Exceso de coartadas
Era evidente que nadie, salvo H. M., deseaba sentarse ni tocar nada. H. M., con las manos cruzadas, se había sentado en el borde del lecho; sir George se mantenía delante de la ventana. Tairlaine, de espaldas a la chimenea clavaba los ojos en el espacio libre del otro lado de la cama, de donde acababan en ese instante de alzar el cadáver de Ralph Bender. Una vez tomadas las fotografías y recogidas las huellas dactilares, dos agentes transportaron el cuerpo en una camilla; penoso espectáculo, porque si bien las ropas del joven estaban apenas en desorden, se imponía la evidencia de que había muerto en medio de atroces sufrimientos. La pierna derecha estaba encogida sobre el vientre, la cabeza hacia atrás; un espantoso rictus de los labios permitía ver las mandíbulas contraídas. Le habían trasladado a una habitación mejor iluminada, donde el médico forense procedería a un examen preliminar. Dos curiosos objetos quedaban como único testimonio de su presencia: fue hallado en el suelo, cerca de su mano derecha, un naipe estrujado —fácilmente identificable por la marca, ya que Mantling jamás variaba de cartas—; aquel naipe era un nueve de picas. El otro objeto fue hallado sobre la pechera de la camisa de Bender. Se trataba de una banda estrecha y larga de papel rígido, tan finamente enrollada que hubiera podido caber en un dedal, con algunas extrañas palabras.
Aquellos objetos estaban, ahora, encima de la mesa y el inspector Humprey Masters los miraba. Era este último tal como James Bennet se lo describiera a Tairlaine: de imponente estatura, de buena presencia, aunque sin ostentación; un rostro inteligente de fuertes mandíbulas y cabellos grises, estirados para disimular una naciente calvicie.
—Bueno, señor —dijo Masters—, esta vez estaba usted efectivamente en el lugar del hecho, ¿no? Empiezo a acostumbrarme a que me saquen de la cama en medio de la noche para enterarme de que un acontecimiento extraordinario acaba de producirse y que sir Henry Merrivale se hallaba en los alrededores. Dentro de poco consideraré como indignos de mí las batallas de Whitechapel o los robos del Est End.
H. M. alzó la mano.
—Sí —asintió—, me encontraba, en efecto, en el lugar del hecho. Pero ¿qué diablos podía hacer? Me dijeron que querían ensayar un pequeño experimento. ¿En nombre de qué quería usted que me opusiese, puesto que había registrado este cuarto de arriba abajo sin hallar nada sospechoso? ¿Iba a precipitarme fuera, tomar a un policía por el cuello y decir: «¡Por amor de Dios, venga pronto! Uno de los huéspedes de lord Mantling corre un terrible peligro: ¡está sentado solo en una habitación…!»? ¡Oh!, puede usted adoptar todos los aires que quiera; estoy aquí para darle mis consejos, sin poder escapar yo mismo aunque desee hacerlo; no soy más que un testigo, un testigo completamente ciego, un viejo imbécil, ésta es la verdad…, lo que precisamente lamento, Masters, no sabe usted hasta qué punto. ¿De qué sirve repetir: «No podía hacer nada?». El caso es que no he intervenido.
—Vamos —replicó Masters—, debemos recordar…
—Debemos recordar —interrumpió H. M.— que yo no he visto de qué modo ese pobre diablo corría el riesgo de ser asesinado y, francamente, no lo veo aún.
Masters se mordió los labios.
—Es evidente que nos encontramos ante un caso extraño —admitió—. No sólo son extrañas las circunstancias, sino que los indicios lo son todavía más. Sin embargo, éstos existen. Para empezar, se trata, evidentemente, de un envenenamiento… Supongo que no cabe duda a este respecto.
—No. Ha sido obra de algún veneno, en efecto, espero que esta comprobación le ayude.
