El talismán
Está claro —dijo sir George.
—De una sencillez elemental —apoyó Guy, con una risa desagradable—. Estoy encantado de hallarme con un problema policiaco en el que la víctima desempeña el papel de villano. Supongo que el muchacho no se habrá suicidado sencillamente de un modo teatral. ¿No les parece?
Masters, más lento en asimilar aquella nueva versión, comentó:
—Todo esto es muy bonito, señor; pero ¿qué interés tendría Bender en permanecer en este cuarto?
—Esperaba que el asesino viniera a atacarlo y se ofreció como cebo. El asesino acudió, en efecto… Bender no carecería de valor, y me pregunto si no tenía un arma en su bolsillo: el nueve de picas pudo haber caído al sacarla. En tal caso, también habrían robado el arma.
—Un momento —exclamó Masters—. Se me ha ocurrido una idea y una breve investigación podrá demostrarnos que es buena. Quiero decir que quizá exista, después de todo, en este cuarto, una trampa emponzoñada.
—¡Dios mío! —repuso H. M.—, no es muy original su ocurrencia. ¡Así se lo lleve el diablo! ¿No ha oído, entonces, todo lo que hemos dicho esta noche?
El inspector ni pestañeó.
—Espere, y verá que mi explicación es perfectamente original. Acaba usted de probar que el nueve de picas había caído del bolsillo de Bender, ¿no? Entonces, ¿qué habría impedido al rollito de pergamino caer también?
—Pero le insisto, inspector —intervino Guy—, que jamás he…
—No se inquiete, señor; puede explicarse de muchas maneras la presencia de ese documento entre las manos de la víctima. Continúo: ignoramos si el asesino había tendido una trampa cargada de curare, disimulándola en un ornamento del mobiliario, por ejemplo, o en otra parte. En el momento en que Bender percibe que está envenenado, ¿qué hace? Guarda en su bolsillo una terrible acusación contra el asesino, consignada en la agenda; su instinto le impulsa a ocultar esa agenda en un sitio donde la policía podrá hallarlo antes que el autor del crimen lo descubra. Tiene apenas el tiempo justo para cumplir su propósito…, quizá se halle la agenda disimulada en el lecho, por ejemplo, lo que explicaría la posición del cuerpo. En el momento de sacarla del bolsillo de su esmoquin, la carta y el rollo de pergamino salieron también; la carta cayó al suelo y el rollo, por accidente, quedó sobre su pecho. Ahí tiene —concluyó el inspector.
H. M. se irguió lentamente.
—¡Por el alma de mis antepasados! —exclamó—. He oído muchas reconstrucciones disparatadas en mi vida, pero jamás ninguna desafió a tal punto las leyes del equilibrio y del sentido común. ¿Cree usted de veras esa funambulesca historia, hijo?
—¿Por qué no? Cada cual dispone aquí de una coartada válida, la ventana está protegida por postigos de hierro cerrados con cerrojo y cinco personas vigilaban la puerta. ¿Qué piensan entonces?
—Si es preciso mostrarle su error, lo haré. ¿Lo ve usted, señor Guy? —dijo H. M.
—Pero, vamos —protestó Judith—, ¿cómo quiere usted que Bender haya tenido bastante fuerza para sacar su agenda del bolsillo y apresurarse a esconderla y no la haya tenido en grado suficiente para llamar en su socorro? Es absurdo… Por otra parte, si sacó, al mismo tiempo que la agenda, la carta y el pergamino, los dos objetos habrían caído al suelo. Bender estaba echado sobre la espalda, yo le he visto, de modo que habría sido necesario que el rollo de pergamino diera vueltas en el aire como una mariposa, esperando su caída… Seguramente va a hacerme usted salir de aquí, pero eso no me impedirá decirle que su hipótesis es absurda.
—¡Calma, Judith! —intervino Guy—. Me adhiero a su parecer, inspector, por más que su hipótesis me parece un poco traída por los pelos. Pero si la aceptamos, ¿cómo explica usted la voz que respondió a las llamadas?
