La aguja hipodérmica

Después de un excelente almuerzo, rociado con un riquísimo Beaune añejo, Tairlaine y H. M. instalados en un salón del Club Diógenes, discutían una vez más el caso; aguardaban una llamada telefónica de George Anstruther comunicándoles la respuesta del sabio del Dorsetshire.

—No es que espere por este lado una aclaración definitiva —dijo H. M., trazando maquinalmente en su libreta una nueva caricatura del inspector Masters—. Pero el menor indicio nos sería valioso. Me encoleriza no llegar a comprender cómo fue descargado el golpe, por más que esté poco menos que seguro de quién es la persona que cometió los crímenes…

—Sin duda es inútil preguntarle su nombre.

—Completamente inútil, porque se negaría usted a creerme… ¿Tiene alguna hipótesis que exponerme?

—Me he preguntado —respondió—, si no se podrían aplicar al caso que nos interesa ciertas sugerencias suministradas por la literatura. Recuerde que «el canto de las sirenas y el nombre bajo el cual Aquiles se ocultaba entre las mujeres, aunque formidables acertijos, no son imposible de adivinar». A propósito, ¿ha notado que Judith Brixham es una joven muy atractiva?

—Oiga, viejo sátiro —dijo H. M.—, ¿abriga usted in…?

—No soy un sátiro —repuso Tairlaine con dignidad—; tengo cincuenta años, ella treinta y uno, y mis sentimientos respecto a ella son los de un tío afectuoso, nada más. Me desagradaría, lo confieso, verla arruinar su vida con ese fatuo doctor, o con el simpático, aunque demasiado versátil, joven cazador de fieras. Mis cabellos son canos y el amor ha cesado de interesarme, pero le aseguro que si Judith me hubiese mirado como debió mirar al joven Carstairs cuando éste se pinchó con la flecha, me sentiría capaz de bailar la rumba en medio de Harvard Square con una botella de champán en cada bolsillo.

Dio una larga chupada a su pipa.

—En fin, veamos si puedo sugerirle alguna buena idea acerca de este caso.

—Me ha sugerido varias. Continúe.

—Busca usted quién mató a Ralph Bender. ¿Por qué no considerar el problema desde un ángulo literario?

—¿Qué? —exclamó H. M.—. Oiga, profesor, una de dos: o necesita usted un cordial para recobrarse o ha bebido demasiado. ¿Qué quiere decir con su «ángulo literario»?

—Lo siguiente: pretende usted que Guy Brixham, situado en el exterior de la ventana, aplicado el ojo al postigo, asistió a la muerte de Bender. Según usted, no vería al asesino, pero sí comprendió la maniobra del envenenamiento y percibió algo que le permitió adivinar la identidad del asesino. Abra ahora un manual y lea los principios fundamentales de una descripción animada: «Cuando se entra en un cuarto, se nota lo que choca a la vista inmediatamente: color, mobiliario, grupo de objetos, iluminación, etcétera…». Busquemos, pues, lo que Guy Brixham vio mirando por el postigo. ¿Qué pudo notar que se nos haya escapado? El campo de investigaciones sería limitado, porque su ángulo de visión era restringido; pero el veneno fulminó a Bender en ese estrecho espacio.

H. M. dejó su lápiz.

—No está mal —aprobó—. Veamos: yo no fui al exterior de la ventana, pero me mantuve muy en el interior, de modo que… He aquí justamente al hombre que precisamos —dijo, señalando con un gesto a través de la ventana a Masters, que subía la escalinata del club—. Estuvo allí y podrá informarnos.

Una vez al corriente, declaró el inspector:

—¿Buscan ustedes, en suma, qué acción de Bender pudo hacer comprender a Guy el medio empleado para cometer el crimen y permitirle adivinar el asesino?

—Sí —respondió Tairlaine—, pero examinemos primero su ángulo de visión: usted estuvo en el exterior y aplicó el ojo al postigo. ¿Qué vio?

Masters buscó un instante en su memoria:

—Muy poca cosa… Una banda estrecha que va ensanchándose ligeramente hasta la puerta; no se puede ver el lecho colocado a la izquierda, ni la chimenea, ni el peinador a la derecha. Aparte de la puerta, sólo se ve una sección de la alfombra y… cuando llevaron a Bender a ese cuarto, ¿qué hizo?

