¿Acorralado?

Bob nos previno que seguramente irían ustedes a recoger huellas digitales —prosiguió la joven—. Por eso la envolvimos en un pañuelo.

—Muy bien, señorita —dijo Masters, alzando el pistón de la jeringa—. Pero apostaría a que no se encontrarán huellas digitales en el vidrio. Mire… La manejaron con guantes. ¿Será que…?

H. M. le tomó el objeto de las manos, se sentó ante el fuego y puso el pañuelo doblado en cuatro sobre sus rodillas; después, con una delicadeza sorprendente en hombre tan corpulento, hizo caer dos gotas del líquido en el pañuelo, las olió, las probó.

—Curare diluido en alcohol —dijo—; no hay más que raspar la punta de un arma emponzoñada y es fácil preparar uno mismo la solución. ¡He aquí lo que deseaba usted, Masters!

—¿Quiere usted decir que con esto mataron a Bender?

—La cosa no está ahí —respondió H. M. con obstinación—. Este instrumento es muy revelador, pero se engaña usted acerca de su significado. ¿Por qué no serviría para matar a Guy? Si el asesino quería continuar la leyenda del cuarto maldito, ¿por qué no practicar a Guy una inyección con esta jeringa y dejarlo morir del mismo modo que a los otros? ¿Por qué asesinarlo con ese martillo? Este acto no era premeditado, puesto que el útil ya estaba sobre el lecho, donde Masters lo había dejado después de abrir la ventana. ¿Cómo el asesino habría podido conocer este detalle?

—El que trajo primero el martillo al cuarto no lo ignoraba —respondió Masters con calma—. Pero poco importa: ya tenemos de nuevo el caso absolutamente trastornado. ¿No ve usted que si Bender fue muerto por medio de esta jeringa, el asesino debía hallarse necesariamente junto a él? ¡Espere!… a menos que haya podido pincharle antes de que abandonara el comedor.

—¿Pincharle? ¿Y dónde? —preguntó H. M.

Envolvió muy cuidadosamente la jeringa en el pañuelo y se la devolvió a Masters.

—No he dicho que haya servido para matar a Bender —continuó—, ni he dicho palabra de Bender. Para tratar de ponerle a usted sobre la pista, no preguntaré más que una cosa: ¿por qué no la emplearon para asesinar a Guy? Llamemos al sentido común en nuestro auxilio: Guy se desliza anoche en el cuarto para buscar sus diamantes; el asesino, llamémosle «Samson», se desliza a su vez con una jeringa preparada. Pero «Samson» advierte, súbitamente, que ha descuidado un detalle en su plan tan minuciosamente elaborado. Guy, por ejemplo, puede alborotar toda la casa al sentir el dolor del pinchazo… El martillo se encuentra providencialmente sobre el lecho. Aturdir a Guy de un martillazo y pincharlo después era la solución natural: el curare habría hecho el resto. Pero «Samson» no obró así: se sirvió pura y simplemente del martillo. ¿Por qué?

—No veo qué importancia puede tener eso —declaró Masters con impaciencia—. Pudieron interrumpirle…

—Es posible —dijo meditabundo H. M.—: Tuvo tiempo, sin embargo, de asestarle varios golpes terribles. Veo de otro modo la cosa: la realización de un detalle olvidado ha podido aparejar otra. Supongamos que «Samson» se hubiera contentado con aturdir a Guy descargándole un golpe en la cabeza; la señal sería poco visible; el asesino practica enseguida a su víctima una inyección de curare bajo el cuero cabelludo, donde quedará disimulada por la masa de los cabellos. A la mañana siguiente, el inspector Masters llega ante el cadáver: ¿cuál es su primer pensamiento? ¡Pronto!

—Pues, pensaría que Guy se habría él mismo…

—¡Perfectamente! Ahora bien, estaba usted convencido de que Guy había asesinado a Bender, y todos nosotros, por otra parte, abrigábamos fuertes sospechas. Lógicamente, habría usted supuesto que el asesino se había suicidado o caído al menos en su propia trampa. De todos modos, el asunto quedaba cerrado y ni usted ni yo hubiéramos buscado más lejos… he aquí lo que comprendió «Samson».

—¡Es la primera vez que oigo hablar de un criminal que se muestra poco satisfecho de haber probado la culpabilidad de otra persona! —dijo Masters con una ligera sonrisa ligeramente irónica.

—Puede darse el caso —sentenció H. M.—. Vamos a ver al doctor Pelham. ¿Quiere quedarse aquí, señorita Brixham? Voy a decir a su hermano que usted desea hablarle. ¿Está al tanto del incidente de la jeringa? ¡Bien!, en guardia, Masters.