—No estoy encargado de suministrarle explicaciones —respondió tranquilamente Masters—. Si autorizo las hipótesis, es únicamente porque sir Henry está aquí. ¡He oído hablar de invenciones mecánicas capaces de reproducir la voz!… Algunas personas podrán burlarse, si eso les divierte, pero tengo aquí tres hombres y haré sencillamente una pequeña investigación para asegurarme por mí mismo de lo que hay en este cuarto… ¿Desean quedarse para ayudarnos?
H. M. manifestó tener algo más importante que hacer. Quería trasladarse al despacho de Mantling, e insistió para que los demás le acompañasen. Guy, que acechaba a Masters detrás de sus gafas negras, esperó a que estuviesen a punto de abandonar el cuarto; apoyando entonces la mano en el cofrecillo de plata, solicitó:
—Ya han examinado ustedes este cofre sin encontrar nada sospechoso, me han dicho… Permítame que me lo lleve, me interesa. Puro sentimentalismo de mi parte, naturalmente, pero querría…
Masters previno el gesto de Guy, y sin manifestar lo que pensaba, respondió:
—Lo siento, señor, pero nada de lo que se halla aquí puede ser sacado por el momento. Personalmente, no vería inconveniente alguno…, pero la regla es inflexible. Entre nosotros, ¿por qué tiene tanto interés por este cofrecillo?
—No tengo ningún interés particular por él —repuso Guy.
Estaba tranquilo, pero el desagradable brillo —rabia, desesperación, temor o simple perversidad— ya percibido antes, asomaba ahora en su mirada. ¡Extraño joven! No conseguía situarlo: tan pronto amable y natural, un instante después no era más que afectación e incluso tomaba, a veces, un aspecto reptil. Su voz temblaba.
—No tengo ningún interés particular por el cofre, pero hay una miniatura en su interior, creo habérselo ya dicho y quisiera… ¿Le parece sospechoso? ¡Qué absurdo!
Acechando al joven con el rabillo del ojo, Masters abrió la tapa y retiró el objeto que Tairlaine ya había visto. Era un medallón ovalado, con borde de oro, de unos ocho centímetros de largo, que contenía dos miniaturas sobre marfil, pegadas una contra otra; representaba una de ellas un rostro de mujer, la otra uno de hombre.
Guy tomó la alhaja con precaución y Judith se acercó a mirar.
—Charles Brixham —dijo Guy, pasando la yema de los dedos por el vidrio—, el primero de los que murieron en esta pieza, y su mujer. No pondrá usted seguramente objeción a que…
—Deje que se lo lleve, Masters —dijo H. M.
En el momento en que salían de la habitación, Judith se apoderó del medallón para examinarlo: aquellos retratos parecían fascinarla; mostró por último el medallón a Tairlaine y, por primera vez, las sombras del pasado tomaron un aspecto tangible en aquella casa Ahora adquirían figura los seres vivientes que habían ocupado el cuarto de la muerte.
Una de las miniaturas representaba el delgado rostro de un joven de unos veinte años, con mirada de visionario; su expresión, de extrema dulzura, indicaba casi debilidad. No llevaba peluca, pero sus cabellos estaban peinados en trenza; una corbata de caza rodeaba su cuello; estaba vestido con un severo traje de montar, color marrón, de alta botonadura. Con el mentón apoyado en la mano, parecía reflexionar. A despecho del colorido de la pintura, se adivinaba la palidez del modelo, como se advertía, asimismo, un cerebro poco equilibrado, predispuesto a sucumbir bajo el peso de sus elucubraciones.
En perfecto contraste con el rostro del hombre el de la mujer —una belleza latina de contornos redondeados y ojos oscuros—, impregnado también de una cierta dulzura, revelaba un sentido práctico tan neto, tan visible, como los rizos de su empolvada peluca. Su tez parecía de un natural brillante y su boca, de firmes contornos, ofrecía una expresión un poco dura.