—Retiró una de las sillas que había alrededor de la mesa y se sentó —contestó H. M.—. La silla grabada con el nombre «Señor de París» estaba a la cabecera de la mesa, si es que una mesa redonda pueda tener cabecera, en línea recta con la ventana. Cuando volvimos a entrar después de su muerte, la silla seguía en el mismo sitio, pero vuelta de frente a la mesa y un poco separada de ésta…

Un fulgor animó su mirada.

—¡Continúe!

—Perfectamente. No se podía ver a través del postigo más que esa silla y una pequeña parte de la mesa: la puerta, la alfombra, la silla y un reducido extremo de la mesa, nada más.

—Entonces recibió la muerte en ese estrecho espacio —dijo Tairlaine—. Según la posición de la silla, se puede suponer que se hallaba sentado a la mesa, vuelto de perfil hacia la ventana…, lo cual no nos conduce a nada. Examinó usted bien todo, ¿no es así?, sin hallar nada de anormal en esos diferentes objetos: mesa, silla, alfombra, puerta y hasta postigo.

—Sí —respondió Masters—, pero lo importante es saber qué indicio entre estas cosas pudo permitir a Guy sospechar la culpabilidad de alguien, siendo así que nadie, fuera de él mismo, había entrado antes en el cuarto. Además, el acto a que se entregó Bender debe haber sido muy particular para suministrar un indicio a Guy. Quiero decir que sentarse a la mesa y mirar en derredor no habría bastado; fue preciso un acto tan definido como un puñetazo en la mandíbula o un taconazo, o…

Se produjo a esta altura del discurso de Masters un escándalo en el Club Diógenes, que hizo acudir al portero.

—¡Callos! —bramó H. M. con voz tonante, incorporándose bruscamente—. ¡He aquí el secreto, una parte del secreto! Sangre en una palangana… Camaradas, he sido tan idiota, tan estúpido, tan limitado de cerebro, que si alguna vez me oyen pronunciar palabras orgullosas, no tendrán sino que murmurar a mi oído: «¡Callos!», para tornarme a la humildad. No, Masters, no le diré nada. Se burló usted de mí esta mañana con esa historia de callos, y, ¡por los cuernos del diablo!, espero pagarle en la misma moneda.

Masters respondió con calma:

—Ignoro cuál es su nueva idea, señor, pero poco me importa, ya que lo importante es que perciba usted la verdad; sabré refrenar mi curiosidad. Permítame únicamente recordarle que son las tres y media y hemos prometido estar antes de las cuatro en Curzon Street.

—Tiene usted razón. Pero antes he de hacer una llamada telefónica. No me pregunte respecto a qué. ¿Cómo se llama el hotel en que vivía Bender?

—El Whitefriars, en Montagu Street. Pregunte por la señora Anderson.

Cuando H. M. se hubo alejado frotándose las manos, Masters dijo a Tairlaine:

—El viejo empieza a levantar cabeza y eso me gusta; nunca le había visto tan preocupado, desde el caso del Royal Scarlet Hotel. Si obtiene confirmación, recobrará de golpe toda su forma.

—¿Qué se le habrá metido en la cabeza?

—No sé, pero tenía usted mucha razón al afirmar que todos los objetos contenidos en el cuarto eran absolutamente inofensivos. No he querido admitirlo delante de él, pero las más extrañas ideas han cruzado por mi mente; examiné la alfombra por si había en ella veneno o una aguja envenenada… sin resultado. Pensé en un abrecartas, en una aguja o en un borde de hoja particularmente cortante en la agenda de ese muchacho…, agenda que ha permanecido inhallable. Hasta llegué a imaginar la conocida historia del libro emponzoñado, en que la víctima absorbía el veneno mojando su pulgar para volver las hojas. Pero esta hipótesis no es aceptable, puesto que el curare no ofrece ningún peligro, tomado de ese modo. En cuanto al borde cortante, habría dejado una marca… ¡Una marca! ¡Es preciso que exista en alguna parte, sin embargo!

Tairlaine miraba por la ventana caer la lluvia.

—Es una idea, desde luego —dijo—. ¿Por qué esa agenda no puede ser hallada? Usted sabe que cuando se corta uno en esa forma, la señal es casi invisible. ¿El médico forense ha buscado una huella de ese género?

