El cofrecillo sin aguja
Compréndame bien, por favor —prosiguió el doctor Arnold—; mentiría mostrándome profundamente afectado por la muerte de Bender. Obró como un tonto al dejarse pescar en la trampa esta noche. Lamento su muerte; me era útil, y yo hubiera, desde luego, prohibido este insensato experimento. La señorita Brixham…
Su expresión era pura bondad y piedad al mirarla.
—La señorita Brixham considera, como yo, que se trataba de una insensatez, y sé que ha hecho todo lo posible por impedirlo. No quiero contribuir a abrumarla con mis reproches, pero lamento que no haya sido más franca conmigo.
Dicho esto, el doctor Arnold sonrió a Isabel, para mostrarle que la perdonaba. Aquella mujer tan serena hacia unas horas, parecía ahora al cabo de sus fuerzas y a punto de llorar como un niño.
—Pero ya que las cartas han sido puestas boca arriba sobre la mesa, podrá cumplir usted con su deber —dijo H. M.—. ¿Qué piensa hacer?
Arnold se encogió de hombros.
—Feliz o desdichadamente, el asunto está en la actualidad entre sus manos y ha cesado de concernirme. Todo lo que podría yo hacer es impedirle que detuviera al asesino, una vez que le haya echado el guante.
—No veo muy bien cómo puede usted descargarse tan fácilmente de toda responsabilidad, amigo —dijo H. M., mirando el fondo de su pipa—, pero comprendo sin dificultad que ha arreglado su vida como uno de esos jardincillos de los suburbios; sabe usted qué huéspedes honrarán su mesa en lo sucesivo y el hecho de tener un loco por cuñado no puede hacerle olvidar que sus armas estarán bordadas sobre su camisa de fuerza.
—Admiro su franqueza, señor, pero parece usted olvidarse que amo a la señorita Judith Brixham.
—No lo olvido, y por esa misma razón son tan insultantes mis palabras. El estado mental de la señorita Judith no le produce motivo alguno de inquietud, ¿verdad? Ni el de la señorita Isabel…
—¡No se imaginará usted…! —exclamó Isabel.
—Vamos, vamos, señora. ¿Ni el de la señorita Isabel? No. Quedan, pues, dos personas solamente; si no puede usted ayudarnos, nos veremos obligados a hacer nosotros mismos lo necesario.
Arnold lo observó con atención.
—Me es imposible responderle en este momento, no habiendo podido formarme una opinión por un interrogatorio apropiado. Pero sin hablar de nadie más, estaré siempre dispuesto a considerar a lord Mantling como a un hombre perfectamente sano de espíritu.
—¡No es posible! —refunfuñó H. M., frunciendo el ceño—. Tengo que reflexionar. Continúe, Masters.
Al punto comenzó el inspector con su persuasiva afabilidad. Rogó a Isabel que se sentase; no lo hizo hasta que no le hubieron traído una silla del comedor. El cuarto parecía hipnotizarla, pero Masters tenía sus razones para negarse a proseguir el interrogatorio en ningún otro sitio.
—Tendremos que recoger sus declaraciones —manifestó—; es una formalidad necesaria. Si no ve en ello inconveniente, doctor, empezaremos por usted.
—Para poder interrogar a la señorita Brixham a solas, ¿no es cierto? —preguntó vivamente Arnold.
—No le causaremos ningún daño, señor. Es usted médico y no abogado. ¿Quiere comunicarnos aproximadamente cómo empleó el tiempo durante la velada?
Por primera vez, una franca sonrisa iluminó el rostro de Arnold.
—¡Dios le bendiga, inspector; no fui yo quien mató al pobre diablo, si esto es lo que quiere usted insinuar, y Judith tampoco! No soy tan tonto como para correr el riesgo de que me ahorquen.
Habló ajustándose su corbata y estirando su chaleco blanco ante el espejo con una magnífica indiferencia.
Después de cenar en el restaurante, Judith y él acompañaron a unos amigos al teatro Haymarket, donde representaban la célebre pieza Una coartada de diez minutos; luego se trasladaron todos a un cabaret de Regent Street, en el que estuvieron bailando hasta las doce menos veinte. A causa de la niebla, el coche que los trajo de vuelta empleó mucho tiempo en cubrir su trayecto y era casi medianoche cuando de nuevo entraron en la casa.
Concluida su declaración, Masters obligó a Arnold a abandonar el cuarto; se volvió luego hacia la señora Brixham, diciéndole con bondad:
—No se deje impresionar por esta habitación ni por lo que voy a preguntarle, señora; nada absolutamente puede ocurrirle.
