El cajón secreto
Como Masters avisara inmediatamente a la policía, el médico forense y el equipo reglamentario llegaron casi al mismo tiempo que el coche de Masters. Jamás olvidaría Tairlaine aquella carrera por las brumosas calles de Londres, cuya circulación les impedía a cada instante avanzar, ni el espectáculo de H. M., silencioso, arrellanado mal que bien junto a Masters. Una sola vez habló para decir:
—El asesino se descubre ahora y mucho temo que tengamos que habérnoslas con un loco, un loco que no sería Guy… Creí anoche, durante un segundo, percibir una vaga luz de verdad, pero todavía disto de comprender. Lo que adiviné anoche puede no guardar ninguna relación con este desenlace y, sin embargo, lamento no haber dicho nada. Quizá hubiera impedido este nuevo crimen.
Los curiosos se agolpaban ante la casa de Curzon Street y algunos vendedores de diarios anunciaban las últimas novedades referentes al caso Mantling, ante su propia morada. Alan, que parecía haber envejecido diez años, les abrió la puerta y volvió a cerrarla ruidosamente.
—Tuve que reñir con los empleados del museo para saber dónde hallarlo, George —dijo con aire irritado.
Se pasó la mano por los ojos enrojecidos.
—¡Pobre… muchacho!
—Déjenos echarle un vistazo —interrumpió H. M., molesto como de costumbre, en presencia de una manifestación sentimental.
Había recobrado todo su aplomo; Masters, por el contrario, se mostraba estupefacto.
—No habló usted con claridad por teléfono. ¿Por quién y cuándo fue descubierto? ¿Por qué no nos llamó antes?
—¡Pero si apenas hace una media hora que Bob Carstairs y yo le encontramos muerto!… Habíamos ido al cuarto en busca de indicios…
—¿Qué indicios? —preguntó bruscamente Masters.
—Cualquiera; indicios que probasen que Ravelle había… Ya le contaré cuando lo haya visto todo. Mirábamos la ventana cuando Bob me asió del brazo y me mostró la punta de un zapato que salía de debajo del lecho. ¡Pobre Guy! Lamento que lo hayamos sacado de allí como si se tratase de un ladrón. Casi me desvanecí al reconocerle.
Se pasó de nuevo la mano por los ojos.
—Vengan; ya conocen el camino; murió hace tiempo; ya se ha enfriado.
Alan los precedió en el vestíbulo, excesivamente ornamentado, que parecía más sombrío aún a la luz del día. La atmósfera de aquella vieja casa encerraba algo de peligroso para el espíritu, algo extrañamente sugerente; parecía haber permanecido idéntica desde que la carreta fantasma se apareciera por primera vez a Charles Brixham.
Carstairs los esperaba en el comedor. Cuando Masters percibió su mejilla hinchada y su frente vendada, se volvió bruscamente hacia Alan:
—¿Quisiera decirme exactamente lo que ha ocurrido aquí, señor? —le preguntó—. ¡Nos anuncia usted que un hombre ha sido asesinado, que su cráneo está fracturado, y me hallo frente a otro hombre que parece recién salido de una dura lucha!
Carstairs, a despecho de su aire huraño, dejó oír un grito de protesta que más pareció un ladrido. Alan se adelantó a responder:
—¡Oh! —dijo—, sus heridas no tienen nada de sospechoso. Se peleó con Ravelle anoche y le dejó sin sentido; le contaré esto dentro de un instante. Pero no se detenga en cosas insignificantes cuando el pobre Guy… ¡Vengan!
Por más que hubiesen abierto de par en par los postigos del Cuarto de la Viuda, la espesa capa de suciedad que cubría la ventana impedía que penetrase la luz del día, salvo por el hueco donde faltaba el cristal, en el que moléculas de polvo danzaban en un pálido rayo de sol. Cerca de la puerta, huellas de lucha eran visibles: una de las sillas de palo áloe tenía las patas arrancadas, el respaldo de otra aparecía apoyado sobre el asiento; la mesa había sido echada a un lado, la alfombra desgarrada.
—Ravelle y yo hicimos esto —dijo Carstairs—. No…
Señaló con el dedo en dirección del rayo luminoso, pero la mano le dolió y la dejó caer.
