientan satisfechos —añadió H. M.—, yo no… todavía.

Oyeron el ruido de una puerta que se cerraba en el vestíbulo y Mantling, que iba a responder, se detuvo. Se acercaron voces, la puerta se abrió, un hombre y una mujer entraron, el aire alegre, a pesar de sus ropas empapadas.

—Velas hasta tarde, Alan —dijo ella—. Deberíamos haber vuelto antes, pero el taxi tuvo que…

Percibiendo de pronto las puertas abiertas sobre el pasillo, se detuvo repentinamente.

Alan se restregó las manos.

—Todo va bien, Judith. El fantasma se ha ido, ahora podemos hablarte. Esta noche hicimos un experimento y el joven que está encerrado allí dentro casi ha terminado la prueba. Vamos a liberarlo tan pronto como…

El reloj comenzó a desgranar lentamente las doce campanadas de la medianoche. Manding lanzó un suspiro.

—Ya está ¡Bender —gritó a voz en cuello—, venga a beber un vaso con nosotros!

El hombre que entrara acompañando a Judith, y que se había quedado en el umbral de la puerta para quitarse el abrigo mojado, se volvió bruscamente.

—¿Qué nombre dijo usted, Mantling? —preguntó.

—Bender, ¡oh, perdón! Olvidaba las presentaciones: mi hermana Judith… el doctor Arnold. ¡Pero salga, Bender! La hora ha transcurrido.

—¿Quién le dijo que fuera a ese cuarto? —inquirió Arnold.

—Echamos cartas y él sacó la más alta, el as de picas… Pero no me mire así —exclamó Mantling—, hemos jugado limpio y se ha desvanecido la leyenda. Está allí dentro desde hace dos horas y se conserva con buena salud…

—¿De veras? —intervino la mujer—. Entonces, ¿por qué no sale? ¡Ralph!

H. M. fue el primero en ponerse en movimiento. Tairlaine vio sus labios agitarse como si jurara por lo bajo y oyó el crujido de sus gruesos zapatos. Arnold, que le seguía, le dejó atrás; Tairlaine y sir George iban a continuación. Arnold abrió bruscamente la puerta.

El cuarto, siempre igual, no ofrecía desorden aparente. Les pareció vacío durante unos instantes.

—¿Dónde está?… —comenzó sir George, e inmediatamente lo vieron todo.

Un peinador cargado de amorcillos y de rosas se hallaba colocado al sesgo a un lado de la habitación, y el espejo, ligeramente inclinado hacia el suelo, reflejaba una parte de la alfombra y sobre aquella alfombra se percibía un rostro.

El hombre estaba extendido de espaldas, casi enteramente oculto por el amplio lecho dorado; se veía en el espejo su cara hinchada y negruzca y sus ojos desorbitados.

—¡Atrás! —mandó Arnold con tranquila pero firme voz—. ¡Atrás, todos!

Dio la vuelta a la cama y se inclinó sobre el lecho.

—¡Pero si es imposible! —exclamó Mantling—. ¡Debe de estar vivo! ¡Vivía aún hace quince minutos!

Arnold se enderezó.

—¿Cree usted? —repuso—. Cierren esa puerta. ¡Impidan a Judith entrar! Este hombre ha muerto hace más de una hora.