—No sé —respondió Masters—, y le confieso que contribuye usted a embrollarme las ideas. Tanto he oído hablar de trucos de toda especie en este caso, que ya no me atrevo a tocar nada en esa maldita casa sin colocarme gruesos guantes.

—Volviendo a Guy: ¿supo usted algo nuevo, después de nuestra partida de Curzon Street?

Masters respondió negativamente. Había interrogado a todo el mundo, salvo a Isabel Brixham. Ni los sirvientes que dormían en el sótano, ni Judith y Alan en el primer piso, habían oído nada antes del ruido de la lucha. Interrogado respecto a la luz percibida por Carstairs en el cuarto de Guy a las cuatro de la mañana, Ravelle respondió que no la había visto, pero como acababa de abandonar su cuarto a las cuatro y veinte, nada tenía ello de sorprendente. El examen médico señalaba una fractura del cráneo provocada por dos martillazos; el instrumento fue hallado debajo del lecho y llevaba tres series de huellas digitales: las de Alan y de Shorter, que lo habían utilizado al principio de la velada, y las de Masters mismo. Detalle nuevo, inexplicable y particularmente horrible: Guy había recibido, una vez en tierra, un nuevo martillazo en la mandíbula y se recordará que ésta estaba completamente dislocada.

La emoción causada por aquel acto de salvajismo hacia aún estremecer a Tairlaine cuando H. M., de vuelta del teléfono, hizo su aparición, encasquetado el sombrero con aire belicoso. Había pedido un coche para trasladarse a Curzon Street.

Judith, muy nerviosa, los aguardaba en el vestíbulo.

—Sí, tengo algo que mostrarle —dijo, en respuesta a la muda interrogación de H. M.—. ¡Puede ser una prueba! Venga conmigo… No, a la biblioteca, no… los empleados de la funeraria están ocupados con Guy —explicó con voz sorda.

Lo condujo al salón pesadamente amueblado en el estilo del siglo anterior y que sólo el fulgor del fuego iluminaba.

—El doctor Pelham, de Harley Street, está con Alan en el despacho y parece haber actuado maravillosamente: mi hermano es otro hombre. Pero quisiera saber por qué insistió usted en hacerle venir, dado que su presencia no era necesaria, puesto que Guy ha muerto.

—¿De modo que no cree usted necesaria su visita? —inquirió H. M.

Se oyó en el silencio que siguió el tic-tac del reloj del vestíbulo. Judith había palidecido visiblemente.

—¿Sabe usted lo que esta visita me hace suponer? Que quiere usted probar que otro miembro de mi familia está loco.

—No —respondió H. M.—. Toma usted la idea al revés: es necesario probar, al contrario, que alguien de su familia está perfectamente sano de espíritu. Hablo seriamente, señorita Brixham, todo el problema reposa en el perfecto equilibrio mental de uno de los habitantes de esta casa. Alguien podría pensar que más valdría demostrar que esa persona está loca para evitarle el castigo; yo, no. Y si no comprende usted lo que quiero decir, de aquí a poco lo entenderá… ¿Qué deseaba mostrarnos?

La joven se acercó a la chimenea.

—No habría encontrado nada si Isabel no fuese tan perfecta ama de casa. Ahora está de pie y circula por todas partes como un fantasma, visiblemente preocupada, sin querer decirnos qué la oprime. Pero sus instintos de ama de casa son más fuertes que su inquietud. Cuando vio la vieja colcha y los cortinajes… donde usted sabe… ordenó quemarlos. Esas telas estaban llenas de chinches y los criados se negaron a tocarlas. Pero una buena propina decidió a Shorter, que las quitó, ayudado por Bob. El colchón estaba en un estado tal que, en el momento de alzarlo, un objeto cayó por una de sus desgarraduras: un objeto que había sido colocado recientemente en ese escondrijo; helo aquí, yo no quiero tocarlo.

Señaló con el dedo un paquete, envuelto en un pañuelo, colocado sobre la chimenea.

—Pertenece a Guy —añadió Judith—; mi hermano lo utilizó hace tiempo para inyecciones de suero; lo había olvidado.

Masters, desplegando el pañuelo, descubrió una jeringa hipodérmica, provista de su aguja y llena hasta la mitad de un líquido amarillo oscuro muy fluido.