—¿Cree usted que me parezco a ella? —preguntó Judith—. Guy lo pretende, según el gran retrato que se halla en el primer piso, pero que me ahorquen si veo la menor semejanza. Los ojos y los cabellos, no son del mismo color; me arrojaré al agua si alguna vez mi cara toma este aspecto de luna llena.
—Era una mujer muy inteligente, querida —dijo Guy.
Aquellos retratos obsesionaban todavía a Tairlaine cuando llegó con todos al despacho de Mantling. El agente de servicio ante la puerta abierta fue despachado por H. M. para ayudar a Masters.
Inclinados sobre un pequeño billar de mesa instalado sobre el escritorio, Ravelle y Carstairs terminaban una animada partida; este último recogió vivamente sus ganancias.
—No había más remedio que hacer algo —dijo Carstairs a Judith, a manera de excusa—, puesto que nos secuestraron aquí. ¡Caramba!, Judith, no tiene usted necesidad de mirarme con ese aire de desagrado; le he ofrecido mi ayuda, mi simpatía, le he ofrecido…
—No le haga caso —intervino Ravelle con indulgencia—, está un poco nervioso, compréndalo; el whisky es el responsable. Me decía: «Camarada, le ofrecí mis consuelos y los ha desdeñado», y se echaba un vaso al coleto. «Pero ¿de qué quería consolarla?»; yo le respondía. «¡Oh! —continuaba—, no se trata de eso, es por principios», e ingería otro vaso. ¡Pardiez! Yo mismo soy muy inglés, pero no alcanzo a comprender esa mentalidad. Haré bien en beber todavía un poco de whisky. Mi viejo Merrivale, venga a jugar conmigo una partida, y apuesto a que le gano…
—Va usted a quitarme inmediatamente ese billar —tronó H. M.—, y… No, espere; ¿dónde están los otros? ¿Dónde está Mantling?
—Se acostó —respondió Carstairs—. No alcanzo a comprender qué le ocurre a Alan, tan dueño de sí, tan lleno de sangre fría ordinariamente. Parece desconcertado por este asunto…
—¿Y la señorita Isabel? ¿Qué ha sido de ella?
—Creo que padece una crisis nerviosa —respondió Ravelle—. Figúrese que apenas nos habíamos instalado aquí, cuando entró como un ventarrón, corrió al escritorio y arrojó por tierra todo lo que había en los cajones. El hombre de guardia en la puerta saltó sobre ella y…
—¡Basta de charla! —interrumpió Carstairs—. Se puso en un estado espantoso y costó llevársela. Haría usted bien en ir a hablarle, Judith. ¿No se le ha metido en la cabeza que las flechas traídas por Alan y por mí, no las de las panoplias, sino las de mano que tienen cinco centímetros de largo, están envenenadas…?
—Pero ¿no es la verdad? —preguntó suavemente Guy—. Usted mismo se ha jactado de creerlo.
—Ya lo sé, pero se puede muy bien decir que se ha conseguido traer de un viaje algunas armas envenenadas cuando se sabe que hay mil probabilidades contra una de que no las haya; eso las hace interesantes —replicó Carstairs—; por ejemplo…
—Nadie se preocupa de lo que le parece a usted interesante o no, amigo —dijo vivamente Judith—; si me permite que le hable con franqueza, ya estamos cansados de soportarle en esta casa. No me es posible echarlo porque es usted un amigo de mi hermano, pero compórtese al menos con decencia mientras está aquí. Beba su maldito whisky, y continúe divulgando sus repugnantes mentiras acerca de…
Se volvió jadeante.
—¿A propósito de qué deseaba usted hablarnos, a Guy y a mí, sir Henry?
Carstairs se había interrumpido de súbito y la observaba con estupefacción; de pronto la luz pareció hacerse en su espíritu:
—¡Dios mío! —dijo, en un soplo—. ¡Es eso, entonces!