—También yo. Vaya —sugirió Masters con voz persuasiva—, es posible después de todo que esta habitación contuviera un producto nocivo. Nadie es infalible, ya lo sabe usted. Y si…, se encontrase aquí, por casualidad, una trampa envenenada y su huella sobre el cadáver de la víctima…
H. M. le lanzó una ojeada por encima de sus lentes.
—¿Podrá usted entonces sentirse más satisfecho de sí mismo de lo que está actualmente? Creo saber de qué veneno ha muerto el pobre diablo; insistiré, por otra parte, en presenciar la autopsia. Más, en espera de las primeras comprobaciones del doctor Blaines, podemos entretenernos en el jueguecito de las suposiciones. Supongamos, por ejemplo, que no dé usted con trampa envenenada ni con ningún medio de administrar una dosis subcutánea. ¿Entonces?
Masters le observó un instante.
—Perdone, sir Henry, pero me parece que considera usted este caso desde un punto de vista muy limitado; se diría que le hipnotizan las agujas emponzoñadas. No piensa sino en un veneno que haya tenido acción local y hubiese penetrado por los tejidos. ¡Pero fíjese en los hechos! Sin ser médico, conozco algo sobre venenos. Veamos los síntomas: boca mostrando los dientes; cabeza echada hacia atrás; espalda arqueada; una pierna contraída…, pues no es…
—¿Incompatible?
—Si así lo desea… Quiero decir que estos síntomas se parecen más o menos a los producidos por una dosis de estricnina que ingiriera el señor Bender. Ingerido, sí señor, así como suena. Me dirá usted que no hay recipiente en esta habitación que haya podido contener el brebaje: de acuerdo. El veneno, entonces, le fue administrado antes de su entrada en este cuarto. La estricnina tarda algún tiempo en actuar, varía éste según la dosis administrada y la mayor o menor tolerancia del sujeto. Pero los síntomas existen. Por ejemplo…
Se volvió a Tairlaine.
—Me ha comunicado usted una interesante observación acerca de Bender, señor. Voy a citarle una frase de mi manual: «Toda víctima de la estricnina presenta primero una cierta rigidez del cuello y da signos aparentes de enfermedad o de terror». ¿Estas características no corresponden, exactamente, al señor Bender? ¡Gracias! Es lo que pensaba.
—¿Y qué me dice del aspecto del rostro? —preguntó H. M.
Masters vaciló.
—En efecto, es bastante extraño, lo admito.
—¡Extraño! —clamó H. M.—. Sería un verdadero milagro, si las cosas hubieran pasado como afirma usted. ¡Vamos, hombre! Toda vez que el rostro aparece hinchado y congestionado, es que la muerte ha sido ocasionada por un producto que actuó sobre el aparato respiratorio. La víctima no puede hablar, pero la estricnina obra sobre la columna vertebral. Si Bender tomó una dosis de este veneno, ¿por qué no pidió auxilio al primer malestar? No profirió la menor queja, a pesar de pretenderse que ingirió uno de los venenos más penosos de soportar. Si no lo hizo, es que se vio materialmente impedido por la parálisis de los músculos. Mi propósito es persuadirle, amigo mío, de que un veneno diabólico e instantáneo le fue administrado en esta habitación; un veneno que, por cierto, no hubiera podido beber.
—¿Por qué?
—Porque se trata del curare.
Durante el silencio que siguió, Masters sacó una libreta de su bolsillo.
—Frente a cualquier otro agente tóxico yo habría estado de acuerdo con usted —prosiguió H. M.—. El curare constituye una excepción; puede ser ingerido con cerveza, sin sufrir la menor molestia; pero basta inyectar bajo la piel una cantidad ínfima para ocasionar la muerte en menos de diez minutos. Ciertos síntomas concuerdan, evidentemente, con los provocados por la estricnina; ambos venenos provienen de la misma planta: Strychnos Ignati, pero el curare es una pequeña hierba cuyo poder nocivo es extraordinario. Los sudamericanos lo utilizan para emponzoñar sus flechas. No hay duda de que fue el curare lo que, a través de un procedimiento cualquiera, se le inyectó a Bender.