Una atmósfera de cordialidad reinaba en el despacho, donde el doctor Pelham, importante y afable, fumaba un excelente habano, sentado frente a Alan. Se apresuró éste a ofrecer cigarros a los recién llegados, y fue preciso que el doctor Pelham insistiese para que acudiera a la llamada de Judith transmitida por H. M. Cuando abandonó la habitación, exclamó el médico con evidente placer:

—¡Ah, Merrivale! Encantado de verlo, a pesar de las tristes circunstancias… Hace años que no nos encontramos. Ya no se le ve en las reuniones de la asociación.

—Es que… vea, Bill… yo no he evolucionado con el siglo, como usted; practico un juego anticuado, de otra época. En fin, ¡poco importa! ¿Ha visto a Mantling? ¿Cuál es su opinión?

Pelham sonrió.

—¡Todo esto es una tontería! Arnold me previno que no hallaría nada, pero algún otro parece haber insistido. ¿Mantling? Nada de grave en ese muchacho, una ligera neurosis, naturalmente, que deberíamos quizá poner en claro, pero en cuanto a lo demás…

—La clave del enigma es «naturalmente» —dijo H. M.—. Y he aquí lo que me horripila en ustedes, los alienistas: son incapaces, por deformación profesional, de reconocer que haya una sola persona en el mundo perfectamente sana de espíritu y, por otra parte, nada se puede contra ustedes, si cometen un verdadero crimen moral… Pero necesito su opinión, Bill, respecto a un crimen puramente físico. Responda a mi pregunta como un buen camarada: si Mantling fuese acusado, con todas las pruebas en apoyo, del asesinato de su hermano, ¿le ahorcaría usted?

Un estremecimiento de horror sacudió a los asistentes, como si un viento helado hubiera soplado repentinamente en la habitación. H. M. acababa de evocar el delgado hilillo de sangre, portador del terrible mal, que unía, a través del tiempo, a una vieja hechicera empingorotada, cuyos ojos devoraban los cofrecillos de oro y plata, fúnebres despojos de la Revolución Francesa, y a Alan Brixham, lord Mantling, amenazado con la horca por asesinato.

Pelham mismo pareció impresionado; depositó en el cenicero su cigarro y abrió la boca para responder…

En el mismo instante, alguien dejó escapar un grito:

—¡No —clamaba Isabel Brixham—, usted no hará eso! A Alan no puede ocurrirle una cosa así…

Debilucha, con aire enfermizo, como si alguna tortura interior la obligase a hablar contra su voluntad, Isabel había recobrado, sin embargo, su habitual dignidad. Tairlaine procuró hallar la palabra apropiada para determinar la expresión de sus ojos pálidos. «Deslumbrados», no era suficiente; «obsesionados», demasiado teatral, demasiado sugerente: estos términos no daban idea de su punzante sinceridad. Se mantenía muy erguida, viviente estatua del dolor bajo los cabellos argentados que cubrían en disciplinadas ondas su altiva cabeza.

—Me dijeron que estaba usted aquí; era necesario que le viese. No puede ocurrirle nada, ¿no es cierto? —dijo.

—¿A Alan? Se lo prometo, señorita Brixham —dijo H. M. muy tranquilo—. A fe mía, puedo certificárselo.

Pareció librarse ella de un gran peso y tomó asiento, pero su rostro conservó una extraña expresión.

—Es preciso que le hable. No disfrutaré de reposo mientras no lo haya hecho. A veces me parece que no volveré a dormir. Sé quién es usted…

Se dirigía a Pelham.

—Y por qué está aquí. Pero el asunto concierne a la policía, por el momento. ¡No me interrumpan! Les mentí anoche respecto a Guy. Me había suplicado que les dijese que estuvo conmigo y lo hice, porque adoraba a ese niño. Pero ahora saben que no se quedó junto a mí —hizo un gesto espasmódico—. Es preciso que cumpla mi terrible deber: fue mi sobrino Alan quien mató a Guy. Sé, ahora, que también cortó el cuello del perro, porque el cuchillo de que se sirvió no ha sido limpiado. Pero la muerte de su hermano es cosa muchísimo más grave.

H. M., que no le quitaba los ojos de encima, impuso silencio a los demás con un gesto imperioso.

—¿Le vio usted matar a Guy?

—No, porque no me atreví a seguirle e ignoraba lo que iba a hacer, pero le diré lo que vi. Anoche, había concluido por dormirme, pero, como en todas las personas de mi edad, mi sueño es de corta duración: me desperté con la garganta reseca y hubiese dado una fortuna porque me hubieran traído agua, mucha agua. Me levanté para ir a buscarla y, cuando abrí la puerta…

—¿Qué hora era, señorita Brixham? —dijo Masters con voz voluntariamente suavizada—. ¿Lo recuerda?

La interrupción hizo vacilar, empero, a Isabel.