Un crujido de faldas de seda… y Judith partió. Carstairs, inmóvil, quedó mirando la puerta, luego hizo ademán de arrojar unos dados sobre la alfombra. Tairlaine, que esperaba un estallido por parte de H. M., quedó sorprendido al oírle decir en tono pacífico:
—Vamos… Ya sospechaba yo que había habido gresca en alguna parte.
—Son esas malditas armas —afirmó Carstairs—; pero ¿cómo hubiera podido yo saber? No me dijo nada en el primer momento. Se rió, y deduje… Vea usted, pretende detestar el sentimentalismo, y las mujeres tienen hoy día ideas tan extraordinarias que la cosa es cierta algunas veces; mas, ¿cómo saberlo? Una tarde que estaba yo aquí refiriéndole hermosas historias y haciendo molinetes por encima de mi cabeza con una flecha, me pinché casualmente una mano. Tras un segundo de verdadera angustia, resolví sacar partido de la situación presentándole una comedia digna de los mejores actores del cine. Aproveché para describirle mis sentimientos hacia ella, añadiendo que eso no tenía importancia puesto que iba a morir. No repetiré lo que me contestó, porque soy un caballero, pero cuando le había hablado del mismo modo una semana antes, se burló de mis «charlatanerías». Las cosas se echaron a perder cuando se precipitó llorando en busca de socorro y regresó en el preciso instante en que bebía yo de la botella para darme ánimos, siendo así que me creía inerte en mi sillón. Todo quedó destruido…
Ravelle meneó la cabeza.
—Es preciso más delicadeza en amor, amigo mío; lo esencial es ir progresivamente hasta el momento en que se está seguro del éxito.
—¡Muy bien! —gruñó H. M.—. Ya veo lo que ocurrió; ella rió, tomó la cosa a broma, afirmó que desde el primer instante había advertido la superchería, y la jornada transcurrió en una atmósfera de cordial intimidad. Pero dos o tres días más tarde se enoja con un fútil pretexto y rompe con todo… Pero oiga, joven, no estoy aquí para escuchar extravagancias; quiero saber a qué atenerme respecto a ese veneno.
—Lo peor es que esa arma no estaba emponzoñada —dijo tristemente Carstairs.
—¿Y las otras?
—Las lanzas y las flechas de la panoplia son absolutamente inofensivas y creo que las flechitas de Alan también. Pero pronto sabrá usted a qué atenerse. Ya le dije que la solterona armó un jaleo del diablo, que no sólo atrajo al agente de guardia en la puerta, sino también a otro de sus compañeros y a los expertos que cotejaban impresiones digitales en el cuarto vecino. Estos últimos se llevaron las flechas, y Arnold condujo a Isabel a su habitación. Espero que ya se haya repuesto.
—¿Es todo cuanto tiene que decirme? Entonces, ¡lárguese! ¡Sí, váyase de aquí, pero no abandone la casa!… ¡Usted, quédese! —dijo H. M., reteniendo a Ravelle—; necesito de su presencia porque deseo oír una pequeña historia de familia…
—¿Una historia de familia? ¿De qué familia?
—De la suya —respondió H. M.—. No me había dicho usted que era pariente de los Brixham.
Ravelle entornó los ojos, mostrando asombro.
—Oiga, ¿es una broma? Me sentiría, naturalmente, muy halagado, pero ¿quién me considera pariente de mis amigos Brixham?
—La policía, de una parte —contestó Guy—, y yo por la otra. Es que, vea usted, he estudiado un poco los papeles de la familia. Pero soy el único en saberlo; Alan no tiene la menor sospecha y pensé que más valía no decir nada, puesto que usted mismo no había mencionado nuestro parentesco. Me pregunto por qué.