—El veneno de las flechas —dijo pensativamente Masters—; sí, he oído hablar de él. Pero, vaya, que no es una razón para que se desconcierte hasta tal punto; jamás le he visto así… Todo esto no es más que una hipótesis, y volvamos a la idea de que existía una trampa en esta habitación. Si es preciso un registro —añadió con no disimulada satisfacción—, soy su hombre.
Sir George Anstruther, que permanecía de pie cerca de la ventana, con la cabeza inclinada, cual lúgubre Pickwick, hizo un brusco movimiento.
—Lejos de mí la idea de darle una lección, señor Masters —dijo—; al contrario, le estoy muy reconocido por haberme admitido a este… consejo privado, pero el punto más curioso de este caso parece habérsele escapado: sí pincharon a Bender con una aguja envenenada, ¿quién estaba entonces con él en este cuarto?
—¿Con él?
—Desde luego, ya que fue otra persona quien mucho después de la muerte de Bender continuó respondiendo a nuestras llamadas. ¿No oyó usted al doctor Arnold afirmar que Bender debió morir a eso de las once? ¿Quién, en tal caso, se tomó la molestia de responder tres veces, a partir de esa hora?
—¡Ah! —exclamó Masters, perdiendo de súbito mucha de su amabilidad—, no he tenido todavía tiempo de interrogar a las personas de la casa y hasta ahora mis únicos informes acerca de este asunto son los que obtuve de ustedes, señores. He oído hablar, en efecto, de la hora del deceso. Un error en un diagnóstico hecho con tanta precipitación…
—No fue un error de diagnóstico —gruñó H. M.—, a menos que me tome usted por más estúpido de lo que soy. Yo también he examinado el cuerpo; la muerte se remonta a alrededor de las once y cuarto. Es indiscutible, por tanto, que alguien imitó la voz de Bender, lo que no era difícil, por otra parte, a esa distancia, a través de estas pesadas puertas. Mas, ¿con qué motivo, Masters? Alguien había aquí, de ello no cabe duda, y esa persona se llevó la libreta de Bender…
Masters se sentó para tomar notas.
—¡Oh!, ya sé lo que va a decirme —protestó H. M.—. Admito haberle dado un primer informe bastante ligero; ahora voy a suministrarle algunos hechos patentes. Desde el primer momento busqué la libreta de Bender… Como esperaba, había desaparecido. Esa libreta podía contener anotaciones peligrosas para ciertas personas de la casa. Le señalo también que alguien colocó el rollo de papel sobre su pechera…
—Y el naipe —añadió Masters—. Respecto a ese trozo de papel…
—De pergamino —corrigió sir George—. ¿Puedo verlo, inspector?
Masters se lo mostró. Sir George estiró la hoja de pergamino, de un centímetro de ancho a veinte de largo; Tairlaine, inclinado sobre su hombro, leyó las siguientes palabras, muy finamente escritas con tinta:
STRUGGOLE FAIUSQUE LECUTATE,
TE DECUTINEM DOLORUM PERSONA.
—¿Qué significará esto, señores? —preguntó H. M—. Acudamos a nuestros recuerdos del British Museum y de Cambridge.
—Si no se tratase de una broma —respondió sir George—, tomaría este escrito por un amuleto o un talismán. Se diría una especie de plegaria para «ahuyentar el dolor»: la palabra dolor puede ser tomada, igualmente, en un sentido moral. Es un latín macarrónico, difícil de entender, no comprendo muy bien el sentido de «Faibus», por ejemplo. Pero, como les he dicho, se trata de una broma…
—¿Le parece?… Es usted un buen amigo de la familia, ¿no? He aquí lo que veo más claro. Una broma consistente en poner sobre el pecho de un muerto una piadosa súplica para ahuyentar el dolor, sería de bastante mal gusto, creo… ¿Comienzan a darse cuenta de que esta familia es bastante extraña?