—No… no sé… ¡Ah!, sí, recuerdo el cuadrante luminoso de mi reloj. Debían ser cerca de las cuatro. El vestíbulo estaba completamente a oscuras, pero noté luz en el cuarto de Alan. Les haré una confesión que ha de parecerles absurda, pero es necesario que sepan por qué el terror me clavó en el sitio, incapacitándome para todo esfuerzo. Cuando yo era todavía una niña, mi padre murió envenenado en aquel cuarto; me dieron, para contribuir a mi esparcimiento, un libro de cuentos de hadas que hubiera entretenido a la mayoría de los niños. Mas sus relatos y, sobre todo, sus aterradoras ilustraciones, dejaron para siempre huella en mi imaginación y persiguieron mis sueños…; desde entonces, jamás he cesado de poblar la casa de terribles fantasmas. ¡Pero lo que vi la noche última no era un sueño! El vestíbulo estaba oscuro y vi a Alan salir de su cuarto llevando en la mano una lámpara de minero. Los círculos de alambre que la protegían proyectaban sus sombras sobre él: parecía dos veces más alto que de costumbre, vestido con su bata de casa negra de cuello rojo. Vi su rostro cubierto de pecas, su cuello de toro, sus cabellos bermejos pegados por el sudor y, sobre todo, sus ojos, sus ojos pavorosos, su espantosa risa y supe que estaba loco… llevaba guantes negros de algodón y sostenía en una mano su lámpara y en la otra una jeringa hipodérmica, llena de un líquido pardusco. Se preguntarán ustedes por qué no corrí detrás de él y alboroté la casa, ¿verdad? Me sentía fisicamente incapaz, me parecía tener ante los ojos una de las terribles imágenes de mi libro… De pronto pensé en Guy…; ¿dónde estaba Guy?

El doctor Pelham había dejado su cigarro y la observaba con curiosidad.

—Estaba usted inquieta respecto a Guy, señorita Brixham —dijo—. ¿Por qué?

—Les refiero lo que pasó —replicó la mujer—, no explico. Todo lo que sé, es que con un prodigioso esfuerzo conseguí llegar al cuarto de Guy… Su lecho estaba vacío —exhaló un suspiro—… Me di cuenta entonces de que debiera haber descendido y seguir a Alan, pero eso me fue imposible y permanecí sentada, clavados los ojos en la cama vacía. Por una especie de compromiso conmigo misma, pensé que todo podría arreglarse si Alan me hallase en su cuarto cuando regresase. La oscuridad era terrible y había un olor extraño en esa habitación; cerré la puerta e hice girar el interruptor. Entonces vi el cajón abierto…

—¿El cajón abierto? —preguntó H. M.

—Sí, el inferior de la cómoda. Me acerqué… y vi, primero, un gran cuchillo de caza, semejante a los que Alan ha traído de sus viajes… no lo habían lavado, y los pelos del perro todavía permanecían adheridos a la hoja manchada con su… ¡Oh, sí!, y una gran agenda de notas, de la que habían arrancado algunas hojas, y cuya cubierta de cuero llevaba las iniciales R. B.

Masters lanzó una exclamación, pero Isabel pareció no oírlo y se llevó la mano a la frente como si le doliese.

—Me fue imposible permanecer más tiempo en aquel cuarto. En el momento mismo en que salía, vi una luz que subía la escalera. El miedo, un miedo insensato, me hizo caer de rodillas a lo largo de la pared. Creí que Alan iba a matarme.

»Pero pasó a algunos metros de mí sin verme, y cuando cerró la puerta percibí su semblante, sonreía y le oí decir, como si se dirigiese a mí: “¡He concluido con él: ha sido justicia!”. Luego un gran pozo negro… no me acuerdo de nada más, pero debí regresar sola a mi habitación, puesto que… que aún estoy viva.

Apoyó la cabeza en el respaldo de su sillón; su respiración era jadeante. H. M., cruzadas las manos sobre el vientre, la observaba.

—Vaya, Masters —dijo con voz blanda—, lléguese allí y eche una ojeada a ese cajón.

Isabel volvió a abrir los ojos.

—¿Cree usted que esos objetos estén aún ahí, sir Henry? —preguntó.

—Sí. Han de estarlo seguramente y quizá otros más —luego, volviéndose hacia el médico añadió—: ¿Tiene alguna pregunta que formular, Pelham?

—Mi querido Merrivale —respondió el médico—, eso concierne a la policía… No, no tengo ninguna pregunta que formular, por el momento al menos.

—Dígame, señorita Brixham —preguntó H. M.—, ¿sospechaba usted hace tiempo que su sobrino era culpable? El loco a quien aludió usted era él, y cuando le vio anoche, quedó asustada pero no sorprendida, ¿verdad?

—Sí, puedo ahora confesárselo.