H. M. y Masters avanzaron al otro lado del lecho; Tairlaine los siguió, pero no permaneció mucho tiempo junto a ellos. El cuerpo rígido que habían sacado de debajo de la cama estaba extendido casi en el sitio en que hallaran a Bender, pero esta vez eran los zapatos y no la cabeza lo que sobrepasaba el pie de la cama. Estaba grotescamente cubierto de ese espeso polvo que se acumula de ordinario bajo las camas cuando no se hace limpieza, sobre todo cuando no se efectúa ésta desde hace unos sesenta años; tenía las piernas cruzadas y las manos aplastadas bajo el pecho, pues el asesino le había empujado debajo de la cama de cara contra el suelo; con excepción de la mandíbula inferior, toda desviada, el rostro parecía muy calmado en la penumbra. Las gafas negras, rotas y cubiertas de polvo, yacían en tierra, pero los párpados ocultaban ahora la mirada que aquellos vidrios ahumados disimularan hasta el presente.
—Estaría casi tentado de decir yo mismo: «Pobre muchacho» —dijo H. M. a Masters—. Morir debajo de una cama es casi tan triste como perecer en un sumidero.
Su pie tropezó con un objeto duro.
—¿Qué es esto? Caramba, ¿no pueden tener luz aquí? ¡Ah, es nuestra antigua conocida, la caja de plata!
Se puso sus guantes y la tomó con precaución.
—¿Cuál es el instrumento del crimen? ¿Lo ven ustedes?
—Puedo informarle —dijo tristemente Alan—, porque encendí una cerilla y miré debajo de la cama. ¿Recuerda el martillo que tomé anoche para abrir la puerta? Inclínese y lo verá allí, en el fondo. Yo… no puedo acordarme dónde lo puse… Lo he olvidado…
—Poco importa, porque yo me acuerdo —dijo Masters, que buscaba bajo el lecho, las manos enguantadas—. Nos servimos del martillo y de las tijeras para romper los cerrojos y abrir la ventana, y los dejamos sobre la cama… cubiertos de nuestras huellas digitales —refunfuñó el inspector, cuyo rostro enrojeció de cólera—. ¿Cuánto tiempo hace que está muerto, sir Henry?
H. M., arrodillado, reclamó luz imperiosamente y Masters abrió la ventana. Por primera vez, el vetusto esplendor de la habitación era visible a la luz del día, luz muy pálida, pero natural, al fin… Más allá del estrecho callejón, Tairlaine percibió un elevado muro de ladrillos sin ventana. Mirando en dirección al lecho, vio que H. M. alzaba la cabeza del muerto para tantear la herida y desvió los ojos.
—¡La hora de la muerte!… —gruñó H. M.—. A primera vista estimo que se produjo hace unas ocho o nueve horas, probablemente ocho. Veamos… ahora es un poco más de mediodía. Este muchacho fue asesinado alrededor de las cuatro.
—¿De las cuatro? —exclamó Carstairs, dilatados los ojos por el terror—. ¿No querrá usted decir las cuatro de la mañana?
—Pues sí —respondió Masters—. ¿Qué es lo que le asusta?
Carstairs tanteó para apoyarse en una silla; no hallándola, miró el cadáver.
—¿Quiere usted decir que estaba… muerto debajo de la cama, mientras yo esperaba a alguien aquí en la oscuridad y que no lo sabía?
—En efecto —respondió H. M.—. La evocación no ofrece nada de agradable, lo comprendo. Si se peleó usted con Ravelle a las cuatro y media, como creo haberlo oído decir, es exactamente lo que ocurrió. Mejor haría usted en contárselo todo a Masters, porque ese mobiliario en desorden le preocupa tanto como el cráneo fracturado.
Carstairs se acercó a la ventana. No era muy atractivo de ordinario y, en aquel instante, su cara pálida, sus ropas polvorientas, no contribuían a realzarlo; mas algo había en él de honrado, de sano, que despertaba simpatía. Su presencia chocaba en el cuarto maldito. Tairlaine pensó que sentía más profundamente que Mantling la muerte de Guy.