—Completamente de acuerdo —respondió Masters—, pero…
—Aunque no abarque usted todavía el problema en su conjunto, Masters, voy a darle algunas indicaciones antes del puñetazo final. Si quiere usted descubrir a la persona que estaba en esta habitación al mismo tiempo que Bender, el campo de investigaciones es bastante limitado. ¿Por qué? Porque con excepción de dos, todas las personas disponen de una coartada indiscutible. Mientras llamaban a la policía, a grandes voces, hice muy tranquilamente mi trabajito. He aquí la lista de las personas implicadas en el caso.
Alzó la mano para contar con los dedos.
—Primero, los invitados a la cena: Alan, Guy, Isabel, Carstairs, Ravelle, Tairlaine, George Anstruther y yo mismo. Segundo, los ausentes: Judith y Arnold. Tercero, los criados: el mayordomo, el ama de llaves, la cocinera, dos camareros y un chófer. ¿Me sigue?
—Sí, señor; esto es lo que me gusta oír.
—De las diez y cuarto a las once y media, y aún más tarde, todos los sirvientes estuvieron ocupados en comer en el sótano. Judith y su novio estaban en el teatro, con unos amigos que los trajeron en coche hasta aquí a las doce menos cinco. Y, por último, yo tuve a los demás bajo mis ojos durante el período crítico…, con excepción de dos personas. ¡Esto parece fácil, verdaderamente demasiado fácil, Masters, y no me agrada!
—Las dos excepciones —dijo Masters tomando nota— son el señor Guy Brixham y la señorita Isabel Brixham, ¿no? ¡Pero espere! ¿No me dijeron que Ravelle había abandonado también la mesa?
—Masters no simpatiza con los extranjeros —apuntó H. M.—. Ravelle no dejó la mesa antes de las once y media. Bender ya había muerto, por consiguiente, y la voz había respondido dos veces en presencia de Ravelle. Su coartada vale tanto como las nuestras.
—Y yo ya tengo suficiente para ocuparme esta noche con los otros dos —declaró el inspector—, de modo que primero… ¡Oh!, entre, doctor. ¿Ha…?
El médico forense avanzó con vivacidad, puesto el abrigo y su sombrero en la mano.
—Necesito una orden para que se lleven el cadáver, Masters; no puedo afirmar nada antes de la autopsia, pero apostaría ciento contra uno a que sir Henry no se ha equivocado. No hay duda de que se trata de curare.
—¿Oye, Masters? —exclamó H. M., cuya faz lunar expresó un súbito regocijo—. Masters abriga dudas a ese respecto, y desea preguntarle a usted si el curare es mortal cuando es bebido. ¿Qué opina, Blaines?
—Que no lo es —respondió el médico—, y en el caso presente estoy absolutamente seguro de que el veneno no ha sido ingerido por vía bucal. He practicado una extracción de sangre; casi se podían ver los efectos a simple vista.
—¿Cuánto tiempo emplea el veneno en actuar?
—La parálisis muscular se produce en unos tres minutos, la muerte en diez.
Masters juró.
—Pero la inyección, ¿cómo fue hecha?
—Nada puedo decirle con seguridad mientras no haya efectuado el examen completo del cuerpo. Tiene en la parte inferior de la mejilla una desolladura que parece un corte hecho al afeitarse, pero, a menos que se haya llevado su navaja al cuarto, no se le puede imputar ese corte. ¿Nada más se les ocurre? Fírmeme pronto esa orden y me voy. ¡Ah!, me olvidaba. El doctor Arnold y la señorita de más edad desean verlos.
Masters, después de cambiar una mirada con H. M., dio orden de hacerlos entrar. Por primera vez, Tairlaine pudo examinar al doctor Eugene Arnold. Comprendió enseguida las razones de la antipatía de Carstairs por aquel hombre demasiado seguro de sí, de lenguaje sin rodeos.