—Es lo que yo pensaba. Pero lo que acaba usted de referir en presencia de cuatro testigos, ¿está dispuesta a repetirlo bajo juramento delante del juez instructor? ¿En el tribunal de Old Bailey?

—¡Dios mío, no! No podría repetirlo…, yo…

—Sin embargo, es la verdad.

—Sí, y era preciso que se la dijese, pero ahora usted sabe que Alan está loco… No puede detenerlo… como a un vulgar criminal.

La puerta se abrió bruscamente y Masters entró trayendo un paquete anudado en un pañuelo. Isabel se irguió bruscamente y volvió la cabeza.

—Aquí está, señor —dijo Masters con voz sorda—, todo lo encontré en el cajón. ¡Ahora lo tenemos!

Depositó sobre el escritorio un cuchillo de caza, que había servido evidentemente para matar al perro, una agenda encuadernada en cuero negro, una botellita y un frasco niquelado. H. M. tomó la botellita con el pañuelo y olió su contenido.

—¡Cianuro de potasio! —gruñó—. Una verdadera colección de maníaco, con instrumentos de muerte en todos los rincones. Incluso veneno, probablemente —añadió destapando el frasco niquelado—. ¡Ah!, Cherry-Brandy, a primera vista, imposible adivinar otra cosa, pero el olor del Cherry disimularía fácilmente el de almendras amargas, característico del cianuro; el frasco está lleno hasta un tercio. La agenda…

Era una agenda de hojas intercambiables; varias habían sido arrancadas: veíanse todavía trocitos de papel retenidos en los aretes de la encuadernación. H. M. la miró con atención, y exhalando después un profundo suspiro, dijo a Masters:

—Bueno, querido, ahora le toca a usted actuar. ¿Qué piensa hacer?

—Pues ya no es cosa de vacilar, el caso está claro. No tengo la orden de arresto, naturalmente, pero voy a pedir a lord Mantling…

—Vaya —dijo H. M.—. Está detrás de usted.

Mantling se hallaba, en efecto, en el umbral de la puerta, entre Carstairs y Judith, que le oprimían el brazo.

—Oiga —exclamó Mantling con cólera—, Shorter me ha dicho que entró usted en mi cuarto…, que…

Extendió repentinamente el brazo hacia el escritorio.

—¿Dónde encontró eso?

—En su cuarto —respondió lentamente Masters—. ¿Reconoce estos objetos?

—Ése es mi cuchi…

Incapaz de terminar la palabra, miró a Judith, luego a Carstairs.

—¿En mi cuarto? ¿Dónde?

—En el cajón inferior de la cómoda, señor.

—¡Pero si jamás lo utilizo! —afirmó, crispando los puños—. Es un cajón muy duro de abrir y nunca pongo nada dentro. ¿No es cierto, Judith? No lo utilizo, le digo…

Masters levantó la mano.

—Un momento, señor. Es mi obligación advertirle que su tía, la señorita Isabel Brixham, acaba de probarnos que es usted culpable del asesinato de su hermano. Y acabamos de encontrar en su habitación estos objetos que nos permitirán establecer otros determinados cargos…

Mantling se volvió lentamente para mirar a Isabel, pero ésta retiró la mirada; lloraba. Sin quitarle los ojos de encima, Mantling avanzó hacia ella, abriendo y cerrando sus enormes manos.

Judith lanzó un grito penetrante; Carstairs trató de retenerlo. Pero fue Masters quien se interpuso, apoyando una mano firme sobre el brazo de Alan.

—Vamos, señor —le dijo dulcemente—, sea razonable, me resultaría muy penoso recurrir a la violencia. Mi deber es hacerle saber que no poseo, actualmente, ninguna orden de arresto contra usted, pero le ruego que me acompañe a Scotland Yard para sufrir un interrogatorio respecto al asesinato del señor Guy Brixham. Podrá usted disponer del concurso de un abogado y ningún arresto definitivo ha de operarse mientras no me den la correspondiente orden mis superiores, pero le prevengo que hará bien en seguirme tranquilamente.

Mantling se había detenido, sus anchas espaldas se habían encorvado súbitamente y miraba a Masters como si jamás le hubiese visto.

—¿Por qué quiere llevarme? —dijo con voz quejumbrosa, casi infantil—. Isabel…, ¿por qué mentiste? Yo no hice nada malo… ¡Quieres enviarme a la horca! ¡Señor, ayúdame! No…, no he hecho nada.

—Deseo que pueda usted probarlo —dijo Masters—. Nuestro mayor deseo es ayudarle. ¿Está preparado?

—¿Preparado?

—Su sombrero…

Mantling se llevó la mano a la cabeza, como un niño.

—Sí, sí. Mi sombrero y mi abrigo. ¿Dónde está Shorter? Mi sombrero y mi abrigo para ir a la prisión… No tema, le seguiré tranquilamente… ¿Por qué quiere detenerme? Soy inocente…