—Sé que soy absurda, pero, la verdad, no comprendo lo que me pasa. Hace solamente dos horas no me habría imaginado jamás que podría sentirme tan trastornada. Es… la primera vez que veo realmente este cuarto… Cuando mi padre murió yo no contaba más que tres años y no me acuerdo de nada. Pero ¿qué deseaba usted preguntarme?
—¿Después de la entrada del señor Bender aquí, decidió usted, señora, no permanecer en el comedor?
—Sí, me sentía incapaz de soportar aquella espera Guy me siguió, pretextando que el experimento le aburría.
—¿A dónde se dirigió usted al abandonar el comedor?
—A mi tocador, en el primer piso. ¿Por qué?
—Simple cuestión de rutina, señora. ¿Cuánto tiempo se quedó usted allí?
—Hasta que oí el grito de Judith, es decir, cuando…
Hizo un gesto brusco en dirección al lecho.
—Ese muchacho que traje aquí…
—Crea, señora, que participamos profundamente de su pesar. ¿Alguien estaba junto a usted? ¿Una criada?
—Pero… Guy estaba conmigo.
El lápiz de Masters estuvo a punto de escapársele de las manos.
—¡Sí! —gruñó—, sí, es natural. Pero no habrá permanecido todo el tiempo en su compañía, señora. Quiero decir que los jóvenes…, gustan de deambular por la casa.
Isabel le miró.
—No sé qué se trae usted entre manos, inspector, pero Guy estaba, en efecto, horriblemente agitado cuando entró en mi tocador.
—¿A qué hora?
—Una media hora después de comenzar el experimento, es decir, a eso de las diez y media; estoy segura, pues Dios sabe cómo he acechado el reloj durante esa espantosa espera. Cuando llegó Guy, tratamos de jugar al ajedrez, a menudo ocupamos de este modo nuestras veladas, después a las cartas; pero estábamos demasiado nerviosos, y, al fin, nos pusimos a hablar de lo que ocurría.
—¿Y el señor Guy Brixham permaneció constantemente junto a usted hasta medianoche?
—Sí.
Tairlaine miró a sir George, que parecía aliviado: «¡Perfecto! Todo el mundo disponía ahora de su coartada en la casa». Pero Masters no estaba satisfecho y su rostro se ensombreció todavía más al oír a H. M. canturrear con aire distraído.
—¿Desearía usted quizá formular una pregunta a esta señora, sir Henry?
—En efecto —dijo H. M., frotándose el mentón—. Dice usted señora, que su sobrino le habló del cuarto. ¿En qué sentido?
—Me tranquilizó mofándose del pretendido peligro.
—¿Del peligro de una trampa envenenada?
—Sí. Me dijo: «Suponiendo que una trampa de este género hubiera existido originariamente, ¿crees que el veneno conservaría su poder durante tantos años?».
H. M. contrajo el ceño.
—No se sabe…; si causó su primera víctima en 1803 y la última en 1876, esto indica un período de virulencia muy largo… A propósito, Masters, esto me recuerda el caso del cofrecillo de Cagliostro, del que hablé en la mesa: el viejo Bricci, el coleccionista, fue hallado muerto, sin señal aparente, en su museo particular. Hágame recordar más tarde esto. Pues bien, el cofrecillo con trampa, causa de su muerte, había sido fabricado en 1791 o 1792… Le ruego continúe, señora Brixham.
Ésta le miraba fijamente.
—Sí…, recuerdo haberle respondido a Guy: «Lo que dices es verdad, pero alguien…».
Arrojó una furtiva ojeada a H. M.
—«… alguien ha entrado en ese cuarto…, lo ha limpiado…, arreglado. ¿No podemos suponer que esa persona haya vuelto a cargar la trampa en esta ocasión con veneno de flechas?».
—Pues precisamente ha sido empleado veneno de flechas —dijo Masters—. Lo que resulta particularmente raro es cómo ha podido procurárselo. Entre las armas del despacho de su sobrino, no en las de las panoplias, hay dos o tres flechitas en una caja guardada en un cajón de su escritorio.
Masters silbó entre dientes.
—Paciencia, amigo, ya volveremos sobre este punto —dijo H. M.—. Es su conversación con su otro sobrino lo que ahora me interesa, señora. ¿Qué respondió cuando le habló usted de la posibilidad de que hubieran vuelto a preparar la trampa?