—Seré franco —dijo repentinamente Ravelle—, pero abandone ese aire solemne. He oído decir, en efecto, que éramos parientes, pero, en un grado tan lejano, que nada se opone a nuestra amistad…, por otra parte, al venir aquí, abrigaba en cierto modo el propósito de adquirir algunas cosas. Póngase en mi lugar: ¿iba a colocar a mis amigos en un brete? Me concibe usted diciéndole a Alan: «Oiga, ¿va usted a dejarme este mueble al precio que le ofrezco porque somos parientes?». ¡No sería deportivo! Tengo por costumbre practicar juego limpio.
Guy inclinó la cabeza.
—Puesto que los dos sabemos que no es así —dijo—, las cosas no varían y nos atendremos a eso. Me es igual.
—Muy bien. Mil gracias —respondió Ravelle sin alterarse—; por lo demás, he bebido demasiado whisky esta noche para prolongar esta discusión. Asimismo, pienso en ese pobre muchacho muerto tan trágicamente y me felicito de estar aún vivo. ¿Puedo preguntar qué han descubierto? El agente no ha querido decirme nada, y la cosa me interesa.
—Uno de sus antepasados también se interesó en asuntos parecidos —observó H. M.—. ¿Sabe usted si en el siglo dieciocho Martin Longueval fabricó algún mueble o algún objeto de ese cuarto?
Ravelle enarcó las cejas.
—Le aseguro, señor, que no conozco ningún Martin Longueval que haya vivido en una época tan distante; el primero de este nombre es mi tío segundo.
—Entonces —dijo lentamente H. M—, si el mobiliario no le dice nada, ¿es quizá la masilla lo que le interesa? Porque sé que esta materia no le es indiferente a Guy.
Sobrevino un mortal silencio. Tan largo tiempo había sido diferido el golpe, que Tairlaine casi había olvidado la frase pronunciada por Guy en el tocador de Isabel. El efecto fue impresionante, pero, con gran sorpresa de Tairlaine, distinto del previsto. Guy se limitó a pasear una ojeada por los asistentes y a aplaudir. Pero Ravelle, que encendía un cigarrillo, se quemó los dedos y se volvió jurando para arrojar la cerilla al fuego. El movimiento tuvo, sobre todo, por objeto ocultar su semblante; había recobrado su máscara de afabilidad cuando de nuevo mostró la cara a los presentes, pero las venas de sus sienes estaban singularmente hinchadas.
—¿Masilla? No comprendo. ¿Qué quiere decir?
—Según todas las probabilidades, querido amigo —dijo Guy con una exquisita cortesía—, comprende usted mucho mejor que él. Tanto me ha admirado el modo cómo Merrivale acaba de hacer su jugada, que eso me decide a referir con toda franqueza la historia del Cuarto de la Viuda. No tenía intención de decírselo todo, sir Henry, pero usted merece que lo haga Comprenderá la causa de esas muertes… si es lo bastante sagaz. Le lanzo un desafío.
Su rostro de arrugas múltiples expresaba una súbita alegría; se aproximó al aparador.
—Un vaso de oporto para aclararme la voz. Veamos: Alan debe de tenerlo en uno de estos compartimentos.
Se aseguró de que su extraña entonación había despertado la atención de sus interlocutores. Con aire de conspirador, hizo girar la llave de la puerta de la derecha.
—Van a probar el oporto 1898, de Alan. ¿Por qué diablos las puertas del aparador son todas tan difíciles de abrir? Esta…
La puerta se abrió rechinando; Guy se echó atrás a fin de no tapar la luz y Tairlaine, inclinado sobre el hombro de sir George, percibió su rostro…
Un rostro que, desde el interior del aparador, los miraba, los ojos muy abiertos. Una segunda ojeada tranquilizó a Tairlaine y lo llenó de cólera. Guy reía bajito.
—El oporto debe estar del otro lado… Lo siento señores. Espero no haberlos asustado. Alan se divierte con chiquilladas; su mayor placer consiste en hacer referir a ese maniquí anécdotas de gusto dudoso delante de sus amigos… ¿Olvidé quizá decirles que mi hermano es un ventrílocuo aficionado y con talento?
Abrió otra puerta.