—Compréndame —dijo, vacilando—; yo estaba persuadido de que alguien habría de deslizarse aquí, aprovechando la noche, para buscar alguna cosa.
Masters sacó su libreta.
—¿Y qué le hizo suponer eso, señor Carstairs? —preguntó.
—Pero, caramba, si usted mismo lo dijo, usted u otro, cuando los policías registraron el cuarto y abrieron los postigos. Más tarde cambió de parecer y ni siquiera se tomó el trabajo de dejar un guardián en el cuarto. No irá a poner en duda sus propias declaraciones, me imagino.
—Poco importa, señor. ¿De modo que escuchaba usted en la puerta?
Carstairs enrojeció.
—Sí, en cierto sentido… Pasaba por ahí…
—¿Por qué?
—Sí, hay que decírselo todo; había discutido de nuevo anoche con Judith. Desde esa malhadada herida con la flecha que simulé emponzoñada, jamás hemos estado en buena armonía. Anoche estaba furiosa contra Arnold y cada vez que se enoja con alguno, descarga su colera sobre mí. Más tarde, en la velada, en el momento en que subía a acostarse, repitió su eterno estribillo: «¿Por qué no se convierte usted en alguien?». Después añadió «Pero se necesita pasta para eso; usted ni siquiera es capaz de fabricar un espantapájaros». Me encolericé, porque Arnold estaba cerca de nosotros, afectando ese aire de superioridad que le es habitual y…
—Cálmese, señor Carstairs. Son hechos lo que le pregunto. ¿A qué hora calcula usted que se produjo esa conversación?
—Estoy casi seguro que tuvo lugar inmediatamente después de la partida de estos tres señores —señaló a H. M, Tairlaine y sir George— es decir, a eso de las tres menos diez. Lo recuerdo, porque no había podido hablar antes a Judith; ella y yo estábamos en la biblioteca; salimos al vestíbulo en el momento en que Ravelle subía a acostarse; Guy le siguió de cerca. Algunos instantes más tarde, Arnold descendió, venía, al parecer, de calmar a la señorita Isabel, en el momento en que Judith me hacía esa observación acerca del espantapájaros. Tuve una súbita inspiración: «¿Y si descubriese al asesino?» —apretó los puños—. Mientras Judith y ese individuo se decían lo que tenían que decirse, me fui al comedor para reflexionar y tratar de saber dónde estaba la policía. Una idea cruzó mi mente: «¡Señor, si por ventura fuese Arnold quien había matado a Bender y pudiese demostrar que es el asesino…!».
Masters alzó bruscamente la cabeza:
—¿Cree usted que el doctor Arnold…?
—Es tan sospechoso como cualquiera de nosotros, creo yo… —protestó Carstairs—. Sí. Aunque, en realidad, no creo que sea culpable; es demasiado ladino para arriesgarse a cometer un crimen… Si he de decir la verdad, deseaba que fuese el asesino, porque puede ser culpable lo mismo que cualquiera de nosotros. He aquí por qué quise vigilar el cuarto anoche. Por supuesto, partí ostensiblemente de la casa para regresar más tarde…
—¿Y cómo pensaba usted poder entrar?
Mantling se interpuso con impaciencia.
—¡Pues del modo más natural! Bob tiene su llave; cuando proyectamos una pequeña excursión a alguna parte, hay que ocuparse de un montón de detalles y entramos y salimos veinte veces al día.
—Puesto que usted lo afirma, señor… ¿Y después, señor Carstairs?
—Di las buenas noches a todos y abandoné esta casa en compañía de Arnold, pero enseguida le manifesté verme obligado a tomar la dirección opuesta y, aprovechando la niebla, le seguí…
—¿Le siguió? —exclamó H. M.—. ¿Por qué?
—Pero ¿no jugaba yo a ser detective…? Pensé que quizá obraría de modo sospechoso…; por otra parte, no me quedaba nada mejor que hacer, puesto que necesitaba esperar a que todos estuviesen acostados. ¡Regresó a su casa, el animal…! Cuando volví aquí, eran casi las tres y media… Alan estaba en el umbral de la puerta y usted se despedía de él, señor Masters, lo mismo que los otros dos policías. Tuve que esperar en la acera opuesta, oculto en la sombra de una puerta, a que hubiese calma en la casa. Una media hora más tarde, cuando todas las ventanas estuvieron sin luz, atravesé la calle; en el momento en que me acercaba a la escalinata, una habitación se iluminó en el segundo piso.