—Su respuesta me tranquilizó —repuso la mujer, estremeciéndose—. Me dijo: «¿Crees, acaso, que una persona que se propusiera matar a su víctima de este modo sería lo bastante estúpida para ir a limpiar la pieza, poner tornillos falsos y barrer el comedor? Habría dejado el cuarto en el mismo estado, para no despertar sospechas…, como ha ocurrido». Y es verdad, ¿no?
—Un buen tanto para Guy —refunfuñó H. M.—; yo me hice la misma reflexión, y, desgraciadamente para mi reputación, también me tranquilizó… ¿Hizo otras observaciones?
Isabel vaciló.
—Hizo una reflexión extraña… Después de haberme afirmado que la pieza no encerraba el menor peligro, añadió: «Y no ofrece el menor interés, a menos que resuelvan el problema de la masilla».
—¿De la masilla? —repitió Masters—; ¿se refiere usted a la masilla de los vidrieros?
Tairlaine observó el sobresalto de la señorita Brixham.
—¿Qué quería decir?
—No sé nada: no quiso explicarse. ¿No comprende usted? —exclamó—. Reclamo su ayuda, le digo todo cuanto sé con la esperanza de que se halle al fin la verdad.
—¿Cómo es, señora —continuó Masters—, que el señor Guy Brixham sabe tanto acerca de un cuarto que nunca ha visto?
Tuvo ella una ligera sonrisa.
—Es que es el historiador de la familia, el único que se ha ocupado en descifrar los viejos papeles. Conozco, por supuesto, la historia de este cuarto…
Con los ojos repentinamente extraviados, clavó la vista en la enorme mesa de palo áloe, sobre la cual una gran flor de lis se dibujaba en tinte más oscuro, y en las seis sillas incrustadas en cobre, con asiento de satén rojo.
—Todos están sentados ahí —dijo, tendiendo el índice hacia las sillas—: el señor de París, el señor de Tours, el señor de Blois, el señor de Reims…, los seis…
—Poco importa por el momento —dijo H. M.—. Calma, Masters, hierve usted de curiosidad y yo comienzo a formarme una horrible idea de la famosa leyenda. Pero quiero oírla por boca misma de Guy, porque… Dos preguntas todavía, señora, se lo ruego. Ya que está usted al corriente de la historia de este cuarto, tal vez pueda hablarme de su primera víctima, que me interesa particularmente: Maria Brixham, muerta en 1825, la víspera de su matrimonio.
—¿Qué quiere usted saber acerca de ella?
—No acerca de ella, sino del hombre con el cual se iba a casar: George Bettison. ¿Quién era?
Levantó Isabel sus ojos pálidos, visiblemente sorprendida.
—Sí, sé algo sobre él. Era un joyero muy de moda. Cuentan que después de la muerte de su novia, su comercio decayó bruscamente; una vez arruinado, desapareció. ¿Por qué esta pregunta?
—Páseme ese trocito de pergamino, sir George, y usted, Masters, deme el naipe.
H. M. se levantó, y poniendo el pergamino sobre la mesa, delante de la mujer, dijo bruscamente:
—¿Ha visto usted esto?
Isabel se tensó y alzó hacia H. M. un rostro desesperado.
—No —dijo al fin—. Es latín, y he olvidado lo poco que sabía. ¿Qué significan estas palabras?
—No se inquiete; alguien colocó este escrito sobre la pechera de Bender.
Sin quitarle los ojos de encima, le mostró la carta.
—Y esto, ¿lo ha visto?
—Pero si es un naipe…, el nueve de picas; pues sí, alguien debió sacarlo esta noche. ¿También lo encontró sobre él?
—Calma, señorita Brixham. La cosa sería demasiado fácil, en verdad, si alguien hubiera sacado esta carta. Sus recuerdos no son exactos: ha sido su sobrino Alan quien sacó el nueve de trébol. Gracias, señora, he terminado. ¿Quiere usted hacer el favor de enviarnos a Guy? He de hacerle varias preguntas de importancia.
Se levantó la interlocutora, vaciló un instante, humedeció sus labios y, tras un visible esfuerzo, logró expresar lo que la atormentaba:
—Escúcheme, se lo ruego. He respondido a todas sus preguntas, y eso me da derecho a saber…
Señaló con un movimiento de cabeza los postigos herrumbrosos que protegían la ventana.
—Alan me lo aseguró, pero… ¿esos postigos estaban bien cerrados con cerrojo por el interior?
—Sí, y los cerrojos se hallaban tan atascados por la herrumbre que fue preciso el empleo de una lámpara de soldar para abrirlos… No se preocupe de la razón que puede haberla impulsado a formular esta pregunta, Masters.