Arnold tenía un rostro atractivo, cuya expresión, habitualmente muy dura, podía transformarse súbitamente en bondad; poseía ojos castaño claro, de penetrante mirada, y esos cabellos negros plateados en las sienes que tanto agradan a las mujeres. ¡Un hombre de mucho seso, de seguro juicio, Eugene Arnold! Carstairs parecía un chiquillo comparado con él. Al verle introducir a la señorita Isabel Brixham, con una deferencia matizada de altivez, Tairlaine pensó en los retratos del primer duque de Marlborough: así se presentaba Arnold… dominador, ponderado, invariable el humor, y probablemente tan ávido de dinero y tan mezquinamente interesado como el propio Marlborough.
—Quiero hablarles —dijo Isabel con voz sorda, mirando alternativamente a Masters y a H. M., con aire de vacilación.
Parecía trastornada y tenía los ojos encarnados.
—Es preciso, porque… soy responsable en cierto modo de la muerte de ese pobre muchacho. Pero ¿estamos obligados a permanecer aquí? ¿No es posible ir a otra parte?
—Me permito insistir acerca de este punto, señores —dijo vivamente el médico—. Estoy encargado de velar por la salud de la señorita Brixham, y es evidente que ha sufrido una intensísima sacudida nerviosa.
—Entonces… —dijo H. M., mirándole de reojo—, entonces, ¿por qué la trajo aquí, amigo?
Arnold le miró, preguntándose visiblemente cómo debía tratar a H. M.
—Disponemos, por desgracia, de un informe bastante importante que interesará sin duda a la policía…
Sobrevino un silencio, pero H. M. no formuló pregunta alguna.
—A propósito del pobre Ralph Bender.
—Comprendo. ¿Así que era médico?
—No tiene usted indudablemente nada que reprocharse, tía Isabel —interrumpió Arnold—. Quebrantaré, en cierto sentido, el secreto profesional, pero se trata de un crimen, y mi intención es no ocultar nada: Ralph Bender había sido, este año, el estudiante más brillante de la Facultad. Una vez terminados sus estudios clínicos en Santo Tomás, deseaba especializarse en psicopatología; pero carecía de los fondos necesarios para instalar un consultorio. En consecuencia…
—Lo tomó usted en calidad de sustituto sin sueldo para cuidar los casos menos graves; ¿los de su dispensario, quizá?
—Creí hacer una buena obra… Pero no tengo dispensario, señor. ¿Ignora usted sin duda de qué naturaleza son mis ocupaciones?
—No… Sí. Se ocupa usted de psiquiatría, ¿no?
—Solamente en una…
Se interrumpió, el semblante súbitamente endurecido.
—Perdón, señor, ¿a quién tengo el honor de hablar, me hace el favor?
—Vamos, vamos —exclamó H. M., chupando su pipa—, no se encrespe, amigo. No permita que la cólera ensombrezca esa magnética mirada. Continúe hablándonos de Bender.
—Trabajaba conmigo, lo mismo que otro joven de gran porvenir —prosiguió Arnold, repentinamente calmado—, cuando la señorita Isabel Brixham estuvo a verme hace poco tiempo para hablarme… de cosas que usted conoce, creo. Me hallé en una situación muy delicada, pues me habría sido imposible intervenir…, buscar…, interrogar, aun del modo más discreto. ¿Me comprende?
—Sé que Mantling detesta a los médicos y en particular a los que se ocupan de los alienados.
Arnold prefirió tomar la observación por el lado bueno.
—En particular a los que se ocupan de los alienados, como dice usted. En cuanto a mí, me toleran a condición de que hable únicamente de deportes. Pero, para abreviar, si uno de los miembros de la familia estaba verdaderamente loco, lo importante era colocarlo en una casa de salud, evitando, en lo posible, el escándalo. La señorita Brixham tuvo la idea de introducir aquí a Bender, presentándolo como uno de los artistas a quienes protege, lo que fue tanto más fácil, a causa de la estancia del señor Ravelle aquí. Bender estaba encargado de descubrir…
—¿Y lo hizo?
—Sin duda, descubrió algo —repuso Arnold con calma—, puesto que fue asesinado.