—¿Cuál? —preguntó H. M.
—La de Guy…
Vaciló un instante, y sus ojos se dilataron de estupor.
—¡Escuche…! No había reflexionado sobre esto… Era entonces un poco más de las cuatro. Pero si Guy…
—Comprenderá, joven, que no fue Guy quien encendió esa luz. Veamos la continuación…
Carstairs buscó largo tiempo en su memoria antes de proseguir su relato.
—Retrocedí hasta mi refugio. Hacía frío y estaba tan transido y tan mojado, que poco faltó para que lo abandonase todo. Las cortinas de aquel cuarto estaban echadas, pero yo veía una sombra ir y venir.
La visión de aquella ventana iluminada, dominando la calle llena de niebla, y tras de la cual se movía una sombra que no era la de Guy, se impuso a Tairlaine, que se estremeció… Carstairs continuo:
—Cuando la luz se apagó, pensé: «Guy ha debido levantarse, medio dormido y ha vuelto a acostarse; ahora puedo aventurarme». Fue lo que hice. Temía, sin embargo, que Guy… temía…
—¿Qué? —exclamó Masters.
—Se lo contaré más tarde. Entré en la casa, donde todo estaba oscuro y silencioso. Confieso haber sufrido una penosa impresión; intente deslizarse en un cuarto como éste, en medio de la noche, sin luz… ¡y ya me dirá después! Encendí algunas cerillas todo parecía en perfecto orden, pero resolví no sentarme ni apoyarme en cosa alguna. Esperé aquí mismo.
Avanzó hasta el centro de la habitación y arrojó lentamente una mirada a su alrededor, como si no lograra conciliar el actual aspecto de las cosas con sus terrores de la noche.
—Hacía apenas unos diez minutos que estaba observando, cuando oí pasos; alguien se aproximaba por el corredor llevando una linterna eléctrica; recobré mi sangre fría cuando advertí que era…
—¿Quién? —exclamó Masters.
—Un ser humano —respondió Carstairs—. Comprenderá lo que quiero decir. En realidad, no debió de tratarse de sangre fría porque salté al punto sobre él. Dejó caer su lámpara, etcétera…
Carstairs mostró una ligera sonrisa.
—A pesar de lo que dice Alan, tengo cierta simpatía por ese viejo Ravelle; es un boxeador meritorio. Al diablo tu opinión, Alan…; el caso es que no se sirvió de su cuchillo contra mí. Me herí, accidentalmente, porque lo sostuve con la mano; enseguida lo soltó… Por otra parte, si había matado a Guy a las cuatro, ¿por qué habría cometido el disparate de regresar veinte minutos más tarde al lugar del crimen?
—Eres un buen muchacho, Bob —dijo Mantling con indulgencia—, pero no tienes una pizca de cerebro. Esperabas ver regresar a alguien, ¿no? Es la razón que te determinó a ponerte al acecho. ¿Y después?
Su ancho rostro adquirió una expresión dura.
—Permítame contarle ahora, inspector, lo que Ravelle tenía consigo.
Describió el cuchillo, la larga «aguja de tejer» provista de un mango y los bastoncillos de moldear.
—El ruido de la lucha le despertó a las cuatro y media, me ha dicho usted. ¿Qué otras personas de la casa la oyeron y se levantaron?
—Pues todas, salvo Isabel, que había tomado un somnífero. Envié a los criados a acostarse y ayudé a Judith a curar más o menos al pobre Bob. Pero ¡Dios mío!, jamás habríamos sospechado…
Señaló el cuerpo, estremeciéndose.
—¿No les sorprendió que el señor Guy no descendiese?
—¡Oh, no! No era hombre de tomarse esa molestia… No interprete mal el sentido de mis palabras, no quiero insinuar nada contra el pobre diablo.
Mantling, las manos en los bolsillos, se aproximó al lecho y miró el cadáver con curiosidad.
—Y le debemos excusas; no abrigaba malas intenciones.
—No le entiendo, señor.