Cuando hubo partido Isabel, H. M. sacó su bolsita de tabaco, y, mientras atiborraba su pipa, miró al inspector con aire irónico:
—¡Se trata de sólidos postigos, Masters! ¿Se da cuenta? ¿Se enfrentó usted alguna vez con la pesadilla de una situación imposible…? Pero ¿recuerda que hablé de un cofrecillo de Cagliostro? Hay uno de la misma clase en esta habitación… Pardiez, Masters, no salte de ese modo, que me crispa los nervios. Se parece tanto al otro, que se diría fabricado por la misma persona. Y es muy posible.
—Pero usted afirmó que no había nada sospechoso aquí —exclamó Masters.
H. M. suspiró y se dirigió hacia el peinador colocado en el ángulo izquierdo de la estancia. Examinó el espejo injuriado por las moscas, la cubierta de mármol, los cajones de madera dorada. Cediendo a su presión, el cajón superior de la derecha se abrió rechinando.
Apareció un cofrecillo de plata ennegrecida, de unos veinticinco centímetros de largo y doce de ancho, provisto de pequeños pies de unos diez centímetros de alto. Sus laterales, bombeados, se adornaban con pastores danzando al compás de las flautas de Pan; una guarnición de rosetones esculpidos bordeaba el contorno de la tapa interrumpiéndose dos centímetros a cada costado de la cerradura. La tapa, que parecía de un techo, llegaba hasta el borde de los rosetones, pero sobrepasaba la cerradura, en la que aún permanecía una llavecita ennegrecida.
—Vea —dijo H. M.—; la llave no está echada, la quito. Continúe Masters…, abra el cofre.
Masters se frotó el mentón.
—Es que, señor…
—¿Alguno de ustedes se siente con valor? Ensaye usted, Tairlaine; no hay riesgo, créame.
Cediendo al irresistible impulso que solía llevarle al encuentro de todo peligro oculto, Tairlaine tocó la prominencia que había sobre la cerradura, luego introdujo su dedo bajo el borde de la tapa, que procuró alzar. Nada se produjo; alzó la caja entera, pero la tapa resistía.
—Cuidado —exclamó sir George.
Tairlaine tomó el cofrecillo entre sus manos y apoyando la diestra sobre la tapa, el pulgar colocado bajo la prominencia, tiró de nuevo. La tapa cedió un poco, descubriendo una delgada abertura en la que introdujo la uña del pulgar…
Algo se soltó dentro y la caja se abrió de un golpe.
Un sudor frío perló la frente de Tairlaine. Pero sólo una ligera nube de polvo salió del cofrecillo.
—¿Comprende usted la treta, ahora? —preguntó H. M.—. Sus movimientos han sido exactamente los que se esperaban de la víctima, si la caja hubiese estado preparada. Hay que hacer un esfuerzo para vencer la resistencia de la tapa, lo cual ya está calculado. La han construido de tal modo que no se puede abrir sino poniendo el pulgar bajo esta prominencia. Cuando cede un poco, se introduce la uña del pulgar en la estrecha abertura. En el preciso instante en que la cubierta se abre, una minúscula punta de acero sale de la parte posterior, pincha debajo de la uña y desaparece al abrirse completamente la tapa. ¿No es sencillo?
Tairlaine clavaba una mirada aún intranquila en el interior del cofrecillo, tapizado con lo que en otro tiempo debió de ser felpa. Un gran medallón medio borrado descansaba en el fondo. Cerró el cofrecillo con un golpe seco.
—Bastante simple, en efecto —dijo—; la aguja pincha sin dejar señal. Pero no hay semejante trampa aquí… a menos que yo no haya sentido…
—¡Vamos, vamos! Insisto en que ese cofre no encierra peligro, yo mismo lo probé. Las iniciales de su fabricante están grabadas en la tapa. Mire bien y verá las letras M. L. Da la casualidad de que, con motivo de otro caso, tuve que estudiar a los artesanos de esa época. El que fabricó esta clase de cofres era un artesano francés, un fabricante de muebles, fíjese en el detalle, del que nada sé, excepto el nombre que dejó.
—¿Y…? —apremió Masters.
—Ese nombre es Martin Longueval, amigo —dijo H. M.—. Sí, puede usted perfectamente pensar en la persona que lleva estos dos nombres. ¿No sería el constructor del cofrecillo un pariente de nuestro amigo Ravelle?
Nadie tuvo tiempo de responder. La puerta volvió a cerrarse violentamente y la voz que resonó aparecía impregnada de un furor tal que H. M. se volvió con brusquedad.
—¿Qué diablos está haciendo usted con ese cofre? —gritó Guy Brixham.