—El viejo H. M. comprenderá —le dijo Alan—. Trataré, sin embargo, de explicarle, por más que gozo de la reputación de no saber coordinar dos ideas. Quizá sea al contrario, demasiado imaginativo y, sin duda, por esta razón, temía este cuarto.
—Mire a Guy —señalando al cadáver— le creía loco o al menos un poco chiflado; y no sé todavía qué pensar, porque en definitiva ignoro si es o no culpable de haber dado muerte a Bender. Pero sería el mayor de los hipócritas si pretendiese no experimentar, con motivo de su muerte, no digo alegría, porque el término sería excesivo, pero sí un sentimiento de alivio. Guy no se adaptaba a ningún ambiente; su presencia en la casa no sólo me ponía nervioso, sino que obraba sobre los nervios de todos, incluso los suyos. Caramba, hablan de «atmósfera», y ¿no sienten más ligero el aire desde que para siempre ha quedado él reducido al silencio?
—Todo eso está muy bien, pero querríamos hechos —dijo Masters.
—Hechos… —exclamó Mantling con su voz estentórea—. Durante toda la noche pasada, creí a Guy loco, y loco al punto de cometer un crimen. ¡Guy, mi hermano, nacido de la misma sangre! Para ser sincero, no detesto de ningún modo a los médicos, sin lo cual no toleraría a Arnold y habría descubierto inmediatamente la verdadera personalidad de Bender, pero temía que se percibiesen de la tara de Guy. Anoche, después del asesinato de Bender, cuando Bob Carstairs me confió que había visto a ese muchacho salir subrepticiamente del cuarto de Guy… cuando supimos más tarde que Bender vigilaba a alguien… tuve que ir a echarme.
—¿Cómo? —exclamó Masters—. ¿De dónde salía el señor Bender?
Carstairs se interpuso.
—Ahora ya no hay inconveniente en hablar —dijo—. A decir verdad, cuando vi el rostro de Bender, creí que había substraído alguna cosa y no pensé más. ¿Comprenden la importancia? He aquí los hechos: anoche, unas dos horas antes de la cena, había subido a mi cuarto para cepillarme un poco, cuando advertí que Bender asomaba la cabeza por el hueco de la puerta de Guy: arrojó una ojeada a derecha y a izquierda para asegurarse que la vía estaba libre y salió con paso rápido. Me fui derecho a su encuentro y noté su extraña expresión: retorcía los botones de la manga de su americana, en los que una especie de largo hilo negro, o un cabello, se había enrollado… Por esta razón no me vio…
—¿Un hilo? —repitió Masters con voz cambiada.
—Un hilo —confirmó H. M.
Los dos investigadores se miraron.
—¿Y qué hizo, Carstairs?
—Nada, lo arrancó sencillamente, y lo arrojó al suelo, como cualquiera hubiese hecho; partió después a toda prisa. ¿Por qué?
—Escuche, Masters, y, sobre todo, no formule objeciones, porque usted mismo atribuyó una gran importancia a ese detalle —dijo H. M.—. El quimono de Guy es muy viejo y el borde del bolsillo está todo deshilachado. Vamos, reflexione: nada hay de asombroso en que haya usted podido identificar tan exactamente el hilillo que recogió en el postigo de esa ventana; procedía evidentemente de ese bolsillo… Bender buscaba algo en el cuarto de Guy, introdujo la mano en el bolsillo del quimono y un botón de su manga se enredó en el borde gastado… ¿En qué parte del postigo halló usted ese hilo, Masters? ¡Pronto!
—Colgaba del borde rugoso de una de las rendijas de la ventilación. ¿No supondrá usted —murmuró el inspector— que el mismo Bender lo hubiese colgado? Había aún un trozo de hilo enredado en el botón de su manga… Es posible, posible, pero no seguro, que una vez solo en el cuarto fuese a comprobar el cierre de los postigos antes de instalarse… y un trozo de hilo quedara adherido a la rendija… ¿Es el fondo de su pensamiento?
H. M. se arrastró pesadamente hasta la ventana y contempló un instante el cielo gris.
—Masters —dijo al fin—, su magnífica teoría se derrumba como un castillo de naipes. ¿Qué queda de ese diabólico asesino que retiró su flecha por medio de un hilo de tela de araña? ¿Y qué de toda la sangrienta hipótesis? Surgida de la nada, a la nada vuelve.
Masters carraspeó nerviosamente.
—Se trata de una experiencia nueva para nosotros, amigo. Bender es el cadáver más maquiavélico que jamás haya visto yo. Nos indujo a error con el nueve de picas, hizo lo mismo con ese rollo de pergamino y nos asesta ahora el golpe final.
—¿Tendría usted la bondad de decirnos de qué diablos está hablando? —refunfuñó Mantling.
—Ni por todo el oro del mundo volveré a pronunciar una palabra respecto a esa flecha bumerán. Cuando pienso, hijos míos, en la comedia que representábamos hace unos momentos en mi despacho, la vergüenza me sube a la cara; en lo sucesivo, sólo confiaré en mi propio juicio. ¿Tiene alguno de ustedes sugerencias prácticas que enunciar?
Una oleada de cólera sacudió otra vez a Mantling.
—¿Se ha vuelto ciego? —clamó—. ¿No ve la evidencia misma? Échele el guante a Ravelle; eso es lo que hay que hacer. Mucho se ha hablado de la locura hereditaria en mi familia, pero Ravelle también forma parte de ella Guy me lo dijo anoche y es la última vez que lo he visto vivo. ¿Por qué empeñarse en echar la culpabilidad sobre nosotros, siendo así que Ravelle estaba en la casa cuando el perro fue asesinado y este siniestro caso comenzó? Nunca se había producido semejante cosa. ¿Por qué Ravelle está aquí, además? ¡Abandonar sus negocios durante tres semanas para venir a comprar dos piezas de un mobiliario cuya totalidad no vale más de un centenar de libras…! Y, en fin, ¿no advierte usted nada extraño en lo que ha hecho esta noche? ¿Qué busca?
—Voy a decírselo —respondió H. M., señalando con su dedo enguantado el cofrecillo de plata—. He ahí lo que buscaba, pero no sabía nada.
—¿No sabía qué?
—Para descubrir lo que deseaba, habría buscado en un mal sitio, porque habían cambiado de lugar el objeto. ¿Desea que se lo demuestre?
H. M. recogió el pesado cofrecillo y volvió a la ventana, donde se perfiló su maciza silueta, vestida con un abrigo de cuello de pieles y tocada con su viejo clac.
—Todos ustedes se han preguntado cien veces por qué Ravelle se deslizó furtivamente a este cuarto en medio de la noche. Pero ¿han llegado a preguntarse por qué Guy obró del mismo modo? Busquen la razón que le hizo venir aquí sin luz, permitiendo así a su asesino asirlo del cuello de la americana y herirlo por detrás… No necesitará usted reflexionar mucho, Masters, porque ha visto, como yo, a Guy al borde de una crisis de nervios cuando nos descubrió el cofrecillo entre las manos. Caramba, ¿no observó su insistencia en persuadirle para que le permitiera llevárselo? Pero usted rehusó y entonces acudió en su busca. ¿Por qué? A menudo he tratado de atraer su atención sobre el cofre, un centenar de veces le he repetido que debía contener algún truco, e infaliblemente me respondió usted: «No encierra ninguna trampa emponzoñada». De acuerdo; pero, en tal caso, ¿qué otra cosa podía encerrar? En una palabra, ¿para qué podía servir esa caja?
—¿Para qué, según usted? —dijo Masters.
—Para contener alhajas —contestó H. M.—. Puede tener un doble fondo.
La puso en plena luz y pasó la mano por la cara inferior; de pronto, un cajón poco profundo, soltado por un mecanismo, salió tan bruscamente que su contenido fue proyectado al exterior… El grupo brincó hacia atrás; una bolsita de cuero se aplastó contra el suelo, esparciendo un deslumbrante tesoro. Tairlaine contó cinco diamantes —dos de ellos aparecían engastados en pesadas monturas de oro—, una hebilla de zapato orlada de rubíes…
—Las alhajas ofrecidas al verdugo, aquéllas de que la vieja Marthe Samson tanto se vanagloriaba —exclamó H. M.—. ¡He aquí lo que él buscaba!